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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (4 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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Una galería que se asomaba al espacio inferior recorría la mitad superior de la sala. Ché se detuvo junto a la barandilla, desde donde podía observar a Deajit con el rabillo del ojo, y luego fijó su mirada en una reunión poco nutrida que estaba teniendo lugar debajo y que congregaba a un par de docenas de sacerdotes, la mayoría exultantemente jóvenes, que escuchaban con el gesto ávido a un hombre que hablaba frente al alto mosaico que representaba el mapa del imperio. El sacerdote parecía estar explicando la teoría de gobierno de las dos manos.

Deajit daba sorbos a su copa de vino y escuchaba lo que se decía abajo. Por la galería deambulaba otro puñado de sacerdotes que observaban o hablaban entre sí en susurros. Ché recordó la misión que lo había llevado hasta allí y puso cuidado en no tocar su vino ni lamerse los labios.

Sus ojos se entretuvieron inconscientemente en los detalles del mapa, pues era un enamorado de ellos.

Ché se fijó en la preponderancia del color blanco que representaba las naciones bajo dominio de Mann; una blancura que se había extendido por la mayor parte del mundo conocido como un manto de hielo. Luego observó las motas de un color rosa más cálido de quienes todavía oponían resistencia: la Liga de los Puertos Libres, en la costa sur del Midères, aislada y sola. Zanzahar y el Califato alhazií en el este, únicos proveedores de pólvora procedente de las misteriosas e ignotas tierras de las Islas del Cielo: los diminutos y primitivos reinos montañosos de los Aradères y del Alto Pash.

Ché sabía que muy pronto estaría adentrándose en una de esas naciones de color carne, formando parte de una fuerza invasora con la misión de derrotar a un pueblo al que el imperio había catalogado como uno de sus enemigos más peligrosos. Sin embargo, Ché sospechaba que el asunto tenía más que ver con la riqueza mineral y agrícola del lugar que con la amenaza real que pudiera suponer, por no mencionar la arrogancia de la que hacían gala sus habitantes con su desafío a la ideología de Mann. Aun así significaba una ocasión para escapar del confinamiento en Q’os, de todo el fanatismo, la paranoia y las luchas por el poder que constituían una parte esencial de la vida en la capital imperial, así como de los asesinatos menores que se habían convertido en habituales.

Se volvió hacia la ventana que había en la pared de enfrente, a la altura de la galería, y su mirada recorrió la zona norte de la metrópoli dormida de Q’os. Un par de aeronaves aparecían en el cuadro, estriando el cielo estrellado con las estelas de fuego y humo que despedían los tubos de sus propulsores. Bajo ellas se extendía la isla ciudad, como la huella descomunal de una mano cubierta de luces brillantes, una costa transformada por el hombre a los pies del edredón negro del mar.

Ché trazó con el dedo el perfil de la isla con forma de mano hasta que su atención se detuvo en el Primer Puerto, en la ensenada que se extendía entre los dedos pulgar e índice de la isla y donde los faroles de la flota que lo llevaría a la guerra en cuanto se diera la orden brillaban en la oscuridad.

—Tal como nos enseña Nihilis —dijo el orador debajo—, y como hemos practicado y perfeccionado a lo largo de todos estos años de conquistas, un gobierno total es un gobierno que emplea con fuerza una mano y con tacto la otra. El pueblo debe ser cómplice de su sumisión a Mann; debe llegar a entender que ofrece el mejor modo, y el único verdadero, de vivir.

»Por eso, cuando la orden se apoderó de Q’os durante la Noche más Larga, se deshizo de la joven reina y de los viejos partidos políticos compuestos por los nobles, si bien mantuvo la asamblea democrática. Y por eso los ciudadanos del interior del Imperio Medio votan al sumo sacerdote de su ciudad y a los administradores menores de sus distritos en lo que supone un acto de lo que llamamos la «mano cómplice», la mano que concede al pueblo una participación mínima en el gobierno de sus vidas, o al menos la apariencia de que es así. Ése es el secreto de nuestro éxito, aunque no pueda afirmarse que sea un secreto. Es lo que nos permite gobernar con tanta eficacia.

Ché frunció los labios al oír aquello. Sabía que se necesitaba algo más que los preceptos de las dos manos de Mann para subyugar el mundo conocido. Después de todo, él era un diplomático, formaba parte de la tercera mano, de la mano oculta. Como también la orden Élash: los espías, chantajistas e intrigantes que urdían ataques y contraataques. Y los reguladores —la policía secreta—, que vigilaban a las masas en busca de indicios de disidencia o de organización y que denunciaban todos los delitos que atentaban contra la ley de Mann.

Ché se percató de que Deajit también se sonreía mientras escuchaba, y por un momento sintió que compartían un estrecho vínculo. Tal vez Deajit también tuviera relación con la tercera mano, y se preguntó por vez primera qué habría hecho aquel hombre para merecer un destino como el que le aguardaba, pues su superior no le había proporcionado más datos aparte del nombre del objetivo.

