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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (12 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Me acosté en cueros vivos. Nunca lo hago, y no es que una sea de dormir en camisón con mucho lazo y mucha tira bordada, pero siempre me ha gustado dormir con algo puesto, aunque sea lo mínimo, unas braguitas coquetonas y que me cubran simplemente el cofrecito de la mujer. Parecerá tonto, pero me siento como protegida, sobre todo desde la operación. Cuando era niño, para dormir, no me quitaba los calzoncillos y me ponía el pijama encima, era como si, por dejarme mucha ropa, pudiera así olvidarme de lo que era, de lo que tenía, como si lo pudiera asfixiar como se asfixian, con una manta, a los gatillos recién nacidos que no quiere nadie. Después, de jovencillo, cuando empecé a ponerme a escondidas ropa de mujer y a irme de noche a la Colonia con mis partes bien aplastadas con vendas y esparadrapos, para dar el pego y que no se notara ningún tolondrón si llevaba unos tejanos ceñidos o una faldita estrecha, a la hora de acostarme era un sufrimiento desbaratar todo aquello, pero no por lo que dolía despegar los esparadrapos —que también—, sino porque me daba cuenta de que, mientras aquello siguiera allí, nunca iba a conseguir engañar a nadie del todo ni engañarme del todo a mí mismo, y procuraba dejarme al menos las vendas debajo del esquijama y la braga, aunque flojitas, porque la Débora conocía a una que casi se muere por tenerlo todo, día y noche, disimulado a presión. Luego, en Cádiz, cuando dejé de ponerme del todo ropa de hombre, y recogerme el mandoble dejó de ser un paripé para convertirse en algo tan natural y tan de verdadera necesidad como lavarme los dientes después de cada comida, que de no hacer esas dos cosas me habría sentido rara de boca y de ingle, una compañera de fatigas, que era un hacha para la artesanía y la costura, me hizo —como les hacía a todas las del gremio— una fundita acolchada de quita y pon, con forma de bollo suizo y fácil de lavar, que aliviaba mucho el engorro de camuflar todos aquellos estorbos. Yo le encargué unas cuantas, y eran de tanta calidad y tan cómodas que estuve utilizándolas hasta que me operé, día y noche. Y desde que me operé, ya digo, siempre me ha gustado dormir con una braguita, que con los pechos es una cosa que no me pasa, porque los pechos me los noto yo a prueba de bombas, pero ese estuchito que me hicieron en el quirófano siempre me ha parecido que es muy delicado, siempre he sentido yo que tenía que protegerlo un poco, como cuando una cubre con una servilletita muy limpia y muy replanchada las tostadas del desayuno. Sin embargo, aquella noche, en la habitación de aquel motel de carretera, me metí en la cama completamente en cueros, con el estuchito al aire.

Antes me había desnudado muy despacio, de pie, delante de la luna del ropero de la habitación. Sólo había dejado encendida la lámpara de la mesita de noche y, como la pantalla era de color arropia, la luz salía flojita, sonrosada y favorecedora. Me dije: Rebecca, tienes que estarle agradecidísima a tu talento artístico, porque el baile, por un lado, y la responsabilidad ante tu público, por otro, han hecho que te conserves estupendamente. Cierto que aquella facha sensacional, aquellos encantos tan trabajosamente adquiridos, tan bien conservados y tan específicamente femeninos iba yo a esconderlos a la mañana siguiente dentro de una ropa de hombre, pero es que los caminos del Señor son imprevisibles y para gozar de la dicha entera que concede el Amado hace falta que una ofrende hasta lo que más trabajo y sufrimiento le ha costado conquistar, hasta esa condición peleada centímetro a centímetro de la cabeza a los pies, ganada a pulso, y que una pensaba que ya no tenía vuelta de hoja. Claro que también me dije: de todas formas, hija, no te olvides de darle también las gracias a la luz de la lámpara de la mesita de noche, que es buena y caritativa como una hermanita de los pobres, porque tú sabes mejor que nadie que los años no pasan en balde y que, por mucho baile que te hayas echado al cuerpo y por mucha responsabilidad ante tu público que haya presidido tu vida artística, a mejor ya no puedes ir, los descuelgues ya se empiezan a notar y ha sido todo un acierto, después de haber tenido la suerte de recibir una iluminación divina, el concentrarte en el adorno y el mimo de tu alma, en vez de en los halagos y remiendos que el cuerpo te pide.

