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Authors: Harry Harrison

Tags: #ciencia ficción

Bill, héroe galáctico (3 page)

BOOK: Bill, héroe galáctico
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Las luces se apagaron y, como si el pronunciar su nombre lo hubiera conjurado cómo un demonio del infierno, la voz de Deseomortal resonó por los barracones:

—¡A las literas! ¡A las literas! ¿Es que no sabéis, sucios mamones, que estamos en guerra?

Bill se tambaleó por entre la oscuridad de los barracones, en los que la única iluminación era el rojo brillo de los ojos de Deseomortal. Cayó dormido en el mismo instante en que su cabeza tocó la almohada de carborundo, y le pareció que tan solo había pasado un momento cuando la diana lo hizo saltar de su litera. En el desayuno, mientras estaba cortando trabajosamente su sucedáneo de café en trozos lo bastante pequeños como para poder ser tragados, las telenoticias informaron de duras luchas en el sector de Beta Lira con crecientes bajas. Un rugido recorrió el comedor cuando se anunció esto, no por un exceso de patriotismo, sino porque las malas noticias hacían que las cosas se pusieran aún peor para ellos. No sabían cómo se podía lograr esto, pero estaban seguros de que así sería. No se equivocaban. Como aquella mañana era algo más fresca de lo usual, el desfile del lunes se retrasó hasta el mediodía, cuando la pista de entrenamiento, de ferroconcreto, se hubo calentado lo bastante como para producir el mayor número posible de desvanecimientos por el calor. Pero esto tan solo era el comienzo. Desde donde se encontraba Bill, en posición de firmes cerca del final, podía ver cómo se había montado la garita con aire acondicionado en la tribuna de revista. Eso significaba jefazos. La guarda del gatillo de su rifle atómico le hizo un agujero en el hombro, y una gota de sudor se formó y luego cayó desde la punta de su nariz. Por los rabillos de sus ojos podía ver un continuo movimiento mientras otros reclutas se derrumbaban, entre las apretadas filas, de a millares, y eran arrastrados por los enfermeros hasta las ambulancias que los esperaban. Una vez allí, se los ponía a la sombra de los vehículos hasta que revivían y podían ser devueltos a sus puestos en la formación.

Entonces la banda inició los compases de ¡ADELANTE, ESPACIONAUTAS, Y VENCERÉIS A LOS CHINGERS!, y la señal radiada a cada tacón de bota les hizo presentar armas al mismo tiempo, y los millares de rifles brillaron al sol. El vehículo de mando del general comandante, reconocible por las dos estrellas pintadas en él, se acercó a la garita de revista, y una pequeña y obesa figura se movió rápidamente por entre el horneado aire hasta el confort del recinto. Bill nunca lo había visto tan de cerca, al menos por delante, aunque en una ocasión, cuando regresaba a altas horas de su trabajo en la cocina, había visto al general metiéndose en su coche cerca del teatro del campo. Al menos, Bill pensó que lo era, pues lo único que había visto fue una rápida visión posterior. Por lo tanto, tenía una imagen mental del general que era la de una amplia parte posterior sobrepuesta a una figura similar a la de una hormiga. Pensaba en los oficiales en esos mismos términos generales, ya que, naturalmente, los reclutas no veían para nada a los oficiales durante su entrenamiento. Bill había podido dar una buena ojeada a un subteniente en cierta ocasión, cerca de la sala de los ordenanzas, y sabía que tenía rostro. Y también había contemplado a aquel oficial médico a no más de diez metros de distancia, cuando les había hablado sobre los peligros de las enfermedades venéreas, pero Bill había tenido la suerte de estar detrás de un poste y había podido dormirse en seguida.