Entonces Deajit dio media vuelta y enfiló hacia la puerta. Había llegado el momento.

Ché dio un paso adelante para provocar el roce del sacerdote con su brazo y, en un abrir y cerrar de ojos, el diplomático lo agarró de la muñeca y lo giró para ponerlo cara a cara con él. El sacerdote torció el gesto con estupefacción, y Ché, sin mediar palabra, apretó los labios contra los de Deajit y le plantó un beso intenso.

El sacerdote, enfurecido, dio un brinco hacia atrás con un gruñido y se quedó mirando fijamente a Ché y luego la muñeca que éste mantenía agarrada. Un escalofrío recorrió la espalda del diplomático.

—No debería traicionar la confianza de sus amigos tan a la ligera —aseveró Ché, tal como le habían ordenado, en un tono pausado, y soltó la muñeca del sacerdote. Notaba el corazón aporreándole el pecho.

Deajit se limpió los labios con el dorso de la mano y abandonó la sala echando antes un último vistazo atrás en dirección a Ché.

El diplomático esperó unos segundos. A su alrededor, la gente, visiblemente nerviosa, evitaba cruzar la mirada con él. Al cabo, Ché les dio la espalda, sacó otro frasquito del bolsillo y vació parte del líquido negro en el cuenco que había formado flexionando la palma de la mano; se limpió con él los labios y luego se frotó las manos, y con lo que quedaba se enjuagó la boca y escupió el líquido al suelo.

Fuera, en el pasillo, Deajit se había esfumado.

Del mismo modo también Ché borró de un plumazo al sacerdote de su mente, como si el joven miembro de la orden ya hubiera muerto.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!

El acólito dejó caer el puño enguantado con el que había aporreado la enorme puerta de hierro de la Cámara de las Tormentas y dio un paso atrás para dejar solo a Ché cuando la puerta se abrió.

Frente a él apareció un sacerdote que el diplomático no reconoció. Había oído que el anterior conserje había sido ejecutado por equivocarse y permitir la entrada en la Cámara de las Tormentas a los roshuns durante su reciente asalto a la torre. Se decía que su destino había sido la larga travesía por el Cocodrilo y luego la lenta agonía de la Montaña de Hierro.

Ché vaciló un instante antes de cruzar el umbral de la puerta y entrar en la cámara.

La Cámara de las Tormentas estaba igual que la última vez que había sido convocado allí, de lo que ya hacía, ¿cuánto?, ¿un mes?, ¿dos?… No consiguió recordarlo. Se dio cuenta de que en su memoria reinaba un extraño desorden desde su regreso de la misión diplomática contra los roshuns, como si se negara a recordar los sucesos de su vida cotidiana. Esa noche la cámara estaba vacía, si bien todas las lámparas permanecían encendidas y sus llamas crepitaban encerradas en un vidrio verdoso.

—La Santa Matriarca le atenderá enseguida —declaró el anciano sacerdote antes de hacer una reverencia y retirarse a una estancia que había junto a la puerta de entrada.

Ché cruzó los brazos escondiendo las manos en las bocamangas de su túnica y se dispuso a esperar.

El ritmo de la glándula pulsátil había aminorado hasta acompasarse con el de su propio corazón.

A través de los ventanales que envolvían la estancia circular vio a la Santa Matriarca Sasheen, que se encontraba en la terraza acompañada por un puñado de sacerdotes. La matriarca, de gran estatura, llevaba puesta una vulgar y discreta túnica blanca y contemplaba el cielo negro de Q’os desde la balaustrada mientras sus acompañantes conversaban, con sus voces convertidas en meros murmullos a causa del grosor del cristal.

Dentro, el carbón crepitaba en la chimenea de piedra situada en el centro de la cámara, y el humo ascendía por un conducto de hierro que desaparecía por el suelo de los dormitorios del piso superior. Junto a la chimenea había otro mapa del imperio, de hecho el mismo que había visto en su anterior visita: una hoja de papel fijada a un caballete de madera que mostraba un dibujo hecho con tinta negra, todavía con los garabatos que señalaban los movimientos de las flotas para la inminente invasión a los Puertos Libres mercianos. Delante de ese acogedor espacio había un semicírculo de sillones de piel y, desperdigados por el resto de la estancia, otras butacas y largos bancos de madera con cubrecamas de pieles y mesitas con cuencos llenos de fruta, con incienso encendido y botes con narcóticos líquidos.

«Se presentaron aquí —pensó de pronto Ché—. Los roshuns llegaron hasta aquí en su segunda intentona. Justo hasta Kirkus, su hijo.»

Apenas si era capaz de imaginar la escena. Los roshuns, uno de ellos sin duda un extranjero de tierras remotas, se habrían internado con paso decidido en esa misma estancia buscando a su víctima, dejando a su paso una estela de muertos y heridos desde los bajos del Templo de los Suspiros. Puso en duda que el mismísimo Shebec hubiera sido capaz de llegar tan lejos… Shebec, su viejo maestro roshun, el más hábil de todos, salvo una excepción.

