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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (98 page)

BOOK: Bomarzo
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Un banco de piedra, adosado a los muros, contorneaba la habitación, alrededor de la mesa central de extremos curvos que parecía un catafalco. Todavía siguen allí. Antonello me había improvisado un lecho a un costado, y había puesto junto a él un cántaro de agua y algún alimento. Un cirio solo palpitaba sobre la mesa y coloqué a su lado la copa. Me desembaracé del manto y de la corona y me senté en el banco. Las oscilaciones de la llama desplazaban la forma de mi giba en la desnudez de las rugosas paredes. Ubicado en el medio de la caverna, como si estuviera en la garganta del Demonio, abrí la puerta y contemplé, desde mi encierro, la noche de luna. Perfilábanse, en la cavidad de la boca, bajo los dos grandes colmillos estalactitas, las sombras del bosque, y a través de los agujeros de los ojos brillaba el cielo de plata vieja. Bomarzo se desprendía de mí, que tanto lo amé, aguzando su dolorosa hermosura.

Antonello había acatado mis órdenes. Había dispuesto al alcance de mi mano varios libros de devoción. Los tomé, distraído, y comprobé que había agregado el Garcilaso de Miguel de Cervantes. Pero yo no quería leer ni reflexionar aún. Me acercaba a la cúspide de mi zarandeada existencia, aquella hacia la cual habían tendido, voluntaria o inconscientemente, todas mis discrepantes aspiraciones. El cáliz era alto, grueso, y había sido tallado como un inmenso joyel. El líquido lechoso que lo colmaba se conmovía y temblaba, turbado por secretas fuerzas que provocaban leves burbujas y se dijera que despedía una claridad de ópalo, como si otra lámpara iluminase la roca del recinto. Elevé el cáliz pausadamente, como se hace en los rituales consagratorios, y bebí. Me erizó un largo estremecimiento. Me acosté en el camastro, y la ermita se fue encendiendo de colores acuáticos, de verdes espumosos, de índigos y cobaltos vacilantes. Inciertas figuras —la de Maerbale, la de Girolamo, la de mi padre, la de mi abuela, la de Julia, la de Horacio, la de Zanobbi, la de Segismundo, la de Abul, la de Pantasilea, la de Silvio de Narni, la de Adriana, la de Beppo, la de Pier Luigi Farnese, la de Lorenzino de Médicis, la de Cecilia Colonna, la de Cleria Clementini, la de Juan Bautista Martelli— se dibujaron, titubeando, en el muro que resplandecía como los mosaicos de Venecia.

—¡Dios mío! —murmuré—. ¡Dios mío!

Todavía me alcanzó la lucidez para observar cómo se recortaba la silueta de Don Juan de Austria, en su proa de neblina, y la de Carlos Quinto, con la espada rota en la diestra, y todo se borró. La cantilena punzante de añoranzas y el arpa del pastor, reptaron hasta el zumbar de mis oídos. El tiempo no existía ya. Otras imágenes, extrañas, terribles, comenzaron a ascender de los arcanos. Pero el tiempo no existía. Desde muy lejos, vinieron unos gritos desesperados. Cecilia Colonna se había asomado a la ventana de su aposento, en el castillo y, horadando la negrura con sus ojos ciegos, repetía mi nombre:

—¡Vicino, Vicino, Pier Francesco… Vicino!

Entonces comprendí que iba a morir; comprendí que no iba a vivir para siempre, sino a morir en seguida; comprendí que Cleria, despechada, le había comunicado a Nicolás cuál era la parte esencial que me incumbía en la muerte de su padre, y que el muchacho había mezclado el veneno, mientras caminábamos rumbo al Orco, en el mismo cáliz donde Salomón Luna volcó el filtro que me procuraría la eternidad anunciada por Benedetto. Mi fin resultaba tan paradójico, tan digno de la contradicción de mi vida, tan perfecto, tan propio para fascinar, con su exacta estructura, al poeta que soñé ser, que a pesar de mi espanto, sonreí. Pesadamente, me incorporé.

—¡Dios mío! —volví a murmurar—. ¡Dios mío!

Me acerqué a la mesa catafalco y caí de bruces sobre su superficie. Vibraba alrededor la frase que mi padre había escrito debajo de mi horóscopo, con su letra insolente, aristocrática:
Los monstruos no mueren
. Sí mueren: los monstruos mueren también; todos morimos; la inmortalidad —me lo había confiado mi abuelo, el cardenal, en su agonía— es la voluntad de Dios; la única; un día morirán los monstruos de piedra erigidos por mi orgullo.

Yo he gozado del inescrutable privilegio, siglos más tarde —y con ello se cumplió, sutilmente, la promesa de Sandro Benedetto, porque quien recuerda no ha muerto—, de recuperar la vida distante de Vicino Orsini, en mi memoria, cuando fui hace poco, hace tres años, a Bomarzo, con un poeta y un pintor, y el deslumbramiento me devolvió en tropel las imágenes y las emociones perdidas. En una ciudad vasta y sonora, situada en el opuesto hemisferio, en una ciudad que no podría ser más diferente al villorrio de Bomarzo, tanto que se diría que pertenece a otro planeta, rescaté mi historia, a medida que devanaba la áspera madeja viejísima y reivindicaba, día a día y detalle a detalle, mi vida pasada, la vida que continuaba viva en mí. Así se realizó lo que me auguró en Venecia, por intermedio de Pier Luigi Farnese, una monja visionaria de Murano, a quien debo esta profecía que ninguno de nosotros entendió a la sazón y que atribuimos a su mística locura:
Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el duque se mirará a sí mismo
… El duque murió; el duque Pier Francesco Orsini que luego se miraría a sí mismo, asombrado, murió de veneno, sin originalidad, como cualquier príncipe del Renacimiento, en el instante preciso en que creía que tornaba a ser totalmente un ascético príncipe medieval, émulo de los santos insignes de su familia. Pero aun en eso, en la ironía trágica del emponzoñamiento con la pócima que aseguraba el perpetuo subsistir, el duque de Bomarzo fue distinto a los numerosos duques envenenados de su época, como su parque célebre fue distinto a todos los demás, porque cuanto con él se vinculaba fue distinto del resto. Murió esa noche de mayo de 1572 en que yo, tumbado sobre la mesa de la Boca del Infierno, sentí el frío de la piedra contra mi cara.

