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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (62 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Se sentía culpable… ¡No, era mucho peor que eso! Había ido a Laville-Saint-Jour a saldar cuentas con su conciencia, y quizá para volver a verlos a todos, y exorcizar la noche del solsticio de sus dieciséis años. Pero ni por un momento había previsto desempeñar el papel de justiciero. Tan solo su papel: observar. Registrar. Nutrirse. Vomitarlo todo sobre el papel. Un vampiro… incapaz de asumir la gravedad de sus actos, la verdad del vínculo que lo ataba para siempre a esa ciudad.

—Es él, ¿no? —preguntó Audrey en tono glacial—. Ahora ya no tengo ninguna duda. Efectivamente, se trata de Bastien…

Él asintió con la cabeza. No estaba seguro de nada, pero… ¿cómo dudarlo? El parecido era asombroso: quizá no con el Pierre adulto cuya imagen había visto en aquellos siniestros reportajes televisivos, pero sí con el alumno del Saint-Ex con el que había compartido sus primeros años de adolescencia. La misma finura en los rasgos, la misma madurez en la expresión, aun cuando el crío que había visto esa mañana todavía conservaba en la mirada una frescura juvenil y, en su opinión, un poco temerosa, mientras que Pierre a su misma edad observaba el mundo con una mirada penetrante, como filtrándolo.

—Sí, es él.

—Tenemos que llamar a la policía. ¡Tengo que denunciar el secuestro de mi hijo!

—No —musitó él.

Audrey se quedó petrificada.

—¿Porque no puedes decirles la verdad? —preguntó fríamente—. ¿No quieres revelarles que el célebre escritor mató… asesinó a su padrastro? ¿Es eso?

La cólera llameaba en su mirada: una madre que defiende a su hijo, dispuesta a morder, a arañar, a herir. Podría sentirse resentido hacia ella, pero la situación le daba todo el derecho a ponerse así.

—No, eso no tiene nada que ver. Mi reputación, mi historia, no son nada si pensamos en los peligros que corren esos niños. Sencillamente, no lo entiendes: ¡Andremi no actúa solo! Está bien cubierto. Captó a tu marido, Dios sabe cómo. Los Rochefort están de su parte… ¿Y quién más? ¿Quiénes de la pandilla lo ayudan? No lo sé… Pero los Talcot tenían comprados a algunos policías. ¿Quién sabe si Andremi también?

Los ojos de Audrey se abrieron como platos.

—Pero entonces ¿qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer si ni siquiera podemos contar con ellos?

Nicolas rebuscó en el bolsillo de su cazadora, sacó una cartera de la que extrajo una tarjeta.

—Él nos puede ayudar —dijo—. Al menos él no está con ellos, de eso estoy seguro…

Capítulo 77

U
n golpe seco y el candado cedió. Bertegui abrió la puerta de la trampilla. La escalera extendió sus inciertos peldaños hacia un agujero negro: el sótano de Odile le Garrec. Bertegui encendió su linterna, hizo un barrido por el antro: el haz luminoso no reveló nada anormal. Se disponía a descender cuando su móvil empezó a vibrar en el bolsillo.