Pero no te preocupes, cariño, le dije a mi cuerpo. Yo no iba a descuidarlo hasta terminar como un serón desportillado, yo iba a seguir tratándolo con muchísima consideración —porque ya me decían a mí de chico en las clases de catecismo que el cuerpo es en este mundo la morada del alma, y por respeto al alma hay que mantenerlo sano, aseado y lo mejor posible de apariencia, aunque sin las exageraciones a las que conduce la vanidad—, yo seguiría preocupándome por él y queriéndolo mucho, si bien el apego que más tiempo lleva y más energías consume —el que lleva a olvidarse a cada momento del resto de las cosas— de ahí en adelante estaría reservado a mi lado espiritual.

—No te pongas mustio, cariño —dije a media voz, hablándole a mi cuerpo—. Yo no te voy a abandonar, como si fueras un perro que estorba cuando uno se va de vacaciones. Es verdad que tendrás que pasarte sin caprichos, y es verdad que lo que voy a hacer mañana por la mañana para ti va a ser un trago, pero la mística se ve que a veces tiene estas cosas. Ya sabes que soy nueva en esto y que no tengo más remedio que dejarme llevar, pero créeme, tengo clarísimo que ni me voy a consentir a mí ni voy a consentirle a nadie que tú te sientas despreciado como si fueras basura. A lo mejor tengo que mortificarte un poco, pero nunca apaleándote, como hace Dany con ese cuerpazo que tiene, sino con mucho tiento y con la confianza de que tú lo vas a comprender, que al final ya verás como también tú me lo agradeces y a ti también te llega el disfrute que se tiene cuando se entra en éxtasis, que dicen que es una cosa con la que no cabe comparación. Anda, cariño, anímate, que ya verás como no te arrepientes de ser mi cuerpo.

Hacía mucho que no me acariciaba como estuve acariciándome aquella noche, mirándome en el espejo de aquel ropero en el que había colgado la ropa de hombre que me iba a poner al día siguiente. Me acaricié con mucho cariño la garganta, que es una parte del cuerpo que me exigió muchísimo trabajo y atención para no encontrarme, el día menos pensado, con una papada de arzobispo. Me acaricié, como si estuviera despidiéndome de ellos y los consolara diciéndoles que iba a ser un viaje corto y sin fatigas, aquellos pechos que seguían siendo espectaculares. Me acaricié el estómago con un sentimiento tan grande que a punto estuvieron de saltárseme las lágrimas, porque el estómago es como un hijo rebelde que, en cuanto te descuidas, te da un disgusto y te hace barrigona, pero al que se quiere como sólo una madre puede querer a un hijo difícil. Me acaricié, con un nudo en la garganta, el montecito al que por fin pude subirme para ser una mujer de cuerpo entero, y le pedí perdón porque a él también iba a tenerlo que disfrazar, que Dany, cuando me di cuenta en el motel de que se me había olvidado comprar calzoncillos, se ofreció a prestarme uno de sus minúsculos eslips, en los que, si le cabía todo, es porque sería poco lo que le tenía que caber. Y me acaricié con mucha suavidad y muy despacito los muslos, y la cintura, y esas abundancias peligrosas que hay debajo de la cintura, me acaricié como si acariciase la grupa de un caballo que ya no podía llevarme tan lejos como yo quería llegar, como si acariciase a un campeón que acababa de perder su primera carrera, aquel cuerpo que me había ganado a pulso y que en cualquier momento empezaría a tiritar.

—Anda, métete en la cama —le dije con mucho amor a mi cuerpo—, que vas a enfriarte.

