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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (12 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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—Eh, estaré en la puerta principal —dijo antes de desaparecer escaleras abajo, dejando un brillante rastro de polvo pixie por todo el camino hasta el siguiente rellano.

Con tristeza en su semblante, Nick puso la llave en mi mano. Sus dedos estaban fríos.

—No puedo… —Tomó aire, encontrando y sosteniendo mi mirada. Esperé, asustada, a oír lo que tenía que decirme. De repente, no deseaba oírlo.

—Rachel, iba a decirte esto durante la cena, pero… lo he intentado. De verdad que lo he hecho. Solo que no puedo hacer esto ahora mismo —dijo con suavidad—. No te estoy dejando —se apresuró a añadir antes de que pudiera abrir la boca. Te quiero, y deseo estar contigo Quizá durante el resto de mi vida. No lo se. Pero cada vez, que invocas una línea, puedo sentirlo, y es como si estuviera de nuevo en aquel patrullero de la AFI, sufriendo un ataque epiléptico por la línea que proyectaste a través de mí. No puedo respirar. No puedo pensar. No puedo hacer nada. Es más fácil cuando me alejo. Necesito apartarme por un tiempo. No te lo conté porque no quería que te sintieras mal.

Con el rostro congelado, no fui capaz de decir nada. Nunca me había dicho que le hubiera provocado ataques. Por el amor de Dios, no lo había sabido. Jenks había estado con él. ¿Por qué no me lo había contado?

—Tengo que recuperar las fuerzas —susurró, apretando suavemente mis manos—. Lograr pasarme unos cuantos días sin recordarlo.

—Lo dejaré —dije, atemorizada—. No volveré a invocar una línea. ¡No tienes que marcharte, Nick!

—Sí, tengo que hacerlo. —Soltó mis manos y acarició el contorno de mi barbilla. Lucía una dolorosa sonrisa—. Quiero que proyectes una línea. Quiero que practiques. La magia de las líneas luminosas te salvará la vida algún día, y quiero que te conviertas en la mejor bruja de líneas luminosas que tiene Cincinnati. —Tomó aire—. Pero tengo que poner algo de distancia entre nosotros. Solo durante un tiempo. Además, tengo algunos asuntos fuera del estado. No tiene nada que ver contigo. Volveré.

Pero ha dicho agosto
.

—No vas a volver —dije con un nudo en la garganta—. Vendrás a por tus libros y entonces te habrás marchado.

—Rachel…

—No. —Le di la espalda. Sentía el frío de la llave en mi mano, en el centro de la palma.
Respira
, me recordé a mí misma—. Márchate. Mañana traeré a Jax. Tú márchate.

Cerré los ojos cuando él puso su mano sobre mi hombro, pero no me volví. Se abrieron de golpe cuando se inclinó sobre mí, y me invadió el aroma a libros mohosos y a electrónica de última generación.

—Gracias, Rachel —susurró, y hubo un mínimo roce de sus labios contra los míos—. No voy a dejarte. Volveré.

Contuve la respiración y me quedé mirando la grisácea y fea moqueta.
No pienso llorar, joder, no pienso llorar
.

Le oí vacilar; después, las amortiguadas pisadas de sus botas sobre los escalones. Empezó a dolerme la cabeza cuando el apagado rugido de su camioneta hizo vibrar el cristal de la ventana del extremo del pasillo. Esperé hasta que no se oía nada antes de seguir sus pasos hacia el exterior; los míos fueron más lentos y torpes.

Lo había vuelto a hacer.

7.

Aparqué cuidadosamente el coche en el diminuto garaje, apagué los faros y después el motor. Deprimida, me quedé mirando la pared de yeso a medio metro de la rejilla. Reinaba el silencio, tan solo interrumpido por el crujido del motor al enfriarse. La moto de Ivy descansaba silenciosamente apoyada contra una pared lateral, cubierta por una lona impermeable para protegerla durante el invierno. Pronto oscurecería. Sabía que debía meter a Jenks en casa, pero me era difícil encontrar la fuerza de voluntad necesaria para desabrocharme el cinturón de seguridad y salir del coche. Jenks se posó sobre el volante con un zumbido para llamar mi atención. Con los hombros caídos, puse las manos sobre mi regazo.

