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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (18 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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«¿Que qué hacía?»

«Sí.»

«Era soldado. Un revolucionario.»

«¿Nunca quiso seguir otro camino? Ser granjero, por ejemplo. O el propietario borrachín de una taberna de pueblo.»

«Por supuesto», respondió Ash.

«¿Por supuesto qué?»

«Estoy cansado, Nico. Estás haciéndome demasiadas preguntas.»

«Sólo es porque sé muy pocas cosas de usted.»

El barco se escoró repentinamente y la fuerza presionó a Ash contra el casco, aunque el roshun apenas si se apercibió. Escupió el agua salada que le había entrado en la boca, se secó la cara y dejó que su mirada volviera a perderse en la oscuridad.

«Antes de ser soldado crié perros de caza durante una temporada. Mi esposa, mi hijo y yo vivíamos en una casita en el campo. Intenté ser un buen marido y un buen padre. Eso es todo.»

«¿Y lo fue?»

Ash soltó un gruñido.

«Ni de cerca. Fui mejor soldado de lo que había sido jamás marido y padre. Se me daba bien matar. Y hacer que otros mataran.»

«Es usted demasiado duro consigo mismo. El Ash que yo conocí era mucho más que un asesino. Tiene buen corazón.»

—Tú no me conoces, chaval —espetó Ash—. No puedes decirme eso. No precisamente ahora. No puedes.

Ash recibió otra ducha de agua gélida que lo llevó de vuelta al presente. Agitó las extremidades mientras trataba de respirar. Se asió al madero sobre el que yacía y escuchó los chillidos aterrorizados de las ratas. Continuó un rato jadeando tumbado de esa guisa.

Se preguntó si Nico seguiría con él.

—Chico —lo llamó con un graznido.

Podía oírse en la oscuridad el ruido de las bombas de mano que extraían el agua del pantoque hasta las cubiertas superiores. Era difícil hablar en medio de aquel barullo.

—¡Nico! —gritó Ash.

«Sigo aquí, sigo aquí.»

—Dime algo, lo que sea… Oblígame a pensar en otras cosas.

«¿Qué quiere que le cuente?»

—Cualquier cosa. Explícame qué querías ser antes de convertirte en mi aprendiz.

«¿Yo? Supongo que soldado, como mi padre. Aunque durante una temporada soñé con ser actor y viajar por las islas y ganarme la vida con las representaciones.»

Ash se incorporó y trató de pegarse más al casco, que se balanceaba constantemente.

—No lo sabía —confesó el roshun.

«Ya. Nunca me lo preguntó.»

El agua del pantoque había formado olas que rompían contra las paredes interiores del casco del barco. Los chillidos de las ratas seguían creciendo.

—Deberías haberte ido, Nico… Me refiero a cuando estábamos en Q’os —gritó Ash mientras se enjugaba el agua del rostro—. Cuando volviste aquella noche y me confesaste tus dudas. ¡Deberías haberme abandonado!

«Lo sé —respondió Nico—. Pero no pude hacerlo.»

—¿Por qué no?

Se produjo un momento de silencio reflexivo, tras el cual una voz respondió en un susurro que Ash oyó claramente en medio del estrépito:

«Porque usted me necesitaba.»

Era una tormenta, y de las malas. El casco cabeceaba con los impactos violentos del agua y crujía y gemía cuando la proa se alzaba; después perdía el contacto con las crestas de las olas para volver a caer con un estremecimiento sobre los profundos senos del mar. El agua salada se filtraba en el pantoque a través de los orificios en las tablas de madera que Ash tenía encima de la cabeza. Sus botas y su ropa estaban empapadas, y llevaba la capa y la espada ceñidas a la cintura.

Le dolían los oídos del fragor de la tormenta. Sin embargo, oyó a los hombres que corrían y gritaban por las cubiertas superiores presas del pánico.

Ash intentó aferrarse a la pared del casco, pero fue inútil, y no tardó en verse zarandeado junto con las ratas y sumergido en el agua del pantoque, que ahora le llegaba hasta la cintura.

Se dio cuenta de lo desesperada que era la situación cuando oyó que las ratas intentaban trepar por las paredes para escapar del pantoque. Quizá él debería haber seguido su ejemplo, pero no era una rata, de modo que difícilmente habría pasado desapercibido. Por lo tanto, optó por asirse a las paredes cuando le fuera posible y dejarse arrastrar en el resto de los casos; entretanto vomitaba por el ajetreo horrible y el agua salada que no podía evitar tragar. El nivel del agua seguía creciendo lentamente, como en una pesadilla, y ya le cubría hasta el pecho. Llegó un momento en el que ya no pudo soportarlo y trató de alcanzar la escalera.

El final resultó mucho más violento de lo que había esperado.

