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Authors: Col Buchanan

Y quedarán las sombras (65 page)

BOOK: Y quedarán las sombras
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Ash se había levantado, aunque no recordaba haberlo hecho.

—¿Está con la Few?

Meer hizo un tímido gesto con la cabeza.

—Créame… Sólo queremos hablar con su gente. A cambio, yo podría estar dispuesto a ayudarlo.

—¿Ayudarme? ¿Con qué?

Meer se acercó a él para posar una mano sobre su hombro. Lo miró directamente a los ojos.

—Con su pérdida, amigo mío.

Capítulo 46

El búnker

La anciana Kira, madre de Sasheen, salió de un ascensor en las profundidades del Templo de los Suspiros, enfiló por un túnel alumbrado por lámparas de gas y vio que todos los carruajes menos uno habían partido.

Rodeó el vehículo que permanecía allí, con sus ruedas montadas sobre los raíles, un conductor que evitaba mirarla a los ojos y un tiro de zels que olisqueaba el aire y bufaba con impaciencia.

Kira tiró con fuerza del cordón, que hizo tañer la campana, y el conductor, un esclavo con la tez pálida por la nula exposición al sol, descargó el látigo contra el lomo de los zels, que se pusieron en marcha.

En lo más profundo del corazón de Kira ardía un fuego atroz cuyas llamas avivaba con el recuerdo de su hija, y también de su nieto —el joven Kirkus—, ambos muertos. A ambos lados se sucedían las insulsas paredes de hormigón y la crudeza de las luces instaladas a intervalos regulares.

Había sido Kira quien, en calidad de superiora dentro de la Sección, había dado las instrucciones al diplomático Ché en lo relativo a lo que debía hacerse en el caso de que Sasheen fuera capturada o tratara de huir de la batalla. Unas instrucciones que habían de darse, como siempre se había hecho cuando una matriarca o un patriarca acudía al campo de batalla; una orden que le habían ordenado transmitir personalmente.

Y ahora había ocurrido. Su hija yacía muerta, envenenada por la bala del diplomático.

«Oh, Sasheen», se lamentó Kira, y no pudo soportar que el dolor se apoderara de su cuerpo menudo.

Su linaje directo desaparecería cuando ella muriera. Otros dentro de la familia Dubois, su hermanastra Velma y sus hijos bastardos tomarían el timón de la menguante fortuna familiar.

Sus pensamientos se centraron en el diplomático que seguía suelto en Khos, quien sin lugar a dudas había disparado a su hija. Ché, el joven con métodos de roshun. Un desertor, si es que el informe poco preciso de los mellizos se ajustaba en algo a la realidad.

Kira se preguntó cómo podría destruirlo por completo.

Le parecía que llevaba horas balanceándose dentro del carruaje que se deslizaba por aquellas vías interminables, siempre cuesta abajo en dirección al invariable punto de fuga. Tenía tiempo para reflexionar, para permitir que sus emociones la fueran consumiendo poco a poco hasta sumirla en el aturdimiento y que su mente se convirtiera en un contenedor de pensamientos que aparecían al azar.

Se sobresaltó cuando el carruaje se detuvo y vio que habían llegado a su destino. El aire olía a rancio en las profundidades bajo las catacumbas del hipermorum.

Kira bajó del vehículo y enfiló caminando hasta la pesada puerta de hierro que había en la pared. Antes de que llegara, un sacerdote emergió de un cubículo para abrirla y le dedicó una honda reverencia cuando subió el escalón del umbral y se adentró en la diminuta cámara cilíndrica, cuyas paredes eran tan lisas y vítreas que se sentía como si estuviera dentro de una botella. El fondo de la estancia había puerta combada.

La luz fue desapareciendo lentamente hasta que sólo hubo oscuridad. Se oyó un siseo mientras Kira recibía una ducha de un líquido pulverizado con aroma a pino y mar.

—Código, por favor —dijo una voz procedente de todas las direcciones.

—Ocho, seis, cero, cuatro, nueve, nueve, uno.

La puerta interior se abrió con un chirrido y Kira cruzó a la luz que brillaba al otro lado.

El búnker era una tumba para todos los que habían sido enterrados vivos allí; las puertas de hierro estaban allí tanto para impedirles salir como para que evitar que otros entraran.

Los sacerdotes y los esclavos que vivían allí abajo nunca volverían a ver el cielo. Algunos se habían ofrecido voluntarios para esa existencia incompleta, pero la mayoría no estaban allí por elección. En el aire seco, filtrado, que corría por las habitaciones, flotaba una atmósfera de esperanzas truncadas y de deseos reprimidos para siempre. Un suave cuchicheo llegaba desde las piscinas, los salones y las jaulas del harén. De las bibliotecas y de las salas de mapas sólo llegaba silencio. Incluso se oía a alguien cantando, un muchacho desnudo encaramado a un pedestal en un pasillo de mármol entonaba una canción que celebraba los celos de los amantes.

Kira se detuvo bajo las franjas iluminadas por las lámparas de gas que arrojaban una luz intensa que creaba la sensación de día, rodeada de los frisos de las paredes revestidas de piel con escenas de cacería. En la cámara de espera apestaba a humedad y a putrefacción a pesar de los desodorantes que acababan de administrarle en la piel y la ropa.

