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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (13 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Me senté en la cama. Tenía que haber pasado mucho tiempo desde que me levanté porque ya empezaba a clarear. Antes de que os lleguéis al santuario, me dije, sería bueno que te pasaras por una barbería, aunque si no te ahuecas el pelo poco peligro hay de que el peinado te quede femenino. Escuchaba el tráfico cada vez más ruidoso de la carretera y empezaba a darme sofocación sólo el pensar en la velocidad. Yo quería ir en busca del Amado con premura, que cualquiera que busque llegar a lo más alto en los gozos del espíritu y a una santidad de categoría odia entretenerse en el camino, pero ya han dejado escrito los que consiguieron esa clase de santidad que hay que ir paso a paso, trecho a trecho, morada a morada. Yo no iba a precipitarme.

Llamaron a la puerta. Dany entró, se me quedó mirando como si se hubiera metido en una habitación equivocada, y luego hizo un gesto con el que vino a decir que le parecía increíble. Yo me puse de pie, para que me viese de cuerpo entero, y entonces Dany sonrió, creo que sin ninguna malicia.

—Hasta se te ha puesto cara de hombre —dijo.

Una vez, una amiga que había pasado el mismo calvario me dijo: «Según qué facciones tengas, puedes llegar a estar guapísima, pero la cara de fondo siempre es la cara de un hombre». Mira por dónde, aquello ahora se convertía en una ventaja.

—Estoy deseando llegar a esos salones destinados a disfrutar de la mutua compañía sin menoscabo de la virilidad —le dije a Dany—. Vamos.

Y en aquel mismo momento empecé a ponerme nerviosa. Tan nerviosa como veinte años atrás, aquel día de verano, cuando llegué a mi casa después de muchos años, convertida en Rebeca Soler, muertecita de ganas de que la casa entera fuese un espejo en el que, al mirarme, me reconociese.

 

Fue instantáneo. Fue tomar la decisión y convertirme en un manojito de nervios. Pero alguna vez tenía que ser, era una necesidad y una obligación que tenía conmigo misma, con mi dignidad y con mi amor propio, que no podía vivir eternamente con aquel cargo de conciencia, y así mismo se lo expliqué a la Tamara y a la Natacha cuando se pusieron a preguntarme si me lo había pensado bien, si no iba a matar a mi madre de la impresión, que estas cosas hay que prepararlas un poquito, que no se pueden hacer así, hala, de sopetón, a menos que una tenga unas ganas locas de estrenar mantilla de blonda negra y modelazo de luto. Ellas, como siempre, tomándolo todo a chufleo, y además tirando con pólvora ajena, porque ninguna de las dos había tenido aún lo que una mujer tiene que tener para hacer lo que yo hice.

Aunque yo comprendía que en algo sí que llevaban razón. No puede una presentarse en su casa, delante de su madre, con su nueva personalidad, su nuevo nombre y —sobre todo— su nueva decoración sin avisarle de alguna manera a la pobre mujer de lo que se le venía encima. Y eso que servidora estaba convencida de que mi vieja no iba a quedarse pasmada de la incredulidad, que lo mío era un cante desde que empecé con el pelargón, que ella tuvo que darse cuenta nada más verme en brazos de la comadrona, o en cuanto me cogió en sus brazos, mientras mi padre andaba celebrándolo por ahí, el botarate. Pero una madre nunca se engaña y nunca cierra los ojos, aunque por fuera alguna vez parezca otra cosa. Ella nunca va a renegar de ti; tal cual se lo dije a la Tamara y a la Natacha cuando se empeñaron en meterme el miedo en el cuerpo, cuando quisieron llenarme de dudas y no hacían más que llamarme por teléfono para decirme piénsatelo un poco más, mujer, que a tu madre le da una ausencia y acabarás teniendo que gastarte un dineral en alguien que te la cuide, porque a esas edades ya no se reponen de un susto semejante. Pero algo me decía a mí que esas dos arpías se equivocaban. Hombre, alguna impresión si que se llevaría la pobre mujer, pero sin aspavientos y sin ningún telele. Unas lagrimitas, todo lo más. Y es que había que admitir que la situación se merecía unas lagrimitas por lo menos, que a una madre no le pasa todos los días el que su hijo único se le presente hecho un figurín y pintadísima y le diga mamá, no te asustes, mírame bien, soy yo, tu niño —bueno, tu niña—, pero no llores, alégrate, ponte contenta conmigo, ahora yo soy feliz, así es como quiero ser, como quiero vivir, y como quiero que tú me quieras, aunque ya no me llamo Jesús López Soler, hazte a la idea, tienes que acostumbrarte, mi amor; ahora me llamo Rebeca Soler.

