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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (18 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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«Deje sin efecto nuestro anterior ordenándole procurar urgentemente sangre para transfusiones, y con instrucciones precisas de la Presidencia cumpla el siguiente: Proporcione el mayor número de cadáveres para publicidad del gobierno. Dios, Patria y Libertad, (firmado): Gobernación».

Y las respuestas tampoco se hicieron esperar:

«Fueron puestos en capilla 50 detenidos para proporcionarle los cadáveres que se necesitan. Indíqueme si es suficiente. Dios, Patria y Libertad, (firmado): Comandante local San Lucas».

«Nueve cabecillas fueron ejecutados anoche para poner cadáveres disposición Superior Gobierno. Hágase saber si necesitan más. Dios, Patria y Libertad, (firmado): Alcalde de Todos los Santos».

«Capturé varios negábanse servir al Gobierno con su cadáveres. Ya están a la orden, (firmado): Comisionado Militar Milpas Altas».

Hubo que dar órdenes terminantes, llovían respuestas de ejecuciones y vísperas de fusilamientos, prohibiendo a las autoridades inferiores aumentar el material de propaganda, debiéndose aprovechar el ya existente.

«Soy anciana», decía un mensaje al Presidente, «y si por cadáveres lo hacen, doy el mío, con tal que no maten a mi hijo que es joven y padre de tres menorcitos».

Cesaron los fusilamientos, pero se empezaron a llevar a los muertos. Las poblaciones habían visto muchas cosas, pero no eso de sacar a los muertos del cementerio y llevárselos presos a la capital.

Escoltas, policía, alguaciles, con armas y machetes, acompañaban la fúnebre procesión por todos los caminos del país. Vestían de caqui, sombrero tejano, y al brazo la insignia de la espada y la cruz.

Los muertos se acumulaban como basura alrededor de la ciudad.

El experto de la casa McFee especialmente contratado para dirigir la operación publicitaria, calificó de «sabotaje» el telegrama en que se ordenaba el traslado de los cadáveres a la capital y hubo que telegrafiar de nuevo dando instrucciones para que las autoridades menores se conformaran con exhumar los restos de las personas muertas en los últimos acontecimientos, y los dejaran a la intemperie hasta la llegada de fotógrafos y corresponsales de guerra.

— 4 —

Nadie dio la voz de alarma, salvo los zopilotes. El trompo de aves negras que empezó a bailar sobre el camposanto.

¡Están desenterrando a los muertos!

Esta fue la primera noticia. La que despabiló de su pesar y su modorra a las esposas, madres, hijas, hermanas de los hombres de los sindicatos masacrados en la zanja.

Mediodía esmerilado, cegante.

Salieron como estaban en sus casas. Las puertas quedaron abiertas, la comida en el fuego, la costura en la máquina de coser, cortado en capas el tabaco para hacer los puros, con el calor de la mano la piedra de alujar.

Prietas, vestidas de harapos, de babas de trapo, se adelantaba una, se adelantaba otra, se adelantaban todas, seguidas de muchachos y perros, muchachos sin calzón, con la paloma al aire, sólo así se consiguió que no los fusilaran. Por ser niños los dejaron. Todo lo que era hombre fue segado.

¡Están desenterrando a los muertos!

Todas querían marchara delante. No era posible. Algunas tenían que ir detrás. Pero ninguna quería quedarse.

El mal olor de los muertos en el viento. El camino caliente. El polvo de brasa de tierra blanca.

Todas adelante. Algunas atrás. Se conformaron algunas con seguir a las que, más duras para la caminata, a paso largo, se comían la distancia del pueblo al camposanto.

Ya otras mujeres se les habían adelantado. Tuvieron la noticia antes y además se movilizaron en carreta, a caballo, en bicicleta y hasta en un destartalado automóvil sin capota.