«Ash —pensó, seguro de su intuición—. Sólo pudo ser Ash.»

Pero entonces ahondó en ese pensamiento. ¿Era posible? En el caso de que siguiera vivo, Ash ya debía de rondar los sesenta años. ¿Era posible que a su edad hubiera hecho algo tan extraordinario?

Ché no podía menos que admirar a quienquiera que hubiera sido en realidad. Siempre le habían atraído las empresas arriesgadas y audaces, y se percató de que una sonrisa artera se le instalaba en los labios. El Templo de los Suspiros asaltado por un ejército de ratas, nada menos, y tres roshuns resueltos a cumplir su
vendetta
.

Empezó a sufrir sin previo aviso unas convulsiones en el pecho causadas por el nacimiento de unas carcajadas involuntarias, y sólo consiguió detenerlas mordiéndose la parte interior de la mejilla hasta que la sensación desapareció. Se aclaró la garganta y recuperó la compostura.

El mapa colocado en el caballete capturó su atención.

En él estaba reflejada la promesa de otra empresa audaz: la invasión por mar de Khos, nada menos. Ché lanzó otro vistazo a los sacerdotes congregados al otro lado de los ventanales y a continuación se acercó distraídamente al mapa para examinarlo de cerca.

Se habían realizado varias modificaciones desde la última vez que lo había visto, aunque se mantenían los aspectos principales del plan. Dos flechas cruzaban hacia el sudeste el mar Midères recorriendo las islas de los Puertos Libres: dos flotas de recreo que habían partido la semana anterior para encontrarse con las naves de los Puertos Libres, con la esperanza de atraer las escuadras defensoras y alejarlas de Khos. Junto a ellas, escritos con un lápiz de punta fina, estaban anotados el tamaño de las flotas, la duración de las travesías y otros datos. Abundaban los signos de interrogación.

Una tercera flecha partía desde la capital de Q’os y atravesaba el mar hasta la más lejana isla de Lagos, en el extremo oriental, con más números y signos de interrogación garabateados a lo largo de ella. Y, por último, una cuarta flecha con origen en Lagos llegaba hasta Khos: la I Fuerza Expedicionaria, la invasión de Khos en sí.

Ché estaba tan absorto en el examen de los pormenores anotados en el mapa que se sobresaltó al percatarse de que no estaba solo en el interior de la cámara. Volvió la mirada hacia un sillón que estaba tan tapado y era tan hondo que no le había permitido advertir a la persona que lo ocupaba. Se trataba de Kira, la madre de la Santa Matriarca. La vieja bruja parecía dormida, con sus manos marchitas entrelazadas sobre la tela blanca de la túnica.

Ché suspiró y escudriñó a la anciana; un resplandor irradiaba de las rendijas de sus párpados. ¿Estaría observándolo? ¿Habría sido testigo de sus carcajadas contenidas? Sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Estaba tan pasmado por el hecho de que la vieja hubiera pasado desapercibida como por la posibilidad de que hubiera estado observándolo con su mirada ladina.

Kira dul Dubois: una de las personas que, hacía cincuenta años, había participado en la Noche más Larga. Se rumoreaba que había sido amante del mismísimo Nihilis; y los rumores incluso llegaban a involucrarla en la muerte de éste cuando se cumplía el sexto año de su reinado como Santo Patriarca. Para Ché era como estar frente a una culebra.

El diplomático retrocedió lentamente alejándose del mapa con la esperanza de desaparecer también del campo de visión de la anciana. Carraspeó cuando regresó a su posición anterior y evitó desviar de nuevo la mirada hacia la madre de la matriarca.

Al fin las puertas de cristal correderas de la terraza se abrieron y empezó el desfile de sacerdotes al interior de la cámara. Un par de ellos arrojaron a Ché una mirada furtiva según iban abandonando la estancia, y éste reconoció a uno de los presentes como miembro de una secta de comercio, la Frelasé. A la cola del grupo marchaba Bushrali en persona. Ché se sorprendió de que siguiera vivo después de su fracaso a la hora de descubrir a los roshuns que se habían infiltrado en la ciudad. Y sin embargo, allí estaba, vivito y coleando y al mando de los reguladores gracias a sus astutas maniobras políticas para salvar el pellejo. Tal vez en este caso eran ciertos los rumores y poseía un dossier comprometedor de todos y cada uno de los sumos sacerdotes de Q’os.

Aun así, Ché pudo observar cuando pasó junto a él que Bushrali no había salido totalmente impune, pues le habían colocado el Collar de Q’os, un grillete de hierro alrededor del cuello del que partía un tramo de cadena con una pequeña bala de cañón prendida en el extremo y que el regulador sostenía apoyada contra el pecho. Tendría que cargar con ella el resto de su vida.

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