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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (17 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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—¿Tiene llaves? —preguntó de todos modos.

—Sí —murmuró el escritor—. Bueno, eso si no cambió las cerraduras…

Así que estaba en posesión de unas llaves… Las que devolvió Suzy Belair, la astróloga, y las de la doméstica no eran los únicos juegos que había por ahí rodando…

La mirada de Bertegui se detuvo por un momento en la casa: el sótano que acababa de visitar no cubría toda la superficie construida. Hizo un esfuerzo por recordar la disposición del lugar. ¿Había un muro de carga en el mismo lugar donde estaba la pared atestada de objetos y colchones?

—¿Le importa si doy una vuelta rápida?

—¿Por la casa? —se sorprendió Le Garrec.

—Sí, por la casa…

El hombre suspiró. De pronto, parecía abatido: unas grandes ojeras oscuras y dos amargas arrugas en los labios reflejaban su cansancio.

—Ahora no… Mañana si lo desea, pero esta noche, querría… estar solo. Aquí.

Bertegui asintió con la cabeza.

—Nos volveremos a ver, señor Le Garrec —anunció a modo de despedida.

—Lo sé.

Ambos hombres intercambiaron una mirada. Bertegui sondeó la del escritor: no entrevió nada… ni siquiera una antipatía que habría podido estar justificada. Nada, a no ser quizá el brillo oscuro de un hombre que guarda secretos.

Capítulo 14

L
levaba un peto con manchas de pintura, una camisa masculina con las mangas remangadas y unos pasadores sencillos para sujetar su largo pelo. Y sin embargo, la mujer que acababa de abrir la puerta era de una belleza increíble. Con grandes ojos negros, profundos como un lago, un rostro simétrico y finamente cincelado, una boca de un rojo purpurino, unos pómulos altos, marcados, oblicuos, que le daban un aire felino… Sí, una auténtica belleza, mezclada con tristeza, casi borrosa, un madonna orgullosa y trágica. La madre de Bastien Moreau evocaba todo eso y conmovía al primer golpe de vista como una actriz italiana de un drama de Commencini o de Visconti, una Bellucci vacilante y herida. Esa es, al menos, la sensación que le dio a Audrey.

—¿Ya te has vuelto a olvidar las llaves, Bastien? —preguntó a modo de saludo.

Después alzó la mirada hacia la profesora, la dirigió de nuevo a su hijo en la entrada de la casa y reparó en cómo iba, con el pantalón desgarrado.

—¿Hay algún problema? ¿Qué ha pasado aquí?

—Buenos días, señora Moreau. Soy Audrey Miller. La profesora de literatura de Bastien. No se preocupe, no es nada grave. Bastien ha tenido un… altercado con unos alumnos, y yo pasaba por ahí. Lo he traído a casa.

—¿Un altercado? No lo entiendo. Bastien no ha tenido nunca… problemas.

Sus palabras resultaban un poco extrañas, y aun cuando tenía la vista fija en Audrey, esta no sentía que la mirada de la mujer se detuviera en ella. La atravesaba, veía más allá, alguna otra cosa… Como su hijo, a veces, durante las clases.

—No creo que tenga responsabilidad alguna en la aventurilla en cuestión, y además, lo he traído porque quería verla… Seguro que se las habría arreglado muy bien sin mí. ¿Verdad, Bastien?

El chico asintió con la cabeza, no demasiado convencido.

—¿Verme… a mí? Yo… Bueno, ¿a propósito de qué?

—Es difícil de explicar aquí…

Caroline Moreau parpadeó nerviosamente, como si volviera en sí.

—Eh… Ah, sí, claro, pase, no se va a quedar usted en la puerta.

Se apartó para dejarlos pasar.

Audrey descubrió un hermoso vestíbulo embaldosado a la antigua, ajedrezado; un techo alto a lo largo del cual corrían unos frisos de yeso; unas paredes de las que pendían amplias manchas de color, nubes torturadas de formas confusas, vagas, en unos sobrios marcos metálicos, ventanas abiertas a otro mundo.

—Lamento recibirla así —explicó Caroline Moreau a su espalda—, estaba pintando.

—¿Así que es usted la autora?

Audrey se volvió. La mujer sonreía: una sonrisa dulce, vulnerable … y, en todo momento, ese carácter trágico, inaprensible. Una noche estrellada a modo de mirada.

Asintió e invitó a Audrey a seguirla.

—Así que quería verme. Voy a… —le enseñó las manos llenas de pintura— ponerme presentable. La dejo con su alumno, vuelvo enseguida. ¿Verdad que vas a atender bien a tu invitada, hijo?

Se quedaron los dos solos, como abandonados en la sala de estar. La sala era amplia, un poco desnuda, decorada con muebles que no habían sido previstos ni para sus dimensiones, ni para su época, con su parquet, sus molduras, la gran chimenea que aplastaba a los mueblecitos pintados —seguramente por la autora de los lienzos de la pared—, dos sencillos divanes con cojines de colores, figuritas variopintas que respondían a un estilo que Audrey calificó mentalmente de Beaux Arts.