—Bueno, al menos ahora sabes en qué posición te encuentras —aventuró.

Mi frustración se encendió, para morir al momento, superada por una oleada de apatía.

—Ha dicho que va a volver —dije con melancolía, necesitando creerme esa mentira hasta endurecerme lo suficiente para afrontar la verdad.

Jenks se rodeó con sus brazos, dejando quietas sus alas de luciérnaga.

—Rache —me consoló—. Nick me gusta, pero tú vas a recibir dos llamadas. Una en la que te dirá que te echa de menos y que se siente mejor, y la última, cuando te dirá que lo siente y te pedirá que le des la llave a su casero.

Miré hacia la pared.

—Déjame ser estúpida y creer en lo que ha dicho durante un rato, ¿de acuerdo?

El pixie emitió un sonido de irónico conformismo. Parecía estar verdaderamente helado, con sus alas casi negras mientras se encogía tiritando. Había forzado el límite de su resistencia al desviarme hacia la casa de Nick. Estaba decidida a preparar galletas esta noche. No debería irse a dormir así de frío. Podría no despertar hasta la primavera.

—¿Listo? —le pregunté mientras abría el bolso, y él saltó torpemente a su interior en lugar de volar. Preocupada, consideré meter el bolso dentro del abrigo. Acabé introduciéndola en la bolsa de la tienda, cerrando la abertura todo lo que pude.

Solo entonces abrí la puerta del garaje. Bolsa en mano, anduve por el camino, despejado con pala, hasta la puerta principal. Había un deslumbrante Corvette negro aparcado junto a la acera, con pinta de estar fuera de lugar y de correr peligro en medio de las calles nevadas. Lo reconocía; era el de Kisten, y me puse tensa. Últimamente lo había visto demasiadas veces para mi gusto. El viento laceraba mi piel expuesta y levanté la mirada hacia el campanario, afilado entre las oscuras nubes. Pasé a hurtadillas junto al icono móvil de masculinidad de Kisten y subí los escalones de piedra hasta la doble puerta de madera. No teníamos una cerradura normal, aunque había un travesaño de roble por dentro que yo me ocupaba de colocar antes de irme a la cama. Tras agacharme con torpeza, recogí una taza de anticongelante en bolitas del interior de una bolsa junto a la puerta, y lo esparcí sobre los escalones, antes de que la escarcha de la tarde tuviera ocasión de congelarse.

Abrí la puerta de un empujón; mi pelo ondeó ante la cálida corriente que se movía en el interior. Me llegó el sonido de un
jazz
suave y me adentré tras cerrar suavemente la puerta a mi espalda. No es que deseara particularmente ver a Kisten, no me importaba lo bonitos que fueran sus ojos, aunque pensé que probablemente debería agradecerle que me hubiera recomendado a Takata.

El vestíbulo estaba a oscuras, el brillo del crepúsculo se deslizaba desde el santuario, haciéndolo poco más que visible. El aire olía a café y a plantas, una especie de mezcla entre vivero y cafetería. Era agradable. Las cosas de Ceri estaban sobre la pequeña mesa antigua que Ivy les había robado a sus colegas; abrí mi bolsa para encontrar a Jenks mirando hacia arriba.

—Gracias a Dios —murmuró al elevarse lentamente en el aire. Después se quedó quieto, inclinando la cabeza mientras aguzaba el oído.

—¿Dónde está todo el mundo?

Me quité el abrigo y lo colgué en el perchero.

—Puede que Ivy les haya vuelto a gritar a tus niños y se hayan escondido. ¿Es que te estás quejando?