Luego, en toda la noche, nunca llegué de verdad a coger el sueño. Mi cuerpo estaba tibio y a mí, en la duermevela, se me ocurría a veces que estaba pidiéndome que no me desentendiese de él. Otras veces, cuando trataba de aguantarme un poco la inquietud que me entraba, era como si mi cuerpo me crujiese por dentro, como si esos temblores y esas puntadas que hacen que un cuerpo sea el que es me echasen en cara, sin llegar a soliviantarse del todo, lo que pensaba hacer por la mañana, que era como arrepentirme por haberme empeñado demasiado en ser quien era. En algún momento, un poco más metida en el sueño, me veía hecha un fantoche, pero menos mal que nunca se me olvidó del todo que aquello lo hacía para poder entrar en un lugar donde sólo se admiten almas de varón y donde el arrobo se alcanza en el curso de actividades en las que reina la deportividad y el compañerismo y en instalaciones que permiten elevarse mucho sin tener que llegar hecho un cristo ante el Amado. De todas formas, como digo, me sobresaltaba cada dos por tres y cada dos por tres miraba el reloj, y cuando dieron las seis respiré hondo, encendí otra vez la lámpara de la mesita de noche, me levanté con una presteza y una agilidad que a mí misma me sorprendieron, y me puse manos a la obra.

Vestirme de hombre fue una cosa rara, pero bonita. No tuve que hacer de tripas corazón, que era lo que yo había temido durante toda la noche que me iba a pasar, sino todo lo contrario. De pronto, me sentía bien, contenta, ilusionada, como si fuera de estreno. Y la verdad es que empecé a sentirme así mientras me duchaba, debajo del chorro de agua muy caliente, porque no tuve yo la sensación de estar limpiándome de nada, en ningún momento pensé que tuviera que restregarme con muchos ímpetus para sacarme alguna suciedad de encima, sino que empecé a notarme como flotando en aquella nube de vapor, como si estuviera naciendo dentro de una cascada muy limpia y muy agradable, y era como si el resto del mundo y el resto de mi vida hubiesen dejado de repente de existir, y empecé a anhelar el momento en que me viesen los ojos del Amado, y deseé no verme hasta que el Amado no me viera, y no tuve que pensarlo demasiado para comprender que el único modo de conseguirlo era vestirme sin mirarme en el espejo.

Primero me puse el eslip que me había prestado Dany; era de color granate y, por fortuna, cien por cien de algodón, y comencé a sentirme como seguro que se sienten las vírgenes gitanas mientras las mujeres más ancianas de su familia las visten, las perfuman y acicalan para la ceremonia de su boda. Es verdad que yo había imaginado muchas veces las vísperas de mis desposorios con el Amado y el momento en que me bañaba en agua tibia y con sales aromáticas, el dulcísimo fervor que me embargaba mientras secaba con pañería selecta mi piel estremecida y peinaba con mucha delectación mis dorados cabellos, el temblor tan delicado que despertaba en las partes más sensibles de mi cuerpo la corsetería suavísima y de máxima calidad, la gran ligereza interior y exterior que me proporcionaba una túnica vaporosa y muy favorecedora y, para rematar el conjunto, el aspecto fresco y juvenil que le daba a mi frente una pequeña corona de tiernos capullos de rosas blancas; así me había figurado que seria todo, y las cosas estaban resultando de otra manera, pero sólo con respecto al ornato y a la imagen, porque las emociones eran las mismas. De hecho, cuando me puse los calcetines, y eso que no tenían nada de particular, fue como si cubriera mis pies con sandalias de raso adornadas con plumas exóticas, para que hasta en ellos —y es que, por lo general, los pies no son nada atractivos— pudiera recrearse la vista del Amado.