El Jabalí comprobó el número en la pantalla. Desconocido. Hacía una hora larga que su teléfono no había dejado de sonar: la central, Clément… Por no hablar de las llamadas al coche. No había contestado a ninguna… tan solo había escuchado sus mensajes, cinco minutos antes: todo eran problemas de circulación, accidentes, carreteras cortadas, una casa que había volado a causa de una explosión no lejos del paseo del parque… Nada que le afectara. Y nadie que pudiera ayudarlo. Pasados los primeros minutos de odio, de rabia, de desesperación, y mientras su coche horadaba la niebla a una improbable velocidad por el camino de vuelta a Laville-Saint-Jour, hizo un balance metódico con una mecánica lenta, laboriosa, como si analizar de ese modo la situación fuera el mejor modo de sustraerse a ella, de no vivirla. Así, había llegado a varias conclusiones: 1) Andremi era un adversario importante: había hecho de todo para evitar que se abriera una investigación y lo habría logrado de no haber sobrevenido el accidente de Odile le Garrec. 2) Lo vigilaban, sabían adónde iba, a quién veía y, sobre todo, de quién sospechaba. 3) Cléance Rochefort también estaba implicada. 4) Tenían a su mujer y a su hija. 5) Probablemente no se las devolverían… ¿cómo esperaba Cléance Rochefort salir de esa después? 6) Acabarían por tener que matarlo a él también. 7) Disponían de medios importantes; la prueba era el sofisticado sistema que habían instalado. 8) También tenían cómplices, de lo contrario, ¿cómo habrían podido estar en varios sitios a la vez, raptar a su mujer en la carretera, a su hija en casa, vigilarlo con cámaras? Y finalmente, 9) Pierre Andremi estaba completamente loco. Bertegui no se había olvidado, después del tono refinado de su interlocutor, de la repentina ira con que se había encendido por teléfono: «¡VAS A HACER LO QUE TE DIGA, ESPECIE DE POLI COMEMIERDA, O ME CARGO A ESTAS DOS CERDAS Y TE ENVÍO UN CACHO CADA NAVIDAD!».

De donde se deducía que: 1) Bertegui solo podía contar consigo mismo, dado que ya no podía confiar en nadie de esa ciudad. 2) Debía actuar con rapidez. 3) No podía quedarse de brazos cruzados, pues ni él, ni sobre todo ellas sobrevivirían, y de cualquier modo, era el único modo que tenía de escapar de la locura que se cernía sobre él. Al principio había pensado en… partirle la cara a Le Garrec para que escupiera todo lo que sabía, antes de echarse atrás; el papel del escritor en este caso resultaba más que nebuloso: en ese puré de guisantes, sin ningún apoyo, aun cuando seguro que Bertegui lo habría matado al final de su… charla para no darle ninguna oportunidad de avisar a quien fuera, se exponía a perder unas horas preciosas buscándolo. Luego se le ocurrió la idea del sótano. Una de las pocas pistas sin explorar: desvelar el secreto de la pared esa. ¿Adónde daría? Bertegui no lo sabía, y si al llegar solo descubría un montón de cenizas, o un esqueleto, al padre o al padrastro o el cadáver de tres críos —vaya usted a saber, con lo retorcidos que eran en esta ciudad—, aún habría tiempo para estudiar la topografía del lugar, tratar de localizar a Andremi, con esas historias de pentáculos, brazos de estrella y demás… ¡GILIPOLLECES!

En cuanto volvió a su casa, y después de haberla recorrido varias veces para asegurarse de que no había ningún vehículo apostado vigilándola, había vuelto a salir llevando una gran bolsa de deporte repleta de herramientas y munición, alegrándose, aplaudiendo casi, por la alucinante tempestad de niebla que estaba cayendo. Sin duda era un handicap para él. Pero lo era también para ellos: resultaba casi imposible seguirle la pista.

Bueno, y ahora, el teléfono. Número desconocido. Podría ser cualquiera. Podrían ser ellos. No tenía opción: tenía que contestar.

—Bertegui —anunció.

En el transcurso de los tres o cuatro minutos siguientes, escuchó el relato vagamente incoherente de Le Garrec, quien le habló de una profesora cuyo marido había raptado a su hijo en común, del hijo de Pierre Andremi, y de su padrastro, al que habían dado pasaporte veinte años antes.

Cuando Le Garrec decidió por fin tomar aliento, el comisario le dirigió estas palabras:

—No puedo hacer nada por usted, caballero… Tan solo decirle esto: si no encuentro a mi hija y a mi mujer con vida, lo mataré con mis propias manos.

Colgó, empuñó fuertemente el pesado mazo que había traído, apuntó con la linterna al fondo de la escalera, y se dispuso a descender. En ese momento, el hombre que había sido Claudio Bertegui ya no era más que un bloque compacto de cólera y de angustia rodeado por los torbellinos de una niebla que había enloquecido.