Cuando la banda se calló, los altavoces antigravitatorios flotaron sobre las tropas y el general pronunció un discurso. No tenía nada que decir que importase a nadie, y lo cerró con el anuncio de que debido a las pérdidas en el campo de batalla su programa de entrenamiento sería acelerado, que era exactamente lo que se esperaban. Entonces la banda tocó algo más, y marcharon de regreso a los barracones, se cambiaron a sus ásperos uniformes de combate y marcharon, esta vez a paso ligero, hasta el campo de tiro, en donde dispararon sus rifles atómicos a réplicas en plástico de chingers que surgían de agujeros en el terreno. Su puntería era muy mala, hasta que Deseomortal Drang surgió de uno de los agujeros, y cada soldado cambió el tiro a automático y lo alcanzó con cada disparo de cada rifle, lo cual es realmente difícil. Entonces se disolvió el humo, y dejaron de dar gritos de júbilo y comenzaron a sollozar cuando vieron que tan solo era una réplica en plástico de Deseomortal, ahora hecha pedazos, y el original apareció tras ellos y rechinó sus colmillos y los castigó a todos con un mes de cocina.

—El cuerpo humano es una cosa maravillosa —dijo un mes más tarde Caliente Brown, mientras estaban sentados alrededor de una mesa en el Club de Tropa, comiendo salchichas embutidas en plástico y rellenas de barridos de carretera y bebiendo aguada cerveza tibia. Caliente Brown era un pastor de thoats de las llanuras, y era por eso por lo que le llamaban Caliente, ya que todo el mundo sabe lo que hacen los pastores de thoats con sus thoats. Era alto, delgado y de arqueadas piernas, y tenía la piel quemada hasta el color del cuero antiguo. Pero era un gran pensador, porque la única rosa que tenía en gran cantidad era tiempo para pensar. Podía albergar un pensamiento durante días, hasta semanas, antes de mencionarlo en voz alta, y mientras lo pensaba nada podía molestarle. Hasta dejaba que lo llamaran Caliente sin protestar, mientras que si se lo llamas a cualquier otro soldado te partirá la cara. Bill y Ansioso y los demás soldados del pelotón que se hallaban alrededor de la mesa aplaudieron y gritaron, como hacían siempre cuando Caliente decía algo.

—¡Di algo más, Caliente!

—¡Hablas… pensé que estabas muerto!

—¡Sigue…! ¿Por qué es el cuerpo algo maravilloso?

Esperaron en expectante silencio, mientras Caliente conseguía romper un pedazo de su salchicha y, tras un inefectivo masticar, lo tragaba con un esfuerzo que constelaba sus ojos de lágrimas. Amenguó el dolor con un trago de cerveza y habló:

—El cuerpo humano es algo maravilloso porque, si no muere, vive.

Esperaron a por más, hasta que se dieron cuenta de que había terminado y entonces mugieron.

—Muchacho, eres un calenturiento.

—Preséntate para la escuela de suboficiales.

—Sí, pero… ¿qué es lo que eso significa?

Bill sabía lo que significaba, pero no lo dijo. Tan solo había en el pelotón la mitad de hombres de los que había en el primer día. Uno había sido transferido, pero todos los demás estaban en el hospital, o en el manicomio, o habían sido licenciados por conveniencia del gobierno ya que estaban demasiado tullidos para el servicio activo. O muertos. Los supervivientes, tras perder cada gramo de peso que no fuera hueso o los esenciales tejidos de conexión, habían recuperado el peso perdido en forma de músculos, y estaban ahora totalmente adaptados a los rigores del Campo León Trotsky, aunque seguían odiándolo. Bill se maravillaba de la eficiencia del sistema. Los civiles tenían que preocuparse de exámenes, escalafones, planes de retiro, ascensos, y un millar de otros factores que limitaban su eficiencia como trabajadores. ¡Pero qué fácilmente lo solucionaban los militares! Simplemente mataban a los más débiles y usaban a los supervivientes. Respetaba al sistema, aunque seguía odiándolo.

—¿Sabéis lo que necesito? —dijo Horroroso Ugglesway —Necesito una mujer.

—No digas obscenidades —dijo rápidamente Bill, al que habían educado tal y como debía ser.

—¡No estoy diciendo obscenidades! —gimoteó Horroroso—. No es como si dijera: Quiero reengancharme, o pienso que Deseomortal es humano, ni nada de eso. Tan solo he dicho que necesito una mujer. ¿Acaso no la necesitamos todos?