En cualquier caso, se trataba de una casa grande, sobre todo para tres personas; desde el portal de entrada, al descubrir los sillares de los muros, el balcón de la planta y su bella barandilla de hierro forjado, Audrey se había preguntado: «Puede que los Moreau tuvieran verdaderamente los medios para pagar los gastos de escolarización de su hijo. ¿Vendería sus cuadros la mujer? ¿Sería el marido uno de esos representantes que amasan pequeñas fortunas?». El contraste entre la decoración y el propio caserón hacía pensar en un reciente cambio de situación.

—Oye, Bastien, tienes una casa muy bonita.

—Sí, ya lo sé.

No parecía muy convencido.

Audrey vaciló: no quería parecer una entrometida, pero quería comprobar por sí misma las condiciones de vida de su alumno.

—¿Me enseñas tu habitación?

Una sonrisa: la misma dulzura que su madre, los mismos iris nocturnales, lechosos.

—Sí, claro…

Lo siguió hasta el extremo del pasillo; sus tacones resonaban contra el ajedrezado blanco y negro, las pálidas nubes de las paredes acompañaban cada uno de sus pasos, y descubrió una sala parecida al cuarto de estar: el parquet, las molduras… el vacío, engañado por cestos de mimbre, la gran cama barco, los pósters de la pared.

—Una bonita casa y una bonita habitación —anunció la profesora con una sonrisa.

Entró, paseó la mirada por unos juguetes inadecuados a la edad de Bastien: un gran Scalextric que ocupaba el suelo, unas estanterías… Se detuvo en una fila de libros: de Stephen King, Dean Koontz, Graham Masterton… autores anglosajones en su mayor parte, especializados en lo fantástico, lo morboso.

—¿Esto es lo que lees? —preguntó.

—Sí, me gusta. Sobre todo Stephen King… bueno, los primeros… los que no son demasiado gordos.

Audrey no pudo reprimir una sonrisa y siguió mirando el mueble. Eran lecturas maduras para su edad.

Otra hilera:
El Señor de los Anillos
, novelas de literatura fantástica, o eso supuso, al menos. No conocía a los autores, pero las cubiertas en que aparecían dragones y unicornios no ofrecían ninguna duda acerca de su contenido.

Se acercó a la gran puerta vidriera, contempló el jardincillo que se abría casi al mismo nivel, no muy cuidado pero agradable, verde, frondoso… Luego se detuvo en seco.

El columpio.

Se recortaba en la penumbra naciente de la tarde: un marco que debió de ser rojo, hoy todo oxidado, desconchado, dos cadenas chirriantes, un asiento de madera clara… Nada extraordinario. Y sin embargo, se mecía al viento vespertino. Un movimiento lento, pero preciso, con una regularidad casi metronómica y aquel movimiento, aquella presencia, justo en medio de ese pequeño reducto de naturaleza, le produjo un escalofrío.

Lo observó aún unos instantes: sí, era eso. Se diría que… alguien se estaba columpiando. Suave, lentamente… porque el asiento seguía tirante, al igual que las cadenas. Como si soportaran un peso.

—Nos gusta mucho esta casa…

Audrey se sobresaltó.

Caroline Moreau se había quitado el peto para ponerse unos vaqueros, y se había soltado el pelo —le caía ahora por la espalda, liso y brillante como el de una oriental—, y Audrey pensó que, cuando su tez de porcelana se tostara al sol, la madre de Bastien debía de ofrecer un aspecto exótico, como de criolla.

—¿Vamos al salón?

Al salir, Audrey intercambió una mirada con Bastien: una mirada inteligente, casi cómplice. Había intuido su sensación ante el columpio. Porque comprendió que también él experimentaba la misma aprensión al verlo moverse en el jardín.

—Sí, estamos al corriente de lo de sus pesadillas. Estaban sentadas en el salón, frente a dos tazas de té de cereza en la mesita baja.

—Verá, decidimos un poco de sopetón lo de venir a instalarnos aquí. El cambio fue muy brusco.

Después de haber expuesto su relato, Audrey escuchaba sin lograr concentrarse: tanto la belleza como las ausencias de Caroline Moreau, los lienzos de las paredes constituían otros tantos obstáculos a cualquier intento de prestar atención.

—Y las pesadillas son recientes. Empezaron… la verdad, la misma noche que llegamos aquí.

Suspiró.

—Creo que es algo pasajero: desde hace algunos días, la cosa va mejor.

Audrey asintió, no demasiado convencida: el alarido que escuchó durante la conferencia de Le Garrec no auguraba ninguna mejora en absoluto.

—Sea como fuere, puedo asegurarle que nunca ha tenido este tipo de problemas antes. Así que por fuerza está relacionado con eso… con el cambio. Bastien siempre ha sido un niño un poco… reservado. Le gusta vivir su propia vida. Y estaba muy unido a su amigo de siempre, nuestro vecino de París. En fin, todo eso le ha debido de provocar… una conmoción, me imagino.

—Entiendo.