Un frío más intenso empezó a invadirme las piernas y la cintura y a helarme el corazón, y lo único que distinguía, pues casi no podía moverme, eran mis manos, los largos dedos del retrato de Lorenzo Lotto. Me estiré, gimiendo. Quería besar el rosario de Don Juan, el rosario bendito por San Pío V, que colgaba de mi yerta muñeca, y mis labios quedaron inmóviles a mitad de camino, entre la sarta de cuentas negras y el anillo de Benvenuto Cellini, el de acero puro, lo último, en mi meñique crispado, que mis ojos vieron, antes de que la noche implacable los cegara y me arrastrase, pobre monstruo de Bomarzo, pobre monstruo pequeño, ansioso de amor y de gloria, pobre hombre triste, hacia el bosque de los verdaderos monstruos y de la postrera, invencible, apaciguadora luz.

FIN

Manuel Mujica Lainez, (Buenos Aires, 1910 - La Cumbre, 1984) Narrador argentino que combinó imaginación novelesca con datos históricos y el color local con el cosmopolitismo, desarrollando una serie de tramas de corte histórico. Nació en el seno de una familia patricia; por vía materna descendía de periodistas y escritores e incluso su madre componía piezas de teatro que leía a sus amistades, de modo que creció en un medio en el que todo se conjugaba para facilitar su vocación por las letras.

Entre los trece y los dieciséis años vivió en Europa, donde se familiarizó con los clásicos franceses e ingleses, y a su regreso se vinculó con A. Storni, Arturo Capdevila y otros, y más tarde con A. Bioy Casares, S. Ocampo, S. Bullrich y el círculo de colaboradores de la revista
Sur.
Pero nunca perteneció a ninguna «capilla literaria», según sus propias palabras, aunque sí fue vicepresidente de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) cuando J. L. Borges la presidía.

Sus gustos clásicos lo mantuvieron ajeno a vanguardias e innovaciones. Admiraba a M. Proust, H. James y V. Woolf. Obtuvo, entre otros, el Premio Nacional de Literatura (1963) y recibió la Legión de Honor del Gobierno de Francia (1982). En 1931 comenzó a colaborar en
La Nación
como crítico de arte y en 1936 reunió bajo el título de
Glosas castellanas
sus artículos periodísticos; dos años después publicó la novela
Don Galaz de Buenos Aires
.

Si con los cuentos de
Aquí vivieron
(1949) y
Misteriosa Buenos Aires
(1950) abordó momentos de la historia de la ciudad desde sus orígenes, con las novelas
Los ídolos
(1952),
La casa
(1954),
Los viajeros
(1955) e
Invitados en El Paraíso
(1957) retrató el apogeo y la decadencia de la alta burguesía argentina. Volvería a ello muchos años más tarde, con
El gran teatro
(1979), aunque derivó antes hacia la novela histórica de ambientación europea.
Aquí vivieron
narra diversas historias sucedidas entre 1853 y 1924 en San Isidro, un suburbio tradicionalmente habitado por la clase alta de Buenos Aires. El libro responde al proyecto de plasmar una literatura que combinara la imaginación novelesca con una base de datos históricos. La misma voluntad se percibe en
La casa
, relato en el que una señorial vivienda de la calle Florida de Buenos Aires narra en primera persona su propia historia y la de sus habitantes. Más abarcadora, aunque sin romper con esa línea, resulta
Misteriosa Buenos Aires
, una reconstrucción no carente de elementos ficticios de la historia de la ciudad, desde el mismo momento de la llegada de su primer fundador, Pedro de Mendoza.

Bomarzo
(1962), su título más célebre, desarrolla un argumento ambientado en Italia durante el esplendor de las cortes renacentistas. Esta biografía del duque Pier Franceso Orsini sirvió de base para una ópera de Alberto Ginastera, cuya representación fue prohibida durante el gobierno del general Juan Carlos Onganía, en uno de los más célebres casos de censura que tuvieron lugar en la Argentina;
El unicornio
(1965) se sitúa en la Edad Media.

La temática histórica se despliega también en los cuentos de
Crónicas reales
(1967) que, con humor, narran las andanzas de los reyes de un inexistente país europeo;
De milagros y melancolía
(1968) transcurre en la imaginaria ciudad de San Francisco de Apricotina del Milagro, mientras que
El laberinto
(1974) son las supuestas memorias de un aventurero español en la época de la conquista.

El viaje de los siete demonios
(1974) remite a los pecados capitales y a otras tantas ambientaciones distintas en el tiempo y el espacio. La última incursión del autor en la novela histórica fue
El escarabajo
(1981). Otras de sus obras son
Vida de Aniceto el Gallo
(1943),
Vida de Anastasio el Pollo
(1947),
Miguel Cané (Padre)
(1942),
Cecil
(1972),
Sergio
(1976),
El brazalete y otros cuentos
(1978) y
Un novelista en el Museo del Prado
(1984).

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