La nave se estremeció con una sacudida, como si hubiera chocado contra algo, y Ash salió disparado y cayó sobre el agua revuelta; agitó brazos y piernas para mantenerse a flote, y entonces, encima de su cabeza sonó el crujido paralizante de una madera partiéndose en dos y un estrépito ensordecedor, como de una cascada, que se aproximaba a él rugiendo. Ash sintió un miedo atroz durante ese instante inicial que precedió a la apertura abrupta de la escotilla y la entrada del raudal de agua. El chorro espumoso arrojó a Ash hasta el fondo del pantoque. El roshun se golpeó la cabeza contra el casco. Le costaba respirar. Sacudía las manos en el aire mientras sus pies trataban de encontrar un lugar de apoyo. Al fin consiguió estabilizarse y trató de llegar a la escalera. Sin embargo, sus esfuerzos eran en vano. La masa de agua lo empujaba hacia atrás y lo apretaba contra el casco con tanta fuerza que lo único que podía hacer era jadear para intentar que entrara aire seco en sus pulmones.

La madera del barco empezó a crujir con un tono distinto y la proa se elevó en el aire al tiempo que se escoraba.

La nave estaba yéndose a pique.

Ash inspiró una bocanada de aire en los escasos centímetros que mediaban entre la superficie agitada del agua y las tablas, cada vez más cercanas a su cabeza. El agua estaba helada, y era como si le absorbiera la fuerza de los músculos. Muy a su pesar, Ash empezó a hiperventilar, de modo que tragaba aire y agua a la vez. Esperó a que el fugaz momento de pánico revitalizara su cuerpo y, a continuación, lo extirpó con una experimentada acción de su fuerza de voluntad.

Se golpeó la cabeza contra la madera del techo. La masa de agua era como un bloque de piedra presionándolo, así que tendría que esperar a que el barco se hundiera para salir nadando por la escotilla.

No era una noticia fácil de digerir, sobre todo cuando el agua finalmente lo cubrió por completo.

Incluso debajo del agua oía los quejidos del casco del barco. Ash confió en el preciado aire que le llenaba los pulmones y sacudió los pies para impulsarse en dirección a la escotilla.

La presión en sus oídos crecía. Sabía que el barco había zozobrado y ahora estaba hundiéndose hacia el fondo marino. Comenzó a tocar, cada vez más ansioso, las tablas de madera buscando la escotilla. Estuvo palpando en la madera durante una eternidad, incapaz de encontrar la salida. El pánico volvió a apoderarse de él.

Sus manos dieron con el hueco de la escotilla y se deslizó por ella. Notó un contacto contra su cuerpo y apartó lo que fuera de un manotazo: un hombre, ya ahogado.

Siguió buceando hacia donde pensaba que estaba el techo. Pasaban objetos rozándolo: los sacos y las piezas de carne que habían estado colgados en aquella parte del barco. Se abrió paso entre ellos y sus manos se agarraron a una escalera; atravesó otra escotilla que, si no le fallaba la memoria, lo situaba en el pasillo de la cocina, al final del cual había una escalera que conducía a la cubierta superior. Buceó con todas sus fuerzas; sentía un dolor punzante en los oídos provocado por la presión, que seguía aumentando y lo envolvía como una segunda piel de plomo. Los pulmones le ardían. Tuvo que apartar un cuerpo que se cruzó en su camino, pero esta vez el hombre se movía y alargó sus manos con desesperación para aferrarse a él como si fuera su última oportunidad de supervivencia. Todavía había gente viva allí abajo.

Ash se soltó del hombre y tendió la mano hacía él; tanteó una cara con los labios carnosos, una nariz, unas pestañas hirsutas, el cabello… Lo agarró del pelo y se impulsó con fuerza con los pies. Se le hizo eterno el recorrido hasta el final del pasillo arrastrando al marinero, que agitaba frenéticamente las extremidades. Por fin llegó a la escalera, y en cuanto puso la mano en ella supo que había acertado.

Pegó una última coz contra el agua y él y el marinero salieron del barco, que continuó su descenso hacia el fondo.

Abrió una pizca los ojos, a pesar del escozor que le provocaba el agua salada del mar, y ante ellos apareció una oscuridad impenetrable; era como mirar la muerte.

No tenía forma de orientarse, pues la luz y la fuerza de la gravedad brillaban por su ausencia. Tuvo que apretar los dientes para reprimir el impulso de abrir la boca para coger aire. Una sensación abrasadora le consumía el pecho.

«Es el fin —pensó fugazmente—. ¡Es el fin!»

De pronto vio un destello en la distancia y, sin pensárselo dos veces, se volvió hacia él.

Otro destello lo hizo estremecerse, aunque había sido tan breve que en realidad sólo había visto el resplandor que le había quedado grabado en la retina. Estaba muy lejos.

Ash se dirigió hacia él empleando las fuerzas que le quedaban para impulsarse con las piernas.

Emergió a la superficie con los pulmones a punto de estallar, y tomó una bocanada de aire antes de que el peso del marinero volviera a sumergirlo. Regresó a la superficie y peleó para mantenerse a flote.

Era de noche, y la lluvia y las olas lo azotaban con furia. Tiró del marinero para acercarlo hasta él, pero el tipo ya estaba muerto. Un rayo resquebrajó el cielo negro y Ash vislumbró su rostro contemplando plácidamente el firmamento; le cerró los ojos y lo soltó para que el mar se encargara de él.

