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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (96 page)

BOOK: Bomarzo
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Cleria Clementini había explotado mi ausencia para afirmar en Bomarzo su señorío. El dominio que ejercía sobre mis vasallos, fundado en dádivas constantes, en nada se parecía al que logró la bondad de Julia Farnese. Era superficial; procedía de convenciones, de ventajas. La ridiculez de la castellana rayaba en lo insoportable. Más gruesa, más espesa, más cargada de joyas, cambiando constantemente los aderezos y los vestidos, se daba aires de reina. Ni siquiera la abnegación condescendiente de Cecilia Colonna pudo seguir tolerándola. La princesa ciega había terminado por recluirse en sus aposentos, restando así un elemento importante a la pequeña corte inventada por mi mujer. Ésta no contaba, para exhibir sus pompas infructuosas, con más testigos que el duque de Mugnano, a quien aquel teatro divertía sobremanera, Porzia, Segismundo, Pantasilea, Fabio y algún visitante de paso. De vez en vez, el cardenal Madruzzo, que moriría un lustro más tarde, descendía de su coche ante el portal y elevaba con su presencia el modesto nivel de las reuniones en las que los mimos y juglares de Mugnano desempeñaban la parte principal. Cleria había impuesto por cansancio a sus presuntos Clementini. El papa San Clemente y los condottieri de Rímini no se despegaban de sus labios. En el salón central, junto al horóscopo de Sandro Benedetto pintado por Andrea Sartorio, había hecho poner el escudo de la cabria de oro y las tres estrellas de plata, timbrado por un león con cuernos en la cimera, y no tuve ánimo para ordenar que lo quitasen. Allá ella. Sin duda interpretó mal mi actitud, pensando que cedía, que aprobaba, que yo también entraba en el juego irrisorio, porque, habiendo temido al principio que desalojara las armas intrusas, se regodeaba ahora de satisfacción. Pero mi indiferencia, que no era fruto del desdén sino de mi nueva compostura distante frente a todo, concluyó por chocarla más que mis pasadas ironías y prohibiciones. Había descontado que, al regresar yo a Bomarzo, el ritmo de la vida cambiaría radicalmente. Calculaba que, sumadas su holgura económica y mi posición, Bomarzo se transformaría —no bien transcurriese el período de duelo establecido por el fallecimiento del primogénito Horacio— en el gran eje mundano con el cual soñaba siempre. Había confeccionado listas de huéspedes, secundada por mi primo el duque y por su círculo, y mi declaración de que proyectaba deslizar mi vida en el retiro, la desconcertó al comienzo y luego la ofendió e irritó profundamente. Incapaz de captar la crisis espiritual por la cual yo atravesaba, repitiendo para tranquilizarse y para acallar los comentarios malévolos de Fabio, que ella se debía sólo al pesar provocado por el fin de mi hijo querido, y que el tiempo restañaría pronto las heridas, tascaba el freno y, cuando se convenció de la inexorable seriedad de mis propósitos, una hirviente furia sucedió a su primer entusiasmo. ¿Cómo?, ¿el duque volvía del golfo de Lepanto, ungido por la gloria, y aspiraba a desaparecer, a que se apagaran las luces de la fiesta palatina? ¿Acaso el duque no sabía que doquier se agasajaba a los héroes de la magna empresa; que el triunfo de Marcantonio Colonna, al entrar en Roma cubierto de brocado de oro, arrastrando a quinientos esclavos turcos, la cuerda al cuello, había superado al de Escipión, y que el banquete para honrarlo se había servido en el Capitolio? No, no lo ignoraba. Estaba al tanto de los carros cargados de armas, de despojos de los navíos del sultán; estaba al tanto de la recepción tributada por Pío V, en la basílica de San Pedro, donde había aguardado al vencedor con veinticuatro cardenales y parte del patriciado, que centelleaban como rubíes; estaba al tanto de la columna de plata —la columna de los Colonna— que el general había entregado a la iglesia de Aracoeli, donde el jefe de los Colonna y el jefe de los Orsini se habían purificado, dos siglos atrás, en un baño sembrado de pétalos de rosa. ¿Y entonces?, ¿por qué no había ido yo a Roma, a participar del desfile memorable?, ¿por qué no la había llevado a ella a gozar de la notoriedad que le correspondía, mientras los séquitos atravesaban los foros imperiales y las voces se levantaban, sonoras, en el tedéum, sobre las lanzas y las banderas? ¿Acaso el duque de Bomarzo y su sobrino Nicolás Orsini no habían intervenido en la jornada naval más ilustre que la historia recuerda, más ilustre que Actium? Mi único beneficio, luego de una campaña fatigosa en la que había perdido a mi hijo, ¿consistiría en colgar el escudo de Horacio en medio de los trofeos de mi casa, y en dirigir, como un capataz de albañiles, a unos esclavos infieles que removían piedras en el parque?

