Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (25 page)

BOOK: Cádiz
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—¿Qué es esto? ¿Cómo has salido de la casa? —exclamó la condesa, besándola con ternura—. A Gabriel debemos sin duda esta buena obra.

—Qué placer es estar junto a usted, querida primita —dijo Inés sentándose en el sofá de la sala tan cerca de Amaranta, que casi estaba sobre sus rodillas—. Me olvido de la falta que he cometido huyendo de mi casa, y los gritos de mi conciencia son ahogados por la gran felicidad que ahora siento. Estaré un ratito, un ratito nada más.

—Gabriel —dijo Amaranta con el rostro inundado de lágrimas— ¿cuándo sale la expedición? Yo pediré permiso para marchar en ella y nos llevaremos a Inés.

—¡Huir! —exclamó la muchacha con terror—. Yo apareceré a los ojos de todos como una criatura sin pudor que deshonra y envilece a su familia… Volveré a casa de doña María.

—¡Fuera engañosas apariencias! —grité yo—. Por más que vuelvas a todos lados la vista, no encontrarás más familia que la que en estos momentos te rodea.

La condesa con su mirada penetrante quiso imponerme silencio; pero yo no podía callar, y los pensamientos que se agitaban con febril empuje en mi cerebro, afluían precipitadamente a mis labios, dándome una locuacidad que no podía contener.

—El entrañable amor que te ha manifestado siempre la persona en cuyos brazos estás, ¿no te dice nada, Inés? Cuando pasaste de la humildad de tu niñez a la grandeza de tu juventud, ¿qué brazos te estrecharon con cariño? ¿Qué voz te consoló? ¿Qué corazón respondió al tuyo? ¿Quién te hizo llevadera la soledad de tu nobleza? Seguramente has comprendido que entre ella y tú existían lazos de parentesco más estrechos que los que reconoce el mundo. Tú lo conoces, tú lo sabes, tu corazón no puede haberse engañado en esto. ¿Necesito decírtelo más claro? La voz de la Naturaleza antes de ahora, en todas ocasiones, y más que nunca ahora mismo clamará dentro de ti para declarártelo. Señora condesa, abrácela usted, porque nadie vendrá a arrancarla de manos de su verdadero dueño. Inés, descansa tranquila en ese seno, que no encierra egoísmo ni intrigas contra ti, sino sólo amor. Ella es para ti lo más santo, lo más noble, lo más querido, porque es tu madre.

Diciendo esto callé; descansé como Dios después de haber hecho el mundo. Estaba tan satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación, la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas y oprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, me halagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y el delirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fuera algo que nos ahoga.

- XXVIII —
[20]

Mientras madre e hija espaciaban a sus anchas y a solas los sentimientos y ternezas de su corazón, yo me encontraba (seis horas después de lo contado, y ya muy entrado el día) frente a frente de mi señora doña Flora, separada su persona de la mía tan sólo por la breve superficie de una mesa, donde dos regulares tazones de chocolate nos servían de almuerzo. Hablamos un rato del acontecimiento que mis lectores conocen, y después, arrimando con arte la conversación hacia asunto más de su gusto, me dijo:

—Amaranta me asegura que no miras con malos ojos a esa jovenzuela que nos trajiste anoche. ¡Bonita formalidad es la tuya! ¿Y qué dirán de un chiquillo que en vez de inclinarse a buscar apoyo para sus inexperiencias en la compañía de personas mayores, se enloquece con las niñas de su misma edad?… Vuelve en ti, hombre… oye la voz de la razón… penétrate bien de…

—Vuelvo, oigo y penetro, señora doña Flora. Estoy arrepentido de mi locura… Tentome el demonio, y… Pero siento pasos, que se me figura son los del Sr. D. Pedro del Congosto.

—Jesús, María y José… ¡Y tú ahí tan serio tomando chocolate conmigo!… Pero hombre, ¿y el pudor y la decencia?

