Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (12 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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—Sí, terrible…

—¿Muchos muertos?

—¿Muchos caballos muertos? —corregía a la sorda la tía Luz—. ¡Pobrecitos los caballos! A los animales es a los que les tengo más lástima, qué saben los pobres…

—¿Y heridos? ¿Muchos heridos? —seguía la sorda su interrogatorio—. Los que se dan los grandes banquetes en la guerra, son los zopilotes y los cuervos…

—¡Eso, eso, tía Sofía! —gritó Valeria para que la oyera—. Vi el banquete de un zopilote de pescuezo colorado… sobre una pobre mujer. Fue lo que más me espantó.

—Un quebrantahuesos —dijo la tía Luz.

—Sí, un quebrantahuesos, picoteando la carroña de la infeliz mujer, llevándose por pedazos sus entrañas…

—Bebe, bebe, para que te pase la impresión —le sirvió dos, tres vasos de agua la sorda.

—Y te deben doler los riñones… —comentó la tía Luz, al ver a Valeria doblarse de un lado con la palma apoyada en la cintura.

—Sí, tía, el
jeep
es peor que un caballo de trote.

Durmió toda la mañana. La almohada al despertar estaba empapada en llanto y en saliva sangrosa. Dormida se mordió los labios y la lengua. Le dolían los senos. Tendióse boca abajo. El vientre tenso, las piernas largo a largo. Olía el almidón de las sábanas. Los ojos contra los trapos blancos, sin ver nada, oyendo rodar el día.

Salió de su habitación a media tarde. Iba a empezar esa noche otra espantosa espera. Prinani de León le había prometido, no sólo no mandar a Najarro a la capital, sino ponerlo esa noche en libertad, y algo más, dejarlo allí en la casa con ella, para que estuviera más seguro. En el cuartel general nadie iba a sospechar del escondite. El problema eran los niños y las criadas. Los mandarían a una granja que las tías poseían en las afueras de la población.

Acobardada, llorosa, alzó los ojos en la oscuridad de su cuarto apenas alumbrado por una candela que ardía ante una imagen. En la puerta, igual que un fantasma, acababa de pintarse la silueta de su marido, acompañado del Coronel.

Valeria se alzó del borde de la cama para abrazar a Chus. Este estrechóse a ella. Apretado nudo que rompió la voz de Prinani de León:

—Su libertad, Najarro, se la debe a estas buenas mujeres. Son las tías de su esposa, al cedernos su casa, las que comprometieron mi gratitud… —los ojos acerados de Valeria hicieron tragar saliva al Coronel; se interrumpió para seguir diciendo—: Faltando a mis deberes he permitido que salga usted y permanezca oculto en esta habitación, al lado de su esposa, hasta que terminen las acciones de guerra…

—Créame, Coronel, que no encuentro palabras para agradecerle…

—Sencillamente lo hará reconociendo ante su esposa, la mujer que escogió para madre de sus hijos, que es usted un criminal de la peor laya. Oculten ustedes a los seres que formaron esta verdad tremenda: su padre se confabuló con una potencia extranjera para invadir su patria.

Najarro estaba anonadado. Valeria se tragaba los goterones de lágrimas en silencio. Las tías, afortunadamente, no habían vuelto de la granja. Fueron a dejar a los niños y a las criadas y estarían por regresar.

—Su acción, Najarro, es la del hijo que penetra en la alcoba de su madre para atacarla mientras duerme, y no penetra solo, sino acompañado de otros bandidos a paga, y ni siquiera pagados por él, no, pagados por otro… Se da cuenta… No, no intente hablar… Cállese… Cállese…

Y salió de la habitación, sin perder su cara de muñeco al que se da cuerda para que injerte blasfemias, denuestos, interjecciones a lo largo de un monólogo que acabó con gritos y amenazas a los subalternos que vencidos por el sueño, hasta parados se quedaban dormidos.