Capítulo 78

F
ue un instante suspendido en el tiempo, inmóvil: el padre y el hijo frente a frente, en la cavidad abovedada a la que generaciones de villenses habían acudido para resguardarse o para cometer sus fechorías. Bastien permaneció en silencio; Pierre hacía otro tanto, asaltado de pronto por emociones que lo habían pillado desprevenido. Es verdad que estaba viviendo un momento previsto hacía años, pero la realidad, en su guarida, adoptaba necesariamente otros colores que los de sus fantasías. No había previsto, por ejemplo, que Bastien se pareciera tanto a su propia hermana: las fotos no reflejaban ese desamparo de perrillo en la mirada, los rasgos de la infancia aún visibles, idénticos a los de Sophie que tanto le emocionaban, cuando la contemplaba columpiarse lentamente en la pálida atmósfera del jardín.

Tampoco había reparado en las fotos malas que parecían fotos de prensa sensacionalista, en el sorprendente parecido con Caroline, su madre, y a su pesar, se le puso un nudo en la garganta. Junto a Caroline había saboreado los únicos instantes «normales» de su vida, retazos de una felicidad de los que había pensado en ocasiones, cuando se abstraía por un momento: «Recuerda este momento para siempre… porque estás paladeando un instante vital tan puro como un diamante…».

Era falso, por supuesto: la pureza no iba, nunca había ido con él. Y los momentos compartidos con Caroline exhalaban los aromas agridulces que tiene la fragancia de la ilusión. Pero en sus brazos, durante aquellos momentos robados a la realidad, había creído en el poder redentor del amor, en su victoria sobre los demonios que lo torturaban, y él había sido el primer sorprendido. Hasta su encuentro con la joven pintora en los
quais
del Sena, Pierre nunca había experimentado la menor empatía hacia su prójimo. Él… comprendía a los demás a partir de un mecanismo puramente cerebral. Pero era incapaz de sentirlos. Y menos aún de amarlos. Caroline era distinta: quizá había percibido, en la luz de sus cuadros, la maldición del artista… maldita, como también él lo era, a su manera. No lo sabía: Caroline era la única mujer a la que amó, también la única que pudo poseer. Antes de ella, Pierre no recordaba haber disfrutado más que mecido por imágenes de muerte y sangre… Al final, no había quedado nada de aquello: la magia termina siempre por desaparecer, la realidad acaba siempre por reclamar sus derechos. Y la realidad era esa: Pierre Andremi era un monstruo para algunos; un rey para otros… Ni los monstruos ni los reyes conocían el descanso: su vida es sufrimiento, y solo cediendo a la resignación se hace soportable.

Algún día sucederán cosas terribles… Mientras fuera él quien estuviera al frente.

El chico que estaba frente a él no decía una palabra. Pierre tan solo percibía la respiración agitada inducida por las fuertes emociones. Se había mostrado ante él desnudo —bueno, sin la piel de seda que cubría su fealdad— y valoró la determinación del joven, que no bajaba la mirada. Oh, por supuesto… Bastien conocía su rostro, pero ¿podía acordarse de él? Quizá, después de todo, lo había acunado en sus sueños… o en sus pesadillas. Sea como fuere, no parecía horrorizado ante la visión de un hombre destrozado por las llamas, lo que acababa de revelarle que su vida estaba construida sobre una mentira.

Llegó hasta ellos un ruido sordo —todavía corría por las galerías— y el chico que se parecía a Caroline, y a su hermana, y probablemente a… su padre, el chico dio un respingo. Con la voz trémula, como si realmente acabara de salir de un letargo, preguntó:

—¿Dónde está Opale?

Era la última reacción que Pierre Andremi habría esperado, y un rostro diferente apareció ante sus ojos, como descubierto por un telón de teatro. El rostro de un bienpensante, de alguien que obra bien: el rostro de Nicolas le Garrec.

