Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (21 page)

BOOK: Cádiz
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—Amigo —le dije sin poder reprimir mi enfado— me da compasión verle a usted entre esta desgraciada gente, y más aún oírle encomiar su triste estado.

—No parece sino que nosotros somos mejores que ellos. ¡Ah! Desde que hay en España filósofos y políticos charlatanes y escritores con pujos de estadista, se ha empezado a declarar ominosa guerra a estos mis buenos amigos, lo mismo que a los salteadores de caminos, que no son otra cosa que una protesta viva contra los privilegios de los cosecheros; a los buenos frailes que son la piedra fundamental de esta armonía envidiable, de este sistema benéfico, en que todos viven modestamente sin molestarse unos a otros.

Esto decía cuando una vieja que acababa de llenar la escudilla, llegose a nosotros y después de pedirme una limosna, que le di, puso la descarnada mano sobre el hombro del par de Inglaterra y cariñosamente le dijo:

—Niñito querido, ¡qué buenas nuevas te traigo esta tarde! Alégrate, picarón, y escupe otra moneda amarilla, otro pedazo de sol como el que ayer me diste en premio de mis desinteresados servicios.

—¿Qué me cuentas, tía Alacrana, espejo de las busconas?

—A mí no se me han de decir esos feos vocablos. ¿Pues qué? ¿Acaso en mi vida he hecho algo que tenga olor de alcahuetería? Aquí donde me ven, yo, doña Eufrasia de Hinestrosa y Membrilleja soy muy principal y mi difunto fue empleado en la renta del noveno y el excusado. Pero vamos a lo que importa.

—¿Fuiste allá, brujita mía?

—Por sétima vez. ¡Y qué buena que es mi doña María! Hemos brindado juntas muchos
paternoster
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, a modo de copas de vino, en esta iglesia del Carmen y en obsequio de nuestros respectivos difuntos. Señora más enseñorada no la hay en todo Cádiz. En generosidad no, pero en principalidad se monta por encima de cuanta gente conozco, que es medio mundo. Me da algunos ochavos y lo que sobra de la olla que es (dicho sea sin incurrir en el feo vicio de la murmuración) bien poco sustanciosa. Me ha comprado algunas crucecitas de los padres mendicantes, y huesecillos benditos para hacer rosarios. Hoy le llevé mi comercio y la noble señora hizo que le contara mi historia; y como esta es de las más patéticas y conmovedoras, lloró un tantico. Después, como ella saliera de la sala para ir a sus quehaceres, quedeme sola con las tres niñas, y allí de las mías.

»En cuarenta años de piadoso ejercicio en este ajetreo de ablandar muchachas, avivar inclinaciones, y hacer el recado, ¿qué no habré aprendido, niñito mío, qué trazas no tendré, qué maquinaciones no inventaré, y qué sutilezas no me serán tan familiares como los dedos de la mano? Así es que si me hallo con bríos para pegársela al mismo Satanás, de quien estos pícaros dicen que soy sobrina carnal, ¿cómo no he de poder pegársela a doña María, que aunque principalota, se deja embobar por un credo bien rezado y por una parla sobre la gente antigua, siempre que cuide uno de adornar el rostro con dos lagrimones, de cruzar las manos y mirar al techo, diciendo: «¡Señor, líbranos de las maldades y vicios de estos modernos tiempos!»?

—Tu charlatanería me enfada, Alacrana. ¿Qué recado me traes?

—¿Qué recado? Tres días de santa conferencia he empleado, mi niño. ¿Qué ha de hacer la pobrecita? Creo que está dispuesta a echarse fuera y huir contigo a donde quieras llevarla. Para entrar en la casa y en el sagrado tabernáculo de su alcoba, ya tienes las llavecitas que has forjado, gracias al molde de cera que te traje. ¡Oh, dichoso, mil veces dichoso niño! Ya sabes que la doña María duerme en aquella alcobaza de la derecha y las tres niñas en un cuarto interior. La sala y dos piezas más separan un dormitorio de otro: no hay peligro ninguno.

—¿Pero no te ha dado recado escrito o de palabra?

—Me lo ha dado, sí señor; a fe que es la niña poco cortés para no contestarte. En esta hoja de libro que aquí traigo, marca, apunta y especifica el día, hora y punto en que caerá en los brazos de este haraposo la más…

—Calla y dame.

