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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Relato, Histórico

Bomarzo (89 page)

BOOK: Bomarzo
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—Allí… allí… esa cara…

Antonello se apretó más todavía contra mí, tiritando de miedo, y escudriñó la luna.

—¿Dónde? —interrogaba—, ¿dónde?

Y sus ojos, sus escarabajos, saltaban sobre el espejo, como si quisieran penetrar su opaca superficie.

—Allí…

Nada. No veía nada. Y la cara, entre tanto, avanzaba lentísimamente hacia mí, como si ascendiera del arcano de un pozo tétrico, atravesando el vaho de la niebla. Era horrible. Su horror no procedía de los rasgos, velados por la curiosa materia verdegrís, que los arropaba como una secreción flotante, sino de la expresión, de la incomparable maldad que, bajo el tejido sutil de humores, de legañas que no eran tales sino algo semejante al moho que se adhiere a las momias, emanaba de sus ojos, adivinados, debajo de la putrefacción o de lo que fuese, como dos agujeros brillantes y oscuros, y de la sensualidad atroz que brotaba de sus labios, de su belfo, que tenía mucho de animal o de vegetal, de sobrehumano, y que delataba su lepra como algo aparte del resto, a modo de la carne incolora de un crustáceo que hubiera quedado aprisionada en la trampa de las redes sucias. Volví a mirar hacia atrás y, como la vez primera, comprobé que no había nadie. No había nadie y la habitación zozobraba en la penumbra. Nadie, fuera de Antonello. Djem, parado sobre las patas posteriores, guerreando con el collar de hierro y de turquesas, arañaba al aire y rugía. Su esfuerzo conmovía al lecho inmenso, pesado, que se agitaba como una barca, con su cortinaje. Una fuerza irresistible, una tremenda fascinación, me obligó a tornarme nuevamente y a enfrentarme con el cristal. La cara estaba ya junto a la mía, rozaba casi el yelmo absurdo, su cimera, sus lambrequines de frutas y de joyas. Antonello rompió a llorar. No era, insisto en que no era una cara de rasgos espantosos, de peludas orejas, de dientes lobunos. Carecía de rasgos y era, simplemente, horrible. La boca muy abierta, desproporcionada, se hendía como el acceso de una gruta. En los jardines estalló, con abanicos de estrellas, un fuego de artificio, y los aplausos vibraron sobre la placidez de la noche. El olor repulsivo que impregnó al cadáver de mi astrólogo y a los manuscritos de Dastyn, flotaba en la atmósfera y hasta el paje se estremeció al notarlo. Ya había intuido yo, a esa altura de la experiencia sobrecogedora, quién me visitaba así, en la intimidad de mi aposento. Mi formación, típica de un hombre de esa época, crecido a la vera de Messer Pandolfo y de Pierio Valeriano, que me impulsaba a entremezclar cuanto me sucedía con los recuerdos literarios, hizo bailotear en mi espíritu, en ese momento tan singular, tan pavoroso y tan poco propicio para las citas intelectuales, un verso burlón de Nicolás Maquiavelo, de aquella
Canción de los Ermitaños
que escuché a los estudiantes cuando con Silvio de Narni viajaba hacia Venecia:
Quien ve al Diablo verdaderamente no lo ve con tantos cuernos ni tan negro

Levanté, sin dejar de vigilar al espejo, hundidos mis ojos en las órbitas de la aparición, lo primero que hallé al alcance de la mano, e hice añicos la luna. Entonces Djem, de un tirón rabioso, arrancó la cadena y se abalanzó sobre mí. Sus garras se hincaron en mi hombro, en mi joroba; sentí en el brazo el filo de sus dientes. Sangrando, gritando, me lancé por las escaleras, en pos de Antonello, al que el pánico puso alas en los pies. Llegamos a la galería de los bustos de los patriarcas de Aquileia, donde me aguardaban las máscaras, precedidas por los músicos y por los bufones del duque de Mugnano, y caí delante del Minotauro, enrojeciendo las losas. Mi casco rodó y las perlas se esparcieron. La última visión que conservo de esa escena es el semblante demudado de Pantasilea, celeste de tan pálido, sus pechos desnudos y sus piernas nervudas e hinchadas por las várices. Escapó corredor arriba, vociferando que me habían asesinado, y a sus espaldas danzaban el carcaj y la piel de pantera de la reina de las amazonas.

