Read Alexias de Atenas Online

Authors: Mary Renault

Tags: #Novela histórica

Alexias de Atenas (6 page)

BOOK: Alexias de Atenas
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—¿Adónde vas? —me preguntó mi madre.

—Sólo a ver a Jenofonte. Su padre le ha regalado un potro, que debe preparar él mismo, para cuando entre a formar parte de la Guardia. Quiero ver cómo lo hace. Dice que nunca debe entrenarse un caballo con un látigo; es como azotar a un bailarín y esperar que dance graciosamente; el caballo debe caminar bien por orgullo en sí mismo. ¿No es tiempo de que mi padre compre un caballo nuevo? Korax es demasiado viejo ya. ¿Qué montaré, cuando esté preparado para la Guardia?

—¿Tú? —gritó—. Niño, falta un mundo todavía para eso.

—Sólo tres años, madre.

—Depende de la cosecha del año próximo. No te quedes hasta muy tarde en casa de Jenofonte. Tu padre quiere que estés pronto aquí, esta noche.

—Esta noche no, madre; es noche de círculo.

—Lo sé, Alexias. Tu padre ha ordenado que sirvas el vino después de la cena.

—¿Yo?

Me sentí muy ofendido. Jamás me había pedido que sirviera a la mesa, excepto en ágapes públicos, cuando los hijos de casas buenas acostumbran hacerlo.

—¿Están enfermos los esclavos?

—No le pongas esta cara amurriada a tu padre; debieras sentirte halagado. Y ahora, vete, pues tengo trabajo.

Cuando fui al baño aquella tarde, encontré en él a mi padre, a quien enjuagaba el viejo Sostias. Miré sus hermosos hombros, planos y anchos sin ser demasiado gruesos, y decidí pasar más tiempo con el disco y la jabalina. Incluso ahora, aunque a la actual generación no parece importarle, no puedo soportar el espectáculo de un corredor que sólo tiene músculos en las piernas, pareciendo que para nada ha de servir fuera de la pista, excepto para huir del campo de batalla más de prisa que nadie.

Cuando Sostias marchó, mi padre me dijo:

—Esta noche nos servirás tú el vino, Alexias.

—Sí, padre.

—Nada de lo que oigas en el cenáculo debe salir de allí. ¿Me comprendes?

—Sí, padre.

Aquello daba otro aspecto a lo que de mí se pedía. Fui a prepararme una guirnalda, y creo que elegí jacintos.

Acabaron sus discusiones de negocios pronto; mientras estaban cenando aún, mi padre me ordenó fuera en busca de mi lira y cantara. Canté la balada de Harmodio y Aristógiton.

—Debéis perdonar la manida elección del muchacho —dijo después mi padre—, pero sólo esos viejos cantos enseñan algo a los jóvenes.

—No debes pedir nuestro perdón, Miron —repuso Critias—. Imagino que no soy el único de nosotros que, al oírlo esta noche, sintió que él lo había comprendido por vez primera.

Los esclavos estaban limpiando las mesas, lo cual me dio una excusa para fingir que nada había oído.

Después de mezclar el vino, fui de triclinio en triclinio, quedamente, como me habían enseñado, sin llamar la atención hacia mí, pero uno o dos de los viejos amigos de mi padre me retuvieron unos instantes a su lado, cambiando conmigo algunas palabras. Teramenes, que me había regalado mi primer juego de taquines, observó que había crecido mucho, y me dijo que si no perdía el tiempo en la casa de baños o en la tienda de perfumes, y recordaba la Elección de Heracles, podría ser tan apuesto como mi padre. Uno o dos de los otros invitados me dirigieron también la palabra, pero cuando llegué a Critias cuidé de ser tan breve como si de un espartano se tratara.