Una ola levantó a Ash, que vio brevemente el escenario que se desplegaba ante sus ojos: una costa de acantilados blancos, calas oscuras, un par de playas pálidas, una hoguera en lo alto de una colina… y la flota desplegada desordenadamente por culpa de la agitación del mar. Las naves se dirigían a la bahía para refugiarse del temporal, pero algunas embarcaciones habían errado la trayectoria y parecían bregar para no estamparse contra las lejanas rocas.

A pesar de que estaba agotado, Ash intentó nadar hasta la playa. Sin embargo, tuvo que detenerse después de dar una docena de brazadas, jadeando; estaba demasiado cansado para continuar. Se le hundió la cabeza.

A su alrededor flotaban los restos de la nave. Ash estiró el brazo hacia un taburete vuelto del revés; apenas le restaban fuerzas para agarrarse a él. Una ola volvió a alzarlo y Ash echó la vista atrás para mirar el oleaje.

Sabía que sólo tenía una oportunidad.

Soltó el taburete y empezó a nadar mientras escuchaba el rugido de la siguiente ola que llegaba por detrás. Por un momento pensó que no iba lo suficientemente rápido como para cogerla, pero entonces notó que su cuerpo se elevaba y, con las escasas fuerzas que le quedaban, dio un par más de brazadas desesperadas.

La ola lo embistió y le alzó las piernas hacia atrás. Ash estiró los brazos hacia delante y levantó la barbilla para sacarla del agua mientras la ola se afilaba, se encrespaba y lo arrastraba hacia la orilla.

Ash se dejó llevar por la ola con el rostro escindido por una mueca de júbilo y embargado por una sensación de euforia.

La ola lo depositó jadeando en la arena húmeda y retrocedió con un ruido sibilante para fundirse de nuevo con el mar. Ash tosió y vació el agua de los pulmones.

Había sobrevivido.

El capitán Jute, comandante del fuerte costero Pashereme, escudriñaba desde las almenas a través de la cortina de lluvia, mientras esperaba que otro rayo iluminara el mar.

—¿Está seguro? —volvió a preguntar a su segundo al mando, el sargento Boson, un pillo holgazán del que Jute desconfiaba siempre que no estuviera en juego también su propio pellejo.

—Tan seguro como que existen el día y la noche. Están aquí. Más nos valdría largarnos bien rapidito.

Un trueno estalló en el cielo y un rayo impactó en las aguas agitadas de la bahía. El capitán se encorvó enjugándose los ojos y sintió una opresión en el pecho cuando divisó las naves, cientos de ellas, cabeceando sobre las olas en dirección a las playas.

—Apiádate de nosotros, Gran Necio —masculló, y se sujetó a la almena para no caerse. «Una invasión —pensó, afectado por un mareo repentino—. ¡Una invasión con todas las de la ley!»

—¿Capitán? —dijo Boso.

La voz del sargento se filtró por la neblina que le turbaba la mente.

El capitán asintió con la cabeza mientras intentaba pensar con claridad. Se volvió a su sargento.

—Enciendan la hoguera —ordenó sin poder evitar que le temblara la voz—, y liberen un ave mensajera. No disponemos de demasiado tiempo.

—Con este temporal podría ser que no vieran la señal, capitán. Sería mejor que nos dirigiéramos al fuerte de Olson y transmitiéramos personalmente el mensaje.

—¡Cumpla la orden! —espetó el capitán Jute.

Se volvió hacia las aguas de la bahía Blanca, una ensenada más pequeña dentro de la propia bahía de la Perla. A esa hora de la noche, las casas del pueblo pesquero que se levantaba sobre las colinas de la orilla opuesta permanecían oscuras. Jute rezó porque alguien del pueblo viera la señal de fuego y evacuara a la población a tiempo.

Otro rayo permitió al capitán ver las embarcaciones que ya habían arribado a la playa que se extendía debajo y las figuras oscuras que se deslizaban por las dunas, en dirección a la colina sobre la que se erigía el fuerte.

«Apiádate de nosotros —pensó para sí—. Son demasiados. Todo este tiempo pidiendo más hombres para el fuerte, y ahora ya es tarde.»

—No hay manera de que podamos contener un enemigo tan numeroso —señaló el sargento Boson a su regreso tras transmitir las órdenes al resto de los hombres.

Jute se lo quedó mirando, por una vez interesado en lo que pudiera decirle.

—Tenemos que evacuar el fuerte, capitán, o quedaremos sitiados y no habrá forma de aguantar la posición. Ya sabe lo que hacen con los prisioneros, ¿verdad?

Jute se volvió con los ojos desorbitados hacia sus hombres, que habían cogido hierros candentes de la chimenea del cuarto de guardia y estaban encendiendo la hoguera de alerta en la bandeja de hierro dispuesta sobre las almenas. La madera regada con alcohol prendió enseguida a pesar del viento y de la lluvia, y en cuestión de segundos las llamas se elevaron altas en el cielo.

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