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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (91 page)

BOOK: Bomarzo
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—Se trata de una nimiedad. Júzguelo Su Excelencia…

Y ella también sonrió, mientras me tendía una mano. Sentí entre mis dedos, los suyos, gordezuelos pero firmes, que el sudor humedecía, y me erizó una repugnancia inaguantable. Ahora los halcones, dos halcones, abrían sus alas sobre el plomo del cielo. Se quemaban allá arriba, fijos.

—Nuestras armas… —añadió Cleria, amenguando el tono, buscando con sus duros ojos azules los míos, pero la rehuí—. Su Excelencia las conoce… las tres estrellas… el escudo de Clementini… de nuestro pontífice…

Mi ceja derecha ascendió más todavía.

—Quisiera… quisiera que las mandarais labrar, en las murallas del castillo… o en alguno de los aposentos…

Guardé silencio y eso pareció alentarla. Me abombaban, me ofuscaban el calor, su estupidez, su pretensión. La odié; la odié cabalmente.

—También se hallan aquí las de los Farnese —prosiguió Cleria— y creo que sería justo… en la capilla, encima del portal…

Separé mi mano de la que me oprimía, pegajosa.

—He pensado que se podría hacer venir de Roma un buen artífice… sin reparar en gastos… la osa… la rosa… las estrellas de plata…

Respiré hondo. Se me entró por la nariz el aire candente, el aire de Bomarzo. Fue como si lo aspirara a Bomarzo, a mi Bomarzo etrusco, infinitamente viejo, los campos, las colinas, las rocas. Quedé colmado de Bomarzo, denso. Cortante, pronuncié, recalcando las palabras:

—No. Eso no se hará. No se debe hacer.

Giré para alejarme, pero antes vi, en su cara que enrojecía el bochorno del verano, la soflama de la afrenta. Violante me tomó del brazo y salimos. No formulamos comentarios. Me besó en la mejilla, cuando entraba en mi estancia. Esa tarde misma le escribí a Marcantonio anunciándole mi propósito de incorporarme a sus fuerzas. No necesitaba su venia; un Orsini no necesita la autorización de un Colonna, cuando se trata de defender a la Cristiandad, a San Clemente y a Pío V y a los papas que habíamos entregado, a lo largo de las centurias, al santo solio. En seguida, con Segismundo, con Antonello, con diez pajes atareados, abriendo y cerrando arcas, probando espadas, golpeando corazas y cotas, alegre por fin después de mucho, mucho tiempo, inicié los preparativos. Me iba a la guerra. El duque de Bomarzo se iba a la guerra una vez más, quizás a morir. Y lo extraño, lo estupendo, es que no experimentaba miedo alguno.

XI
MI LEPANTO

Segismundo no me acompañó en aquella empresa, como en la de Francia. Quedó en Bomarzo, con mi mujer y con la suya, seguramente atenaceado por el remordimiento de no enfrentar al destino a mi lado. Pantasilea opuso a su partida el peso de su tenacidad, pues habiendo logrado un marido tan noble, tardía e impensadamente, no se decidía a arriesgarlo en el juego macabro y espléndido. Además, los achaques de Segismundo lo transformaban más en un estorbo que en un auxilio. Lejanos placeres, úlceras y reumatismos, exigían el pago de sus cuentas antiguas, y lo obligaban, de tanto en tanto, a permanecer en el lecho, a acurrucarse junto al fuego, como un anciano, renovando emplastos y bebiendo tisanas. Tampoco era yo un modelo de garbo y de fiereza, pero precisamente los atractivos que podían tentar a Segismundo a no salir de nuestras tierras —la quietud del hogar, los mimos sabios, las almohadas, las suaves comidas, los recuerdos, el sentirse más señor en mi ausencia, consultado y halagado, algún libro… pues Segismundo descubrió la lectura en la melancolía crepuscular de su existencia, cuando los avariciosos lectores veteranos, ahítos, solíamos posponerla o abandonarla— se convertían para mí en razones que me movían a huir de aquel marasmo, donde la obsesión de Cleria Clementini y de memorias siniestras se conjugaban para indicarme que mi salud se hallaba fuera de Bomarzo. Y además estaba de por medio el asunto de la inmortalidad, de la gloria, de la deuda contraída con mi nombre. Y estaba la perspectiva de encontrarme con Horacio, de conquistar su voluntad definitivamente, pues, a esa altura de mi vida, cuando avanzaba palpando las sombras entre angustias, oprobios y resquemores, harto del saldo mezquino que perduraba alrededor, luego de tanta muerte injusta, Horacio constituía para mí la única, la última luz del desolado paisaje.