Jenks sacudió la cabeza. Aunque tenía razón. Todo estaba realmente tranquilo. Demasiado tranquilo. Normalmente se oían los chillidos estridentes de niños pixie jugando a las batallas, ocasionales porrazos de utensilios colgados que caían sobre el suelo de la cocina o los gruñidos de Ivy al echarlos del cuarto de estar. La única paz que disfrutábamos allí eran las cuatro horas que dormían al mediodía, y otras cuatro horas después de medianoche.

La calidez de la iglesia empezaba a afectar a Jenks, y sus alas ya eran transparentes y se movían bien. Decidí dejarlas cosas de Ceri donde estaban hasta que pudiera llevárselas al otro lado de la calle y, tras sacudirme la nieve de mis botas junto a los charcos derretidos dejados por Kisten, seguí a Jenks hasta salir de la oscuridad del vestíbulo y hacia el silencioso santuario.

Mis hombros se relajaron cuando percibí la suave iluminación que entraba a través de las ventanas de cristales tintados que llegaban desde las rodillas hasta el techo. El majestuoso piano de media cola de Ivy ocupaba una esquina de la parte frontal, limpio y afinado, pero tan solo lo tocaba cuando yo salía. Mi escritorio tipo buró, cubierto de plantas, estaba en la esquina opuesta, subido en la parte delantera de la plataforma de un palmo de altura donde una vez se ubicaba el altar.

La enorme imagen de una cruz aún sombreaba la pared que había sobre ella, proporcionando una sensación de tranquilidad y protección. Se habían llevado los bancos mucho antes de que yo me instalase, dejando un reverberante espacio de madera y cristal que evocaba paz, soledad, gracia y seguridad. Allí estaba a salvo.

Jenks se puso rígido, despertando intensamente mis sentidos.

—¡Ahora! —chilló una voz penetrante.

Jenks salió disparado hacia arriba, dejando una nube de polvo pixie donde había estado, igual que un pulpo al expeler su tinta. Yo me eché a rodar por el suelo de madera con el corazón desbocado.

Un agudo repiqueteo de impactos golpeó las tablas que había a mi lado. El miedo me hizo seguir rodando hasta llegar a un rincón. La fuerza de la línea luminosa del cementerio surgió intensamente a través de mí al invocarla.

—¡Rachel! ¡Son mis niños! —gritó Jenks cuando una ráfaga de diminutas bolas de nieve cayó sobre mí.

Dando arcadas, ahogué la palabra para invocar mi círculo, frenando el creciente poder. Impacto en mi interior, y gruñí mientras la línea de energía se doblaba ocupando repentinamente el mismo espacio. Tambaleándome, caí de rodillas y luché por respirar hasta que el exceso se abrió paso de vuelta a la línea. Oh, Dios. Sentía como si estuviera envuelta en llamas. Debería haberme limitado a hacer el círculo.

—¿Qué creéis que estáis haciendo, por los calzones de Campanilla? —exclamó Jenks, quien flotaba sobre mí mientras yo trataba de enfocar el suelo—. ¡Deberíais saber que no podéis asaltar a una cazarrecompensas de esa forma! ¡Es una profesional! ¡Acabaréis muertos! Y dejaré que os pudráis allí donde hayáis caído. ¡Aquí somos invitados! Id al escritorio. ¡Todos vosotros! Jax, estoy realmente decepcionado.

Recuperé el aliento. Maldición. Eso dolía de verdad.
Nota mental: no detener nunca un hechizo de línea luminosa en la mitad de su invocación
.

—¡Matalina! —vociferó Jenks—. ¿Sabes lo que están haciendo nuestros hijos? Me humedecí los labios.

—No pasa nada —dije, levantando la mirada sin encontrar absolutamente a nadie en el santuario. Incluso Jenks había desaparecido—. Adoro mi vida —murmuré, y me puse cuidadosamente en pie en varios movimientos. El ardiente hormigueo de mi piel había cesado y, con el pulso martilleando, liberé completamente la línea, sintiendo como la energía restante fluía para salir de mi
chi
y me dejaba temblando.

Con el sonido de una abeja enfurecida, Jenks entró desde las habitaciones de atrás.