No hubo fiesta esa noche en Bomarzo, ni la hubo nunca más. A Djem lo degolló el propio Segismundo, que lo adoraba, con su daga española. Los invitados partieron al amanecer. Yo oscilé durante mucho tiempo entre la muerte y la vida. Cuando recobraba la lucidez, reconocía, desvanecidos, transparentes, a Violante, a Fabio, a Antonello, a los franciscanos, al cardenal Madruzzo, venido de su castillo de Gallese, a algunos de mis hijos, que fluctuaban y vacilaban en torno de mi lecho. Y ese olor… Me habían instalado en otra estancia, junto a la
loggia
de la
Gigantomaquia
, y sin embargo su fetidez seguía emponzoñándolo todo. Reconocía a Horacio y a Nicolás, sus ágiles elegancias, sus brusquedades viriles, sus interrogaciones permanentes, pero no podía hablarles. Aquellas pausas de razón duraban apenas: se borraban las familiares figuras, y a poco Pier Francesco Orsini regresaba, como un condenado, a su Infierno, a sus monstruos, a sus larvas, a sus íncubos, a la gran boca sombría, a su no compartido terror.

Larga fue la convalecencia. Las heridas curaron, pero tardé en recuperar mi pleno dominio. Me ubicaron en la
loggia
, cuando el tiempo era bueno y la primavera avanzaba por el valle, con alguno de los libros nuevos que pensaban que podían distraerme. Pero el tratado de mi sobrino Fulvio Orsini, su colección de imágenes de los hombres ilustres de la antigüedad, me fatigaba, mientras volteaba los folios densos de inscripciones latinas, grabadas en medallas y en relieves, y en cuanto a los textos de Andrea Palladio sobre arquitectura, aunque el propio Vasari declarase que no existía ningún palacio más digno de un príncipe que el de Coleoni Porto, que Palladio había alzado en Vicenza, me irritaban, porque su obsesión de simetría, tan opuesta al espíritu barroco de la escuela romana, de Miguel Ángel, de Vignola, de Fontana, era lo más opuesto a mi carácter. ¿Qué me importaban, por lo demás, esos estudios? Me movía, me desperezaba, a mil leguas de ellos. A veces daba unos pasos por la terraza y me afirmaba sobre el antepecho para mirar, en el parque, mi extraña obra. ¿Qué había hecho yo, después de todo, al violentar así a la naturaleza, al distorsionarla hasta reducir aquellas rocas magníficas a objetos monstruosos? ¿De qué pecado más era culpable? ¿Qué podía justificar ese acto de soberbia, impulsado por la presunción de perpetuar los actos de mi vida aborrecible? ¿De qué tenía que enorgullecerme, que valiera su proclamación eterna? Allí estaban, acusadores, los grandes testigos. Yo mismo los había emplazado, les había transmitido mi imperio. Ahora era yo el vasallo suyo. Y estarían siempre. Volvía a la cuja que habían colocado bajo la cubierta
Gigantomaquia
, y me estiraba a olvidar. Era lo que más ansiaba: olvidar, diluirme, pulverizarme, y los monstruos, la enorme guardia de piedra, me lo vedaban. Había oído contar que los cabalistas de Safed, en Galilea, para alejar al Angel de la Muerte que rondaba en torno de un hermano del misterioso duque de Naxos, habían cambiado su nombre, calculando que burlarían así a la inexorable, y también yo hubiera deseado que cambiaran el mío, y dejar de ser el duque de Bomarzo, con tal de que alejaran a mis recuerdos.

