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Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (3 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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Me sentí satisfecho de hacer gala de mis pocos conocimientos.

Luego, sintiéndome a gusto a su lado, le pregunté por qué quería un viejo como él asistir a la escuela. Me contestó, mesuradamente, que era mucho más deshonroso para un viejo que para un joven no aprender aquello que podría hacerle mejor.

—Además —añadió—, recientemente se me apareció un dios en sueños, diciéndome que hiciera música, pero no me dijo si debía hacerla con las manos o en mi corazón. Comprende, pues, que no debo descuidar ninguna de las dos formas.

Quise que me contara algo más acerca de su sueño, y relatarle uno mío, pero observó:

—El maestro llega.

Me sentía tan intrigado, que al día siguiente cubrí corriendo el trayecto hasta la escuela, en lugar de hacerlo reposadamente, para llegar allí temprano y hablar con él. Llegó justamente al principiar la clase, pero debió de haber observado que yo le había estado buscando, y al día siguiente apareció algo más temprano.

Yo me encontraba en aquella edad en que los niños lo preguntan todo. En casa, mi padre no tenía apenas tiempo para contestar mis preguntas; la rodiota no quería hacerlo y los esclavos no podían.

Se las hacia todas a mi vecino de banco en la escuela de música, que jamás dejó de contestarlas en forma sensata, por lo que algunos de los muchachos, que se habían burlado de nuestra amistad, empezaron a estirar el cuello para escucharle. Algunas veces, cuando le preguntaba por qué calienta el sol o por qué no caen las estrellas sobre la tierra, me contestaba diciendo que lo ignoraba y que sólo los dioses conocían la contestación a mi pregunta.

Cierto día observé el nido de un pájaro en un árbol alto, cerca de la escuela. Cuando mi amigo llegó le dije que al terminar la clase treparía al árbol para ver si había huevos en el nido. Me pareció que no me escuchaba, pues aquella mañana tenía aspecto de estar ocupado con sus propios pensamientos. Sin embargo, de pronto volvió los ojos hacia mí y me miró fijamente, desconcertándome aquella actitud.

—No, muchacho. Te prohíbo que lo hagas —dijo.

—¿Por qué? —repuse, pues al hablar con él era natural hacerle una pregunta.

Me dijo que desde que fuera niño como yo, cada vez que él o sus amigos se disponían a hacer algo que no estaba bien, percibía una señal que jamás le había engañado. Y volvió a prohibirme que trepara al árbol para ver si había huevos en el nido. Me sentí abrumado, percibiendo por vez primera la fuerza de su naturaleza, y jamás pensé desobedecerle. Poco después, la rama en la que estaba el nido cayó al suelo, pues estaba podrida.

Aunque nunca tocó tan bien como yo, pues sus dedos eran menos flexibles que los míos, aprendió las notas rápidamente, y el maestro no pudo enseñarle ya más. Le eché mucho en falta cuando dejó la escuela, porque tal vez yo había pensado: «He ahí un padre que jamás se avergonzaría de mí (pues él mismo es feo), sino que me amaría, y nunca querría abandonarme en las montañas». No lo sé.

Quien se acercaba a Sócrates, por absurda que fuera la razón de ello, sentía después que había sido aconsejado por un dios.

Poco tiempo después mi padre se casó con su segunda esposa, Arete, hija de Arcágoras.

III

Cuando los otros muchachos de mi edad y yo fuimos efebos, se decía algunas veces de nosotros que no respetábamos ni a nuestros mayores ni a las costumbres, que no confiábamos en nada y nos erigíamos en jueces de todo. El hombre sólo puede hablar por sí mismo. Recuerdo que creía que la mayor parte de los hombres mayores eran sensatos, hasta cierto día, cuando tenía quince años.

Mi padre esperaba a sus amigos para cenar juntos, y necesitaba coronas para los invitados. El día antes yo le había dicho que conseguiría las mejores flores, si iba a buscarlas temprano, antes de la hora de la escuela. Él rió, sabiendo que yo quería una excusa para verme libre de mi tutor, pero me dio su permiso porque asimismo sabía que a aquella hora no encontraría muchas tentaciones. Bien sabido es que en su juventud a mi padre le llamaban Miron el Hermoso, de la misma forma que podría decirse Miron hijo de Fiocles.

Pero, como todos los padres, pensaba que yo era más joven y tonto que él cuando contaba mi edad.

