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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (61 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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A juzgar por lo que había oído murmurar a sus captores, parecía ser que los mannianos estaban luchando entre sí. Eso al menos ofrecía a los prisioneros una tregua en sus tormentos. Las palizas habían desaparecido, y también los habituales interrogatorios y las drogas que les administraban; como si se hubieran olvidado de ellos.

Para Bahn había supuesto un período inquietante, un tiempo para tomar conciencia de que ya estaba muerto en aquel pozo de pesadilla y que únicamente estaba aguardando a ser enterrado. Eso le había servido para encontrar una pizca de paz en medio de la desesperación de su situación. Descubrió que era posible enfrentarse a una muerte inminente y llegar a un acuerdo con ella, recibirla casi con alegría porque suponía el final de todos los insignificantes problemas terrenales.

Y ahora esto; este sueño de andar dando tumbos en la cola de una cadena humana, cegado por las cortinas de lluvia y con los grilletes clavándosele en las heridas abiertas.

Caminaron y caminaron precedidos por el hedor de su suciedad, atravesando el campamento sin oposición, arrastrando los pies y tintineando ante los ojos brillantes de los soldados que observan a Toro encabezándolos; soldados que tenían un aspecto miserable y una expresión de indiferencia en el rostro, y que estaban exhaustos.

Delante de Bahn, un hombre llamado Gadeon profirió un extraño ruido gutural parecido a un maullido y empezó a arrastrarse en otra dirección. Bahn lo agarró, y resbaló en el barro con los pies descalzos cuando tiró de él para reincorporarlo a la fila.

—Quédate con nosotros, hermano —le dijo en un susurro—. Quédate con nosotros.

—Deberíamos volver —respondió el hombre de un modo arrebatado—. Nos castigarán cuando descubran que nos hemos ido. Volverán a llamarnos traidores, o algo peor.

Bahn sintió vergüenza al ver tan devastado a aquel hombre; y luego vergüenza de sí mismo porque también él debería estar así.

«¿Qué nos han hecho? —se preguntó mientras escuchaba al hombre farfullar de puro terror—. ¿Qué han hecho con nuestras cabezas?»

Gadeon se detuvo de repente, se volvió hacia Bahn y lo cogió con sus garras.

—¿Dejan que nos marchemos? —preguntó en voz alta, casi gritando—. ¿Es eso?

Alguien los mandó callar con un siseo.

—¡Dime, Bahn! —espetó—. No puedo seguir si…

Bahn le tapó la boca y la nariz con la mano. Gadeon forcejeó con él; estaba ahogándose.

Por un momento, Bahn apretó con todas sus fuerzas con el único deseo de que se callara y muriera.

Pero otra mano le tiró de la suya para que soltara a Gadeon. Pertenecía a Chilanos, que empujó a Gadeon para ponerlo delante de él en la columna y salió detrás de él con un brazo sobre su hombro.

Bahn continuó a trompicones detrás de ellos.

«Sí —dijo para sus adentros—, están jugando con nuestras mentes. Esta noche quieren hacernos soñar, y cuando me despierte estaré en aquel agujero, esperando la muerte.»

Echó un vistazo a su alrededor y descubrió que habían dejado atrás el campamento y que desfilaban a trompicones por una llanura abierta. Allí la oscuridad los recibió con un abrazo.

Bahn chocó con la espalda de Chilanos, que se había detenido en seco. Levantó la mirada y vio a través de la lluvia que también Gadeon se había parado, y también el hombre que lo precedía. Bahn los rebasó renqueando; él no quería parar. Vio la figura enorme de Toro con la mano levantada pidiendo silencio. La cabeza del guerrero gigantón escudriñaba lentamente el paisaje de izquierda a derecha.

—¡Alto! —espetó una voz que atravesó la oscuridad desde una posición más avanzada que la suya. A continuación se oyeron pasos chapoteando en el lodo—. ¡Identifíquense!

Se oyó el tajo del acero en el cuero y Toro desapareció en la oscuridad.

Dos hojas entrechocaban. Por la izquierda llegó otro grito:

—¡Informe!

Unas pisadas se dirigían hacia ellos.

—¡Informe, he dicho!

«Esto es real —se dijo Bahn—. No es una fantasía.»

—¡Corred! —gritó Bahn a sus camaradas, víctima de un repentino ataque de pánico. Agarró a un hombre y lo empujó hacia la oscuridad—. ¡Corred! —repitió.

El grupo al completo salió corriendo, arrastrando los pies y jadeando.

Rebasaron a Toro en la oscuridad. El ex luchador escapó como una exhalación de alguien y les hizo una señal para que siguieran corriendo.

—¡Haga sonar la alarma! —gritó un hombre—. ¡Haga sonar la alarma!

Los hombres resollaban mientras atravesaban chapoteando el cauce de un arroyo. Se ayudaron mutuamente a levantarse y a trepar hasta la orilla opuesta. Bahn se cayó y tragó agua llena de lodo. La lluvia acribillaba la superficie del arroyo. Se levantó haciendo arcadas y trepó a gatas hasta la otra orilla.

