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Authors: John Irving

Una mujer difícil (50 page)

BOOK: Una mujer difícil
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Afortunadamente, Ruth no se acordaba del episodio de la lámpara inadecuada con mucho detalle, pero su recuerdo bastaba para que no quisiera encontrarse nunca en la misma posición. Ahora lo estaba. Tenía que empujar hacia atrás contra Scott con todas sus fuerzas para evitar que su cabeza siguiera golpeando contra la cabecera de la cama.

Había dormido sobre el costado derecho y tenía el hombro de ese lado dolorido tras el partido de squash, pero el hombro derecho no le dolía tanto como las embestidas de Scott Saunders. Había algo en esa postura que le hacía daño, no se trataba tan sólo del recuerdo de su madre. Y Scott le apretaba los senos con mucha más brusquedad de la que a ella le hubiera gustado.

—Para, por favor —le pidió, pero él notaba la presión de las caderas de Ruth contra su cuerpo y arremetía con más intensidad. Cuando él hubo terminado, Ruth se tendió sobre el costado izquierdo, frente al lado de la cama que Scott acababa de abandonar. Oyó el ruido del agua cuando el pelirrojo echó el otro preservativo a la taza y tiró de la cadena. Al principio ella tuvo la sensación de que sangraba, pero sólo era el exceso de gelatina lubricante. Cuando Scott volvió a la cama, trató de tocarle de nuevo los senos, pero Ruth le apartó la mano.

—Te dije que no me gusta de esa manera —le dijo.

—La he metido en el sitio correcto, ¿no? —replicó él.

—Te dije que no me gustaba por detrás, y no hay más que hablar.

—Vamos, mujer, bien que meneabas las caderas —arguyó Scott—. Te gustaba.

Ella sabía que se había visto obligada a mover las caderas contra él a fin de no seguir aporreando con la cabeza la cabecera de la cama. Tal vez él también lo sabía. Pero Ruth se había limitado a decirle: «Me haces daño».

—Vamos… —dijo Scott. Trató una vez más de tocarle los pechos, y ella le apartó la mano.

—Cuando una mujer dice que no, cuando dice «para, por favor»…, si entonces el hombre no se detiene, ¿qué significa? ¿No es en cierto modo como una violación?

Él se volvió en la cama, dándole la espalda.

—Vamos, vamos. Estás hablando con un abogado.

—No, estoy hablando con un gilipollas —dijo ella.

—En fin…, ¿quién te ha llamado por teléfono? —inquirió Scott—. ¿Era alguien importante?

—Más importante que tú.

—Dadas las circunstancias, supongo que no es tan importante —dijo el abogado.

—Vete de aquí, por favor —le pidió Ruth—. Te ruego que te vayas.

—Muy bien, muy bien —replicó él.

Pero cuando Ruth regresó del baño, Scott había vuelto a dormirse. Estaba tendido de lado, con los brazos extendidos hacia el lado de la cama que le correspondía a Ruth. Ocupaba toda la cama.

—¡Levántate! —le gritó ella—. ¡Fuera de aquí!

Pero él, o se había vuelto a dormir profundamente, o fingía estarlo.

Más adelante, cuando pensara en lo sucedido, Ruth se diría que debía haber reflexionado un poco más en la decisión que tomó entonces. Abrió el cajón de los preservativos y sacó el tubo de gelatina lubricante, y la vertió en la oreja de Scott. La sustancia salió del tubo mucho más rápidamente de lo que ella esperaba. Era más líquida que la gelatina normal, y despertó a Scott Saunders en el acto.

—Es hora de que te vayas —le recordó Ruth.