En la sala había otras cuatro personas que esperaban en distintas posturas, entre ellas, Octas Lefall, célebre tío de Romano, inclinado contra la repisa de una chimenea decorativa, que la miraba con cierta expresión de satisfacción por la noticia de la muerte de la matriarca. Los demás estaban en el bar, conversando tranquilamente en susurros.

Kira respondió a Octas con una mirada igual de gélida. Ese día no estaba dispuesta a concederle la pequeña victoria de expresar abiertamente sus emociones.

El silencio se instaló en la cámara cuando la puerta de doble hoja se abrió con un traqueteo, y rápidamente todos los presentes formaron una fila y se arrodillaron con las cabezas agachadas.

La silla de ruedas con el respaldo alto chirrió empujada por un sacerdote corpulento. El hombre que iba sentado en ella tenía los ojos cerrados detrás de un par de gafas doradas. Debajo de la túnica de seda medio abierta no llevaba nada, y su piel arrugada de anciano estaba cubierta por las manchas propias de la vejez y algún que otro pelo blanco hirsuto. Su cabeza calva se meció ligeramente cuando la silla se detuvo frente a ellos. El sacerdote que había empujado la silla se retiró por donde había llegado y cerró la puerta.

Nihilis abrió los párpados bruscamente.

Sus ojos vidriosos aparecían agrandados y arrojaban una mirada maliciosa a través de los gruesos cristales de los anteojos.

—Kira —espetó, y su voz sonó con la fragilidad y la aspereza propias de sus ciento treinta y un años—. Tu hija ha muerto en Khos. Recibe mis condolencias por su desgracia. Espero que sea recordada por sus demostraciones de fuerza y no por las de su debilidad.

Kira agachó aún más la cabeza en su postura reverencial, aunque en el fondo sólo lo hiciera para ocultar un repentino ataque de ira.

Nihilis hizo sonar la campanita que tenía en el regazo. Las yemas de sus dedos estaban negras como el carbón.

Entró otro sacerdote que en silencio cruzó a trancos la alfombra de felpa para entregarle un vaso de cristal lleno de Leche Real. Nihilis le dio un sorbo y se relamió. Su rostro recuperó el color y él se puso derecho. La túnica se abrió un poco más y reveló las agujas plateadas en sus pezones y la colección de ornamentos prendidos de sus genitales.

Kira lo miró por entre las pestañas. Aborrecía a aquel hombre con la misma intensidad con la que lo temía.

—Bueno, ¿y qué vamos a hacer ahora? Al parecer tenemos un trono vacío a la espera de un ocupante.

Octas Lefall carraspeó. Lefall tenía la edad de Kira, de modo que también había estado presente en la Noche más Larga y el subsiguiente ascenso al poder de Mann.

—Mi sobrino pretende presentar su candidatura una vez que se haya hecho con el control de la fuerza expedicionaria desplegada en Khos. Es el aspirante más fuerte, y todos los aquí presentes lo sabemos. Deberíamos notificar al archigeneral que le ceda el mando del ejército. Hagamos que la transición sea lo más fluida posible. Facilitémosles las cosas en la conquista de Bar-Khos.

—Una postura predecible, Octas. Como siempre. ¿Qué pensáis los demás?

—Yo apoyo la moción —respondió Chishara, de los Bonne—. Cuanto más se alargue la guerra, más cara nos saldrá.

Hart, del rico clan Chirt dedicado a la industria del carbón, se volvió hacia Chishara sorprendido.

—Podría ser —apuntó en voz alta—. Pero hay más gente con la intención de presentar su candidatura legítima al trono. Mi hijo entre ellos. Deberíamos concederles una oportunidad.

Lefall soltó un resoplido desdeñoso que sofocó colocándose un dedo debajo de su larga nariz.

—Quieres que dé mi visto bueno al brioso Romano —dijo Nihilis dirigiéndose a Lefall—. Sin embargo, eso no se ajustaría a nuestras tradiciones, ¿no? Antes tenemos que cerciorarnos de que reúne las cualidades adecuadas para gobernar. Si se alza con la victoria en Khos tal vez podría lograr mi aprobación. De lo contrario habremos de aguardar a ver quién sale vencedor de la pugna en Q’os, y entonces decidiré si esa persona es apta o no.

—Pero, señor —dijo Chishara—. Si dejamos que afloren los nervios podríamos perder nuestras opciones en Bar-Khos.

—¡Oh! Los Puertos Libres acabarán cayendo, eso no lo dudes, Chishara.

Kira se dio cuenta de que estaba distrayéndose. Tenía los puños apretados en los costados y sentía cómo se le clavaban las uñas en las palmas de las manos. Una amargura insoportable se había apoderado de ella, una sensación de vergüenza, incluso, ante cómo estaba siendo despreciada su hija; ante cómo estaba siendo despreciada ella misma.