Se volvió buscando a Toro. Su silueta aparecía recortada en la orilla opuesta del arroyo por el fuego de las hogueras del campamento. Estaba de espaldas a él y empuñaba una espada desenfundada.

Alguien tiró de Bahn para que no se detuviera. Bahn se dio la vuelta y salió a la carrera dando torpes saltitos. Corrieron hasta que sintieron que el corazón les iba a estallar, y entonces siguieron corriendo y se dispersaron en la noche como fantasmas.

Capítulo 44

Una madre

Salía humo de la chimenea de la casita de campo y del tejado de una choza ruinosa situada en la parte trasera. Contra la pared de la casita se levantaba un cobertizo hecho con tablas de madera podrida y con el suelo cubierto de heno, que se había desparramado hasta el corral enlodado donde las gallinas picoteaban el maíz esparcido por el suelo.

Un zel viejo deambulaba perezosamente por el borde del cercado, masticando con satisfacción y meneando la cola para espantar a las moscas de las postrimerías del otoño. Mucho más allá, al sur, las montañas se levantaban con las faldas matizadas por las cascadas plateadas que resplandecían alcanzadas por el sol.

La madre de Nico salió apresuradamente por la puerta de la cocina y escogió unos troncos pequeños de un montón de leña apilada contra la pared encalada de la casa. Luego fue a echar un vistazo a la choza, arrastrando por el suelo sucio el dobladillo de la falda. Esa mañana llevaba la cabellera pelirroja recogida detrás, y su pelo brillaba con un lustre intenso.

Ash la vio mientras enfilaba por el empinado camino de tierra y se detuvo como si hubiera chocado contra una pared. Su corazón empezó a aporrearle con fuerza el pecho.

El roshun se encontró con ella cuando volvía de la choza limpiándose las manos vacías.

—¡Oh! —exclamó Reese, estrujándose el pecho asustada, y sólo se relajó cuando reconoció a Ash. Lanzó entonces una mirada detrás de él buscando a Nico y torció el gesto cuando no lo vio.

—Señor Ash —dijo con la voz titubeante.

—Señora Calvone.

Ash se percató de que la mujer se fijaba en su aspecto descuidado y harapiento. La tensión fue apoderándose lentamente de sus bonitas facciones.

—¿Dónde está mi hijo?

Los ojos de Ash se cerraron por voluntad propia para evitarle el trance de presenciar la angustia de la señora Calvone. El roshun agachó la cabeza avergonzado.

—No —musitó la madre de Nico comprendiéndolo todo.

¿Cómo encontrar las palabras para explicarle lo que tenía que decir? Ash se obligó a mirarla a los ojos.

—El chico… —empezó, y necesitó hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para continuar—: Señora Calvone, lo siento. Está muerto.

—No —repitió ella meneando la cabeza y agarrándose el cuello con una mano. Su piel había adquirido un vivo color carmesí.

Ash toqueteó el frasquito de arcilla con las cenizas que llevaba colgado del cuello hasta que finalmente tendió la mano para ofrecérselo. Se daba cuenta de lo patético del objeto. Más patético aún que la urna con cenizas que había entregado a Baracha para que se lo guardara. Pero era todo lo que podía ofrecerle, y en ese momento él simplemente sentía la necesidad de devolverle algo de su hijo.

—Yo… yo… lo siento mucho.

Reese se quedó mirando horrorizada el frasquito diminuto, como si Ash estuviera mostrándole un feto todavía vivo que sostenía en la mano. En ese momento el roshun se odiaba intensamente a sí mismo.

La señora Calvone le arrancó el frasquito de un manotazo y el minúsculo recipiente cruzó el patio girando en el aire, se estrelló contra la pared de la casa y se hizo añicos. Reese se abalanzó sobre Ash y le asestó un puñetazo en la cara; un golpe que lo alcanzó de lleno y lo hizo tambalearse. Y a continuación, Reese dio rienda suelta a su ira y la emprendió a puñetazos y a patadas con el roshun.

—¡Me lo prometió! —gritaba una y otra vez—. ¡Me prometió que lo protegería!

Ash no hizo nada para detenerla, ni siquiera cuando ella cogió una pala sin pensar lo que hacía y le golpeó con ella. El roshun cayó al suelo cubriéndose la cara con las manos. Sólo era vagamente consciente del raudal de palabras que salía por la boca de la señora Calvone, palabras acusadoras, todas ellas justificadas, todas ellas ciertas.

La sangre que manaba de sus ojos apenas le permitía ver. Oyó los gritos que profería una voz masculina y sintió que unas manos fuertes lo agarraban. Ash parpadeó para aclararse la visión y vio el rostro de Los cerniéndose encima de él y mirándolo fijamente.

Reese estaba sentada en el suelo, rodeada por su falda, sollozando inconsolablemente mientras golpeaba la tierra con la mano y la arrancaba a puñados con las yemas de los dedos.

—Será mejor que se vaya, abuelo —le advirtió Los mientras lo ayudaba a levantarse.