No contaba mucho más de treinta años entonces, pero asumía ya el aspecto del filósofo, en manteo y barba. Tenía cara hambrienta, con la piel atirantada en los pómulos; sin embargo, su apariencia no era desagradable, excepto su delgadez, aunque sus ojos eran demasiado claros, en contraste con la piel oscura que los rodeaba. No hacía mucho tiempo que pertenecía al círculo, habiendo sido agradablemente aceptado, pues era muy bien nacido, rico e inteligente. Como podéis suponer, nadie me había pedido mi opinión.

En realidad, yo le había conocido antes que mi padre; le vi por vez primera en compañía de Sócrates, lo cual me predispuso tanto en su favor, que cuando después se acercó, en un momento en que Midas estaba de espaldas a mí, le dejé que me hablara.

Yo era ya lo bastante mayor como para haber recibido algunas atenciones de los hombres, siendo al mismo tiempo lo suficientemente joven para encontrarlos bastante absurdos, como, en realidad, generalmente son las personas que persiguen a los muchachos.

Pero jamás me había sentido inclinado a burlarme de Critias.

Cuando llegué a él con el vino, era todo gracia, y observó, como si jamás hubiéramos hablado anteriormente, que se había fijado en mí en la pista, comprobando que mi estilo mejoraba; luego mencionó uno o dos vencedores a quienes había preparado mi entrenador. Al contestarle en la forma más breve que supe, alabó mi modestia, diciendo que poseía los modales de un muchacho mayor que yo, y citó a Teognís. Observé que mi padre escuchaba, satisfecho.

Pero apenas volvió la cabeza, Critias movió un poco su copa, derramando una parte del vino sobre mi vestidura. Me pidió perdón, diciendo que esperaba que no quedara mancha.

No sé cómo no le arrojé el jarro a la cabeza. Él sabía que me avergonzaría llamar la atención en presencia de mi padre y sus amigos. Me aparté inmediatamente, aunque sin decir nada, y fui hasta la vasija del vino mezclado, para volver a llenar el jarro. Al levantar los ojos, vi a Critias mirándome.

Cuando trajeron las guirnaldas y los esclavos cerraron la puerta y marcharon, uno o dos de los contertulios me invitaron a que me sentara a su lado, pero lo hice junto al triclinio de mi padre. Habían estado compitiendo en versificación, en lo que Critias destacaba, pero al quedar solos, se miraron los unos a los otros, en silencio. Entonces Terámenes dijo:

—Bien, a todos les llega el turno, y hoy es el de los demagogos.

Varias voces asintieron.

—Piensan con los oídos, los ojos, el vientre o lo que vosotros queráis, excepto con la cabeza —prosiguió—. Si Alcibíades ha sido insolente con ellos, debe ser culpable. Si ha gastado dinero en la tienda, y ha recordado sonreír, podría recorrer la Ciudad con un herma destrozado bajo el brazo, y ser, al mismo tiempo, tan inocente como este muchacho. Pero recordadles sus aptitudes, señaladles que es un estratega genial como Ares sólo crea uno en un siglo, y su mirada se vuelve vidriosa. ¿Qué les importa a ellos? No han pisado un campo de batalla en tres generaciones; no tienen corazas, no; pero nos dan la orden de marcha y eligen los generales.

—Y nosotros, que llevamos sobre nuestros hombros el peso de la Ciudad, somos como los padres de niños mimados —dijo Critias—. Ellos rompen las tejas y nosotros las pagamos.

—En cuanto a justicia —siguió diciendo Terámenes—, tienen tanta noción de ella como las tripas de un salmonete. Te aseguro, querido Miron, que esta noche yo podría embriagarme aquí, golpearte ante todos estos testigos y herir a tus esclavos; y si tú recurrieras a los magistrados portándote como un caballero, y con aspecto de tal, yo me encargaría de que perdieras tu caso. Vestiría la túnica vieja que uso cuando voy a la granja, y me haría escribir un alegato propio de un individuo honrado y pobre, que estudiaría hasta recitarlo con toda naturalidad. Haría que me acompañaran mis hijos, y pediría algunos niños prestados, puesto que el menor de los míos tiene diez años; y todos nos frotaríamos los ojos con cebolla. Te aseguro que finalmente serías tú quien pagara la multa, por hacer beber a tu sencillo amigo vino más fuerte que el que puede permitirse normalmente en su casa, intentando con ello aprovecharte de su embriaguez. Te escupirían cuando salieras.

