Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (23 page)

BOOK: Cádiz
11.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Desgraciado preceptor!… No olvide usted, amiguito, que esta noche hemos de ir a casa de Poenco.

—Sí; a olvidarme iba. Las carnes me tiemblan ya del gusto. ¿Dices que va Pepilla la Poenca?

—Y toda la flor de la majeza.

—Me parece que no ha de llegar el momento en que mi señora mamá cierre los ojos.

—Aguardo en Puerta de Tierra.

—Puerta del Cielo debía llamarse. ¿Irá también la Churriana?

—También.

—Pues aunque supiera que mi mamá estaba en vela toda la noche… adiós… me voy a cenar y a rezar el rosario. Dentro de hora y media estaré allá… Tunante, diré a Presentación que te he visto. ¡Qué contenta se va a poner!

Cuando nos separamos visité de nuevo a lord Gray, y como le encontrara dispuesto a salir a la calle, le dije:

—Milord, la señora condesa (Amaranta) me encargó ayer que rogase a usted pasase a verla.

—Ahora mismo marcharé allá… ¿Está usted libre esta noche?

—Libre, y a la orden de usted.

—Será algo tarde cuando yo necesite de su auxilio. ¿Dónde nos encontraremos?

—No es preciso fijar sitio —repuse—. Yo tengo la seguridad de que nos encontraremos. Una súplica tengo que hacer a usted. Mi espada no es buena. ¿Quiere usted prestarme esa magnífica hoja toledana que está en la panoplia?

—Con mil amores: ahí va.

Diómela, y cambié su arma por la mía.

—¡Pobre Currito Báez! —dijo riendo—. Han fijado ustedes el duelo para esta noche. Pero, amigo mío, yo no puedo estar en todas partes. Esta noche no podré asistir a la muerte de ese hombre.

—¿Pues no ha de poder? Hay tiempo para todo.

—Fijemos horas.

—No es preciso. Ya nos encontraremos. Adiós.

—Pues adiós.

Era de noche y corrí al ventorrillo. Don Diego tardó mucho; pasó una hora, pasaron dos y yo no cabía en mí de ansiedad y afán. Por fin le vi aparecer y calmose mi febril impaciencia con su llegada.

—Poenco —gritó dando manotadas sobre la mesa— trae manzanilla. ¿Hay algo de pescado para hacer sed?… Querido Gabriel, hombre benévolo y caritativo, pongo en tu conocimiento que ahora al pasar por la calle del Burro me dieron ganas de entrar en casa de Pepe Caifás, y allí perdí los cuatro duros que me diste esta tarde. ¿Llevarías tu longanimidad hasta el extremo de darme otros cuatro? Ya sabes que me caso pronto.

Le di lo que me pedía.

—Señor Poenco, ¿dónde está Pepilla?

—Ha ido a confesar y está haciendo penitencia.

—¡A confesar! ¿Tu hija se confiesa? No la dejes acercarse a ningún fraile. Ya sabes que los frailes son
unos animales viles y despreciables que viven en la ociosidad y holganza en una especie de café—fondas donde se entregan a todo género de placeres…

—Todo lo que gastemos lo pago yo, tío Poenco —dije—. Venga Jerez.

—Gracias, gracias, valiente soldado. Siempre has sido generoso. De modo que podré emborracharme… Poenquillo, ¿me sabrás decir dónde se puede ver esta noche a María Encarnación?

—Señorito D. Diego —dijo el pícaro— no me comprometeré yo a decirle dónde está, manque me diera esos cuatro soles de plata mejicana, porque María Encarnación salió de aquí con Currito Báez, y tomando hacia la calle del Torno de Santa María… cétera, cétera.

Entraron varios majos ya de nosotros conocidos, y D. Diego les convidó a beber, lo cual lejos de molestarles les causó muchísimo agrado.

—¿Vienes de las Cortes, Vejarruco? —preguntó D. Diego a uno de ellos.

—Sí… y qué borrasca han armado allí con el papé de Lardizábal.