—Yo necesito un trago —dijo Caliente Brown, mientras daba un largo sorbo a su vaso de cerveza deshidratada y reconstruida, se estremecía, y la escupía entre sus dientes en un largo chorro hasta el concreto, de donde se evaporó inmediatamente.

—Afirmativo, afirmativo —aceptó Horroroso, agitando su cara llena de granos arriba y abajo—. Necesito una mujer y un trago. —Su gemido se hizo casi suplicante—. Después de todo, ¿qué otra cosa puede desear un soldado además de licenciarse?

Pensaron acerca de ello durante largo rato, pero no pudieron hallar ninguna otra cosa que deseasen realmente. Ansioso Beager sacó la cabeza de debajo de la mesa, donde estaba escondido limpiando una bota, y dijo que deseaba más crema, pero lo ignoraron. Hasta el mismo Bill, ahora que empleaba su mente en ello, no podía pensar en nada que desease realmente fuera de ese par de cosas inextricablemente unidas. Trató de pensar concentradamente en cualquier otra cosa, ya que tenía vagas memorias de haber deseado algo más cuando había sido civil, pero nada le vino a la mente.

—Je, je, tan solo faltan siete semanas para que nos den nuestro primer pase —dijo Ansioso bajo la mesa. Y entonces chilló cuando todos lo patearon a un tiempo.

Pero por lento que se arrastrase el tiempo subjetivo, los calendarios objetivos seguían operando, y las siete semanas pasaron y se eliminaron a sí mismas una tras otra. Atareadas semanas repletas de todos los cursos esenciales de entrenamiento de reclutas: prácticas con la bayoneta, entrenamiento con armas ligeras, inspección de armas cortas, esberizamiento, charlas de orientación, movimientos con armas, cantos comunales, y los Artículos del Código de Guerra. Estos últimos eran leídos con aterradora regularidad dos veces por semana, y eran una absoluta tortura a causa de la intensa somnolencia que ocasionaban. Al primer zumbido de la gastada voz monótona de la grabadora, las cabezas comenzaban a inclinarse. Pero cada asiento del auditorio estaba conectado a un encefalógrafo que registraba las ondas cerebrales del soldado. Tan pronto como la curva de la onda Alfa indicaba la transición de la conciencia a la somnolencia, una poderosa descarga de electricidad era disparada contra los adormecidos fondillos, despertando dolorosamente a su propietario. El húmedo auditorio era una mal iluminada cámara de torturas, repleta de la ronroneante voz aburrida, interrumpida por los agudos chillidos de los electrificados, el mar de los cabeceantes soldados, punteado aquí y allá por figuras saltando dolorosamente.

Nadie escuchaba nunca las terribles ejecuciones y sentencias de los Artículos para los más inocentes crímenes. Todo el mundo sabía que había abandonado sus derechos humanos al alistarse, y el recordatorio de todo lo que habían perdido no les interesaba en lo más mínimo. Lo que realmente les interesaba era contar las horas hasta el momento en que recibirían su primer pase. El ritual por el que esta recompensa era reticentemente entregada era humillante en forma poco común, pero ya se esperaban eso y, simplemente, bajaban la vista y seguían en la fila, dispuestos a sacrificar cualquier migaja que aún les restase de su autorespeto a cambio del arrugado trozo de plástico. Terminado el rito, había carreras hasta el tren monorraíl cuya vía colgaba de los pilares cargados eléctricamente, corriendo por encima de las alambradas de diez metros de alto, cruzando los terrenos de arenas movedizas y llegando hasta la pequeña ciudad agrícola de Leyville.

