Read Alexias de Atenas Online

Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (2 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Nací mientras mi padre estaba ausente, buscando los cadáveres, y la comadrona me había entregado a mi madre, para que me amamantara. Esto molestó a mi padre, pues mi madre se había encariñado conmigo, como hacen las mujeres, y, enferma y febril, le pidió mi vida con lágrimas en los ojos. Mi padre estaba razonando con ella, pues no quería arrancarme de sus brazos a la fuerza, cuando el heraldo hizo sonar la trompeta llamando a la caballería porque se veía a los espartanos dirigiéndose a la Ciudad.

En aquellos tiempos éramos una familia bastante rica; mi padre tenía dos o tres caballos, y, por tanto, debía armarse y formar con su escuadrón. Se despidió de mi madre, sin anular sus órdenes, pero tal vez debido a la prisa o a la conmiseración, no encargó su cumplimiento a nadie. Nunca hay gran rivalidad para ejecutar semejante trabajo, por lo que la cuestión quedó pendiente hasta algunos días más tarde, cuando los espartanos se retiraron y mi padre regresó a nuestra casa.

Encontró a la familia sumida en la aflicción. Mi hermano Fiocles había muerto y mi madre exhalaba su último suspiro. Desde el primer momento había ordenado que me mantuvieran alejado de ella, y fui entregado a una nodriza que buscó un esclavo.

Al regresar de la ceremonia fúnebre con el cabello rapado, mi padre hizo que me llevaran a él, y viendo que la nodriza era mujer decente, me dejó a su cuidado. Creo que había querido a mi madre; y supongo que debió pensar en la incertidumbre de la vida, diciéndose que sería menos deshonroso para él dejar a un hijo como yo, que morir sin sucesión, como si jamás hubiese existido. Más adelante, al ver que engordaba y parecía más fuerte y tenía mejor aspecto, me impuso el nombre de Alexias, como había sido su intención antes de mi nacimiento.

II

Nuestra casa estaba en Kerameikos interior, no lejos de la Puerta del Dipilón. En el patio había un pequeño peristilo de columnas pintadas, una higuera y una parra. En la parte posterior estaban los establos, donde mi padre tenía sus dos caballos y una mula. Era fácil trepar al tejado del establo y de allí al de la casa.

El tejado tenía un borde de tejas de acanto y no era muy inclinado. Poniéndose a horcajadas en el caballete del tejado era posible ver más allá de las murallas de la Ciudad y de las puertas del Dipilón, hasta el Camino Sagrado, donde se curva hacia Eleusis, entre jardines y tumbas. En verano alcanzaba a ver el cipo de mi tío Alexias y su amigo, junto a una gran adelfa. Luego me volvía hacia el sur, donde la Ciudad Alta se levanta como gran altar de piedra contra el cielo, y buscaba, entre los alados tejados de los templos, el punto de oro donde la alta Atenea de la Vanguardia señala con su lanza hacia los barcos en el mar.

Pero me gustaba más mirar al norte, a la cima cubierta de nieve del Monte Parnaso, requemado en verano, o gris y verde en primavera, vigilando la aparición de los espartanos. Hasta que cumplí seis años, llegaban casi cada año, cruzando el paso de Dekeleia. Generalmente, algún jinete traía la noticia de su llegada; pero algunas veces nos enterábamos en la Ciudad cuando en las colinas se levantaban las columnas de humo de las granjas incendiadas.

Nuestra casa solariega está en las colinas, más allá de Acamas.

Nuestra familia ha estado allí desde la llegada de los saltamontes, como reza el dicho popular. La falda de la colina sobre el valle está terraplenada para viñas, pero la mejor cosecha la dan los olivos, y la avena sembrada en los olivares. Creo que algunos de los olivos son tan viejos como la propia tierra. Sus troncos tienen el grosor de tres cuerpos humanos y son nudosos y retorcidos. Se dice que los plantó la propia Atenea, cuando dio el olivo a la tierra. Dos o tres de ellos están en pie aún. Hacíamos sacrificios allí en el tiempo de la cosecha; es decir, cuando había cosecha.

Acostumbraban mandarme a la granja al principio de la primavera, para que respirara el aire del campo, e iban en mi busca cuando se acercaba la llegada de los espartanos. Pero una vez, cuando yo tenía cuatro o cinco años, llegaron antes, y debimos apresuramos en huir de allí. Recuerdo que estaba sentado en la carreta, con las esclavas y los utensilios de la casa; mi padre cabalgaba junto a nosotros y los esclavos azuzaban a los bueyes. Traqueteaba la carreta, y todos tosíamos a causa del humo de los campos incendiados. Todo fue quemado aquel año; todo, excepto las paredes de la casa y el olivar sagrado, que piadosamente no tocaron.

