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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (7 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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—Sí, ésa fue también mi reacción.

El general posó en la barandilla el tazón sin soltarlo.

—Necesitamos refuerzos de la Liga, Coya. Reconozco una jugarreta en cuanto la veo. Si la flota invasora desembarca en Khos será imprescindible que tengamos los fuertes costeros guarnecidos. Tal como están ahora, no resistirían ni un soplo de viento.

—Tu delegado en la Liga sostiene lo contrario… lo sabes, ¿no? Afirma que contáis con hombres suficientes.

—¡Bah! ¿Qué esperabas de Chaskari? Es un Michinè. Ya sabes el miedo que profesan a cualquier cambio en el statu quo. Fíjate en cómo me tienen atado de manos y nos obligan a mantenernos encogidos detrás del Escudo con la esperanza de que el IV Ejército simplemente se evapore. Lo mismo ocurre con todos los Voluntarios que la Liga nos ha estado enviando estos últimos años. Los soldados viven mezclados con nuestro pueblo. La gente ve cómo son; no tienen superiores a los que rendir cuentas, no se someten a ninguna autoridad. Se pasan la vida recordando a los ciudadanos de Khos que son miembros de la Liga y que como démocras tienen los mismos derechos que todo el mundo. No dejan de repetir que los Michinè sólo están donde están porque a ellos se les ha antojado, y que son líderes con la responsabilidad de liderar, no de mandar. No debería sorprenderte que el consejo khosiano rechace mi petición de más Voluntarios. Por eso te lo pido personalmente, como un favor: envíamelos de todos modos.

—Pero, Marsalas, ¿qué más puedo hacer? Estoy atado de pies y manos por la Constitución, ya lo sabes.

—Envíamelos de todos modos. Ya nos preocuparemos de las consecuencias cuando estalle la tormenta.

—General, créeme, nada me gustaría más que enviarte ahora mismo hasta el último voluntario. A todos nos encantaría. Khos es nuestro escudo, y todos y cada uno de los ciudadanos de la Liga lo sabe, pero la Liga no puede entrometerse en los asuntos de un socio démocra, menos aún a petición de un único individuo… aunque ese individuo resulte ser nada menos que el mismísimo Señor Protector de Khos. Sólo podemos enviar refuerzos si nos lo solicita vuestro delegado. Es responsabilidad tuya hacer cambiar de opinión sobre esta materia a tu consejo.

—Ya lo he intentado, ¡maldita sea!

—Insiste entonces.

Creed clavó la mirada en el tazón que sostenía en la mano.

—¿Y qué me dices de tu gente? No sería la primera vez que interferiríais en los asuntos khosianos. Podríais volver a hacerlo.

Coya frunció el ceño.

—Eso ocurrió antes de mí, Marsalas. Y no deberíamos hablar de ello aquí. Lo siento. Ni la Liga ni nadie puede hacer más por ti en estos momentos. Debemos esperar acontecimientos.

Las palabras de Coya pusieron el punto y final a la conversación. Creed inspiró ruidosamente por la nariz y miró a Coya con una voluntad férrea. Coya le sostuvo la mirada sin pestañear; notaba cómo la tensión le agarrotaba el cuerpo y el corazón le aporreaba el pecho. El general Creed era como una flecha en pleno vuelo, y si alguien se interponía en su camino sentía físicamente la fuerza del impacto.

El Señor Protector masculló algo y apretó el puño alrededor de la barandilla. Coya se compadeció de él, aunque tuvo la sensación de que Creed estaba eludiendo el tema principal de su entrevista, el verdadero motivo que lo había llevado allí.

—Podríamos haber tratado este asunto por correspondencia —señaló Coya—. No hacía falta que hicieras este viaje personalmente.

—Ya.

Permanecieron en silencio, sacudidos por el viento. «Déjale calmarse un poco», se dijo Coya.

La aeronave giró en la dirección del viento, arrastrando consigo el mundo que los rodeaba, de modo que Minos desapareció a su izquierda y el hermoso azul cobalto del mar les inundó los ojos. En la lejanía, al este, Coya vislumbró una cadena de islas que parecían poco más que montículos rocosos y que se extendía hacia el sureste en dirección a Salina. Evocó el conjunto disperso de islas que se prolongaban más allá de Salina hasta la lejana Khos, cuya punta más occidental distaba más de seiscientos laqs de donde ahora se encontraban, el archipiélago de los Puertos Libres y de los démocras: el pueblo sin gobernantes.

Si alguien se tomaba la molestia de viajar por las Islas Mercianas a lo largo de los participos igualitarios de Minos, Coros y Salina, podía toparse con islas que habían elegido sus consejos por sorteo y que no creían en la posesión personal, o que estaban administradas por matriarcados según las viejas tradiciones, con sencillas industrias agrícolas y aranceles férreamente controlados, o con enclaves como Coraxa, donde reinaba la anarquía y personas extremadamente individualistas vivían en tribus sin reglas y en comunidades dispersas. A pesar de su lejanía, la poderosa Khos contaba con representación en la Liga, donde el último vestigio de la nobleza merciana, los Michinè, se las había arreglado para encaramarse al poder tras los convulsos años de la revolución acontecida hacía un siglo, si bien es cierto que ayudado por numerosas concesiones al pueblo y por incontables siglos de asedios e invasiones que habían creado una dependencia mutua entre los khosianos como nación y aquellos que pagaban y mantenían buena parte de sus defensas.