«Mira el daño que has causado a nuestra familia —dijo mentalmente dirigiéndose a su hija—. Ahora somos unos perdedores. Nuestra estrella cae y nuestras fuerzas menguan. ¡Habías nacido para ser una ganadora, hija mía! ¡Habías nacido para ser una conquistadora!»

Detrás de ella, en el mundo real, Chishara miraba de soslayo a Lefall mientras expresaba su opinión:

—No sólo es eso, mi señor. También hay que considerar el precio que pagaremos. Mis analíticos me informaron la semana pasada de que si la guerra se prolonga otro año tendremos más gastos de lo que podamos recaudar de las islas durante las dos primeras décadas de ocupación.

Nihilis agitó un dedo apuntando hacia ella, como si estuviera reprendiendo a una niña insolente. De hecho era la más joven del grupo; apenas acababa de cumplir los cincuenta.

—La derrota de los Puertos Libres significa mucho más para nosotros que los meros beneficios que podamos obtener con su trigo y sus minerales. —Hizo una pausa para tomar otro sorbo de Leche y se solazó un momento en el regusto que le dejaba en la boca—. Sí, ya veo que todos tenéis intereses. Kira, explícales ese plan tuyo tan astuto.

Los rostros se volvieron a ella con una expresión hostil, con miradas que la acusaban de gozar del favoritismo de su señor sólo porque en otro tiempo había sido su amante ocasional.

—Por supuesto —respondió Kira con su voz ronca, mirando directamente a los ojos a Nihilis. Empezaban a dolerle las rodillas de estar postrada—. Un plan, he de añadir, que fue refrendado en un primer momento por mí misma y por mi hija.

Hizo un sutil gesto con la cabeza y una sonrisa con los labios apretados estiró sus facciones arrugadas.

—Pronosticamos que los Puertos Libres habrán caído en menos de un año —dijo dirigiéndose a los demás—, una vez que hayamos cerrado el asunto de Bar-Khos. Cuando caigan tendremos libertad para concentrarnos en el problema de Zanzahar y del Califato.

Lefall puso los ojos en blanco. Kira prefirió obviarlo.

—A esas alturas nos habremos convertido en su único comprador de pólvora. Con la guerra concluida reduciremos nuestras compras de pólvora hasta prácticamente nada. Actuaremos así disfrazándolo de una consolidación temporal de nuestras cuentas. Al mismo tiempo provocaremos la hambruna en Pathia u otra isla cualquiera del sur, de modo que el precio de nuestro trigo se disparará. Entonces nos veremos obligados, o eso parecerá, a subir las tarifas en el trigo que vendemos a Zanzahar y del que dependen.

»En menos de un año, como consecuencia de esos dos golpes a su economía, Zanzahar se sumirá en una profunda crisis, y las condiciones favorecerán un golpe de Estado contra la Casa de Sharat. Nos aseguraremos de que sea así. Nosotros mismos organizaremos ese golpe de Estado con nuestros propios títeres, a quienes proporcionaremos la asistencia de los diplomáticos. Zanzahar y el Califato caerán sin la necesidad de una sola batalla. Y más importante aún, su monopolio en el comercio con las Islas del Cielo pasará a nuestras manos. Y con él, la única fuente conocida de pólvora.

Se la quedaron mirando como si estuviera hablando en otro idioma.

—¿Estás hablando en serio? —inquirió Chishara olvidando las formas en el acaloramiento de la discusión—. ¿Estamos a punto de cerrar el asunto de los Puertos Libres y ya estás pensando en jugar con todo lo que habremos ganado? ¿Y si el Califato descubre nuestras verdaderas intenciones? Podrían establecer un embargo. Nos cortarían el suministro de pólvora al tiempo que se la proporcionarían a cualquier grupo de insurgentes que apareciera dentro del imperio.

—Tienes miedo de lo que se podría perder —repuso Nihilis levantando de nuevo el dedo—. Ése ha sido siempre tu punto débil, Chishara. Más te valdría valorar todo lo que podríamos ganar si saliera bien.

—De modo que estaba decidido de antemano, ¿no? —dijo Lefall—.Vamos a seguir adelante con ese plan, ¿verdad?

Nihilis inclinó la cabeza hacia atrás como para escrutar el rostro de Lefall. Kira se fijó en la sorprendente rojez de los labios de su señor, de la punta de su lengua y de los bordes carnosos de sus párpados.

—¿Tienes suficientes bienes, Lefall? Es decir, ¿estás satisfecho con lo que tienes?

Lefall esbozó una sonrisa sutil.

—Nunca están de más, mi señor.

—Ahí tienes tu respuesta.

Epílogo

Amigos con naves

No existía un ruido comparable al rugido de los quemadores de una aeronave; inundaba el espacio y ocultaba el resto de los sonidos, de modo que durante un rato, cuando el oído se acostumbraba a él, se convertía en una especie de silencio.

Ash se apretó contra la barandilla cuando la nave empezó a circunvalar lentamente los terrenos del monasterio, y se aferró con más fuerza a ella mientras contemplaba el bosquecillo de malis, con las copas cubiertas de nieve, que contrastaba con el rectángulo negro de las ruinas que yacían en el centro como la huella digital de una deidad iracunda.

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