—Toos, toos son unos pillos —exclamó Lombrijón—. ¡Qué gomitaeras tenía aquel diputao alto, berrendo, querencioso, y qué cosas les dijo cuando le dio aquel súpito, engrimpolándose too!…

—¿Qué entiendes tú de eso, Lombrijón?… Si lo que dijo fue que el puebro…

—En las orejas tengo el voquible, Vejarruco. Fue lo de la mococrasia…

—Apostad a cuál es más bruto —dijo don Diego con pedantería—. La democracia, y no la mococrasia
es aquella forma de gobierno en que el pueblo, en uso de su soberanía se rige por sí mismo, siendo todos los ciudadanos iguales ante la ley…

—Justo y cabal. ¡Qué bien parla este angelito! Si en mi poder estuviera, mañana sería diputado.

—Algún día me votaréis, amigos Vejarruco y Lombrijón —dijo mi amigo sintiendo ya en su cabeza con los vapores del generoso licor el humo de la vana ambición.

—¡Viva el puebro soberano! —gritó Vejarruco.

—¡Vivan las Cortes! —gruñó Lombrijón batiendo palmas con el ritmo de la malagueña—. Lo que igo es que un ruedo de muchachas bailando, con un par de guitarras y otros tantos mozos güenos y un tonel de lo de Trebujena que dé güelta a la reonda, me gustan más que las Cortes, donde no hay otra música que la del cencerro que toca el presiente y el romrom de los escursos.

—Que vengan las muchachas, que vengan las guitarras —gritó el de Rumblar, dueño ya tan sólo de la mitad de su corto entendimiento.

—Poenco, si las traes te hacemos…

—Te hacemos diputao…

—¿Qué es eso? ¡Menistro! ¡Viva la libertad de la imprenta y el menistro señó Poenco!

Mientras de este modo se enardecía el espíritu y se exaltaban los sentidos de aquellos bárbaros, iba pasando mucho tiempo, más tiempo del que yo quería que pasase sin poner en ejecución mi pensamiento. Habían sonado las nueve, las diez, casi las once.

Más fuerte que si tuviera algo dentro, la cabeza de mi amigo D. Diego resistía a frecuentes trasiegos del ardiente líquido; pero cuando vinieron las mozas y comenzó la música, el noble vástago perdió los estribos y dio con su alma y su cuerpo en el torbellino de la más grosera orgía que ventorrillo andaluz puede ofrecer al sibaritismo. Bailó, cantó, pronunció discursos políticos sobre una mesa, imitó el pavo y el cerdo, y por último, ya muy tarde, cuando el afán me devoraba y la impaciencia me tenía nervioso y aturdido, dio con su noble cuerpo en tierra, cayendo inerte, como un pellejo de vino. Las mozas formaban elegantes parejas con Vejarruco y Lombrijón; los guitarristas se divertían por su cuenta en otro extremo de la taberna, roncaba como una bestia enferma el gran Poenco y la ocasión era propicia para mí. Tomé las dos llaves que el durmiente D. Diego llevaba en su bolsillo, y corrí como un insensato fuera de la taberna.

La repugnante zambra habíase alargado bastante, porque eran ya casi las doce.

- XXV -

Yo no corría, volaba, y en poco tiempo llegué a la calle de la Amargura, mortificado por el recelo de acudir tarde. Un hombre que se lanza desesperado al crimen no experimenta en el instante de perpetrar su primer robo, su primer asesinato, emoción tan viva como la que yo experimenté cuando introduje la llave, cuando le di vueltas poco a poco para evitar todo ruido, cuando empujando la puerta ya abierta, esta cedió ante mí sin rechinar, merced a las precauciones que con este fin había tomado D. Diego. Entré, y por un rato halleme desorientado en la profunda oscuridad del zaguán; pero a tientas y cuidadosamente pude llegar al patio, donde la claridad del cielo que por la cubierta de vidrios entraba, me permitió marchar con pie más seguro. Abriendo la segunda puerta que daba paso a la escalera, subí muy despacio asido al barandal.