Espiaba, colérica, mis andanzas entre los monstruos del Sacro Bosque, con los dos judíos. Cuando me enclaustraba junto a Salomón Luna en el gabinete de Silvio de Narni, que Samuel y Antonello habían limpiado de objetos inútiles, Cleria lo comentaba con Porzia. Habíase anudado entre ambas una curiosa relación. La melliza de Juan Bautista, la ex meretriz de Bolonia, se deleitaba con esa amistad como con un sahumerio. Habituada, pese a su belleza, a que la tuvieran en menos, si abandonaba el amparo de los moros de Mugnano, y a que le hicieran sentir, con mínimas insinuaciones crueles, lo irregular de su situación, le agradecía a Cleria su cortesía afectuosa, sin columbrar que ésta emanaba de la necesidad de la duquesa de hacerse de aliados; y sin notar que el mejor camino que Cleria podía seguir, para ganarse la voluntad de mi primo, era halagar a su amante. Porzia también sufría la decepción que emanaba de mi conducta. Mientras esperaba con Cleria mi retorno, había compartido sus ambiciones. Se dijo que las cosas cambiarían para ella cuando yo volviese a Bomarzo; que, afianzada por la inmunidad que le aseguraba su insólito vínculo con la señora del lugar, desempeñaría un papel importante en la vida nueva del castillo; y ahora, con la de Cleria, se derrumbaba inopinadamente su confianza. ¿Qué les representaban a ambas las alhajas multicolores, los opulentos vestidos, los nocturnos procedimientos desagradables que utilizaban para conservar la frescura del cutis, como el de envolverse el rostro con vendas angostas que sujetaban tajadas de ternera cruda embebidas en leche? ¿Qué le representaban también a Pantasilea, que añadía a los de la duquesa y a los de la barragana del duque de Mugnano su propio apetito frustrado de miembro flamante de la familia Orsini y que, casada con un pobre hidalgo tuerto, que tenía por único bien un collar de perlas y lapislázuli, regalo de un príncipe vicioso, aspiraba a suplir con la compensación de las elegantes zalamerías la flaqueza de sus hogareñas finanzas? Conspiraban las tres, rodeadas por la bulla de los bufones y los saltimbanquis de Mugnano, que reiteraban las pruebas demasiado conocidas. Se asomaban a la
loggia
de la
Gigantomaquia
y me observaban de lejos, cuando iba, renqueando, apoyado en mi bastón y en el hombro de Antonello, del laboratorio del rabí a la obra de Samuel Luna.

