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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

Antes bruja que muerta (13 page)

BOOK: Antes bruja que muerta
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—No tienes que hacer nada —insistió Kisten, enfatizando su acento británico—. Tan solo estar allí. Yo seré quien lo diga todo.

—No.

Alguien apagó la música y yo abrí silenciosamente el cajón de la cubertería de plata para coger la cuchara del café. Tres chicas pixie salieron chillando. Reprimí un grito, con el corazón latiéndome agitado en el pecho mientras desaparecían en la oscuridad del pasillo. Con movimientos acelerados debido a la adrenalina, busqué a tientas la cuchara perdida. Finalmente la localicé en el fregadero. Debía de haber sido Kisten quien había hecho el café. De haber sido Ivy, su compulsiva manía por el orden le habría hecho lavarla, secarla y recolocarla en su sitio.

—¿Por qué no? —La voz de Kisten adquirió un aire petulante—. No está pidiendo demasiado.

Estricta y controlada, la voz de Ivy hervía de furia.

—De ningún modo quiero tener a ese cabrón en mi cabeza. ¿Por qué iba a permitir que viera a través de mis ojos? ¿O que percibiese mis pensamientos?

Sostenía el decantador entre mis dedos mientras me inclinaba sobre el fregadero. Deseé no estar oyendo aquello.

—Pero él te ama —susurró Kisten, con un tono dolido y celoso—. Eres su sucesora.

—Él no me ama. Ama pelearse conmigo. —Su tono era amargo, y casi pude ver endurecerse de rabia sus rasgos ligeramente orientales.

—Ivy —la persuadía Kisten—. Es una gran sensación, es embriagador. El poder que comparte contigo…

—¡Es mentira! —exclamó ella, y me sobresalté—. ¿Quieres el prestigio? ¿El poder? ¿Quieres seguir ocupándote de los intereses de Piscary? ¿Fingir que aún eres su sucesor? ¡No me importa! ¡Pero no voy a dejar que entre en mi cabeza, ni siquiera para encubrirte!

Dejé caer ruidosamente el agua en el decantador para hacerles saber que estaba escuchando. No deseaba oír nada más, y deseé que lo dejaran.

El suspiro de Kisten fue largo y pesado.

—No es así como funciona esto. Si realmente quiere entrar, no serás capaz de detenerle, querida Ivy.

—Cierra… la… boca.

Sus palabras estaban tan llenas de ira, que tuve que reprimir un escalofrío. El decantador se desbordó, y me llevé un susto cuando el agua entró en contacto con mi mano. Torciendo el gesto, cerré el grifo y derramé el líquido sobrante.

Me llegó el sonido de un crujido de la madera desde el cuarto de estar. Se me encogió el estómago. Alguien acababa de sujetar al otro en una silla.

—Adelante —murmuró Kisten sobre el tintineo del agua al caer en la cafetera—. Clava esos dientes. Sabes que quieres hacerlo. Igual que en los viejos tiempos. Piscary percibe todo lo que haces, tanto si lo quieres como si no. ¿Porqué crees que no has sido capaz de abstenerte de la sangre últimamente? ¿Tres años de rechazo y ahora no puedes resistir ni tres días? Ríndete, Ivy. A él le encantaría sentir que nos divertimos de nuevo. Y puede que finalmente tu compañera lo comprenda. Casi me dijo que sí —le importunó—. No a ti. A mí.

Me quedé rígida. Eso iba dirigido a mí. Yo no estaba en la habitación, pero podría haber estado.

Sonó un nuevo crujido de la madera.

—Como toques su sangre, te mataré, Kist. Te lo juro.