Najarro se desplomó de cansancio en la cama de su esposa. Valeria sentóse al borde y tras contemplarlo largamente, le pasó la mano por el cabello empapado en sudor helado.

—Tendrás que estar mucho tiempo escondido… —atrevió ella, después de un rato, como si hablara con la oscuridad, tan borroso se miraba el cuerpo de Najarro.

—No creo…

La voz salió de su garganta con dificultad por la postura en que había caído, la cabeza perdida entre las almohadas.

Después de un momento en que no se supo bien si sollozaba o respiraba fuerte para no ahogarse de la pena, levantó la cabeza para hablar.

—No, no creo que tenga que estar escondido mucho tiempo. La cosa está bien vendida. No es así no más. Este Coronel baboso me va a pagar el sermoncito cuando triunfemos.

—Pero, Chus, cómo van a triunfar si los derrotaron. No seas iluso.

—Nos derrotaron por tierra, pero ahora van a venir los aviones. Por eso te decía yo que la cosa estaba bien vendida. Los aviones de los gringos nos van a dar la victoria, al final. Ya verás. Sólo es cuestión de unos días.

—Pero, Chus, no sé si he oído bien. Aviones de los gringos has dicho…

—Y de quién otro, si sólo ellos tienen aviones como los que se necesitan y aviadores que los saben manejar…

—Van a bombardear, van a destruir las ciudades…

—¡Qué importa!

—Van a matar mucha gente…

—Lo que queremos es triunfar, ah, sí, triunfar… mandar nosotros… que los gringos nos pongan en el gobierno…

Y esa noche empezó la batalla aérea. No hubo batalla. Hubo masacre. Sin interrupción de días ni de noches, la aviación que anunció Najarro sembró la destrucción y la muerte en un país indefenso.

Las poblaciones se estremecían al paso de las enormes máquinas aéreas y las explosiones de las bombas. Valeria andaba enloquecida huyendo de un lado a otro de la casa para no hablar con las tías, con los oficiales con quienes solía conversar, con el Coronel, con ninguno, temerosa de no resistir la tentación de acusar a su marido por aquellos bombardeos inicuos. Denunciarlo, sí, denunciarlo, gritar el nombre de su esposo, escondido en el cuartel general, como uno de los que aceptaron que los gringos bombardearan ciudades abiertas con aviadores que habían peleado en Corea y… algo más grave, uno de los que sabía que parte de la alta oficialidad del ejército estaba vendida, lo que no dejaría salvación para el gobierno.

Najarro extrañó que Valeria no se apareciera por la habitación en que él estaba escondido, sino muy de tarde en tarde, pretextando visitas a la granja para cuidar a los niños, y todas sus sospechas se confirmaron, cuando ésta dejó de hablarle, de mirarle a los ojos, ignorándolo, como si no estuviera, o sacudiéndose de horror, como electrizada, cuando él la tocaba un hombro, una mano. Evidente. Prinani de León le había exigido que fuera suya, y a ese precio compró su vida y libertad. Después siguió con ella y ahora ya también ella estaba «encanchinada».

Encendió varios cigarrillos seguidos. No los fumaba. Se los comía. Una y otra vez, hasta hacerse daño, dio con los puños en la pared. Su único consuelo era oír el rugido de los aviones y los estruendos lejanos de las bombas. Cada explosión era un paso más hacia la victoria, hacia
su
venganza.

Valeria volvió esa noche como atontada, echóse en la cama sin desvestirse, llenos los oídos del rumor de los aviones. Los seguía oyendo. Los seguía oyendo.

—Chus…

—Vala…

—No puedes dormir…

—No, no me duermo…

—¿Oyes los aviones?

—No van a dejar ni polvo…

—Chus, es tu patria, es tu tierra…

—No van a dejar ni polvo y si mañana domingo no renuncia el gobierno, de la capital van a quedar las piedras…

—Es odioso… ¡Malditos!… ¡Malditos gringos! ¡Malditos sean los gringos!