Esta última progresaba arduamente. El judío había trazado, de acuerdo con mis indicaciones, el diseño de una cabezota de nariz achatada, redondos ojos vacíos, marcados arcos superciliares y bocaza abierta, remedo de los rasgos que espantaron a mi espejo. Lo más penoso de la tarea, a cargo de los esclavos turcos, al trasladar el dibujo a la piedra, consistía en ahuecar su interior como el de una caverna para convertir a la gran roca en la habitación del eventual ermitaño. Desde el amanecer, como cuando emprendí los trabajos anteriores, el parque resonaba con el golpeteo de los instrumentos duros, y los aldeanos, que no contribuían a la faena esta vez, se comunicaban su asombro al ver perfilarse, entre los prodigios del Bosque, la pesadilla de la testa infernal. Yo alentaba sin cesar a los obreros para que apresurasen la labor, aseverándoles mayores recompensas, y otro tanto hacía con el rabí Salomón que, emparedado día y noche en el laboratorio, descomponía palabra a palabra los escritos de Dastyn, según un método totalmente distinto al de Fulvio y al de Silvio —cuyas impericias, en lo que atañe a los asuntos herméticos, corroboré—, y buscaba, dentro de cada vocablo que desmontaba como si fuese un mecanismo, el hilo rebelde de mensaje. Frente a sus dudas escépticas concernientes a la eficacia de lo que hallase, crecía mi certeza de que ahí, en esos sobados pergaminos, se escondía el secreto de la inmortalidad. Trémulo de impaciencia, no me quedaba tiempo para consagrarlo a mis propias desazones íntimas —dispondría, después, de espacios sin medida para dedicarlos a atormentarme y a serenarme alternativamente, con un masoquismo utópico—, ni a la abigarrada compañía del castillo, que no contaba con más aporte, en su afán de enterarse de pormenores inéditos de la batalla de Lepanto que explotaría en improbables conversaciones futuras, que los datos suministrados por el circunspecto Nicolás. Alguna tarde me detuve en el salón, atraído por las voces de Violante, de Madruzzo y del poeta Betussi, y los oí discutir acerca de los resultados del encuentro naval. Como siempre, quienes no habían actuado en la campaña se erigían en sus censores, quejándose de que no hubiéramos aprovechado la victoria para apoderarnos del Peloponeso, de las islas vecinas y acaso de Constantinopla. Cuando Nicolás arguyó que carecíamos de víveres, respondieron que podíamos hacerlos llegar de Sicilia y de los almacenes otomanos de Patrás; cuando habló de que nos faltaban galeotes, demostraron que sobraban en las capturadas galeras; cuando dijo que la cifra de nuestros muertos era muy alta, objetaron que la de los sobrevivientes era mucho mayor. Tenían réplicas para todo, esos tácticos caseros, especialmente el duque de Mugnano y Segismundo, que no se consolaban de no haber intervenido en la empresa. Arrellanado en mi silla, los escuchaba, lejano, como si ellos hubiesen sido los capitanes de la Liga, y Nicolás y yo su público obsecuente. Mis ojos iban hacia la estatuilla de Horacio Orsini, puesta sobre una de las mesas, entre las efigies rodeadas de perlas que me obsequió el papa Clemente VII el día de mi primera boda. Más que nunca, el anhelo de apartarme definitivamente, de enfrascarme en el análisis de mis inquietudes, devanando la madeja confusa de mi vida, me estremecía entonces. Y, mientras Cleria, Violante, Pantasilea y Porzia enmarcaban la púrpura de Madruzzo con el aparatoso ludir de sus ropajes, y Segismundo ensayaba, ante los mármoles de la chimenea, bélicas actitudes, la mano nerviosa en el puñal de la cintura, yo me retraía, taciturno y pesado como los osos de mi blasón, esperando que mi silencio bastaría para contrarrestar sus alusiones airadas a la desconsideración que significaba, por parte del duque de Bomarzo, no autorizar las fiestas conmemorativas que habían planeado para nuestro regreso.

Sus vínculos con los banqueros Chigi le habían enseñado a Cleria, desde niña, a disimular y a contemporizar, con tal de obtener sus objetivos, y aunque ante mi resolución de abstenerse de colaborar en sus codiciosos proyectos de escalamiento mundano, se había conducido con relativa astucia, rastreando la oportunidad de abatir mis defensas con su tenacidad, llegó el momento en que la certidumbre de su impotencia la obligó a poner en juego la carta que le había facilitado Porzia. Confieso que me desconcertó en el primer momento y que casi sucumbí frente a su extorsión. Me informó de que deseaba conversar conmigo una mañana, enviando un paje a la terraza del Sacro Bosque desde la cual yo asistía a los progresos de la Boca del Infierno que Samuel labraba a recios golpes de su martillo, secundado por los turcos.