Estaba en lo cierto aquel día al suponer que lo que yo quería era ir a ver la flota que se reunía para la guerra. «La guerra», la llamábamos nosotros, como si no hubiera habido ninguna desde nuestro nacimiento, pues aquello era una nueva aventura de la Ciudad, y aquel gran armamento realmente nos parecía como si fuera una guerra.

En la palestra, alrededor del terreno de lucha, veíanse hombres dibujando pequeños mapas en la arena: de Sicilia, que el ejército iba a conquistar, de las ciudades amigas y las dóricas, y del gran puerto de Siracusa.

Mi padre no iba, lo cual constituyó una sorpresa para mí. La caballería no había sido llamada, pero muchos de sus componentes se habían alistado voluntariamente en la infantería pesada. Cierto era que hacía poco había regresado de una campaña, para la que embarcó con Filócrates hacia la isla de Milo, que nos había negado su tributo. Los atenienses triunfaron, infligiendo una derrota total a los rebeldes. Yo había esperado que él me hiciera el relato de la campaña, para poder decirles a los muchachos en la escuela: «Mi padre, que estuvo allí, lo dice». Pero se irritaba cuando le hacia preguntas.

Me levanté con el canto del segundo gallo, cuando aún brillaban las estrellas en el firmamento, y procuré no hacer ruido, para no irritarle, pues nos habían despertado por la noche. Los perros ladraron ruidosamente y nos levantamos para cerciorarnos de que todo estaba debidamente cerrado y atrancado, pero, de todos modos, nadie había intentado penetrar en nuestra casa.

Desperté al portero para que cerrara al salir yo. En mi juventud iba siempre descalzo, como correspondía a los corredores. Al salir del patio delantero hacia la calle, pisé algo puntiagudo, pero como tenía las plantas de los pies duras como si fueran de piel de buey, no sangré y no me detuve para mirarlo. Aquel año me había inscrito para la carrera de muchachos en las Fiestas Panateneas; por ello, mientras corría recordaba los preceptos de mi preparador. Mis pisadas eran ligeras en el polvo de la calle, después de hollar la gruesa arena en la pista de entrenamiento.

A pesar de la temprana hora, las lámparas estaban encendidas en la calle de los Armeros, y el humo era rojizo en las bajas chimeneas junto a las tiendas. Sonaban los martillos; los grandes, aplanando las planchas; los medianos, afirmando los remaches, y los pequeños, golpeando los adornos de oro, encargados por quienes los querían en sus armaduras. Mi padre era enemigo de ellos, pues afirmaba que muchas veces absorbían las puntas de las flechas, en lugar de rechazarlas. Me hubiese gustado entrar y contemplar aquel trabajo, pero tenía el tiempo justo para subir a la Ciudad Alta y mirar los barcos.

Jamás había estado allí a hora tan temprana. Desde abajo, las murallas parecían enormes, como farallones negros; las grandes piedras de la parte inferior conservaban aún las manchas producidas por los fuegos de los medas. Pasé frente a la atalaya y el bastión y subí las gradas hasta el propileo. Al encontrarme allí por primera vez, solo, me sentí sobrecogido por su altura y anchura, y los grandes espacios que se perdían en la oscuridad. Me parecía estar pisando el umbral de los dioses. La noche aclaraba, como el vino oscuro cuando se le mezcla agua; alcanzaba a ver los colores con que estaba pintada la bóveda, cambiados y más profundos en la penumbra anterior al alba.

Llegué junto al Altar de la Salud y vi las alas y los trípodes bajo las bóvedas del templo, negros contra un cielo como perla gris. Acá y acullá se levantaba un poco de humo, en los lugares donde alguien hacia una ofrenda o un sacerdote estudiaba los presagios, pero no se veía a nadie. En lo alto, sobre mí, la gran Atenea de la Vanguardia se erguía con su yelmo de triple penacho. El aire olía a incienso y a rocío. Fui hacia la muralla meridional y miré hacia el mar.

Había una ligera neblina, pero, a pesar de ella, alcancé a ver los barcos, pues todas sus luces estaban encendidas. Los que estaban atracados las encendieron para los celadores, mientras que aquellos que estaban anclados en la bahía lo hicieron por su propia seguridad, tanto era el número de ellos que allí había. Se hubiera creído que Poseidón había ganado su vieja disputa con Atenea, y colocado la Ciudad sobre el mar. Empecé a contarlos: los apiñados en El Pireo, los que se encontraban ante la curvada costa de Falero, y aquellos anclados en la bahía; pero pronto dejé de contar, debido al gran número de ellos que veía.