El corazón me latía con loca presteza, pareciéndome tan desmesuradamente ensanchado, que experimenté la sensación de llevar dentro del pecho un objeto mayor que la casa en que estaba. Me tenté la espada, por ver si estaba en mi cintura, y probé si salía con holgura de la vaina. En las sombras que me rodeaban, creía ver a cada instante la imagen de lord Gray y otra imagen, corriendo ambas fuera de la casa profanada. Verdaderamente, señores, discurriendo con serenidad, no podía darme cuenta del objeto de mi arriesgada expedición allí dentro. ¿Iba a satisfacer en la persona de lord Gray mi anhelo de venganza, iba a gozarme en mi propio desaire o a impedir la violenta determinación de los locos amantes? Yo no lo sabía. En mi pecho bullían ardientes furores, y se quemaba mi frente circundada por anillo de candente hierro. Los celos me llevaban en sus alas negras llenas de agudas uñas que desgarran el pecho, y dejándome arrastrar, no podía prever cuál sería el término de mi viaje.

Al llegar al corredor de cristales que daba vuelta a todo el patio, percibí con claridad los objetos, por la mucha luz de la luna que allí penetraba. Entonces medité, y formulando vagamente un plan, dije:

—Aquí buscaré un sitio donde ocultarme. Lord Gray no puede haber llegado todavía. Le espero, y cuando venga le saldré al paso.

Puse atento el oído, y creí sentir un rumor vago. Parecíame ruido de faldas y pasos muy tenues. Aguardando un rato, al cabo distinguí una forma de mujer que salía al corredor por la puerta menos próxima al sitio donde yo me encontraba. Había allí un alto, pesado y negro ropero que proyectaba sombra muy oscura sobre sus costados, y junto a él me guarecí. Atisbé la figura que se acercaba, y al punto la reconocí. Era Inés. Acercábase más, y al fin pasó por delante de mí. Yo me aplasté contra la pared: hubiera querido ser de papel para ocupar el menor espacio posible.

A la escasa luz pude advertir en ella una gran confusión. Inés iba hacia la escalera, volvía, tornaba a adelantar, retrocediendo después. Sus ademanes indicaban zozobra vivísima, más que zozobra, desesperación. Exhalaba hondos suspiros, miraba al cielo como implorando misericordia, reflexionaba después con la barba apoyada en la mano, y al fin volvía a sus anteriores inquietudes.

—Es que le espera —dije para mí—. Lord Gray no ha venido.

Inés entró de repente en las habitaciones y salió al poco rato con un largo mantón negro sobre la cabeza. Andaba con gran cautela, y sus delicados pies parecía que apenas esfloraban los ladrillos del piso. Volvió a pasar junto a mí, dirigiéndose a la escalera, pero retrocedió otra vez.

—Está loca —pensé— se dispone a salir sola. Sin duda él le espera en la calle.

La muchacha descendió dos o tres peldaños, y tornó a subir. Entonces observé claramente su rostro; estaba muy inmutada. Balbucía o ceceaba, y su soliloquio, en que se le escapaban voces articuladas, era de los que indican una gran agitación del alma. Algunas voces tenues y confusas que salían de sus labios, llegaron a mi oído y percibí con toda claridad estas dos palabras: «
Tengo miedo
».

Al pasar cerca de mí, no sé si sintió mi respiración o el roce de mi cuerpo contra la pared, porque me era imposible permanecer en absoluta quietud. Estremeciose toda, miró al rincón, y de seguro me vio, es decir, vio un bulto, un fantasma, un ladrón, cualquiera de esos vestigios o imaginarios duendes de la noche, que asustan a los niños y a las muchachas tímidas. En el paroxismo de su miedo, tuvo, sin embargo, bastante presencia de ánimo para no gritar; quiso correr, mas le faltaron las fuerzas. Maquinalmente salí de mi escondite, dando algunos pasos hacia ella, la vi temblorosa con los ojos desencajados y las manos abiertas, acerqueme más, y le dije en voz muy baja:

—Soy yo; ¿no me conoces?

—Gabriel —dijo como quien despierta de un mal sueño—. ¿Cómo has entrado aquí? ¿Qué buscas?

—No me esperabas sin duda.

Su acento de profunda sorpresa no indicaba pesadumbre ni contrariedad. Después añadió:

—No parece sino que te ha enviado Dios en socorro mío. Acompáñame: tengo que salir a la calle.

—¡A la calle! —exclamé más desconcertado aún.