—Y luego no nos podemos olvidar de todas sus lecturas… historias de vampiros y de monstruos, y cosas de esas que dan miedo. Siempre le ha gustado todo eso, desde bien pequeñito: pasarlo mal… ¡Tener miedo! Además, era un crío muy sensible, la bruja de Blancanieves lo aterrorizaba… ya sabe, los dibujos animados de Walt Disney.

No pudo reprimir una risita enternecida, la clase de risa que les entra a todas las madres cuando les viene a la cabeza algún recuerdo feliz, una de esas peculiaridades que hacen de su hijo una criatura única, al menos para ella… La misma risa que Audrey, cuando se acordaba de las rabietas que su hijo era capaz de agarrarse de bebé hasta ponerse colorado, o sus gritos de terror cuando se bañó en el mar por primera vez, o sus protestas de Tintín, pues a la edad de tres años había desarrollado una pasión no por el héroe de Hergé, sino por los gratinados de su madre, y era su manera de reclamarlos, abriendo la puerta del horno…

Suspiró. Entonces volvió a lo que la había alarmado en un primer momento.

«¿Tienes hermanos? SÍ NO…»

—Señora Moreau, me va a permitir que le haga una pregunta… ¿Bastien es hijo único?

Caroline Moreau no se movió, no pestañeó. Pero en la noche de sus iris, las estrellas se apagaron súbitamente y la sombra de las ojeras que subrayaban el brillo de su mirada pareció hacerse más intensa.

—¿Puedo preguntarle el porqué de su interés?

Audrey se lo explicó.

La joven pintora lanzó un suspiro; o más bien expulsó un hilillo de aire, como un quejido.

—Perdimos un hijo… Hace… ya ni lo sé. No quiero contar más. Un accidente… Bastien estaba delante. Lo vio…

Un silencio. Era ese tipo de situación en que cualquier palabra, hasta las de empatía, está de más.

—Creo que fue duro para él. No solo la muerte de su hermano, tenía dieciséis meses, sino también… bueno, fue duro para toda la familia, ya comprenderá.

Era evidente que comprendía: todas las implicaciones de semejante drama, todos los cambios ocasionados en el día a día, el peso de la pena por un niño, la suya y la de sus padres. Poco a poco, se iba alzando el velo. Audrey intuía una coherencia: neurosis, nudos en la garganta, pero nada insalvable… Al menos para Bastien, porque no dudaba de que la mujer que tenía delante estaría de luto hasta su muerte. Y quizá era eso lo que la hacía todavía más bella.

Ya iba siendo hora de despedirse, de pensar en la velada que le esperaba en casa de los Rochefort. Ya estaba de pie cuando oyó una llave en la puerta de entrada.

—Ah, debe de ser Daniel…

Unos segundos después, entraba en el cuarto de estar un hombretón de aspecto deportivo a pesar del impermeable y el maletín que llevaba, tan rubio como morena era su mujer; hacía pensar más en un aventurero que en un representante. A partir de ahí, Audrey concluyó que tenía ante los ojos un perfecto ejemplar de pareja progre, burguesa y bohemia. También se imaginó, por la manera en que besó a su mujer, el infinito cariño que le profesaba.

Caroline Moreau hizo las presentaciones, resumió el asunto.

—Ha sido usted muy amable al haber venido a hablarnos de ello, de veras. Mi mujer le habrá explicado la situación y, para serle sinceros, habíamos pensado en llegar a consultar a un psicólogo si la cosa no remitía.

Audrey decidió no demorarse más; la acompañaron, estrechó las manos, y decidió que eran simpáticos, cálidos, diferentes en muchos aspectos a las (escasas) personas con que se había encontrado en Laville hasta entonces… y que querían a su hijo. Era todo lo que importaba, todo lo que quería saber.

O casi todo.

Saliendo por la puerta, se arriesgó con una última pregunta:

—Me olvidaba de preguntarles… ¿Quién apadrinó a Bastien para entrar al Saint-Exupéry?

Intercambiaron una mirada de sorpresa.

—¿Cómo dice? ¿Apadrinar? —preguntó Caroline Moreau.

—Realmente no tuvo padrino —aclaró su marido—. Bueno… se trata de mi trabajo.

—¿Su trabajo?

—Sí… Verá, es una situación inesperada… Llevaba meses y meses buscando trabajo… los laboratorios Hecticon. ¿Los conoce?

Asintió con la cabeza: Audrey era de esas mujeres a quienes les gusta perderse en Sephora los sábados en que le entraba la depre; así que, desde hacía algunos meses, se dejaba caer por allí, semana tras semana. Hecticon («Se dice Hecticón», le había informado la que hacía las demostraciones) era una marca famosa por los productos de belleza de alta gama desarrollados a partir de la vid y las aguas de manantial, por los antioxidantes, por los productos rejuvenecedores…

—Me llamaron… ¿qué sería? ¿Dos semanas antes del comienzo de las clases?

Se había dirigido a su mujer.

—Y me ofrecieron este trabajo… y la casa que le correspondía, esta casa, vaya, que es propiedad suya. Y me propusieron matricular a Bastien en el Saint-Ex. Evidentemente, cuando vi, después de haberme informado, la reputación del colegio, no lo dudé ni un momento.

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