El roshun se tambaleó un momento. Quería decir algo a la madre de Nico, intentar aliviar de algún modo su pena. Pero sabía que no había nada en el mundo capaz de consolarla.

Cuando se marchó, Ash dejó a una mujer tan destrozada como el frasquito de arcilla hecho trizas en la tierra.

Las nubes se congregaban en el cielo y oscurecían el cielo otoñal con la promesa de más lluvia. En la carretera Ash se cruzó con carros cargados con objetos o con familias, viajeros solitarios con la mochila a la espalda y ganado guiado por vaqueros adustos que fumaban en pipa. A primera hora de la tarde alcanzó la cumbre de una pequeña elevación de terreno y divisó la bahía de la Borrasca y la ciudad de Bar-Khos, que se extendía frente a ella.

Se sentía como si hubieran pasado siglos desde su última visita a la ciudad sitiada de los Puertos Libres. Y sin embargo, sólo hacía uno meses desde que se había detenido allí con el
Halcón
para que sometieran a la aeronave a las muy necesarias reparaciones y desde que se había producido su fatídico primer encuentro con Nico.

Una brisa constante barría la accidentada costa que daba paso a las aguas agitadas y espumosas de la bahía. Desde su posición, Ash también veía la lengua de tierra del istmo de Lans, que se adentraba en la bahía con las murallas oscuras del Escudo cubiertas por una humareda en la que destellaban fugazmente los disparos de los cañonazos.

«De todas las ciudades a las que podía volver… —pensó Ash—. Tendría que ser Nico quien regresara, con un par de cicatrices y una docena de historias que contar, no yo.»

Ash emprendió el descenso caminando lenta y pesadamente por la concurrida carretera, en dirección a la puerta oriental. A su derecha se encontraba el puerto aéreo de la ciudad, con sus mangas de viento ondeando y sus almacenes repartidos por el paisaje. Media docena de aeronaves permanecían atracadas en el suelo con las envolturas desinfladas, rodeadas por cuadrillas de mecánicos.

Según se acercaba a la entrada de la ciudad, Ash oyó por encima del ruido del tráfico unos sonidos diferentes: el fragor lejano de la batalla en el Escudo. Todo el mundo lo oía; todo el mundo trataba de avanzar por el embotellamiento que se producía en las puertas abiertas de Bar-Khos, donde todos los carros eran examinados por un soldado antes de permitírseles el paso.

Ash se vio arrastrado por el trajín de la entrada y emergió en las calles de Bar-Khos sin haber sido inspeccionado.

Empezó a llover mientras enfilaba hacia el centro de la ciudad. La vida parecía transcurrir con normalidad a pesar del estruendo lejano del fuego de artillería, si bien la tensión que flotaba en el ambiente era más palpable que durante su visita anterior; la agitación era mayor y en varias ocasiones se cruzó con personas que chillaban a voz en grito.

Compró un cuenco de cartón con arroz a un vendedor callejero que pagó con dinero de su monedero y se puso a devorarlo en cuanto cayó en sus manos. Siguió caminando por el barrio de los Gremios y luego por el de los Barberos hasta que desembocó en la amplia avenida de las Mentiras. La vía estaba menos concurrida de lo habitual. La gente iba de aquí para allá bajo los paraguas de papel o se resguardaban debajo de los aleros chorreantes de los edificios, desde donde observaban con gesto compungido los carromatos que pasaban frente a ellos cargados con soldados heridos y muertos.

Ash compró en un pequeño bazar una gabardina tratada con grasa y un sombrero de paja de ala ancha que se combaba en la parte delantera y caía hasta la altura de los ojos. Una vez vestido adecuadamente para el tiempo que hacía, buscó una farmacia, ya que la presión había subido a causa de las nubes y, como consecuencia, el volvía a sufrir dolores de cabeza. Ash reparó en el tono aliviado de su propia voz cuando pidió hojas de stevia —interrumpiendo una riña— a la pareja de hermanos que regentaban una tienda en una estrecha calle lateral. Nada más salir de la farmacia se metió una hoja en la boca y notó el sabor amargo que desprendía al mascarla. Se metió un par más, pero el dolor se negaba a remitir; y tuvo que tomar otras cuatro hojas antes de notar una sensación de ligereza en la cabeza sin pensar demasiado en lo que eso podría significar.

Delante de él, entre la neblina de la lluvia, Ash divisó el Monte de la Verdad descollando sobre las azoteas de los edificios de la ciudad. Le dio la espalda y enfiló por los callejones del Bardello, el diminuto enclave de los músicos, poetas y artistas. Se detuvo frente a un edificio de madera terriblemente inclinado sobre la calle de adoquines, con las ventanas cerradas y penumbrosas. En la puerta había un soporte metálico del que debía haber colgado un letrero de madera con el dibujo de un sello prendido de un collar.

Ash miró a su alrededor para asegurarse de que se encontraba en la calle correcta. Intentó abrir la puerta y se encontró con que estaba cerrada con llave.

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