No pudo continuar porque entró D. Pedro, todo lleno de bizmas y parches, fruto amarguísimo de la brillante campaña del Condado. Levantose azorada doña Flora, y dijo:

—Sr. D. Pedro… es una casualidad, créalo usted, que se encuentre aquí este mozuelo… Nunca está una libre de calumnias… Este chico es tan loco, tan imprudente…

Congosto me miró con ira, y tomando asiento, habló así:

—Dejemos a un lado esa cuestión. A su tiempo será tratada… Ahora vengo a decir a usted que se prepare a recibir a la señora condesa de Rumblar, que viene seguida de respetables personas para que le sirvan de testigos.

—¡Dios mío! ¡La justicia en mi casa!

—Parece que lord Gray robó anoche a la señora doña Inesita, depositándola aquí.

—¡Es un error! ¿Pero de veras viene doña María? Yo estoy temblando… Alguien ha entrado en la casa.

No había acabado de decirlo cuando sintiose gran ruido abajo y arriba gran conmoción. Apareció Amaranta, apareció Inés, emitiéronse distintos pareceres, pero prevaleció el de que se recibiese decorosamente a la de Rumblar, contestando a sus cargos en el terreno legal, si ella en el mismo los hacía.

Todos menos Inés nos reunimos en la sala, y a poco entró el lúgubre cortejo, presidido por doña María, con una pompa y severa majestad que le habrían envidiado reinas y emperatrices. Profundo silencio reinó en la sala por un instante, mas rompiolo al fin, sin gastar tiempo en saludos, doña María, no pudiendo contener el volcán que bramaba dentro de las cavidades de su pecho.

—Señora condesa —dijo— venimos a casa de usted en busca de una doncella puesta a mi cuidado, la cual ha sido robada esta noche de mi casa por un hombre que se supone sea lord Gray.

—Aquí está, sí, señora —repuso Amaranta—. Es Inés. Si estaba puesta al cuidado de personas extrañas, yo la reclamo porque es mi hija.

—Señora —dijo doña María temblando de cólera— ciertas supercherías no producen efecto ante la declaración categórica de la ley. La ley no la reconoce a usted por madre de esa joven.

—Pues yo me reconozco y declaro aquí delante de los que me escuchan, para que conste con arreglo a derecho. Si usted alega una ley, yo alego otra, y entretanto mi hija no saldrá de mi casa, porque a ella ha venido espontáneamente y por su propia voluntad, no seducida por un cortejo, sino con deliberado propósito de vivir a mi lado, como hija obediente y cariñosa.

—No me sorprende la conducta de lord Gray —dijo doña María—. Los nobles de Inglaterra suelen corresponder de este modo a la hospitalidad que se les da en las casas honradas… Pero no debo culpar tan sólo a él, hombre de mundo, privado de ideas religiosas y ciego ante la luz de la verdadera y única Iglesia, no. ¿Qué ha de hacer el ciego sino tropezar? A quien principalmente acuso es a ella; lo que más que nada me asombra es la liviandad de esa muchacha casquivana… Verdaderamente, señora condesa, voy creyendo que tiene usted razón en llamarla su hija. Árbol y fruto con iguales propiedades se distinguen.

—Señora doña María —replicó Amaranta con la voz tan temblorosa, a causa de la cólera, que apenas se entendían sus palabras— no vino mi hija seducida por lord Gray. Vino acompañada por él o por otro, que esto no hace al caso, y movida de propia inspiración y deseo. Me congratulo de ello, porque así la persona que más amo en el mundo estará libre de corromperse con el mal ejemplo de dos conocidas niñas mojigatas, que esconden a sus novios bajo las faldas de brocado de los santos que tienen en los altares de su casa.