La única tarea en la que me atolondré un poco fue la de cubrirme los pechos. La camiseta me la puse con la misma felicidad y el mismo estado de positiva enajenación con que me puse el resto de las prendas, pero mis pechos no son livianos ni escurridizos precisamente y, claro, enseguida me di cuenta de que, debajo de la camiseta, abultaban con una rotundidad que el recepcionista del albergue de San Juan de La jara tendría que estar ciego para no darse cuenta. Obligada me vi, por tanto, a poner los pies en la tierra, aunque fuese por tiempo limitado, y buscar una solución. Experiencia en un percance similar tenía, desde luego. A fin de cuentas, me había pasado años camuflando otros bultos indeseables con vendas y esparadrapos, aunque también era verdad que en aquel momento no tenía ni lo uno ni lo otro. Menos mal que de algo sirve haber visto muchas películas. Mujer de recursos, cogí una de las sábanas de la cama y las tijeritas de manicura que llevo siempre en el neceser y me puse a cortar la sábana en tiras, como si fuera una presa dispuesta a escapar descolgándose de la azotea de la prisión con la ayuda de una sábana hecha jirones. Y luego fue como retroceder de golpe unos cuantos años: me aplastaba con mucha aplicación los pechos con aquel vendaje y me veía empeñada en la misma tarea, pero en mis bajos, cuando era una criatura muertecita de desesperación por taparse lo que le estorbaba, y me acordaba de los millones de horas que pasé delante del espejo y tirando de aquí y de allá para que el apaño me quedase lo mejor posible, y no tenía que hacer ningún esfuerzo de concentración para sentirme como me sentía entonces, cuando me iba para la Colonia con un pellizco en el estómago por el miedo que me daba que aquella especie de momia que llevaba entre las piernas se me desbaratase por el camino o, lo que era mucho peor, mientras estuviera arrimándoseme un muchacho con el sentido comido por el calenturón. El mismo pellizco de angustia que sentí al pensar que también podía desbaratarse todo cuando cayese desmayada e inevitablemente desmadejada en brazos del Amado, si bien, en esta ocasión, mi actitud eufórica me llevó a pensar que el suspense ponía en la situación una emoción suplementaria, y la angustia fue pasajera.

En cuanto volví a ponerme la camiseta, entré de nuevo en aquella especie de trance prenupcial que se había iniciado debajo de la ducha. Mis abundantes aunque tersas formas quedaron todas recogidas como novicias en clausura y mi corazón temblaba como un palomo pichón refugiado de la lluvia dentro de su nido. El jersey de cuello alto, negro en última instancia, me proporcionaba una esbeltez, a medio camino entre lo masculino y lo femenino, muy insinuante. Los pantalones eran de pinzas y me quedaban largos, pero no se me abombaban en las caderas, lo que sin duda resultaba conveniente para mi apariencia de hombre; pero decepcionante, en el fondo, para mi condición irrenunciable de mujer; si el diálogo sentimental entre el amigo y el Amado no se convertía en definitivo y recuperaba yo algún día toda mi feminidad, tendría que prestarle un poco de atención a la curvatura de mis caderas. De momento, no obstante, todo salía a pedir de boca; puesto que los pantalones eran largos, podía utilizar mis propios zapatos, con algo de tacón, sin que, al quedar tapados, lo varonil de mi figura resultara inverosímil.

Cuando me puse la chaqueta sí que me entraron ganas de mirarme al espejo. Y no sólo porque al abrocharme el primero de los tres botones, el de arriba, la opresión que sentí me hizo dudar de la eficacia del vendaje de mis pechos, sino porque de repente, al saberme vestida de hombre de pies a cabeza, tuve un amago de vahído porque quise imaginarme, quise verme como en aquel momento me vería cualquiera, y no lo conseguí. Y me acordé de lo que me pasó una vez, en casa de mi madre, antes de que me fuera a Cádiz, que había un espejo encima de la consola del recibidor en el que yo me miraba un montón de veces al día, y siempre antes de salir de casa y cada vez que volvía, a la hora que fuese, que mirarme en aquel espejo se convirtió en una necesidad, en aquel espejo me vi yo crecer, cambiar, encogerme de pena o estirarme de coraje, en aquel espejo me gustaba a veces y me aborrecía otras, hasta que un día el espejo se rompió, o mi madre lo quitó porque se cansó de él, y fue como si en aquella pared se hubiera hecho un agujero muy hondo, que quería yo mirarme un montón de veces al día y siempre que entraba o salía de casa y ya no podía verme, por unos segundos pensaba que me había vuelto invisible para mí mismo, o que nunca más iba a reconocerme, y me daba vértigo. Pues algo muy parecido me pasó cuando me puse la chaqueta, que pensé que si me miraba en el espejo a lo mejor no conseguía reconocerme, y me dio una fatiga.

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