Entretanto, alrededor, mis parientes hablaban de las angustias de Europa. El arsenal de Venecia había volado y se aseguraba que la flota había sido destruida. Por esos días, el sultán Selim II, sucesor de Solimán el Magnífico, Selim el ebrio, el licencioso, el que gobernaba desde el serrallo, envió un ultimátum a la Serenísima, exigiendo la entrega de Chipre, y el mundo se preparaba para la guerra. Los judíos habían sido expulsados de los centros menores de los estados papales, porque se los suponía en connivencia con los turcos, sus protectores. Horacio y Nicolás partieron de Bomarzo. Apoyaron contra el mío sus pechos de hierro: ciñeron mis manos frágiles con sus guanteletes. Hasta tarde, hasta que su tropa se esfumó detrás de los montes, seguí oyendo en el patio el relincho brutal de sus cabalgaduras. Los caballeros de la orden de San Stefano debían sumarse en la lucha a los de Malta. Horacio me escribió después, contándome que la escuadra maltesa, a la cual pertenecía, había detenido en alta mar a un grupo de refugiados de Pésaro, que huían hacia Palestina, y que los habían reducido a la esclavitud. «Tengo para Su Excelencia —me decía con el propósito de entretenerme— un maravilloso esclavo, un escultor. Quizás se le pueda confiar la roca que permanece junto al elefante, sin tallar». Pero yo no me interesaba más por esa roca, que reservé para un prodigio último. Meditaba, vagamente, en los riesgos de la guerra. Italia había sido hasta entonces el verdadero paraíso de los hebreos, donde los sabios de la raza peligrosa compartían con los cristianos los estudios graves y secretos que realizaban ahora en Tiberíades y en Safed, y donde la mayoría de los gobernantes utilizaba médicos judíos. Se murmuraba que el duque de Naxos en cuestión, el marrano José Nasí, a quien el sultán había otorgado ese título, arrojando de sus dominios al príncipe Giacomo IV, de familia veronesa, aspiraba a ser el rey de Chipre y a afincar allí a los hijos de Israel.

Exóticas figuras, turbantes como cúpulas de mezquitas, cetros y espadas como minaretes, atravesaban por mi mente que la fiebre excitaba al atardecer. Yo había conocido a algunos de los señores italianos del Egeo, a los Querini, a los Gozzadini, a los Sommaripa, a los d’Argenta, a este mismo Giacomo IV Crispi, cuya estirpe había sucedido a la de los Sanudo en el feudo de Naxos, que gobernaban hacía tres centurias. Los había visto en Roma, donde llamaban la atención, casi mitológicos, merced a sus archipiélagos poblados de fábulas, de viñas y de mármoles célebres. En Venecia, cuando el duque de Naxos descendía de su nave, cuatro nobles vestidos de escarlata lo escoltaban hasta la Sala de las Audiencias, precedidos por seis trompeteros y el dux se levantaba para estrecharlo en sus brazos y lo sentaba al lado de su trono. Y el Mediterráneo medieval, heroico y poético, se perdía… Se perdían para nosotros las Cícladas en las que Teseo abandonó a Ariadna, en las que yacen los gigantes destrozados por Hércules, en las que nació Apolo, las posesiones del duque de Naxos, conde de Andros y de Paros, señor de Milo y de las Islas, cuyo palacio, el
castro
histórico de Marín Sanudo, se elevaba sobre la antigua acrópolis. Se perdía Chipre, donde un advenedizo, un banquero portugués amigo de visires, pretendía tal vez ceñir la corona de rey de los judíos, esa corona que, según narraban los viajeros, José Nasí guardaba en su casa, en el
Belvedere
de Constantinopla, junto a un estandarte bordado con las armas de la dinastía de Lusignan que había regido a Chipre durante trescientos años.