Miré alrededor de la cocina, buscando una forma de escapar, pero era demasiado tarde, ya que Ivy se detuvo en el umbral, raspando el suelo con sus botas. Vaciló, con aspecto de estar inusualmente incómodo mientras calibraba mi malestar en un instante con su asombrosa habilidad para descifrar el lenguaje corporal. Hacia que ocultarle secretos fuese arriesgado, por decir algo. El enfado con Kist le había fruncido el ceño, y aquella frustración agresiva no auguraba nada bueno, incluso si no iba dirigida hacia mí. Su pálida piel poseía un suave matiz rosáceo mientras trataba de calmarse, haciendo más evidente el tenue trazo de tejido fibrilar en su cuello. Ivy había probado la cirugía para minimizar las evidencias físicas que le había dejado Piscary al reclamarla como suya, pero se mostraban visibles cuando se enfadaba. Y se negaba a aceptar mis amuletos de complexión. Aún tenía que ocuparme de eso.

Al verme inmóvil junto al fregadero, sus ojos marrones se movieron desde mi humeante taza de café hasta la cafetera vacía. Me encogí de hombros y conecté el interruptor para ponerla en marcha. ¿Qué podía decir?

Ivy se puso en movimiento y dejó una taza vacía sobre la encimera. Se atusó su pelo negro, rotundamente liso, recuperando la compostura hasta, al menos, parecer calmada y bajo control.

—Estás alterada —dijo; su voz sonaba áspera debido a su enfado con Kisten—. ¿Qué pasa?

Saqué mis pases de escenario y los sujeté al frigorífico con un imán en forma de tomate. Mis pensamientos se dirigieron hacia Nick, luego hacia mí, rodando por el suelo para esquivar las bolas de nieve de los pixies. Sin olvidar el placer de oírla amenazar a Kisten acerca de mi sangre, la cual ella jamás iba a probar. Por Dios, había tanto donde elegir…

—Nada —respondí con suavidad.

Se cruzó de brazos, deslumbrante con esos vaqueros azules y su camisa, y se apoyó sobre la encimera junto a la cafetera, esperando a que terminase. Apretó sus finos labios y respiró profundamente.

—Has estado llorando. ¿Qué ocurre?

La sorpresa me paralizó de golpe. ¿Sabía que había estado llorando? Maldición. No habían sido más que un par de lágrimas. En el semáforo. Y las había enjugado incluso antes de que cayeran. Miré hacia el pasillo desierto; no quería que Kisten lo supiera.

—Te lo cuento luego, ¿vale?

Ivy siguió mi mirada hasta el umbral. La incertidumbre le arrugó la piel junto a sus ojos marrones. Entonces lo comprendió de golpe; supo que me habían dejado.

Parpadeó y yo la observé, llena de alivio cuando el primer atisbo de ansia de sangre ante mi nuevo estado desapareció con rapidez.

Los vampiros vivos no necesitaban sangre para permanecer cuerdos, al contrario que los vampiros no muertos. Aunque todavía la ansiaban, escogían cuidadosamente de quién la extraían, normalmente siguiendo sus preferencias sexuales basándose en la feliz posibilidad de que el sexo estuviese incluido en la transacción. Pero la toma de sangre podía alcanzar su importancia, desde confirmar una profunda y platónica amistad, hasta la superficialidad de una relación de una sola noche. Al igual que la mayoría de los vampiros vivos, Ivy decía que ella no equiparaba la sangre con el sexo, pero yo sí. Las sensaciones que un vampiro podía proyectar en mí eran demasiado parecidas al éxtasis sexual como para pensar de otra manera.

Después de haber sido golpeada dos veces contra la pared por la energía de las líneas luminosas, Ivy captó el mensaje de que, aunque yo era su amiga, nunca jamás le diría que sí. Había sido más fácil después de que ella también comenzase a ejercer de nuevo, satisfaciendo sus necesidades en alguna otra parte y regresando a casa saciada, relajada y secretamente asqueada por haber cedido otra vez.