Doña María se levantó como si el sillón en que estaba sentada se sacudiera repelido por subterránea explosión. Sus ojos fulminaban rayos, su curva nariz, afilándose y tiñéndose de un verde lívido, parecía el cortante pico del águila majestuosa: moviose convulsivamente su barba picuda, reliquia de la antigua casta celtíbera a que pertenecía, hizo ademán de querer hablar; mas con gesto majestuoso semejante al de las reinas de la dinastía goda cuando mandaban hacer alguna gran justicia, señaló a la otra condesa, y desdeñosamente dijo:

—Vámonos de aquí. No es este mi lugar. Me he equivocado. Señora condesa, quise que no se agriara esta cuestión; quise evitar a usted la visita de los emisarios de la ley. Pero usted no merece otra cosa, y no seré yo quien desempeñe en esta casa el papel que corresponde a alguaciles y polizontes.

—Como experta en pleitos —repuso Amaranta— y conocedora de tal laya de gente, puede usted buscar en la familia de estos una esposa para su digno hijo el señor conde, varón insigne en las tabernas y garitos de Madrid. Jugando al monte podrá restablecer el mermado patrimonio, sin verse en el caso de solicitar un enlace violento con una joven mayorazga.

—Salgamos de aquí, señores; son ustedes testigos de lo que aquí ha pasado —dijo doña María dirigiéndose a la puerta.

Y sin esperar a más, resueltamente y bramando de ira, que expresaba con olímpico fruncimiento de cejas, salió de la sala y de la casa, seguida de los mismos que le habían acompañado, a cuya cola iba D. Paco.

Por largo rato reinó profundo silencio en la sala. Amaranta, después de desahogar las antiguas cóleras de su pecho, estaba meditabunda y aun diré que arrepentida de todo lo que había dicho, doña Flora preocupada, y Congosto, con los ojos fijos en el suelo, revolvía sin duda en su cabeza altos y caballerescos pensamientos. Sacó a todos de su perplejidad una visita que nadie esperaba, y que causara general asombro. En la sala se presentó de improviso lord Gray.

Advertí en su fisonomía las huellas de la agitación de la pasada noche, y lo turbado de su hablar indicaba que aquel singular espíritu no había recobrado su asiento.

—En mal hora viene milord —le dijo secamente D. Pedro—. Ahora acaba de salir de aquí doña María, cuyo enojo por las picardías de usted es tan fuerte como justo.

—La he visto salir —repuso el inglés—. Por eso he entrado. Deseo saber… ¿Se sospecha de mí, señora condesa, se me acusa?…

—¡Pues no se le ha de acusar, hombre de Dios!… —dijo D. Pedro—. Pues a fe que echó requiebros la señora doña María… y con mucha razón por cierto. Pues qué, robar a la señora doña Inesita, aun con consentimiento de la que se llama su madre…

—Vamos, estoy tranquilo —dijo lord Gray—. Veo que me imputan las hazañas de este pícaro Araceli, dejando en el olvido las mías propias. Desvaneceré el engaño, aunque en realidad, yo acepto todas las glorias de esta clase que me quieran adjudicar… La señora condesa estará ya contenta.

Amaranta no contestó.

—Disimule usted —dijo D. Pedro—. Eche usted sobre el prójimo sus abominables culpas.

—Veo con dolor —repuso lord Gray jovialmente— que en el rostro de usted, Sr. de Congosto, están escritas con parches y ungüentos las gloriosas páginas de la expedición al Condado.

—Milord —exclamó el héroe con ira—, no es propio de un caballero zaherir desgracias motivadas por la casualidad. Antes que hacer tal cosa examinaría yo mi conciencia por ver si está libre de faltas. La mía no me acusa de haber cometido en ningún tiempo bellaquerías como la de anoche.

—¿Cuál?

—Ya lo sabe usted. Acabamos de oír a la señora de Rumblar —añadió la estantigua enfureciéndose gradualmente—. Digo y repito que es una gran bellaquería.

—Eso va con usted, Araceli.

—No, con usted, con usted, lord Gray. Usted es quien ha sacado a esa joven de aquella honesta casa, morada augusta de los buenos principios; usted quien la ha quitado de la protección y amparo de doña María, cuya santidad y nobleza engrandecen cuanto a su alcance se halla.