Nombre artístico, naturalmente. Pero era el nombre con el que quería vivir, con el que quería que me quisiera mi gente, con el que quería que me quisiera un hombre, cuando lo encontrase. Que lo encontraría, aunque tardase un poco; tiempo al tiempo. Sin embargo, para lo que ya no me sobraba tiempo era para que mi madre me quisiera como yo quería que me quisiese, como yo quería que me abrazara, que me acariciara, que me dijese al oído: ¿está contenta mi niña?, que me hablara de sus cosas y que yo le hablase de las mías, de mujer a mujer.

Por eso tomé la decisión y me juré no volverme atrás, a pesar de lo nerviosísima que me puse. Habíamos terminado la gira con
Sabor a gloria
—un éxito— y una mañana, toda decisión, me dije tengo que ver a mi madre, porque habían pasado seis años desde la última vez que estuve en el pueblo y sólo por carta, poquito a poco y con medias palabras, le había ido contando algunas de mis cosas. Qué ganitas de llegar a mi casa y decirle madre, aquí me tienes, sólo eso, para qué más explicaciones. Seguro que ella se ha hecho una idea, me dije, lo mismo me imagina ya más guapa que nadie, con un vestuario de quitar el sentido, con una facha estupenda y, sobre todo, con una alegría en los ojos, cuántas veces me lo preguntó, ¿qué le pasa a mi niño, por qué tiene mi niño la mirada tristona?, y cuántas veces se peleó con mi padre para que me dejase en paz. Ahora, con mi padre muerto, ya no tenía que pelearse con nadie para tenerme como yo quería que me tuviese, para quererme como yo quería que me quisiera.

Al entierro de mi padre yo no había querido ir, no porque tuviese ningún encono especial contra el pobre Vinagre, que es verdad que me hizo sufrir, pero no más que tantísimos otros y a lo mejor con la única intención de hacerme bien, porque bien que sabría las fatigas de más que le toca sufrir al que, encima de pobre, sale rarito, que a su manera él lo había tenido que sufrir en carne propia, no por mariquita, claro, sino por comunistón. Todo se lo tenía yo perdonado y siempre se me encoge el alma cuando pienso que no estuve a su lado cuando murió, ni cuando le dieron tierra, pero es que me cogió en un momento malísimo, en el peor momento desde que decidí cambiarme de una vez por todas, cuando no sabía si estaba de un lado o de otro, y no era una cosa del físico, que me estaba hormonando con un cuidado y una vigilancia —no como otras enajenadas, autodidactas perdidas en lo de meterse silicona y así les va, que hasta muertas hemos tenido—, y lo de la operación aún me lo planteaba como una especie de fantasía que me corría por la sangre y me hacía sentirme bien, a pesar de mis cosas de hombre, al menos de momento. Así que no era eso, no era una cosa física, era una cosa mental. Me levantaba por la mañana y era como si me encontrase en medio de uno de esos puentes de cuerdas y palos que van de un precipicio a otro y no estuviese segura de poder llegar a la otra parte, pero sí estaba convencida de que ya no podía volverme atrás. Y me pasaba los días sin atreverme a salir de casa, me sentía como un bicho raro que todo lo tenía blando, pringoso; estaba convencida de que bastaría con que alguien me mirase a los ojos para que se diese cuenta de que todo por dentro lo tenía a medio hacer. Hasta comer me parecía una locura, no sé, como si estuviera masticando para otro. Pero, con todo, lo peor no era eso, lo peor era cuando se trataba de mi manera de sentir, una alegría o un disgusto, hasta los más tontos, que de pronto se quedaban como en el aire, como si no acabasen de cuajar, como si no se fiaran de mí, de alguien capaz de romper con la persona que había sido hasta aquel momento. Por no hablar de los recuerdos. ¿A quién le pertenecían de verdad aquellas cosas que yo de pronto recordaba con la misma claridad de siempre, sin perder detalle, sin que se emborronasen las caras de las personas, ni las formas ni los colores de los sitios? ¿Todo eso era mío o era ya de la memoria de otro? Fueron unos días horrorosos, y mucho peores desde que, por culpa de lo que me pasaba, no pudiese ir al entierro de mi padre.