Cleria no intentó retenerme. Carecía para ello de influencia y de argumentos, y probablemente le gustaba la idea de que su marido, cuya proximidad la incomodaba, se sumara a los próceres que en esos momentos mismos aprestaban sus armas y sus almas para la gran acción. Me despedí de ella gravemente, en una ceremonia en la cual, delante de mis vasallos reunidos, besé su mano húmeda de la que colgaba siempre, apresado entre el índice y el pulgar, un largo pañuelo flotante. Y me fui, seguido por seis arcabuceros, cuatro pajes y Antonello, que llevaba con ufanía, suspendida en el arzón, su espada virgen. Soplaba en torno el aliento del ancho estío. Abarqué con los ojos a los monstruos recalentados, y tomamos el rumbo del mar. Pálidas hogueras humeaban en el amanecer.

Marcantonio Colonna, duque de Pagliano, me acogió cordialmente en Civitavecchia pero mi ánimo quisquilloso me insinuó que no se ocupaba de mí como debía. Suspendió tres veces la conversación, que giraba, vagamente, sobre el estado de Cecilia y sobre las obras de Bomarzo que no alcanzaba a comprender y que imaginaba como una horrible feria, con gigantes y cabezudos, para atender a oficiales que entraban llevando despachos y para ladrar sus órdenes insolentes. Tenía veinte años menos que yo y se destacaba por su experiencia bélica. Sin embargo se murmuraba que ignoraba cuanto se refería al arte de la lucha en el mar, pues no en vano pertenecía a un linaje que, siendo tan rico en capitanes ilustres, no había dado a Roma ni un solo almirante. A nosotros nos execraba, aunque era casado con una Orsini, hermana del duque de Bracciano: por lo menos a mí, perpetuamente desconfiado, se me antojó, no bien lo vi, que nos aborrecía, y eso que la recepción, repito, fue cordial. Continuaban en pie testimonios bastante recientes que proclamaban su encono. Durante la campaña de Pablo IV, en la que intervinieron Horacio y Nicolás Orsini en favor del pontífice, Marcantonio había combatido contra el papa, sirviendo al duque de Alba, y luego había asumido la responsabilidad de la conducción de la guerra y había hecho prisionero a Julio Orsini, una de las figuras descollantes de nuestra estirpe, y lo había tratado muy mal. Pablo IV lo había excomulgado ya en aquella época, lo mismo que a su padre, el patriarca Ascanio Colonna, despojándolo de sus feudos, y ahora otro papa, un santo, Pío V, lo nombraba general de la Iglesia y le entregaba el estandarte de la Liga. Así es de contradictorio el mundo. ¡Bah!… podía pensar de nosotros lo que quisiera. No me importaba un ardite. Se lo devolvíamos con creces. Lo cierto es que en el momento de mi arribo lo agobiaba una inmensa responsabilidad. Civitavecchia hervía de gente. Y me ofreció un lugar, con los míos, en su galera, la
Capitana
, que tenía por jefe (como es natural) a otro Colonna, su primo y lugarteniente Pompeyo, que había andado a su vera en las porfías herejes de la citada campaña de Roma y antes había asesinado, por lucro, a su suegra, una Colonna más. Horacio y mi sobrino habían sido trasladados a esa nave. Encontré a bordo a amigos y enemigos viejos: a Pier Francesco Colonna (sobraban los Colonna), defensor de Malta; al duque de Mondragone, yerno de Marcantonio (era un Caraffa, y Pablo IV había desposeído a Marcantonio en beneficio de los Caraffa, sus parientes, porque todo se guisaba entonces en familia); a Miguel Bonelli, hermano del cardenal y sobrino del Santo Padre; al valiente Pirro Malvezzi, a Pompeyo Gentile, a Lelio dei Massimi, a algunos caballeros de Malta, a Camilo Malaspina… pero ninguna sorpresa fue equiparable a la alegría de estrechar en mis brazos a Horacio y a Nicolás.