La variopinta fauna compuesta por los démocras de los Puertos Libres cuya entidad se fundamentaba en los sueños de un preso político fallecido hacía siglos, un filósofo cuya sangre corría por las venas de Coya sólo compartía los ideales de la constitución de la Liga; al menos los principios, si bien había diferencias a la hora de ponerlos en práctica. Además, todos formaban parte de ese experimento único del poder del pueblo. Se trataba de una especie de utopía. La perfección no existía; aun así, habían luchado por un modo de vida libre y justo, donde no tenían cabida la esclavitud ni la explotación del prójimo, y en la mayoría de las islas habían logrado aproximarse a una plasmación de esos ideales que funcionaba.

Y ahora estas especulaciones sobre una invasión retumbaban en su cabeza día y noche, una retahíla discordante y deshilvanada de preocupaciones y esperanzas que se tambaleaban. Se hacía difícil pensar en otra cosa. La misma noche anterior una pesadilla aterradora lo había despertado temblando y empapado en sudor.

En su sueño, Q’os, la capital imperial, se le aparecía convertida en un ser monstruoso que se agitaba en las entrañas de Mann. Tenía unos zarcillos que se extendían por el mundo de los humanos y se introducían hasta las profundidades de la mente de las personas dormidas, y con más ferocidad aún cuando despertaban. Desde todas partes llegaban susurros que afirmaban que la vida no era más que una competición atroz y que el valor de la existencia humana radicaba en el estatus y las posesiones materiales, ya fueran ganados o heredados; que el hombre debía alimentarse de otros hombres; que aquellos que eran libres debían ser los primeros en ser esclavizados. En su sueño, los susurros se habían propagado hasta que las personas no habían tenido más opción que creer en lo que decían y acatarlo, y lo mismo sus vecinos, y los vecinos de sus vecinos… de modo que las necesidades del monstruo palpitaban en el interior de todos ellos, y se inflaban con el poder que les conferían y se transformaban en las palabras, y así convertían en realidad lo que promulgaban… y durante ese proceso, el monstruo gorgoteaba y el mundo enloquecía y se convertía en un páramo.

Coya había despreciado y temido la tiranía de Mann durante toda su vida, y ahora esa invasión frustrante, estas flotas mannianas dirigiéndose hacia los ciudadanos de la Liga con sus intenciones de conquista le provocaban pesadillas en las horas más frías de la noche.

—Hay otro asunto del que debo hablar contigo —declaró Creed, despertando de su propio ensimismamiento—. Un asunto que sólo puedo tratar en persona.

—Dime

—Si estoy en lo correcto y los mannianos acaban invadiendo Khos en vez de Minos, la ley marcial y todo el poder que otorga caerán en mis manos. Quiero que tu pueblo en Few sepa que sólo emplearé ese poder para sus fines genuinos, para la defensa de Khos.

—En serio, Marsalas, no hablemos de ello aquí.

—¿Entonces dónde? No hay tiempo. Necesito que en Few sepan que no albergo intenciones de convertirme en un dictador.

Coya meneó la cabeza.

—Nunca se me habría pasado por la cabeza una idea así. No obstante… —Coya vaciló, con la boca abierta.

La mirada de Marsh se cruzó con la suya. La postura de su guardaespaldas había cambiado, y había adoptado un estado de alerta que le habría pasado desapercibido si no hubiera llevado con él toda la vida.

—Estoy seguro de que tus palabras serán bien recibidas —continuó mientras Creed desviaba la mirada en la dirección de su interlocutor. Ambos miraron a Marsh, cuyas manos se introducían bajo el largo abrigo marrón de piel para coger algo que llevaba en la parte baja de la espalda—. No tienes por qué preocuparte por nosotros, créeme. Eres lo suficientemente inteligente como para no permitir que el poder te corrompa… Además, conoces perfectamente las consecuencias que acarrearía…

Coya parpadeó sorprendido cuando vio que Marsh levantaba la pistola y apuntaba hacia la tripulación.

El restallido del disparo retiñó en sus oídos y se quedó mirando estupefacto a su guardaespaldas, que permanecía inmóvil, como un duelista, con la pierna derecha adelantada afirmada en el suelo y con la otra mano todavía oculta bajo el abrigo mientras el viento disipaba la columna de humo que salía de la boca del cañón. Coya siguió la trayectoria que había trazado el disparo y su mirada se posó en un hombre que se tambaleaba hacia atrás por la cubierta mientras los miembros de la tripulación que lo rodeaban daban gritos de sorpresa o se lanzaban en busca de resguardo. La víctima era un monje, uno de los dos que habían subido a bordo para bendecir el venerable acontecimiento del encuentro entre Coya y Creed.