Vestidas de luto y bañadas las caras por gotas de sudor negro, tan sucias de polvo tenían las pestañas que el llanto se les desleía negruzco, miraban silenciosas, mordiendo los pañuelos, a los soldados que removían las tumbas, pisoteando cruces y flores, para extraer los despojos de los que caídos en la zanja, que ellos mismos abrieron, les fueron devueltos por intervención de la Quinancha. Aún eran reconocibles entonces.

Ahora ya no.

Ahora ya era como sacar raíces de árboles, destrozándolas. Raíces hinchadas de tierra y sueño. Todo caliente, caldeado, hirviendo en el hoguerón de la costa, menos ellos ferozmente helados, sin ojos, con los párpados cubiertos de grava.

—¡Jamás se ha visto ingratitud mayor… por qué los están desenterrando, si el Coronel y el Comandante los autorizaron a sacarlos de la zanja y traerlos al camposanto! ¿Qué les han hecho para que no los dejen ni muertos? ¿Adónde se los van a llevar?

La mujer que hablaba era una de las que llegaron de último, pero no pudo decir más, algo se le descoyuntó por dentro y trago a trago fue bebiendo en silencio los grandes granizos de sus lágrimas.

—¿Se los van a llevar otra vez al zanjón, usté? —intervino una campesina de ojos algodonosos color de pólvora, dirigiéndose a un cabo.

—¿Los van a rociar de aguardiente y le van a prender fuego? —intervino otra.

Y una tercera:

—¡Díganos qué van a hacer con ellos! ¡Siquiera eso, saber qué va a ser de ellos!

Ni se los llevaron ni los quemaron. Los arrojaron, conforme al último telegrama de tenerlos fuera de las tumbas a la orden de las autoridades, los botaron como basura alrededor del camposanto, en los barriales, zacatonales, pedregales.

—¡Ah, en eso sí que no les damos gusto! —se adelantó un mujerón con las manos en jarras, seguida de otra, munición menuda que ya empezaba a sentir las uñas en los dedos y mover éstos como garras—. ¡En eso sí que no les damos gusto! ¡Si lo que quieren y pretenden es que se los coman los zopes, para eso estamos nosotras! ¡Ea, hay que preparar piedras!

Y cada familia, entre perros y muchachos sin pantalones que corrían de un lado a otro buscando piedras, se juntó al lado de su muerto con los proyectiles necesarios, palos, hondas y cerbatanas, para defenderlos del asalto de los bestiales avechuchos negros que prendidos a los guayabales, pesaban sobre las ramas, y más pesados se les oía ya saltar a tierra.

Eduarda Malcober, se disparó del camposanto, decidida a todo, a la muerte misma, en busca del Comandante Salas, para hacerle ver la barbaridad que se estaba cometiendo, pero cerca de allí lo encontró con una comitiva de señores que venían hacia el camposanto. Los dejó pasar y luego se les apareó para oír lo que hablaban en inglés.

Alta, fornida, con cabeza pequeña de mulata, pelo crespo, chata, pechugona, la Guaya Malcober entendía bien el inglés por haber vivido en Belice. Paró la oreja y supo que toda aquella gente con anteojos oscuros, negros, propios para tanto luto, venían a tomar fotografías de la «barbarie roja».

Y la primera en protestar fue ella. Lo hizo primero en español y después en inglés.

—Así jodidos, los mataron por ser de los sindicatos, acusándolos de «rojos» y ahora los vienen a retratar, para presentarlos como víctimas de los «rojos», es decir, como sus propias víctimas… —tiraba de los sacos de los corresponsales de guerra, de los fotógrafos y hubo que contenerla.

—En todo caso… —pero ya no pudo decir más, se la llevaban arrastrada de las pocas ropas que le quedaban y de las muchas mechas que se le habían soltado.

Otra mujer se arremolinó:

—¡No! ¡No!… ¿por qué vamos a dejar que los retraten?