—Estás loca…

—¡No, no, no quiero oír!

Los aviones bramaban apocalípticos sobre campos dichosos. Las tías se refugiaron en la granja, no sólo para estar más cerca de los niños, sino por el peligro que significaba para ellas quedarse en su casa, convertida en objetivo militar.

—¡Ja, ja… —reía Chus Najarro, oyendo los aviones—, ja, ja, ja, cómo va a quedar el coronelito ese!

—No triunfarán ustedes, Chus, no es posible, tenemos el ejército…

—Está vendido…

—Tenemos el pueblo…

—Está desarmado.

— 5 —

La madrugada del domingo los encontró con los ojos abiertos, no poderlos cerrar para negarse que estaba amaneciendo, y los oídos fuera, lejos, hasta donde alcanzaran a ser los primeros en percibir la proximidad de los primeros aviones. Nada. No se oía nada. Pero ya vendrían. De un momento a otro estarían sobre ellos, de paso para la capital. La claridad se adhería a las cosas como una humedad blanca. No respiraban para oír mejor. Cerraban los ojos para no ver que estaba amaneciendo. Nada. No se oía nada. Pero ya vendrían. Aguzaron el oído hasta un rumor distante. Pero no eran aviones. Un motor de auto. Ahora sí. Muy claro, muy claro. Pero no se concretó. Como si volaran muy alto.

—Chus…

—Vala…

—Chus, van a destruir la capital…

—Esos eran los planes, acabar con la ciudad si no se rendía el gobierno… Pero no es eso lo que me interesa. Lo que quiero es saber si fuiste suya.

—No…

—Si fue tu cuerpo el precio de mi libertad y mi vida…

—Toda la noche te he dicho que no…

—Y después seguiste siendo suya…

—¡Ni después ni antes, Chus! ¡Ni después ni antes! —y tras una pausa—: Ya es de día, ya deben de estar bombardeando la capital…

—¡Anda a preguntárselo al desgraciado ése!

—Al menos no me contestará como tú —se retorció sollozante—. Ya no tengo nervios para oír decir que la capital va a quedar como Hiroshima… ¿Por qué no pensar rectamente? ¿Por qué no pensar que mi tía Luz se lo pidió?, y que no fue a mí, sino a ella, a ella, Chus, a la que le concedió tu vida el mismo día que desfilaste con los prisioneros por aquí, esa misma noche, yo estaba presente, mi tía se lo pidió por tus muchachitos…

—¡Ah, pero que se le vaya despintando la risa de la cara!

Una explosión en seco los dejó callados, frente a frente. Más tarde se oyó el rugido de los aviones.

—Deben haber querido volar la casa —dijo él— y van a volver, van a volver, ya sabrán que éste es el cuartel general… ¡Huyamos!… ¡Huyamos!… ¡Con otra andanada de bombas se derrumba todo esto!…

—¡No, tú no puedes, tú no puedes salir de aquí! Tu cabeza tiene precio… Vivo o muerto, te buscan vivo o muerto…

—Pero no podemos quedarnos a que nos maten, a que se nos venga la casa encima…

Se empezaron a oír de nuevo los aviones.

—Moriré contigo, si es necesario, para verte cazado en tu trampa… ¡Ah, cómo me gustan los aviones gringos bombardeando esta casa donde estás tú! Que no se equivoquen de casa, que no se equivoquen de cuarto… —Se quedó contemplándolo con los ojos quemados por el llanto.

—No, no venían para acá… Se alejan… —añadió ella.

—Enfilaron hacia la capital. La van a hacer volar en pedazos.

—Y tú esperando eso para triunfar… ¡No, no es posible que yo me calle! ¡No es posible que siga vivo un hombre así! ¡Debo denunciarlo! ¡Debo denunciarlo!…

No era mujer. Era un fantasma despeinado, gesticulante, con los brazos en alto, el que entró en la sala de la casa, donde el coronel Prinani de León había pasado la noche en vela.