Puesto que era demasiado joven para comprender las cosas serias, solía esperar el momento de su retirada, para ver lo que habían hecho. Cierto año un escuadrón de espartanos fue acuartelado en la granja. Aquellos de entre ellos que sabían escribir habían inscrito los nombres de sus amigos en las paredes, junto con diversos tributos a su belleza y virtud. Recuerdo a mi padre borrando irritadamente las inscripciones hechas con carbón, mientras decía:

—Blanquead esos burdos garabatos. El muchacho nunca aprenderá a deletrear debidamente o a escribir con propiedad, teniendo esto ante sí.

Uno de los espartanos había olvidado su peine. Constituía un tesoro para mí, pero mi padre dijo que estaba sucio y lo tiró.

Por mí parte, creo que no supe lo que era la desgracia hasta que cumplí los seis años. Mi abuela, que se hacía cargo de mí cuando mí padre estaba en la guerra, murió entonces. La salud de mi abuelo Fiboles (anciano alto, de hermosa barba, siempre bien cuidada y de una blancura que rayaba en lo azul, en cuya imagen incluso hoy veo al dios Poseidón) no era muy buena, y mi presencia le molestaba, por lo que mi padre contrató un ama, una mujer libre de Rodas.

Era esbelta y atezada, y parecía que por sus venas corría algo de sangre egipcia. Más tarde supe, sin saber lo que significaba, que era la concubina de mi padre. Nunca dejaba mí padre de portarse debidamente en mi presencia, pero algunas veces oía lo que decían los esclavos, que tenían sus propias razones para odiarla.

Si hubiera sido algo mayor, habría podido consolarme, cuando la mano de la mujer caía pesadamente sobre mí, diciéndome que mí padre pronto se cansaría de ella. No poseía ninguna de las gracias que él hubiese podido encontrar en una hetaira de clase muy modesta, y en aquellos tiempos podía permitirse lo mejor en todo. Pero aquella mujer me parecía tan parte integrante de la casa como el pórtico o el pozo. Creo que ella había empezado a suponer que cuando yo fuera lo bastante mayor para ir a la escuela con un pedagogo, mi padre aprovecharía la oportunidad para deshacerse de ella; por tanto, mis progresos la irritaban.

Yo buscaba compañía, y un esclavo me dio un gatito, al cual la mujer le retorció el cuello en mi presencia, cuando lo vio. La mordí en un brazo, mientras intentaba quitárselo de las manos, y entonces ella me contó, a su manera, la historia de mi nacimiento, de la que se había enterado por los esclavos. Por ello, cuando me pegaba, nunca pensaba en decírselo a mi padre, ni en pedirle ayuda. Y supongo que él, por su parte, al verme cada día más taimado y hosco, y de acentuada palidez, debió preguntarse algunas veces si el primer pensamiento no es siempre el mejor.

Cuando llegaba, al anochecer, se vestía para la cena. Entonces yo le miraba, preguntándome qué sentiría al ser tan hermoso. Tenía más de seis pies de altura, ojos grises, piel atezada y cabello dorado.

Era como uno de los grandes Apolos que salían del taller de Fidias, en los tiempos en que los estatuarios no esculpían aún Apolos suaves y blandos. En cuanto a mí, yo era de los que tardan en crecer, y bajo para mi edad. Veíase ya claramente que sería como los hombres de la familia de mi madre, de cabello oscuro y ojos azules, con tendencia a ser corredores y saltadores, en lugar de luchadores y pancraciastas. La rodiota me había dicho claramente que yo era el redrojo de una buena jauría. Y nadie me había afirmado lo contrario.

Me complacía, sin embargo, verle con su mejor manto azul con la orla dorada, desnudos el atezado pecho y el hombro izquierdo, bañado y peinado y frotado con aceite dulce, arreglado el cabello en guirnalda y recortada la puntiaguda barba. Aquello significaba una cena seguida de fiesta. Al acostarme solo y sin lavarme, mientras la rodiota estaba ocupada en la cocina, yacía en mi lecho escuchando las flautas y las risas, la elevación y caída de las voces al conversar, o a alguien que cantaba, acompañándose con una lira. Algunas veces, cuando se había contratado una bailarina o un juglar, acostumbraba trepar al tejado y mirar desde allí al otro lado del patio.

En cierta ocasión dio una fiesta a la que asistió el dios Hermes.