Al menos había sido una ciudad agrícola antes de que se edificase el Campo León Trotsky, y esporádicamente, en las horas en que los soldados no estaban de paseo, seguía su tradicional inclinación agrícola. El resto del tiempo se cerraban los almacenes de grano y alimentos, y se abrían los bares y prostíbulos. Muchas veces los mismos edificios eran utilizados para ambas misiones. Se bajaba una palanca cuando descendía en la estación el primero de los soldados, y los depósitos de grano se convertían en camas, las dependientas en prostitutas, y los cajeros mantenían su función, aunque los precios subían, mientras los mostradores eran llenados de vasos para servir como bares. Fue en uno de estos establecimientos, un salón de pompas fúnebres transformado en bar, en donde entraron Bill y sus amigos.

—¿Qué será, muchachos? —les dijo el propietario del Bar y Grill del Descanso Final.

—Un doble de líquido embalsamador —le dijo Caliente Brown.

—Sin bromas —dijo el dueño, mientras su sonrisa se desvanecía por un segundo, tomando una botella en la que el brillante letrero VERDADERO WHISKY había sido engomado sobre el grabado en el cristal LÍQUIDO EMBALSAMADOR—. Si hay problemas, llamaré a los PM. —La sonrisa regresó cuando el dinero cayó sobre el mostrador—. Decidme qué veneno queréis, caballeros.

Se sentaron alrededor de una larga y estrecha mesa tan gruesa como ancha, con asas de bronce a ambos lados, y dejaron que el bendito descanso del alcohol etílico se abriera camino por entre el polvo que llenaba sus gargantas.

—Nunca bebí antes de entrar en el ejército —dijo Bill, tragándose cuatro dedos completos del Viejo Matarriñones y poniendo el vaso para que le sirvieran más.

—Nunca tuviste necesidad —le dijo Horroroso, sirviéndole.

—Seguro que no —afirmó Caliente Brown, paladeando con gusto y llevándose de nuevo una botella a los labios.

—Je, je —rió Ansioso Beager, sorbiendo dubitativo el borde de su vaso—. Sabe cómo un tinte hecho con azúcar, serrín, diversos ésteres y cierto número de alcoholes nocivos.

—Bebe —dijo Caliente incoherentemente, sin apartar los labios del gollete de la botella—. Todo eso es bueno para tu salud.

—Ahora quiero una mujer —dijo Horroroso; y se produjo una carrera, y todos se apretujaron en la puerta tratando de salir al mismo tiempo, hasta que alguien gritó: ¡Mirad!, y se giraron para ver a Ansioso aún sentado ante la mesa.

—¡Mujeres! —dijo Horroroso entusiásticamente, con el tono de voz en que uno dice: ¡Comida! cuando llama a un perro. El grupo de hombres se agitó en la puerta y golpeó con los pies. Ansioso no se movió.

—Je, je… Creo que me quedaré aquí —dijo, con su sonrisa tan simple como siempre—. Pero vosotros podéis ir.

—¿No te sientes bien, Ansioso?

—Me siento bien.

—¿Acaso no has llegado a tu pubertad?

—Je, je…

—¿Qué es lo que vas a hacer aquí?

Ansioso buscó debajo de la mesa un macuto. Lo abrió para mostrarles que estaba repleto de grandes botas púrpuras.

—Pensé ponerme al día con mi limpieza.

Caminaron lentamente por la acera de madera, silenciosos por el momento.

—Me pregunto si hay algo que no funciona en Ansioso —dijo Bill, pero nadie le respondió. Estaban mirando a lo largo de la calle, a un cartel brillantemente iluminado que emitía un atractivo resplandor.

EL DESCANSO DEL ESPACIONAUTA, decía, STRIP-TEASE CONTINUO y LAS MEJORES BEBIDAS, y aún mejor HABITACIONES PRIVADAS PARA LOS INVITADOS Y SUS AMIGOS. Caminaron más de prisa. La fachada del Descanso del Espacionauta estaba cubierta por escaparates a prueba de golpes llenos de fotos tridimensionales de las artistas completamente vestidas (triangulito y dos estrellas), y más allá otras de las mismas desnudas (sin triangulito y con las estrellas caídas). Bill hizo acallar los rápidos jadeos señalando a un pequeño rótulo casi perdido entre el tumescente tesoro de glándulas mamarias.

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