Y se le agregaron varias, interponiéndose entre los fotógrafos y los cadáveres. El Comandante Salas, en persona y los soldados intervinieron. Fue el momento cumbre para los cineastas que con los ojos de sus cámaras seguían las escenas.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —decía atrás el técnico—. ¡Que documento, mi Dios, los soldados del gobierno «rojo» queriendo ultimar a las mujeres, después de masacrar a los hombres!

—¡Pero si son de los sindicatos!… —se oían astillados por los culatazos los gritos de las mujeres que no se daban por vencidas—. ¡Del sindicato de ferrocarrileros! ¡Del sindicato de muelleros!… ¡Del sindicato de trabajadores del campo!… ¡Del sindicato bananero!… ¡No los retraten!… ¡No los mataron los «rojos»!… ¡Al contrario, a ellos los mataron por «rojos»!…

—¡No nos interesa lo que hayan sido —rugía el Comandante—, lo que necesitamos son cadáveres para la publicidad del gobierno!

—¡Ca… dá… ve… res… pa… ra… la… pu… bli… ci… dad… del… go… bier… no! —repitió el coro de mujeres, vestidas de lo que les dejaron los mercenarios.

—¡Ca… dá… ca… dá… ve… res!…

Bocas de madres que inmovilizaba la pena, acalambrándolas; de esposas que se tragaban el pelo y el llanto; de hijas que se pintaban con lágrimas el pellejo seco y pálido de las mejillas color de tripa; de hermanas que haraganeaban los brazos bajo los perrajes, atándose ellas mismas las ganas de lanzarse contra tanto canalla, tanto gringo chacal provisto de máquinas…

—Y éstos sí que están a punto de caramelo —repetía a cada momento el Comandante, con la voz que le salía de bajo el pañuelo apretado a las narices para no marearse y vomitar con la pestilencia de los cadáveres; los corresponsales iban provistos de mascarillas con un fuerte desinfectante que olía peor que los muertos, aunque los
cameramen
, era tan interesante el documento, que ni la pestilencia sentían.

Usarlos en campañas de publicidad contra sus ideas. Haber muerto heroicamente, ninguno de los de la zafia dio el paso al frente que les pedía el Coronel, para salvarlos, para indultarlos, y servir ahora, cuando ya no podían hablar, ni protestar, ni defenderse, para desacreditar el movimiento sindical, la causa por la que murieron firmes o peleando.

¡No, no podía pedirse mayor ultraje con un muerto, lanzar su cadáver contra sus ideas, sus convicciones, sus ideales, la masa yerta de su carne y sus huesos, contra lo que él fue, contra lo que amó y defendió hasta el sacrificio de su propia vida!

Pero, fuera del camposanto, amenazados por los zopilotes, cuidados por las mujeres a quienes golpearon y malhirieron los soldados, aquellos pobres muertos, gusanos sobre huesos, pelos sobre pellejos, de poco sirvieron ante el testimonio que ofrecía la Quinancha, convertida en la
vedette
del cementerio, por haber sido envuelta en una sábana, atada con una soga de ahorcar, y enterrada viva por los «rojos».

Los corresponsales escribían a ochenta por minuto. Uno de ellos, el más sabueso, escapó en busca de un teléfono.

El corresponsal de una de las más potentes radiodifusoras traía una grabadora de cinta, y la echó a andar, para que una de las mujeres le refiriera de viva voz la muerte de la Quinancha, ultimada por los «rojos». Y todo iba muy bien, pero al final, la testigo, casi con la entonación de aquella voz doliente que oyeron repetir las mismas palabras, horas y horas, hasta que se extinguió, recordó al micrófono el grito de la Quinancha:

—¡Gerardino! ¡Gerardino! ¡Tu caimana! ¡La Quinancha! ¡Tu caimana!…

—No, eso no se puede poner —se acercó a decir el Comandante Salas, tratando de parar el aparato con su mano de soldado—. Gerardino es el nombre del jefe, y ésta, mirándolo bien, era su «cacerola».

Lo dijo así para no ofender, ya que lo de «cacerola» disimulaba lo de casera o querida.