—Convengo en que a menudo se portan como niños —repuso mi padre—; pero los niños pueden ser educados. Pericles lo hizo.

¿Quién lo hace ahora? En la actualidad su locura no tiene otro fin que la ganancia.

—Alcibíades no puede quejarse —observó alguien—. Él inventó la demagogia. No pretendamos desconocer este hecho, sólo porque la practica con cierta gracia.

—Achaquémosle la invención si queréis —repuso Critias —, pero no la perfección del arte. Hizo mal en insultar a su más fuerte aliado. Pagará por ello.

—Mi cerebro debe trabajar con lentitud esta noche —dijo Telis—. ¿A qué aliado te refieres?

Critias le sonrió no sin cierto desprecio.

—Hace mucho tiempo —contestó— vivió un tirano viejo y sabio. Ignoramos su nombre y su ciudad, pero podemos suponerlos. Tenía guardias suficientes, tal vez, para proteger su persona, pero no para gobernar. Por tanto, su mente creó doce grandes guardianes y servidores de su voluntad; los hizo omniscientes, capaces de ejercer su poder a gran distancia y de hacer temblar la tierra, proveedores de grano, vino y amor. No los hizo terribles, porque él era poeta, y también porque era sabio; pero dio terribles iras incluso a los más hermosos de ellos. «Podéis creer que estáis solos —dijo a su pueblo—, cuando estoy encerrado en mi castillo. Pero ellos os ven y no se dejan engañar.» Entonces mandó a los Doce, con un rayo en una mano y una copa de zumo de adormidera en la otra; y desde entonces han sido excelentes servidores de quienes han sabido emplearlos debidamente. Por ejemplo, Pericles los utilizaba a su gusto. Lógico sería suponer que este hecho le ha enseñado algo a Alcibíades.

Por vez primera en mi vida oía yo conversación semejante. Mi mente volvió a la amanecida de aquel mismo día, cuando estuve en la Ciudad Alta. Parecía algo insignificante haber conservado mi cuerpo para mí mismo, cuando no tenía defensa alguna contra sus sucias manos.

Mi padre, que claramente pensó que sería conveniente que mi presencia no fuera olvidada, me hizo servir vino, como recordatorio. Luego dijo:

—Nada ha sido probado aún. Al igual que la ley, la razón exige un motivo. Nada podría serle de mayor provecho que la conquista de Sicilia. Imagino que entonces la dificultad sería evitar que el pueblo le coronara rey. Si un ateniense ha sido quien ha destrozado los hermas, busquemos a alguien que piense en la tiranía y tema a un rival.

—Dudo que nadie busque tan lejos, cuando se conozca la historia de la fiesta de Eleusis.

Tras estas palabras, se percibió en la habitación el sonido de hombres que se llenaban los pulmones para hablar, vaciándolos luego en silencio.

—El muchacho es adepto —dijo mi padre.

Pero los otros habían pensado, y nadie habló.

Finalmente, mi padre rompió la pausa.

—Seguramente —dijo— nuestros torpes amigos del Ágora no se sentirán ya solemnes a este respecto, después de tanto tiempo. Cualquier buen redactor de discursos… Todos sabemos lo que son los jóvenes que empiezan a razonar y se creen emancipados. Una procesión con antorchas por el jardín; nuevas palabras a la música de un himno; una sorpresa en la oscuridad y un poco de risa; y al fin, nada peor que un poco de galanteo, tal vez. Fue el año que… Escasamente si tenía él barba entonces.

Critias enarcó las cejas.