Así lo creí al principio, no sólo porque el hombre parecía demasiado alto y hermoso para no ser un dios, y tenía aspecto de estar acostumbrado a la adoración, sino también debido a que era tan igual a la herma que había ante la casa nueva de un rico, que parecía haber servido de modelo para ella, como así había sido en realidad. Sólo salí de mi admiración cuando él apareció e hizo aguas en el patio, lo cual me dio casi el convencimiento de que era hombre. Entonces, alguien desde dentro gritó:

—¿Dónde estás, Alcibíades?

Y él regresó al cenáculo.

Mi padre tenía entonces preocupaciones propias, por lo que rara vez se acordaba de mí, pero en algunas ocasiones recordaba que tenía un hijo, y cumplía con sus deberes paternos. Por ejemplo, el día que nuestro mayordomo me sorprendió robando maíz para arrojárselo a las palomas, y me lo quitó, pues el grano escaseaba aquel año.

Haciendo gala de los modales que había aprendido de mi ama, golpeé el suelo con el pie y le dije que no tenía el menor derecho de prohibirme nada, puesto que sólo era un esclavo. Entonces, mi padre, que me había oído, entró en la habitación, despidió al hombre con una palabra amable y me llamó a su lado.

—Alexias —dijo—, mi escudo está allí, en aquel rincón. Cógelo y tráemelo.

Fui hasta donde el escudo estaba apoyado contra la pared, y, cogiéndolo por el borde, empecé a rodarlo, puesto que era demasiado pesado para que pudiera levantarlo.

—Así no —observó mi padre—. Pasa el brazo por las bandas, y llévalo como lo hago yo.

Pasé el brazo por una de las bandas y logré enderezarlo, pero no levantarlo. Era casi tan alto como yo.

—¿No puedes levantarlo? —preguntó—. ¿Es que no sabes que cuando combato a pie debo llevar no sólo el escudo, sino una lanza también?

—Pero, padre —repuse—, no soy hombre aún.

—Déjalo en el rincón, pues —me ordenó—; y ven aquí.

Le obedecí.

—Y ahora —prosiguió—, préstame atención. Cuando seas lo bastante hombre como para llevar un escudo, sabrás por qué se venden hombres como esclavos, y sus hijos al nacer tienen también esa condición. Hasta entonces, te basta con saber que Amasis y los demás son esclavos, no debido a méritos tuyos, sino por la voluntad del cielo. Te abstendrás de actitudes airadas, que los dioses odian, y te portarás como señor. Y si lo olvidas, yo mismo te azotaré.

Semejantes señales de interés por parte de mi padre eran odiosas a la rodiota, pues veía que tanto el padre como el hijo escapaban de su rota red. A la primera oportunidad quiso convertir una travesura mía en falta grave, haciéndome aparecer como mentiroso cuando lo negué. Pero se excedió algo. Mi padre dijo que ya era tiempo de que fuera a la escuela.

Poco después mi padre partió para la guerra, por lo que la rodiota no marchó sino hasta dos meses más tarde. He vivido días penosos, pero aquéllos son quizá los peores que recuerdo. Ignoro cómo hubiera podido soportarlos, de no haber sido por una amistad que trabé en la escuela en una época en que me había tornado silencioso y furtivo y no tenía amigos.

Una mañana, al llegar, encontré a los discípulos riendo y dándose unos a otros con el codo, al mismo tiempo que les oí llamar Maestro del Viejo al preceptor. En efecto, allí, en uno de los bancos del aula, estaba sentado un hombre, el cual, por contar unos cuarenta y cinco años y lucir barba gris, parecía ciertamente demasiado viejo para estudiar lo que aprenden los niños. Inmediatamente comprendí que yo, que estaba siempre solo, sería objeto de las burlas de mis condiscípulos, por tener que compartir aquel banco. Por ello, fingí que no me importaba, y me senté a su lado por iniciativa propia. El hombre me saludó con una inclinación de cabeza, y yo le miré, maravillado. Al principio, porque era el hombre más feo que jamás había visto y, después, porque creí reconocerle, pues era la viva imagen del Sileno pintado en el mezclador de vino que teníamos en casa, con la nariz respingona, boca grande de gruesos labios, ojos salientes, anchos hombros y cabeza grande. Su actitud parecía amistosa, por lo que me acerqué más a él y le pregunté, a media voz, si su nombre era Sileno. Se volvió, para contestarme, y sentí una impresión extraña, como si una brillante luz proyectara sus rayos a mi corazón, pues no me miró en la forma en que la gente suele hacerlo con un niño, como si pensara en otra cosa. Después de decirme su nombre, me preguntó cómo debía afinar la lira.

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