Al iniciar el coloquio, Cleria me comunicó que Porzia había sabido, por una carta que Silvio de Narni, torturado por los remordimientos, le había mandado poco antes de su extraña muerte, cuál había sido mi responsabilidad en el fin de Maerbale. Lo singular es que Cleria no censuraba mi proceder; utilizaba mi crimen para hacerme víctima de un chantaje cuyos móviles eran tan frívolos que su desproporción resultaba absurda. En lugar de espantarse ante el fratricidio, ella y Porzia traficaban su secreto delictuoso a cambio de que yo abriese francas las puertas de Bomarzo a sus perspectivas de brillo superficial. He dicho que al principio vacilé. Al fin y al cabo, lo que se me exigía era muy fútil, casi pueril, pero comprendí que, sin percatarse de ello, Cleria obraba como un instrumento de la providencia y me brindaba la coyuntura de avanzar por el camino de la salvación. No cuestioné la autenticidad de lo que confesaba Silvio, reforzando así su revelación, y le contesté que podía emplear la carta como juzgase conveniente. La sorpresa, con la cual no contaba, la dejó absorta. Añadí que yo desaparecería en breve y que entonces Bomarzo sería suyo y la duquesa estaría en situación, con sus medios sobrados, de darle al castillo el destino que se le antojase. Eso —mi desaparición— era precisamente lo que más temía. Sin mí, Bomarzo perdería su atractivo principal, puesto que yo era el verdadero Orsini, el amigo de Hipólito de Médicis y de Julia Gonzaga, el creador de los monstruos originales que se comentaban en las cortes, el héroe también de Lepanto, y por otra parte Cleria se llevaba tan mal con mis hijos y con mis empacados yernos que no dudaba de que mi sucesor suprimiría cualquier tentativa suya de hacer valer su influencia. Rogó, braveó, conminó. Fue en vano. Nada me hubiera costado, en realidad, acceder a sus súplicas grotescas y obtener para su hambrienta vanidad el alimento que ansiaba desde que Madruzzo bendijo nuestra desigual unión, pero Cleria no advertía que con su intimidación le había mostrado el rumbo exacto a la posibilidad de liberarme. La dejé, asfixiada por la vergüenza y por la ira, mascullando amenazas, y, al descender al laboratorio donde el rabí meditaba sobre el horóscopo y el augurio de Sandro Benedetto respiré por primera vez en años el aire diáfano del alivio.

Mis relaciones con Nicolás Orsini no habían sido nunca muy estrechas. De niño, veía en el heredero de Maerbale a una prolongación de su inseparable Horacio, y de muchacho esa impresión continuó siendo la misma, pero el recelo que me causaba su amistad, la cual marcaba la distancia de las generaciones y subrayaba que los lazos que me unirían a mi primogénito no podrían ser jamás tan fuertes como los que lo vinculaban con su compañero de armas, me impidió aproximarme al hijo de Maerbale y de Cecilia. La muerte de Horacio sumió a Nicolás en un estupor que tardó en sacudir. Camarada invariable suyo en el amor y en la guerra, habituado a un diálogo permanente en el que los anhelos comunes acentuaban su solidaridad, andaba ahora como si hubiera sufrido una amputación. Rondaba alrededor de mí, como un perro triste, y se acostumbró a acompañarme, sin apenas cambiar palabra conmigo, cuando visitaba a Salomón Luna y cuando inspeccionaba la obra que dirigía Samuel. Me interrogaba, a veces, sobre los personajes de los retratos familiares y sobre la significación de las esculturas del Bosque. A pesar de su parecido con Horacio, que hacía de él una exaltación de mi propia imagen, hermoseada y perfeccionada, no lograba quererlo. Quizás no le perdonaba, rehusándome a confesarlo, que él hubiera sido el sobreviviente y Horacio la víctima. Pero la manera como lo excluí de mi afecto aun entonces (diciéndome acaso, para tranquilizarme, que lo hacía porque el derrotero que me aprestaba a seguir me vedaba la gracia de nuevos cariños), no consiguió acaparar mi atención de suerte que no advirtiera en Nicolás un cambio. Esa modificación de su actitud hacia mí, tan sutil que sólo mis antenas alertas pudieron percibirla, se produjo meses después de nuestra vuelta a Bomarzo y no se tradujo en ninguna reacción evidente sino en algo indefinible, que flotaba en la atmósfera que lo circuía. Por lo demás, la preocupación de acelerar mis dos proyectos complementarios me trababa para acoger otras inquietudes.

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