Se dejó la grabación, hasta el momento en que la voz del corresponsal decía en inglés:

—Mis amables escuchas han oído en español, y vamos a traducirlo al inglés, la voz de una campesina bananera que nos hace el relato de uno de los muchísimos actos vandálicos cometidos por los «rojos» en terrenos de la frutera.

Se fotografió y filmó el cuerpo de la Quinancha envuelto en la sábana con los anillos de la cuerda, luego se le quitó la cuerda y se le filmó y retrató sólo con la sábana y por último se le despojó de la sábana y la devoraron los lentes, en todas las posturas. Hembraza color de tamarindo que se pegaba como calcomanía al cuerpo del macho, ojos de cachorra, dientes de caimana…

—¡Cadáveres para la publicidad del gobierno!… —repetían las mujeres cada vez más despacio, ajenas a lo que pasaba con la Quinancha por estar fuera del camposanto cuidando a sus muertos a palos y pedradas de la voracidad de los zopilotes.

—¡Zooo… pe!… ¡Zooo… pe, hijo de tantas, ya perecés gringo!

Terminadas las «tomas» de la Quinancha, la mejor
vedette
para la publicidad del gobierno manejado por Jerome McFee, se autorizó a las mujeres a enterrar de nuevo sus muertos.

Entrada la noche aún andaban en su triste faena con ayuda de algunas carretillas de mano que les facilitó el guardián.

Se prendieron fogatas. No sólo para ahuyentar a los perros aulladores, sino a los coyotes, a los coyotes y a los espantos. Temblaban de miedo en el calor de la noche tropical llena de estrellas, enloquecidas por los piquetes de los insectos. Cuando levantaron el cuerpo de la Quinancha para darle sepultura creyeron escuchar en medio de la noche caliente y estrellada su grito desgarrador, como si otra vez la fueran a enterrar viva:

—¡Geraldino! ¡Geraldino! ¡Tu caimana! ¡La Quinancha! ¡Tu caimana!…

Los agrarios
— 1 —

Un herraje de brillantes. Hasta tarde, tarde persistía la visión del inmenso casco montañoso cubierto por una herradura de sol. Al fondo de la hoya luminosa, hendida hacia el Poniente, esperó Tiburcio Sotoj que se juntaran los pesuños de la noche. Le gustaba la oscuridad. Su sabor a raíz, a humo, a sueño, a musgo de aire negro. Alquitranado de sombra, con inmensas chorreaduras de estrellas en la cara prieta, volvió al rancho, campana de barro y paja que las llamas del fogón golpeaban con badajos de oro. Su mujer, menuda, ojuda, de dientes goteados de palo lechoso, se apartó del fuego hacia la penumbra para ver quién había entrado, si su hombre o sus hijos, y alentó.

—Creiba que habían vuelto los muchachos, pero sos vos, Tiburciano… ¿No los encontraste?… Por allí salieron… La embelequería de ese instrumento ajonografado que suena donde los esos… esos tripones Zigüil… —y así diciendo volvióse a meter los ojos en las ollas, sin esperar respuesta de Tiburcio, hombre de pocas palabras, oliendo en ésta el tufito del frijol sancochado, en aquélla, más grande, el humo acre del maíz que se cuece con cal, y en una jarrilla, la babosidad del café que se derramaba en espuma.

Sí, el Tiburcio era hombre de pocas palabras, ni pelos en la cara ni labiosidad en la jeta, como él mismo decía, lampiño y seco, puro hueso con pellejo. Pero esta vez, excepcionalmente habló de lo que es cazar en terreno propio al sacar de un bolsón de cuero, los cuerpos fríos de cinco codornices, yendo hacia el fogón con las aves en alto, las plumas conservaban cierta tibieza de sol, los párpados caídos peso de rezo, para mostrarlas a su mujer que al fulgor de las llamas las entrevió igual que vinajeras de largos cuellos de las que se derramaba un vino de rubíes.

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