Otro disparo sonó en las proximidades, lo suficientemente atronador como para que le diera un vuelco el corazón. Creed gritó algo mientras pasaban fragmentos de escombros silbando por su lado.

Una nube de humo negro atravesó el tramo de barandilla junto al que estaban ambos. Pero antes de que la humareda los envolviera por completo, Coya tuvo tiempo de ver que otro monje se abalanzaba sobre ellos con un objeto esférico y negro en la mano, y que Marsh sacaba otra pistola de debajo del abrigo y disparaba. A continuación, Coya se encontró despatarrado sobre la cubierta, con la sensación de que un peso descomunal lo apretaba contra el suelo, y entonces otra explosión intentó extraerle los órganos.

Cuando el humo se disipó, Marsh seguía en el mismo sitio, ahora empuñando únicamente un cuchillo, y se volvió para seguir con la mirada el salto mortal que realizó el monje por encima de la barandilla.

Coya jadeaba mientras el monje desaparecía de su vista.

—¿Estás bien? —preguntó Creed, dándole unas palmaditas antes de ayudarle a levantarse.

—Sí —respondió cuando recobró la voz—. Estoy bien, creo —añadió, encorvándose torpemente para recuperar el bastón—. ¿Y tú? —inquirió, apoyándose en el bastón y levantando la mirada hacia el general—. Estás sangrando por la cabeza.

Creed se frotó el rasguño carmesí. Arrugó la frente y se asomó por la barandilla. Coya también sintió curiosidad.

Debajo, a una considerable distancia, una bóveda blanca descendía hacia la superficie del mar. El viento la empujó en dirección a la costa y Coya pudo distinguir suspendido de ella al monje, con su inconfundible atuendo de un vivo color naranja.

Creed meneó la cabeza en un gesto evidente de fascinación.

—Estos diplomáticos… Cada vez están más locos.

Capítulo 4

La casa de la calle Tempo

Yacían despatarrados sobre el lecho empapado como un par de mártires, sudados y jadeantes, todavía con los gritos retiñendo en sus oídos y con los cuerpos brillantes alcanzados por la luz que se colaba por las viejas cortinas de encaje de la ventana abierta.

Bahn parpadeó para ver mejor. Las motas de polvo ejecutaban una especie de coreografía en el aire encima de la cama, zarandeadas por la agitación frenética de la última hora.

—Hacemos demasiado ruido —masculló ella a su lado, aunque su tono que no revelaba excesiva preocupación.

En ese mismo momento, el llanto de un niño traspasaba los delgados listones de madera del suelo y un murmullo de voces llegaba desde el otro lado de la aún más delgada pared que se levantaba detrás de sus cabezas.

Bahn sólo era capaz de jadear mientras esperaba a que el corazón dejara de martillearle el pecho. Estaba asándose, y con los pies se liberó de la sábana que se le había enrollado a los tobillos. Se secó la cara, cubierta por una barba de tres días, y cayó en la cuenta de que había olvidado afeitarse aquella mañana.

La habitación no era mayor que un armario, con un techo abuhardillado con vigas demasiado bajo para que un hombre pudiera estar completamente erguido. Apestaba a humedad, a sexo y al humo especiado que despedía un incensario colocado bajo la ventana abierta. En Bar-Khos ese tipo de áticos recibían el nombre de «perchas»; refugio de prostitutas y de chulos o de quienes se escondían de la ley.

Bahn se volvió hacia la muchacha, que giraba pegada a su costado y posaba una mano sobre su barriga; tenía la piel suave como la seda y los pechos menudos enrojecidos como la tez, y Bahn permaneció disfrutando de la sensación de tenerlos apretados contra el torso mientras el suave hilito de su voz cantarina remoloneaba en sus oídos.

—En realidad eres tú quien hace demasiado ruido —le reprendió ella con su acento lagosiano, y su mano descendió hasta más allá del vientre de Bahn y le acarició el pubis velloso con las uñas pintadas.

—Pues tú tampoco eres muda —replicó él, mientras sentía cómo se le endurecía el escroto bajo la exploración exhaustiva de sus uñas. ¡Por todos los santos, se estaba excitando otra vez! No se cansaba de aquella chica.

Bahn se preguntó distraídamente si no llevaría esos últimos días y semanas poseído por un espíritu; uno de esos demonios que se apoderaban de las vidas y las abocaban de cabeza a la tragedia con sus apetitos insaciables.

«Ojalá creyera en esas cosas», concluyó con su habitual lógica. Sabía que sólo podía culparse a sí mismo de aquella debilidad. Pensó en Marlee, su esposa, y empezó a sentir el acostumbrado hormigueo de culpabilidad en el estómago, unas náuseas que lo acompañarían el resto del día. Suspiró hondo.

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