Durante el verano pareció haber cambiado el objetivo de sus energías, de tratar de convencerme de que morderme no era un acto sexual, a asegurarme que ningún otro vampiro me mordería jamás. Si ella no podía tener mi sangre, entonces ningún otro podría, y se había lanzado a una inquietante y halagadora cruzada para evitar que otros vampiros se aprovechasen de mi marca demoníaca y me sedujesen para convertirme en su sombra. Vivir con ella me concedía protección frente a ellos; una protección que no me avergonzaba recibir; y a cambio, yo era su amiga incondicional. Y, aunque pudiera parecer desigual, no lo era.

Ivy era una amiga difícil de mantener, celosa de cualquiera que atrajese mi atención, aunque lo disimulaba bien. Apenas soportaba a Nick. Kisten, sin embargo, parecía ser la excepción, lo cual, por supuesto, me hacía sentir un tremendo alborozo interior. Así que, mientras sostenía el café, me encontré deseando que Ivy saliera esta noche y colmara esa maldita ansia de sangre suya, para que dejase de mirarme como una pantera hambrienta lo que quedaba de semana.

Sintiendo como la tensión cambiaba desde la ira hasta la reflexión, miré hacia la cafetera a medio hacer, pensando tan solo en escapar de la habitación.

—¿Quieres el mío? —le ofrecí—. Todavía no he bebido.

Mi cabeza se volvió hacia la masculina risita de Kisten. Había aparecido sin previo aviso en el umbral.

—Yo tampoco he bebido —dijo de forma sugerente—. Me apetece tomar un poco, ya que te ofreces.

Me invadió como un relámpago el recuerdo de Kisten y yo en aquel ascensor; mis dedos jugueteando con los sedosos mechones de su pelo teñido de rubio, bajo la nuca; la barba de un día que se dejaba crecer para proporcionar a sus delicados rasgos un áspero roce contra mi piel; sus labios, suaves y agresivos al saborear la sal en mí; el tacto de sus manos en mi cintura, apretándome contra el,
Joder
.

Aparté mis ojos do él, y mr obligué a retirar mi mano del cuello, donde había estado acariciando inconscientemente mi cicatriz demoníaca para sentir su cosquilleo, estimulada por las feromonas que el vampiro expelía de forma involuntaria.
Joder, joder
.

Muy satisfecho consigo mismo, tomó asiento en el sillón de Ivy, adivinando claramente lo que yo estaba pensando. Pero al mirar su cuerpo tan bien moldeado, era difícil pensar en ninguna otra cosa.

Kisten también era un vampiro vivo, y su linaje se remontaba tan lejos como el de Ivy. Una vez había sido el sucesor de Piscary, y el fulgor de haber compartido sangre con el vampiro no muerto aún era visible en él. Aunque a menudo se hacía el irresistible vistiéndose de cuero al estilo motero y con un forzado acento británico, lo usaba para ocultar su negocio de forma astuta. Era listo. Y rápido. Y, aunque no tan poderoso como un vampiro no muerto, era más fuerte de lo que sugería su constitución delgada y su estrecha cintura.

Hoy iba vestido de forma clásica, con una camisa de seda remetida dentro de unos pantalones oscuros, con la clara intención de hacerse el profesional mientras se ocupaba de más intereses de Piscary, ahora que el vampiro languidecía en prisión. Las únicas pistas que revelaban el lado de chico malo de Kisten eran la cadena gris de metal que llevaba alrededor del cuello, idéntica a las dos que Ivy llevaba en su tobillo, y los dos pendientes de diamante que tenía en cada oreja. Al menos, se suponía que debía haber dos en cada oreja. Alguien le había arrancado uno, dejando una horrible cicatriz.

Kisten se estiró de forma provocativa en el sillón de Ivy, luciendo sus inmaculados zapatos, reclinándose hacia atrás mientras percibía el ambiente que se respiraba en la habitación. Descubrí que mi mano volvía a reptar hacia mi cuello, y fruncí el ceño. Estaba intentando encantarme, meterse en mi cabeza y cambiar mis pensamientos y decisiones. No iba a funcionar. Tan solo los no muertos podían encantar a los que no lo deseaban, y él ya no podía seguir apoyándose en el poder de Piscary para que le otorgase las habilidades incrementadas de un vampiro no muerto.