Yo sabía que mi padre estaba muy enfermo, que llevaba más de dos meses ingresado en la Residencia de Jerez, porque mi madre me lo dijo por teléfono y me tenía al tanto, sin atreverse a pedirme que fuera, porque ella la cabeza la tenía en su sitio. Los había visto a los dos unos meses antes, las últimas Navidades que pasé con ellos, mi ropa de diario y mi corte de pelo eran todavía los de un mocito, seguramente un poco más moderno de lo normal, siempre a la última moda, y ya entonces mi padre tenía la cirrosis avanzadísima. A mí me dio apuro decirles que había tomado la decisión de hormonarme, de hacer todo lo que estuviese en mis manos para parecerme lo más posible a lo que me sentía, que había ahorrado algún dinero y me lo podía permitir, podía estar algún tiempo sin trabajar. Para más adelante, ya estaba en conversaciones con una sala, Zona Reservada, para entrar como artista invitada en su espectáculo.

Lo de mi padre, según los médicos, lo mismo era una cosa de semanas que podía alargarse un año o dos. Cuando los médicos dicen eso, una siempre acaba poniéndose en lo mejor, aunque a mí nunca se me quitó el pellizco que sentía temiendo que pasara lo que acabó pasando. Una vecina fue la que llamó para decirme, con una llantera horrorosa, tu padre ha muerto, pobrecito, que Dios lo tenga en su gloria, y tu madre dice que a lo mejor no puedes venir, qué lástima, pero tu padre ya ha dejado de sufrir y tu madre es la que ahora tiene que descansar un poco, no sabes las ganas que tiene de verte. Eso, lo último, seguro que era verdad, pero yo también estaba segura de que mi madre no lo había dicho, la vecina quiso poner por su cuenta un poco de condimento al duelo, también ella me conocía de toda la vida y cualquiera en su caso habría hecho lo mismo.

No tuve valor para llamar a mi madre y le escribí una carta, apenas una carilla, después de pensar y repensar cada palabra, porque todas me parecían chicas para lo que pensaba que tenía que decir, aunque de verdad lo único que me importaba era que supiese lo mucho que me acordaba de ella, cómo me daba vueltas en la cabeza durante todo el tiempo el haberme quedado en Madrid mientras a mi padre lo enterraban, cómo me daba cuenta de pronto de lo mucho que se quiere a un padre aunque se haya pasado la vida lastimándote, o eso es lo que una se piensa, porque al final se comprende que sólo quería lo mejor para ti, aunque por la equivocada. Mi madre no me contestó por escrito. Me llamó al cabo de unos días, me dijo que había recibido la carta y se le rompió un poquito la voz, durante un momento las dos nos quedamos calladas, y a mí me pareció que a ella le había entrado de pronto la duda, que de repente no estaba segura de estar hablando con el mismo hijo al que vio por última vez dos años atrás, y eso que la voz es lo único que no cambia por mucho que una se esfuerce, todavía no se ha inventado nada para eso. Era como si mi madre pudiese verme a tantísimos kilómetros de distancia, y se diera cuenta de lo que yo estaba cambiando y de lo mal que lo pasaba.

La verdad es que nunca quise decírselo por las claras. Pensé que no hacía ninguna falta, creí que bastaba con decirle en la carta que el médico me aconsejaba que no me moviese, tú no te asustes que ya sabes que mala no estoy, ni me he metido en ninguna operación peligrosa, estoy en buenas manos pero aún es demasiado pronto y en estas condiciones ni tú ni yo nos íbamos a sentir a gusto. Todo se lo dije por escrito, así, un poquito esquinado, porque no quise de ninguna manera mentar el verbo hormonarse ni la palabra mujer, el primero porque a mucha gente todavía le suena a capricho y la segunda porque me angustiaba.