Tostados, curtidos, no había en la flota mejores capitanes. Resplandecían. Sobre todo Horacio. Quiso devolverme la espada de Carlos Quinto, pero la rechacé. Él la blandiría con más eficacia que yo. A guardarla, pues, rutilante como una joya, y a desenvainarla para espanto del turco y nombradía de los
editus Ursae
. Se asombraban de tenerme entre ellos, de que arrostrase los riesgos de la expedición. ¿No conservaba huellas de las zarpas de Djem?, ¿no hubiera sido más adecuado que permaneciera en Bomarzo, dedicado a mí mismo, a mi gabinete de artista, a mi parque, a mis fantasías de piedra, a gozar de la solicitud de mi nueva esposa? Cuando los oí formular esa postrera pregunta, me eché a reír y me esforcé por que mi risa fuera ronca, áspera, militar. Vamos… vamos… Cleria Clementini… Entre nosotros, unidos por la sangre y por la camaradería, no podía haber secretos. Cleria no representaba absolutamente nada, no existía. Sólo existíamos nosotros, los Orsini. Y los palmeaba, mientras los muchachos intercambiaban, sin duda, miradas de divertido sobresalto.

Para acentuar la complicidad que ansiaba establecer entre los jóvenes héroes y el giboso caduco que hacía las veces de improvisado recluta, les pedí que me ayudasen a esconder a Antonello. Pío V había prohibido solemnemente dos cosas a Marcantonio Colonna y a Honorato Caetani, general de su infantería en el ejército de la Liga: que embarcaran en la flota mozalbetes sin barba, y que toleraran blasfemias. Y Antonello, mi negrillo, no tenía ni un solo pelo en el mentón. Accedieron, gozosos. Era tan pequeño que cabía en cualquier parte. Lo metimos dentro de un cesto y lo ocultamos en el estrecho cuartujo que con ellos compartía. De noche, al amparo de la oscuridad, mientras seguimos fondeados en Civitavecchia, descendía a tierra por una escala de cuerdas, brincando como un mono. Y juntos vivimos, los cuatro, unos días que brillan en mi memoria entre los más hermosos de mi existencia, mientras esperábamos la orden de levar anclas.

Pronto se sumó a nosotros un quinto personaje, recién venido de Roma, Samuel Luna, el judío de Pésaro que le correspondió en la distribución a Horacio, cuando la escuadra de Malta, a la que pertenecía circunstancialmente mi heredero, se apoderó de la nave en la que numerosos emigrados sefardíes escapaban hacia Palestina, a radicarse en Tiberíades, atraídos por la propaganda de José Nasí,
soidisant
duque de Naxos, favorito del sultán. Recordé que Horacio me había hablado de su condición de escultor, y hasta me había propuesto que le encargara el labrado de la roca que continuaba intacta detrás de la figura del elefante Annone. Era un hombre de las características de Jacopo del Duca, recio, musculoso, circunspecto, que frisaba los cuarenta años y se expresaba con lentitud. Me referí delante de él a la posibilidad de que realizara esa obra, y se iluminaron sus ojos grises, sombreados por las cejas espesísimas, pero en seguida recuperó la expresión taciturna que únicamente cedía en los momentos en que Samuel se hallaba frente a algo —un edificio, un objeto— que conmovía sus fibras sensibles, muy ocultas, que vibraban ante el espectáculo de la belleza.