Ivy retiró el café recién hecho del embudo.

—Deja en paz a Rachel —le aconsejó, demostrando claramente quién era el dominante entre ambos—. Nick acaba de plantarla.

Contuve la respiración y me quedé mirándola, horrorizada. ¡No había querido que él lo supiera!

—Bueno… —murmuró Kisten, inclinándose hacia delante para apoyar los codos sobre sus rodillas—. No te convenía en absoluto, cariño.

Molesta, me fui hasta el otro extremo de la encimera.

—Me llamo Rachel. No «cariño».

—Rachel —pronunció suavemente, y mi corazón palpitó ante la fascinación con la que lo dijo. Miré por la ventana al exterior, hacia el nevado y grisáceo jardín y las tumbas que había más allá. ¿Qué demonios estaba haciendo en mi cocina con dos vampiros hambrientos cuando el sol llegaba a su ocaso? ¿Es que no tenían adonde ir? ¿Personas a las que morder aparte de mí?

—No me ha plantado —protesté mientras cogía la comida para peces y alimentaba al
señor Pez
. Pude ver reflejada en la oscura ventana la silueta de Ivy, mirándome—. Se ha marchado de la ciudad por unos días. Me ha dado su llave para que compruebe que todo va bien y que le recoja el correo.

—Oh. —Kisten miró a Ivy de reojo—. ¿Será una excursión larga?

Alterada, dejé en su sitio la comida para peces y me volví.

—Me ha dicho que va a volver —insistí, endureciendo el rostro al oír la horrible verdad oculta tras mis palabras. ¿Por qué diría Nick que iba a volver si no se le hubiera ocurrido no hacerlo?

Mientras los dos vampiros intercambiaban más miradas silenciosas, extraje un aburrido libro de cocina de mi librería de hechizos y lo solté con un sonoro golpe sobre la encimera central. Le había prometido a Jenks que encendería el horno esta noche.

—Ni se te ocurra tratar de coger el rebote, Kisten —le advertí.

—Ni en sueños. —El espaciado y suave tono de su voz decía lo contrario.

—Porque tú no eres capaz de ser ni la mitad de hombre que Nick —afirmé estúpidamente.

—Un listón alto, ¿eh? —se burló Kisten.

Ivy se sentó sobre la encimera, junto a mi cuba de cuarenta litros de solución salina, rodeándose las rodillas con sus brazos y, aun así, logró seguir pareciendo amenazadora mientras le daba sorbos a su café y observaba a Kisten jugar con mis sentimientos.

Kisten la miró como si le pidiera permiso, y fruncí el entrecejo. Después, se levantó acompañado del sonido del roce de su ropa hasta inclinarse sobre la encimera central, frente a mí. Su collar se balanceaba, atrayendo mi atención hacia su cuello, marcado con unas suaves cicatrices, casi invisibles.

—Me gustan las películas de acción —me dijo, y la respiración se me aceleró. Podía oler el penetrante aroma del cuero bajo el seco perfume de la seda.

—¿Y qué? —inquirí con aire desafiante, molesta al pensar que Ivy probablemente le había hablado de Nick y de mis largos fines de semana delante de la tele viendo el canal Adrenalina.

—Que puedo hacerte reír.

Pasé las hojas hasta llegar a la página más estropeada y llena de manchas que había en el libro que le había cogido a mi madre, sabiendo que se trataba de la receta para las galletas de azúcar.

—Y también Bozo el payaso, pero no saldría con él.

Ivy se lamió el dedo y trazó una marca en el aire.

Kisten sonrió, mostrando un leve atisbo de sus colmillos, retrocediendo y claramente resentido por mi respuesta.

—Deja que salga contigo —continuó—. Una primera cita platónica para demostrarte que Nick no era nada especial.

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