—¡Coronel! —le gritó con la poca voz que le quedaba—, ¡vengo a denunciar a mi marido; forma parte de los que vendieron las ruinas de nuestro país a los gringos, las ruinas, porque está esperando que destruyan la capital!

—Señora —le contestó el Coronel—, ¿dónde está su esposo?…

—En el cuarto…

—Debo estrecharle la mano, es un patriota…

Valeria no creía. Lo vio levantarse y salir en busca de Najarro. Fue tras él. El corredor, el pasadizo, y el otro corredor…

Al entrar en la habitación el Coronel a la par de su esposa, Najarro salió a encontrarlos.

—Najarro —cortó en seco el Coronel— ¿sabe usted por qué lo dejé escondido aquí?…

Aquél endureció la cara y sin bajar los ojos, sosteniéndole la mirada al Coronel, dijo indignado:

—Si sé…

—¡Ocelotle 33!

Najarro que había rodado las pupilas cargadas de rabia hacia Valeria, no se esperaba aquella contestación: «Ocelotle 33»…

Retrocedió un paso, devueltos los ojos ansiosos hacia Prinani de León.

—No, no puede ser, no es posible… —dijo por fin.

—Sí, Najarro; yo también estaba con los «libertadores» de la patria. ¡Ocelotle 33!…

Valeria, que asistía a la escena, al ver que se iban a abrazar, se interpuso.

—¡No —gritó—, no se pueden abrazar! El Coronel me exigió que fuera suya a cambio de tu libertad, y yo me entregué por ti, por ti, Chus, por tus hijos, por tu vida…

—No es cierto —atajó Najarro—, hasta hace un momento me juraste y perjuraste que el Coronel no te exigió nada, que fue a Luz, tu tía, a la que le concedió mi vida…

—¡Tu vida, pero tu libertad la compré yo con mi cuerpo!

—¡No es cierto!

—Hable, Coronel; sea valiente, se lo pide una mujer. Sea hombre, diga la verdad, confiese qué hizo de mí cuando me llevó en su
jeep
al frente de batalla…

—¡Señora, no son cosas para ser tratadas en momentos en que la patria está en peligro! ¡Y usted no puede oponerse a que nos abracemos los dos Ejércitos: el de «Liberación» y el Ejército Nacional!

Un estruendo los golpeó. Por poco los deja en el suelo. Se quedaron sumergidos en el ruido del avión, como en el fondo de un mar embravecido.

Valeria se precipitó hacia el zaguán, pensando en sus hijos.

—¡Acaba de caer una bomba en las afueras de la población! —le informó el único soldado que encontró en el corredor, ya sólo quedaban las armas abandonadas.

—¡Una bomba en las afueras! —repitió Valeria al pasar junto a un oficial que se estaba quitando el uniforme tras una puerta, peludo de piernas como mono.

El oficial no le contestó, pero ya en asomando a la calle, vestidos de civiles, Valeria alcanzó a ver otros oficiales que saltaban a los
jeeps
y automóviles allí estacionados, para huir a toda velocidad.

Uno de ellos se volvió a gritarle:

—Sí, sí… en las afueras… ¡Adiós, el jefe nos vendió, pero volveremos… volveremos!

Al desaparecer los vehículos en la primera esquina, todavía se oía el grito de «volveremos… volveremos…»

Reinó el silencio. Los soldados forcejeaban con hombres que les disputaban las armas. Otros entraban y se apropiaban de las armas abandonadas.

La radio anunciaba, desde la capital, el derrumbe del gobierno, y los primeros nombramientos. A Prinani de León se le confirmaba en sus cargos militares, y el honorable señor Jesús Najarro Merúan, era designado Secretario de la Junta Militar en Ejercicio del Poder Ejecutivo.

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