Jamás había navegado más allá de Delos, donde fui con un coro de muchachos para danzar ante Apolo. Me sentía lleno de envidia por los hombres del ejército, que iban a apurar la copa de la gloria, sin dejar nada para mí. Así debió de haber visto mi abuelo la concentración de la flota en Salamina, donde el pico de bronce de su trirreme cayó como el águila de Zeus sobre los barcos de Medas, el de los largos cabellos.

Hubo un cambio en el cielo; me volví y vi las primeras luces de la aurora detrás de Himeto. Las luces se apagaron, una tras otra, y aparecieron los barcos, posados en las aguas como pájaros grises.

Cuando de la punta de la lanza de Atenea salió una chispa de fuego, supe que debía partir o llegaría tarde a la escuela. La pintura de estatuas y frisos se hacia brillante, y había calor en el mármol. Era como si en aquel momento hubiera salido el orden del caos y de la noche.

Sentí que mi corazón se henchía. Al ver los barcos tan espesos en el agua, me dije que ellos nos habían hecho lo que éramos: los conductores de todos los helenos. Hice una pausa, y al mirar a mi alrededor pensé: «No, no es así; pero sólo nosotros hemos dado a los dioses cosas que se les parecen».

La amanecida había desplegado un ala de fuego, pero Helios estaba aún bajo el mar. Todas las cosas parecían ligeras e incorpóreas y el mundo estaba quieto. Pensé rezar antes de marchar, pero no sabía hacia qué altar volverme, pues los dioses parecían estar en todas partes, diciéndome todos ellos la misma palabra, como si no hubiesen sido doce, sino uno. Sentí como si hubiera visto un misterio. Era feliz. Deseando alabar a todos los dioses por igual, permanecí donde estaba y elevé los brazos al cielo.

Al bajar las gradas volví en mí y supe que llegaría tarde. Corrí lo más velozmente que pude hacia el mercado, y gastando rápidamente el dinero de mi padre, compré violetas, arregladas ya en forma de guirnalda, y algunos estefanotes; la mujer me dio un cesto de junco, sin cobrarme nada por él. En otro tenderete había jacintos azul oscuro, para los cuales había guardado algún dinero. Un hombre que estaba escogiendo mirto me sonrió.

—Debiste haber comprado esto primero —me dijo.

Pero yo enarqué las cejas y me marché, sin hablar.

El mercado estaba atestado y la gente hablaba animadamente.

Me gusta, como a todo el mundo, enterarme de algo nuevo; pero vi al hombre del mirto que empezaba a seguirme, y, además, no quería excitar la ira de mi padre. Por ello me apresuré cuanto pude, sin estropear las flores, y así, preocupado, sin mirar ni a derecha ni a izquierda, anduve hasta llegar a mi casa.

Había comprado una corona de mirto para adornar a nuestro herma guardián para la fiesta. Era un herma muy viejo, que estaba junto a nuestra puerta incluso antes de la invasión de los medas; tenía la cara de las imágenes más viejas, con una sonriente boca de labios cerrados, como una luna nueva, un sombrero de viajero en la cabeza, y barba. Sin embargo, habiéndole conocido desde mi infancia, le quería, sin que me importara su rústico aspecto. Me acerqué entonces a él, buscando en el cesto la guirnalda de mirto, y levanté los ojos, con ella en la mano. El claro sol de la mañana caía sobre él.

Retrocedí, temeroso, e hice la señal contra la mala suerte.

Alguien había estado allí por la noche, golpeándole la cara con un martillo. Le faltaban la barba y la nariz, y el ala del sombrero, y el falo de la columna; media boca había desaparecido, como comida por la lepra. Sólo estaban intactos sus ojos pintados de azul, que miraban fieramente, como si quisieran hablar. El suelo estaba lleno de desportilladuras; debió de ser uno de aquellos pedazos lo que pisé por la mañana.

En mi primer horror, pensé que el propio dios debió de haberlo hecho, para maldecir a nuestra casa por algún horrible pecado; pero me pareció que un dios hubiera partido en dos la imagen, lanzando sobre ella un rayo. Aquello era obra de hombres. Luego recordé los perros que ladraron durante la noche.

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