Integrábamos un grupo curioso —el duque corcovado; los dos caballeros de Santo Stefano, ágiles, con sus grandes cruces rojas sobre el pecho; el morenito menudo, que enseñaba los dientes y agitaba al danzar las cuentas de su turbante; y el esclavo judío, robusto y silencioso, que cerraba la marcha con el aparato imponente de las dagas cruzadas en el abdomen— y la gente se volvía a mirarnos, no bien nos internábamos por las callejas del puerto de Trajano en pos de las tabernas y de las casas de las prostitutas. Mi papel era, aunque parecía el centro de la compañía, meramente secundario. Me sentaba a beber, servido por Samuel y por Antonello, a quienes los bodegoneros presentaban los jarros con especial deferencia y, mientras los dos caballeros —que no habían formulado, por cierto, el voto de castidad, pues la orden fundada por el gran duque de Toscana se ocupaba estrictamente de perseguir piratas, liberar cristianos y difundir la fe católica— apretaban contra sus rojas cruces los senos blancos de las meretrices de los muelles, me inundaba la dicha de no estar solo, de haber establecido una verdadera intimidad con ambos muchachos. Únicamente muy tarde, cuando la embriaguez derribaba mis defensas y me devolvía, inerme, al mundo de mis culpas, sentía confusamente que aun en esas horas privilegiadas la carga de la ansiedad gravitaba sobre mi espalda contrahecha. Entonces, palabras aisladas, sibilinas para los Orsini, temblaban en mis labios. La reminiscencia de Julia Farnese traicionada, cuyo fruto probable tenía ante mis ojos, en la forma de ese hijo querido que no me atrevía a considerar como tal, y la muerte de Maerbale, cuyo vástago oprimía con afecto mi mano entre las suyas, alternaban con la evocación de Zanobbi Sartorio, que acudía también, imposible de reprimir, a la cita de mis remembranzas atormentadas. Zanobbi había sido tan hermoso, tan hermoso como Abul, y artista y extraño. Me había emocionado, encantado alguna vez, y yo se lo pagué sepultándolo vivo. Al verme así, decrépito, balbuciente, medio ebrio, Horacio y Nicolás apartaban a las mujeres y retornábamos al barco. Samuel me cargaba en brazos, como si fuese un niño, para ascender la escalerilla, seguidos por Pompeyo Malaspina, Lelio de Massimi o el duque de Mondragone, que regresaban simultáneamente, oliendo a vino y vanagloriándose de violaciones presuntas, y por Antonello que se disimulaba como un gato entre las capas de los caballeros de la cruz.

El 21 de junio zarpamos de Civitavecchia. Antes se pasó revista. Imponentes damas, mi prima, la mujer de Marcantonio Colonna, y Ana Borromeo, acudieron a despedirnos. Los soldados papales habían sido enganchados en todas las ciudades de Italia y trajeron sus propias armas, sus arcabuces, sus alabardas, sus morriones, lo cual contribuyó a la heterogeneidad del pasaje. Hacía bastante frío en el mar. No poseía yo, como en Metz, una armadura soberbia. Segismundo me había compuesto una, con el herrero de Bomarzo, ajustando y repuliendo piezas antiguas. Sobre ella eché un manto descomunal, agobiante, de pieles de oso. El viejo oso de los Orsini iba también en la escuadra, a pelear contra el turco. Si se entreabría su pelambrera que la fresca brisa despeinaba, se distinguía, en el pecho, su carne de acero bruñido. Marcantonio me dijo, al día siguiente, en momentos en que nos aprontábamos a ancorar en Gaeta, que me cuidase, porque el aire del Tirreno era capaz de implacables perfidias. Añadió, poniéndome una mano en el hombro, que estaba al tanto de que llevaba conmigo un niño negro, un pajecito de Mugnano, y que a pesar de la interdicción del Santo Padre me autorizaba a conservarlo, teniendo en cuenta mi edad, mis achaques y la buena voluntad que evidenciaba en pro de la causa de Cristo. Todo ello me enfadó sobremanera, y me sacudí como un oso para eludir su presión protectora. El 24 entrábamos en el puerto de Nápoles, donde estuvimos casi un mes. Las operaciones se efectuaban en aquella época con increíble morosidad. Yo bullía por salir al combate, y Horacio y Nicolás reían de mi impaciencia. El cardenal Granvela, virrey de Nápoles, nos invitó a comer en varias ocasiones. Era de origen francés, de Ornans, algo menor que yo, nieto de un forjador o de un cerrajero, sumamente galante, y había sucedido en el cargo, hacía dos meses, al duque de Alcalá. Su galantería no lo privaba de haber mandado, en esos días, unas mujeres al cadalso, por heréticas. En Messina nos encontramos con la flota veneciana de Sebastián Veniero, y nos dedicamos a esperar a los españoles que venían de Barcelona, con Don Diego de Austria.

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