—No imagino que eso levante mucho polvo hoy. ¿Tanto tiempo hace que se le ocurrió la idea? Yo hablaba de la fiesta de este invierno. Aunque temo que él no lo tome como una chiquillada. Asaltaron la tienda para hacerse con los objetos rituales. Se precisará un muy buen redactor de discursos para explicar eso. Lo hicieron todo: la plegaria, el lavatorio, la oferta. ¿No lo sabías, Miron?

Mi padre apartó la copa de vino.

—No —repuso.

—Quienes estaban allí habrán cuidado de olvidarlo ya, sin duda. Desgraciadamente, como era tarde y existía cierta confusión, no recordaron a los esclavos, que permanecieron allí hasta el final. Algunos no eran adeptos.

Tras estas palabras, oí, en todos los triclinios, una exclamación contenida.

—También hicieron la demostración —prosiguió Critias—. Trajeron una mujer.

Añadió algo que es ilícito escribir.

Hubo un largo silencio.

—Eso es más que blasfemia —dijo uno de los contertulios—; es sacrilegio.

—Es más peligroso aún —afirmó Critias—. Es frivolidad —cogió la copa y volvió a dejarla, para recordarme que estaba vacía—. Se destruirá a sí mismo porque no puede conservar su mente en cosas serias. Su capacidad es excelente; empieza un negocio de cierta importancia, sabiéndose capaz de alcanzar el éxito, descontando los resultados del fracaso.
Entonces algo se cruza en su camino: una disputa, una cuestión amorosa o una broma, que no puede resistir. Le encantan las improvisaciones peligrosas. Tiene alma de acróbata. Recordad su iniciación pública, para contribuir al fondo de guerra. Nadie conoce mejor que él la importancia de una entrada. No quiere dejar en casa su codorniz de pelea; y eso, a pesar de la prohibición. Escapa de debajo de su túnica; la gente se siente excitada y todos corren por el teatro, intentando cogerla para devolvérsela.
Prescindiendo de cuantos podrían serle útiles después, la recibe de manos de un cualquiera, el piloto de una nave de guerra; van a su casa juntos, y el hombre está a su lado todavía hoy.
En otra ocasión, sigue un curso de polémica. Va a Sócrates; no es una elección discreta, pero está muy lejos de ser tonta, pues el hombre, aunque loco, es un lógico magnífico; yo he aprovechado de sus enseñanzas, y no me importa que se sepa. Naturalmente, sus procesos conducen todos a un racionalismo que él mismo se niega a aceptar. Ya conocéis a esos excéntricos. Pero Alcibíades, que ha probado ya todo lo hermoso en la Ciudad, en los tres sexos, se siente captado por la extraordinaria fealdad del hombre, y le tolera que extienda la lección en todas las direcciones. Antes de poco se contagia del capricho de su amante por reformar a los dioses, y, por un simple silogismo, infiere que los dioses no reformados son su natural objetivo. Ahí origina la peligrosa mascarada de que has hablado, Miron. En la actualidad ha abandonado la idea de mejorar a los olímpicos, aunque probablemente podría instruirlos en cuestiones amorosas. Y el peligro, al igual que el vino, debe ser fuerte ahora para excitarle.

Yo estaba en pie, junto a la vasija donde se mezclaba el vino, con mi jarro en la mano, mirando a Critias. Deseaba que un rayo le fulminara. Recuerdo haber pensado que si podía hacer que me mirara a los ojos, mi maldición sería más efectiva. Pero no miró.

Entonces Telis, que no había hablado durante un rato, lo hizo en tono sosegado.

—Empezamos a hablar de la rotura de los hermas. Creo que podemos descartar toda idea de improvisación. Ni doscientos hombres hubieran podido hacerlo, en toda la Ciudad, en una noche. ¿Fueron destrozados acá y acullá por borrachos, y nadie recuerda haberlo hecho? ¿No se hubiera negado alguno de ellos, denunciándolo después? No; Miron está en lo cierto. Fue algo planeado hasta el último detalle, y no por Alcibíades.

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