No había previsto en absoluto la posibilidad de que él le pegara. Con los zurdos, siempre hay algo que no ves venir. Scott la golpeó una sola vez, pero lo hizo con violencia. Primero se llevó la mano izquierda al oído, y al cabo de un instante estaba fuera de la cama, de pie ante ella. Alcanzó el pómulo derecho de Ruth con un directo propinado con el puño izquierdo, un movimiento que ella ni siquiera vio. Mientras yacía sobre la alfombra, aproximadamente donde había visto la maleta abierta de Hannah, Ruth comprendió que su amiga había acertado de nuevo: su supuesto instinto para detectar la capacidad de un hombre para mostrarse violento con las mujeres, incluso la primera vez que estaban juntos, no era el instinto que ella había creído poseer. Según Hannah, hasta entonces tan sólo había tenido suerte. «Lo que pasa es que aún no has salido con esa clase de hombres», la había advertido Hannah. Por fin se había relacionado con esa clase de hombres.

Ruth esperó a que la habitación dejara de dar vueltas antes de intentar moverse. Una vez más, pensó que estaba sangrando, pero era sólo la gelatina con que se había embadurnado la mano de Scott cuando se la llevó a la oreja.

Yació en una posición fetal, con las rodillas alzadas hasta el pecho. Tenía la sensación de que la piel del pómulo derecho estaba demasiado tensa, y notaba un calor antinatural en la cara. Al parpadear veía estrellas, pero cuando mantenía los ojos abiertos, las estrellas desaparecían en pocos segundos.

Volvía a estar encerrada en un armario. No había experimentado tanto miedo desde su infancia. No podía ver a Scott Saunders, pero le dijo:

—Iré a buscarte la ropa. Aún está en la secadora.

—Sé dónde está la secadora —replicó él de mal humor.

Como si estuviera separada de su cuerpo, le vio pasar por encima del lugar donde ella yacía sobre la alfombra. Entonces oyó el crujido de los escalones a medida que él bajaba.

Al levantarse, se sintió momentáneamente mareada. La sensación de vómito se prolongó más tiempo. Bajó la escalera con aquellos conatos de náuseas, cruzó el comedor y se encaminó a la terraza a oscuras. El aire nocturno la reanimó al instante. Pensó que el veranillo de San Martín había terminado, y sumergió los dedos de un pie en la piscina. El agua, suave como la seda, estaba más cálida que el aire.

Más tarde se daría un chapuzón, pero de momento no quería estar desnuda. Encontró su viejo equipo de squash en la plataforma, cerca de la ducha al aire libre. Las prendas estaban húmedas de sudor frío y rocío, y el contacto de la camiseta le hizo estremecerse. No se tomó la molestia de ponerse las bragas, el sostén ni los calcetines. Bastaría con la camiseta, el pantalón corto y las zapatillas. Estiró el dolorido hombro derecho. También el hombro, aunque le doliera, bastaría.

La raqueta de Scott Saunders estaba apoyada, con el mango hacia arriba y la cabeza abajo, en el plato de la ducha. Era una raqueta demasiado pesada para ella, el mango más grueso de lo conveniente para abarcarlo con su mano. Pero de todos modos no se proponía jugar a squash con ella. Mientras regresaba al interior de la casa, se dijo que aquella raqueta le serviría.

Encontró a Scott en el lavadero. No se había molestado en ponerse el suspensorio. Se había puesto el pantalón corto, guardándose el suspensorio en el bolsillo derecho, mientras metía los calcetines en el izquierdo. Se había calzado, pero sin atarse los cordones. Se estaba poniendo la camiseta cuando Ruth le alcanzó con un golpe de revés bajo que le aplastó la rodilla derecha. Scott logró sacar la cabeza por el cuello de la camiseta, tal vez medio segundo antes de que Ruth le golpeara en plena cara con un drive ascendente. Él se cubrió la cara con las manos, pero Ruth, con la raqueta ladeada, le golpeó en los codos… un revés, un drive, en ambos codos. El hombre tenía los brazos insensibles y no podía alzarlos para protegerse la cara. Le sangraba una ceja. Ella golpeó con un smatch en cada clavícula. Rompió varias cuerdas de la raqueta con el primer golpe, y con el segundo separó por completo la cabeza del mango.