Miedo me daba de pronto no llegar nunca a ser una mujer de verdad. Y ahora ya estaba metida en un callejón sin salida, en un camino que iba desapareciendo conforme yo daba pasos adelante, como en aquel cuento, el de las migas de pan que iba dejando una criatura para no perderse en el bosque, pero los pájaros se las comieron. Era distinto cuando por fuera tenía enteramente la forma de un hombre, entonces era más sencillo, aunque parezca una contradicción, porque todo se lo tenía que confiar a mis sentimientos, y de mis sentimientos yo estaba segura, no como luego, metida ya en aquella transformación, que el físico tenía que ponerse a la misma altura que el sentimiento, y yo, a las pocas semanas de empezar el tratamiento, no estaba nada segura de que lo fuera a conseguir.

La Cocó, que era una amiga sensata —y no como la Tamara y la Natacha, a las que todo se les va en lucir por fuera divinas—, me aconsejó que me buscase la ayuda de un psicólogo, que ella sí se hacía cargo del guirigay que se le puede organizar a una por dentro en un trance así, y no porque lo haya experimentado, que le tiene un canguelo espantoso a la cirugía y a todo lo sintético, ella todo lo confía a sus dotes histriónicas, que ella es genéticamente farandulera, biológicamente actriz, aunque cómica de oficio y de beneficio nunca lo ha sido, sólo aficionada, trabaja en una peluquería de caballeros y, si quiere, hasta da el pego de machirulo: la vi hace poco, después de un montón de tiempo de no saber nada de ella, y la verdad es que ha envejecido como un hombre.

Ese fue el consejo que me dio la Cocó. Pero yo decidí que no necesitaba un psicólogo para nada, que el mero hecho de pensar en buscarlo significaba que no estaba segura de mis sentimientos, y eso era algo en lo que yo no podía flaquear, en eso estaba mi salvación. Y en eso estuvo.

Fue como una subida al Calvario, o como la noche que Jesús pasó rezando en el huerto de Getsemaní, sólo que peor y más largo, no es por nada, y no es que quiera desmerecer a Nuestro Señor, Dios me perdone, es sólo una comparación para que se entienda lo malamente que lo pasé. Eso sí, reconozco que lo de Nuestro Señor tuvo peor final, que en lo alto del Calvario Jesucristo encontró la cruz, y yo, al cabo de tanta fatiga, pasé directamente a la resurrección.

Qué maravilla. Porque lo bueno fue que ni siquiera llegué a sentirme nueva del todo, que ya dice una conocida mía argentina a la que llaman la Lujos que para ser elegante jamás hay que ir de estreno absoluto, que eso es una vulgaridad y encima sale carísimo, que lo chic siempre parece suavemente usado, y así me sentía yo, diferente, otra, pero suavemente usada por mí misma, por el hombre equivocado y yo creo que buenagente que acababa de dejar atrás. Era como si, después de haber llevado durante años la chaqueta heredada de un hermano que murió en la mili, le dieses la vuelta y te encontraras con la sorpresa maravillosa de que, por la cara escondida, no sólo era mejor sino más tuya, más dibujada a tus hechuras, sin ninguna querencia del cuerpo del otro. También esto es una manera de hablar, claro, porque lo que yo sentía era mucho más profundo, se trataba de mis costuras de adentro, de algo que ya no sería jamás de quita y pon, algo mío para siempre, porque mi físico estaba ya a la vera misma de mis sentimientos, y mis sentimientos eran mi verdad. Por eso estaba segura de que no haría falta que le dijese nada a mi madre. A ella le bastaría con verme, le bastaría con mirarme a los ojos, ni siquiera haría falta que me viese enterita: si me presentase vestida con hábito de cartujo y con capucha de penitente, pero con los ojos libres, estaba segura de que ella lo comprendería todo de golpe.

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