—Rachel —dijo al detenerse ante mí—. Lo siento. Encontraron la nieve que Kist traía en sus zapatos, y él les estuvo hablando acerca de las batallas de bolas de nieve de cuando era pequeño. Oh, mira. Te han empapado.

Matalina, la esposa de Jenks, entró en el santuario como una onda de seda gris y azul. Dedicándome una mirada de disculpa, se deslizó bajo la ranura de mi escritorio. Me empezaba a doler la cabeza y se me empañaban los ojos. Su reprimenda fue con un tono de voz tan agudo que ni siquiera pude oírla.

Cansada, me enderece y me recoloqué el jersey. Unas pequeñas manchas de agua mostraban dónde me habían impactado. Si hubieran sido hadas asesinas con hechizos en lugar de pixies con bolas de nieve, ya estaría muerta. Mi corazón se tranquilizó y recogí mi bolsa del suelo.

—No pasa nada —repetí, avergonzada y ansiosa porque Jenks se callara—. No ha sido nada. No son más que chiquillos.

Jenks flotaba aparentemente indeciso.

—Sí, pero son mis chiquillos, y somos invitados. Van a pedirte disculpas, entre otras cosas.

Con un gesto de indulgencia, me adentré en el oscuro pasillo, siguiendo el olor del café.
Al menos nadie me ha visto rodar en el suelo esquivando bolas de nieve de los pixies
, pensé. Pero semejantes sustos se habían convertido en el día a día desde que llegaron las primeras heladas y la familia de Jenks se había mudado allí. Aunque ahora no había forma de la que pudiera fingir que no estaba aquí. Además, probablemente habían olfateado la corriente de aire fresco cuando abrí la puerta.

Pasé junto a los servicios opuestos, uno masculino y otro femenino, que habían sido convertidos en un cuanto de baño convencional y en una combinación de baño y lavandería respectivamente. Ese último era el mío. Mi habitación estaba en el lado derecho del pasillo; la de Ivy, justo enfrente. A continuación, la cocina; giré a la izquierda para entrar, deseando tomar algo de café y esconderme en mi habitación para evitar completamente a Kisten.

Había cometido el error de besarle en un ascensor, y él nunca desperdiciaba la oportunidad de recordármelo. Al creer en esa ocasión que no viviría para ver el amanecer, había bajado la guardia y decidido divertirme, casi entregándome al placer de la pasión vampírica. ¿Incluso peor? Kisten sabía que me había llevado más allá del límite y que me había encontrado a soplo de decir que sí.

Exhausta, encendí el interruptor con el codo y solté mi bolsa sobre la encimera. Las luces fluorescentes parpadearon hasta encenderse, empujando al
señor Pez
a un frenesí de movimiento. Un
jazz
suave y los altibajos de una conversación se filtraban desde el invisible cuarto de estar. El abrigo de cuero de Kisten estaba colgado sobre el sillón de Ivy, frente a su ordenador. Allí estaba la cafetera medio llena y, tras pensármelo un instante, la vertí en mi gigantesca taza. Me dispuse a hacer más intentando ser silenciosa. No pretendía espiar, pero la voz de Kisten era tan suave y cálida como un baño de burbujas.

—Ivy, cariño —rogó mientras yo sacaba el café del frigorífico—. Solo es una noche. Puede que una hora. Entrar y salir.

—No.

La voz de Ivy sonaba fría, la advertencia era poco sutil. Kisten la estaba presionando más de lo que yo lo haría, pero ellos habían crecido juntos, como hijos de padres acomodados que esperaban que unieran las familias y tuvieran vampiritos que continuasen con el linaje de vampiros vivos de Piscary antes de morir y convertirse en verdaderos no muertos. Pero eso no iba a suceder (el matrimonio, no la muerte). Ya habían intentado vivir juntos y, mientras que ninguno decía lo que había ocurrido, su relación se había enfriado hasta que todo lo que quedaba era un retorcido afecto fraternal.

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