El mango seguía siendo un arma bastante eficaz. Siguió atizando a Scott, golpeándole en todas sus partes descubiertas. Él intentó salir a gatas del lavadero, pero la rodilla derecha no aguantaba su peso y tenía rota la clavícula izquierda, por lo que no podía arrastrarse. Mientras le golpeaba, Ruth repetía las puntuaciones de sus juegos de squash, una letanía bastante humillante. «¡Quince a ocho, quince a seis, quince a nueve, quince a cinco, quince a uno!».

Cuando Scott yacía en una postura orante ladeada, ocultándose el rostro con las manos, Ruth dejó de golpearle. Aunque no le ayudó, dejó que se pusiera en pie. A causa de la rodilla derecha lesionada, cojeaba a saltitos, lo cual sin duda le producía un dolor considerable en la clavícula izquierda rota. El corte en la ceja sangraba mucho. Ruth le siguió hasta su coche a una distancia prudencial, todavía con el mango de la raqueta en la mano. Ahora que había desaparecido la cabeza, el peso del mango parecía el apropiado para ella.

Le preocupaba un poco el estado de la rodilla derecha de Scott, pero sólo por si eso le impedía conducir. Entonces reparó en que el cambio de marchas de su coche era automático; de ser necesario, podría accionar el acelerador y el freno con el pie izquierdo. Le resultaba deprimente que sintiera casi tanto desprecio por un hombre que conducía un coche con cambio de marchas automático que por uno que golpeaba a las mujeres. «¡Mírame, Dios! —se dijo Ruth—. ¡Soy hija de mi padre!».

Después de que Scott se marchara, Ruth encontró la cabeza de la raqueta en el lavadero y la tiró a la basura junto con lo que quedaba del mango. Entonces se dispuso a lavar algo de ropa: sólo su equipo de squash, unas prendas interiores y las toallas que ella y Scott habían usado. Lo hizo más que nada para oír el zumbido de la lavadora, porque la tranquilizaba. La gran casa, sin nadie más que ella, estaba demasiado silenciosa.

Se bebió casi un litro de agua y, desnuda de nuevo, se dirigió con una toalla limpia y dos compresas de hielo a la piscina. Se dio una prolongada ducha caliente, enjabonándose dos veces, y entonces se sentó en el último escalón de la piscina. No había querido mirarse en el espejo pero, a juzgar por lo que notaba, tenía hinchados el pómulo y el ojo derechos. Tan sólo podía entreabrir el ojo. Por la mañana estaría totalmente cerrado.

Después de la ducha caliente, al principio notó fría el agua de la piscina, pero era suave como la seda y mucho más cálida que el aire nocturno. La noche era clara y en el cielo debía de haber un millón de estrellas. Ruth confió en que la noche siguiente, cuando volara a Europa, fuese también clara, pero estaba demasiado fatigada para pensar más en su viaje. Dejó que el hielo la insensibilizara.

Estaba tan inmóvil que una ranita saltó hacia ella, y Ruth la sostuvo en el hueco de la mano. Tendió la mano y dejó la rana en la plataforma; desde allí, el animalito se escabulló dando saltos. Al final el cloro hubiera acabado con ella. Entonces Ruth se restregó la mano bajo el agua hasta que desapareció la sensación viscosa dejada por la rana. La baba le había recordado sus experiencias recientes con la gelatina lubricante.

Cuando oyó que la lavadora se detenía, salió de la piscina e introdujo la ropa húmeda en la secadora. Se acostó en su habitación y permaneció entre las sábanas limpias, escuchando el agradable y familiar golpeteo de algo que giraba en la secadora.

Pero más tarde, cuando tuvo que bajar de la cama para ir al lavabo, sintió dolor al orinar, y pensó en el lugar desacostumbrado, tan profundo, en el que había hurgado Scott Saunders. Allí también le dolía, pero este último dolor no era agudo, sino una molestia, como el inicio de un calambre, sólo que no era el momento de tener calambres ni aquél un lugar donde antes hubiera sentido dolor.