—¿Con que es una gran bellaquería? —repitió lord Gray burlonamente—. Eso quiere decir que soy un gran bellaco.

—¡Sí señor, un grandísimo bellaco! —repitió don Pedro, poniéndose tan encendido que las arrugas de su rostro semejaban los pliegues y abolladuras de un pimiento riojano—. Y aquí está D. Pedro del Congosto, para sostener lo que ha dicho, aquí y fuera de aquí en la forma y manera que usted lo crea conveniente.

—¡Oh, Sr. D. Pedro! —exclamó lord Gray con júbilo—. ¡Qué gran placer me proporciona usted! Desde que por primera vez visité esta noble tierra, he buscado ansiosamente al gran D. Quijote de la Mancha; yo quería verle, yo quería hablarle, yo quería medir la fuerza de mi brazo con la del suyo, pero ¡ay!, hasta ahora lo he buscado en vano. He revuelto media península buscando a D. Quijote, y D. Quijote no parecía por ninguna parte. Yo creí que tan noble tipo se había extinguido, disipándose en la corruptora sociedad de los modernos tiempos; pero no, aquí está, al fin le encuentro con idéntico traje y rostro, un Quijote algo degenerado en verdad, pero Quijote al fin, que no se encuentra ni puede encontrarse más que en España.

—Si usted bromea, señor lord, yo soy hombre serio —repuso D. Pedro—. Yo tomo a mi cargo la defensa de esa ultrajada señora que acaba de salir; yo desharé su agravio y me tomo a pechos el castigar esta gran injuria que ha recibido limpiando con la sangre del traidor la infame mancha. Esto digo sin nada de quijotería. Ya se ve… en esta casa no me entienden. Es indudable que han entrado aquí las ideas filosóficas, ateas y masónicas, según las cuales ya se acabó el honor y la grandeza, lo noble y lo justo, para que no haya más que pillería, liberalismo, libertad de la imprenta, igualdad y demás corruptelas… Lo dicho, dicho. Este traje que visto prueba que he tomado a mi cargo la defensa de los principios en cuyo nombre se ha levantado la nación contra Bonaparte. ¡Oh, si todos me imitaran!… ¡Si todos empezando por el traje acabaran por las obras!… Pero basta de palabras. Elija usted hora y sitio. Acción tan aleve no puede quedar sin castigo.

—D. Quijote, sí, es él mismo —dijo el inglés—. D. Quijote degenerado y nacido de cruzamientos, pero que algo conserva de la generosa sangre del padre, como el mulo lleva en sí un poco de la dignidad y nobleza del caballo.

—¡Cómo! ¿Llama usted mulo a un hombre como yo? —exclamó Congosto requiriendo coléricamente la espada.

—No, caballero insigne; decía que el quijotismo español de hoy se parece al antiguo, como se parece el mulo al caballo. Por lo demás acepto el reto de usted y nos batiremos a la jineta, a pie, con sable, espada, lanza, honda, ballesta, arcabuz, o como usted quiera. Pronto partiré de Cádiz, quizás mañana mismo. Disponga usted de mí cuando guste.

—¿De verás se marcha usted? —dijo Amaranta saliendo de su atonía.

—Sí, señora, estoy decidido… Vendré a despedirme de usted… Conque Sr. D. Pedro…

—Lo dicho, dicho. Enviaré mi padrino.

—Lo dicho, dicho. Enviaré el mío.

D. Pedro salió mirándonos con altanera soberbia, que nos hizo sonreír a todos menos a doña Flora, la que reprendió al inglés su deseo de sujetar a nuevas pruebas la quebrantada osamenta del héroe del Condado. Después la condesa, que no participaba de nuestro humor festivo por la escena cómica que había seguido a la trágica, cual ordinariamente ocurre en el mundo, llevome aparte, y con aflicción me dijo:

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