—Sí —dijo recobrando
[19]
la zozobra que al principio había advertido en ella—; quiero traerla aunque sea arrastrada por los cabellos… ¡Ay! Gabriel, estoy tan angustiada que no sé cómo contarte lo que me pasa. Pero vamos, acompáñame. No me atrevía a salir sola a estas horas.

Diciendo esto tomaba mi brazo, y con impulso convulsivo me empujaba hacia la escalera.

—Esta casa está deshonrada… ¡Qué vergüenza! Si mañana despierta doña María y no la encuentra aquí… Vamos, vamos. Yo espero que me obedecerá.

—¿Quién?

—Asunción. Voy a buscarla.

—¿En dónde está?

—Se ha marchado… Ha huido… Vino lord Gray… En la calle te contaré…

Hablábamos tan bajo que nos decíamos las palabras en el oído. En un instante y andando con toda la prisa que permitía la oscuridad de la casa, bajamos, abrimos las puertas y nos encontramos en la calle.

—¡Ay! —exclamó al ver cerrar por fuera la puerta—. En mi atolondramiento se me olvidaba, al querer salir, que no tenía llaves para abrir la puerta.

—Pero ¿a dónde vas tú, a dónde vamos?

—Corramos —dijo aferrándose a mi brazo.

—¿A dónde?

—A la casa de lord Gray.

Aquel nombre encendió de nuevo mi sangre, y pregunté con desabrimiento:

—¿Y a qué?

—A buscar a Asunción. Tal vez lleguemos a tiempo para impedir su fuga de Cádiz… Está loca esa muchacha, loca, loca, loca… Gabriel, ¿con qué objeto entrabas esta noche en la casa? ¿Ibas a buscarme?… ¿Ibas de parte de mi prima?

—Pero lord Gray… Explícame eso.

—Lord Gray entró esta noche. Asunción le esperaba… levantose callandito de su cama y se vistió. Yo desperté también… Asunción se llega a mi cama cuando iba a partir, y besándome, en voz muy bajita me dijo: «Inés de mi corazón, adiós, me voy de esta casa». Yo salté de mi cama, quise detenerla, pero la pícara lo tenía todo muy bien dispuesto y salió con gran ligereza. Quise gritar, pero tuve miedo… La idea de que despertase doña María en aquel instante me hacía temblar… Se fueron muy despacito, y cuando me quedé sola… ¡Ay! La insensatez de esa muchacha, a quien todos tienen por santa, me enardecía la sangre. Lord Gray la ha engañado; lord Gray la abandonará… Vamos, vamos pronto.

—¡Me parece que estoy soñando! De modo que Asunción… ¿Pero qué vamos a hacer, qué vamos a decir a Asunción y a lord Gray?

—¿Y eso dice un hombre, un caballero, un militar que lleva una espada? Cuando les vi salir sentí un impulso de cólera… quise correr tras ellos… luego me ocurrió llamar a los de la casa… pero después, pensando que lo mejor sería impedir la fuga de Asunción, discurrí si podría traerla de nuevo a casa, con lo cual la condesa no se enterará de nada… Yo pedí auxilio al cielo y dije: «Dios mío, ¿qué puede hacer una mujer, una pobre y desvalida mujer, contra la perfidia, la astucia y la fuerza de ese maldito inglés? Dios poderoso, ayúdame en esta empresa». Cuando yo decía esto te me presentaste tú.

—¿Y cuál es tu intención?

—Yo dudaba si salir o no. Era una locura salir… ¿Qué hubiera podido lograr sola? Nada. Ahora es distinto. Me presentaré en casa de ese bandido; procuraré convencer a esa desgraciada de la miserable suerte que le espera. ¡Oh!, nunca la creí capaz de acto tan abominable… Haré lo posible por traérmela conmigo. Un hombre me acompaña, no temo a lord Gray, y veremos si persiste en sus viles proyectos delante de mí.

BOOK: Cádiz
11.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tender Love by Irene Brand
The Seventh Daughter by Frewin Jones
Diving Into Him by Elizabeth Barone
My Lady Vampire by Sahara Kelly
Dragonsblood by Todd McCaffrey
Unspoken Love by Lynn Gale - Unspoken Love