No… los libros sobre el arte actual y sobre el arte remoto no conseguían distraerme. A la inquietud que me causaban mis remordimientos, sumábase la de saber a Horacio en peligro. Además, sentía flotar a mi alrededor un espectro nuevo, más material que los que hasta entonces me habían acosado. Mis hijos cuchicheaban con el intendente de mis tierras, con los notarios, con los leguleyos, y meneaban la cabeza de desesperación. La ruina postergada se cernía sobre nosotros. La herencia de Julia, cuyos restos picoteaban mis vástagos en medio del desorden, no bastaba para contener el desastre. A Fabio Farnese se le ocurrió la idea peregrina de que un segundo casamiento mío sostendría al edificio crujiente y aunque adiviné lo que tramaban no me inmiscuí en sus conversaciones. Allá ellos; que procedieran como juzgaran mejor. Yo ya carecía de voluntad. Casarme, al filo de los sesenta años, abrumado, enfermo… ¡bah! Entrecerraba los párpados y los espiaba, distantes…

Poco a poco, retornó la salud. Segismundo me acompañaba. Mi padre había sido pintado por Lorenzo Lotto, en el políptico de Recanati, bajo los rasgos de San Segismundo, realizando un retrato que nunca llegué a descifrar, y ahora, gracias a este otro Segismundo, era como si mi padre anduviese junto a mí, en las cortas caminatas de los jardines, un padre bondadoso, comprensivo, con la mitad del rostro oculta por un lienzo oscuro, un padre a quien no conocí jamás. Departíamos quedamente, como dos monjes, de cosas viejas, nuestras, que el resto no podría entender, y lo demás —la guerra, la bancarrota, la boda incoherente— retrocedía y se borraba como se desdibujaban los trasgos, los muertos amores, los muertos odios y hasta la cara horrible del espejo. Antonello, como una versión reducida de Abul, marchaba adelante, al hombro el mono favorito de Pantasilea que tiraba de su banda punzó. De tanto en tanto se volvía para sonreírnos. No advertí que Segismundo se había confabulado, por amistad, con nuestra prima Violante; que si no se apartaba de mí era porque él también barruntaba —acaso incitado por el flamante espíritu hogareño de Pantasilea, de Pantasilea Orsini— que la presencia de una mujer rica a mi lado contribuiría no sólo a enderezar mis tristes finanzas sino a devolverme la paz corrompida. Fue él quien me transmitió por fin el fruto de las indagaciones de Fabio y de Violante, él quien se encargó de proponerme el nombre de la que sería duquesa de Bomarzo, salvadora del Sacro Bosque. Se llamaba Cleria Clementini.

No se hubieran atrevido a formular la sugestión en distintas circunstancias. Se requería, en verdad, que yo estuviera muy quebrado, muy debilitado y que mi roída hacienda mostrara su podredumbre, para que osaran ir tan lejos. El origen de los Clementini —¿a qué disimularlo, si sería inútil?— no podía ser más equívoco y oscuro. Aunque se ufanaban de descender de los Clementini de Rímini (y ni siquiera eso era cierto) y de que su casa contaba con figuras relativamente prestigiosas, como Pietro, condottiero de mil hombres a las órdenes de Boemundo de Tarento; Giordano, que pasó a Oriente con Federico Barbarroja; y Juan, consejero de estado de Segismundo Pandolfo Malatesta el Grande; y aunque se preciaban de que su patronímico derivaba de su parentesco con el papa San Clemente —o con Clemente II o III, lo mismo da— y mi primo me enseñó, medio en serio y medio en broma, una genealogía loca que lo refrendaba, esta última disparatada pretensión sólo conseguía acentuar lo absurdo de sus aspiraciones. Lo que sí era cierto, en cambio, es que habían medrado enormemente, trabajando junto al banquero Mariano Chigi, padre de Agostino el Magnífico. A la sombra de los prósperos Chigi, que habían acelerado la ruina de mi abuelo Franciotto, de transacción en transacción, los Clementini habían alcanzado un auge que se complicaba con negocios de múltiple laya. Esa misma penumbra protectora, que facilitó su progreso material, había relegado a los ancianos de la familia en un segundo plano oportuno, más vago que los condottieri de Rímini, defendido por fardos de mercaderías y por altas columnas numéricas, al que únicamente tenían acceso los negociantes y prestamistas de Génova, de Venecia, de Amberes y de Lisboa, lejos de los escenarios fastuosos en los que los grandes señores se debatían contra la pobreza cuando la guerra no les brindaba la ocasión de rehacer sus economías.

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