Capítulo 79

N
icolas colgó, todavía conmocionado por las revelaciones y las amenazas de Bertegui. Su mirada se cruzó con la de Audrey… una Audrey temblorosa, al borde del ataque de nervios. Luego, sin pensarlo, metió la mano en la guantera, sacó el revólver que había esperado no verse obligado a utilizar. Desde el violento final de su padrastro, Nicolas ya no había vuelto a tratar con la muerte más que en las páginas de sus libros.

Audrey se quedó mirando el arma y luego clavó en él unos ojos de espanto, mientras el escritor arrancaba el coche.

—¿Qué estás haciendo? —musitó ella.

—Estamos solos —dijo pisándole a fondo al coche—. Completamente solos.

—¿Qué quiere decir eso?

Nicolas conducía, con la espalda doblada, volcado sobre el volante, concentrado en la carretera engullida por una niebla que bailaba la zarabanda de un loco.

—Tienen a su familia.

—¡Dios mío! Pero ¿quién es esa gente? ¿QUIÉN ES ESA GENTE?

Contuvo un sollozo, se repuso.

—¿Por qué no puede ayudarnos?

—Porque está cegado por la ira —eludió Nicolas.

Ella pestañeó mientras lo miraba y, de pronto, se percató de que estaban en marcha.

—¿Adónde vamos? ¿Qué vas a hacer con… con eso?

—Voy a encontrarlos. Y a tratar de rescatar a tu hijo. Si tuviéramos tiempo de ir a la policía, de avisar a un amigo teniente que tengo en París, de poner en marcha un proceso judicial, de obtener una orden del juez para tu ex… Pero no tenemos tiempo. Ya no queda tiempo, ¿entiendes? —repitió con voz suave para tranquilizarla.

—Pero ¿tú sabes dónde… dónde se esconden? ¿Dónde están?

—No estoy seguro de nada, pero tengo una idea.

Frenó en seco. Audrey echó un vistazo por la ventana: la parte trasera del Saint-Exupéry, por la parte de las cocinas. Se habían limitado a rodear el edificio.

—¿Es… están ahí dentro? —dijo ella con un escalofrío.

—No exactamente. Pero por ahí… sí —susurró—. Es un camino que puede llevarme hasta ellos.

Ella volvió a mirar: nunca había visto esa entrada por la noche, la forma siniestra y negra, austera, del edificio.

—No entiendo nada, Nicolas, pero voy contigo.

—¡NO!

La mujer dio un respingo en su asiento.

—Tú no vienes, Audrey. Es tu hijo, pero también es un antiguo… amigo. Sé dónde ir. Sé cómo hablarle. Y necesitamos alguien en el exterior, ¿comprendes? Para presionarlo… Para hacerle ver que si no he vuelto en unos minutos, vas a poner en marcha toda la maquinaria judicial contra ellos. Que sabemos dónde tienen su cubil. Quiénes son. Lo que hacen… Tienes que quedarte aquí. Esperándome. Y es más: aparcada un poco más lejos. Oculta. Toma las llaves. Ciérrate por dentro. Húndete en el asiento y no abras a nadie. Me esperas. Vuelvo. Y… y te amo.

Cerró la puerta, dejándola sola, aterrada, en estado de shock. Siguió con la mirada la silueta flexible y llena de determinación, luego un torbellino de niebla lo envolvió justo cuando traspasaba la pequeña puerta que conducía a las cocinas del colegio, dejándola con la desgarradora certeza de que no lo volvería a ver jamás.

Ya casi estaba. La pared estaba a punto de ceder. Demolerla no le había llevado más que unos minutos. Bertegui había puesto en ello toda su saña, había golpeado con una fuerza de la que ya no se creía capaz, mientras lo asaltaban imágenes cada vez más terribles: su hija torturada… su mujer violada… ¡Qué les estarían haciendo, por todos los santos! ¡Sabía de qué eran capaces! ¡Había visto La Talcotière! ¡Había sentido la muerte!

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