Por la mañana llamó a Allan antes de que él partiera hacia el trabajo.

—¿Me querrías menos si abandonara el squash? —le preguntó Ruth—. No creo que tenga muchas ganas de volver a jugar…, es decir, después de que derrote a mi padre.

—Pues claro que no te querría menos por eso —le dijo Allan.

—Eres demasiado bueno para mí —le advirtió ella.

—Te he dicho que te quiero.

«¡Dios mío, debe de amarme de veras!», pensó Ruth, pero se limitó a decirle:

—Volveré a llamarte desde el aeropuerto.

Ruth se había examinado las marcas dejadas por los dedos de Scott en los senos. También tenía en las caderas y en las nalgas, pero no podía vérselas todas sólo con el ojo izquierdo. Aún no quería mirarse la cara en el espejo; no tenía necesidad de verse para saber que debía seguir poniéndose hielo en el ojo derecho, y así lo hizo. Se notaba rígido y dolorido el hombro derecho, pero estaba cansada de aplicarse hielo. Además, tenía cosas que hacer. Acababa de cerrar el equipaje cuando llegó su padre a casa.

—Dios mío, Ruthie… ¿Quién te ha pegado?

—Ha sido jugando a squash —mintió ella.

—¿Con quién jugabas?

—Básicamente, yo sola —respondió Ruth.

—Ruthie, Ruthie… —le dijo su padre.

Se le veía fatigado. No aparentaba setenta y siete años, pero su hija llegó a la conclusión de que parecía tener sesenta y tantos. Le gustaban los dorsos suaves de sus manos pequeñas y cuadradas. Ruth se concentró en las manos porque no podía mirarle a los ojos, por lo menos no podía hacerlo con el ojo derecho hinchado y cerrado.

—Lo siento, Ruthie —siguió diciéndole—. Lo de Hannah…

—No quiero saber nada de eso, papá —le interrumpió Ruth—. Eres un pichabrava, no puedes tenerla quieta. En fin, la vieja historia de siempre.

—Pero es que Hannah… —intentó decirle su padre.

—No quiero ni oír su nombre —replicó Ruth.

—De acuerdo, Ruthie.

No soportaba ver su timidez, y ya sabía que él la amaba más que a nadie. Lo peor era que también ella le quería, más que a Allan y, desde luego, más que a Hannah. No había nadie a quien Ruth Cole amara o detestara tanto como a su padre.

—Ve a buscar tu raqueta —se limitó a decirle.

—¿Puedes ver con ese ojo? —le preguntó él.

—Puedo ver con el otro.

Ruth da a su padre una lección de conducir

Aún sentía dolor cuando orinaba, pero procuró no pensar en ello. Se apresuró a ponerse el equipo de squash, ansiosa de estar en la pista, calentando la pelota, antes de que su padre estuviera preparado para jugar. También quería borrar el tiznón azul que señalaba el punto muerto en la pared frontal. No necesitaba la señal hecha con tiza para saber dónde estaba el punto muerto.

La pelota ya estaba caliente, y muy viva, cuando Ruth notó un temblor en el suelo casi imperceptible: su padre trepaba por la escala del granero. Ruth corrió una vez a la pared frontal, y entonces dio media vuelta y corrió a la pared posterior, todo ello antes de oír que su padre golpeaba dos veces con la raqueta en la puerta de la pista. Ruth sólo sentía una punzada de dolor en aquel lugar tan profundo donde Scott Saunders la había embestido contra su voluntad. Si no se veía forzada a correr demasiado, estaría bien.

La falta de visión del ojo derecho era un problema más considerable, pues habría momentos en los que no vería dónde estaba su padre. Ted no invadía la pista, sino que se movía lo imprescindible, pero era como si se deslizase, y si no podías verle, no sabías dónde estaba.

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