—Paciencia. Hoy me ha dicho doña María que tiene un dormir tan profundo como el de los muertos. Eso prueba una conciencia tranquila. ¡Dios la bendiga!… Ahora, para darte el documento, deja caer sobre mí el rocío de esas monedas de oro que me fueron prometidas.

Lord Gray dio algunas monedas a la vieja, recogiendo luego un papel que guardó en el seno. Después se levantó, dispuesto a partir conmigo.

—Vámonos —le dije— o estrangulo a esa maldita bruja.

—Es una respetable señora esta doña Eufrasia —me contestó con ironía—. Admirable tipo que hace revivir a mi lado la incomparable tragicomedia de Rodrigo Cota y Fernando de Rojas.

Y luego, volviéndose hacia la miserable turba, con voz entre grave y burlona, le dijo:

—Adiós España; adiós soldados de Flandes, conquistadores de Europa y América, cenizas animadas de una gente que tenía el fuego por alma y se ha quemado en su propio calor; adiós, poetas, héroes y autores del Romancero; adiós, pícaros redomados que ilustrasteis, Almadrabas de Tarifa, Triana de Sevilla, Potro de Córdoba, Vistillas de Madrid, Azoguejo de Segovia, Mantería de Valladolid, Perchel de Málaga, Zocodover de Toledo, Coso de Zaragoza, Zacatín de Granada y los demás que no recuerdo del mapa de la picaresca. Adiós, holgazanes que en un siglo habéis cansado a la historia. Adiós, mendigos, aventureros, devotos, que vestís con harapos el cuerpo y con púrpura y oro la fantasía. Vosotros habéis dado al mundo más poesía y más ideas que Inglaterra clavos, calderos, medias de lana y gorros de algodón. Adiós, gente grave y orgullosa, traviesa y jovial, fecunda en artificios y trazas, tan pronto sublime como vil, llena de imaginación, de dignidad, y con más chispa en la mollera que lumbre tiene en su masa el sol. De vuestra pasta se han hecho santos, guerreros, poetas y mil hombres eminentes. ¿Es esta una masa podrida que no sirve ya para nada? ¿Debéis desaparecer para siempre, dejando el puesto a otra cosa mejor, o sois capaces de echar fuera la levadura picaresca, oh nobles descendientes de Guzmán de Alfarache?… Adiós, Sr. Monipodio, Celestina, Garduña, Justina, Estebanillo, Lázaro, adiós.

Indudablemente lord Gray estaba loco. Yo no pude menos de reír oyéndole, en lo cual me imitaron los pilletes a quienes se dirigía, y pensé que las ideas expresadas por él eran frecuentes entre los extranjeros que venían a España. Si eran exactas o no, mis lectores lo sabrán.

—Amigo —me dijo el lord— uno de los placeres más halagüeños de mi vida es pasar largas horas entre las ruinas.

Marchábamos despacio por la muralla adelante hacia las Barquillas de Lope, cuando encontramos a dos padres del Carmen que volvían apresuradamente a su casa.

—Adiós, Sr. Advíncula —dijo lord Gray.

—¡San Simeón bendito! —exclamó perplejo uno de los frailes—. ¡Es milord! ¡Quién le había de conocer en semejante traje!

Uno y otro carmelita rieron a carcajada tendida.

—Voy a soltar el manto real.

—Creíamos que milord se había marchado a Inglaterra.

—Y me alegré, sí señor me alegré —dijo el más joven— porque no quiero compromisos, y milord me está comprometiendo. Acabáronse las condescendencias peligrosas.

—Bueno —dijo Gray con desdén.

El más anciano preguntó:

—¿Entró al fin milord en el seno de la iglesia católica?

—¿Para qué?

—Ese traje —dijo fray Pedro Advíncula con sorna— indica que milord se prepara a ello con dolorosas penitencias… Veo que ahora usted se las arregla usted por sí mismo, y que no necesita amigos.

—Sr. Advíncula, ya no los necesito. ¿Sabe usted que mañana me marcho?

—¿Sí? ¿Para dónde?

—Para Malta. Nada tengo que hacer en Cádiz. Vayan al diablo los gaditanos.

—Me alegro. La señora se defiende bien. Su casa es una fortaleza a prueba de galanes. ¿Sabe usted que lo ha hecho por consejo mío?

—¡Picarón!…

—¿De veras que ya no hay nada?

—Nada.

—Es una determinación acertada. Hágase usted católico y le prometo arreglarlo todo.

—Ya es tarde.

Advíncula rió de muy buena gana, y apretando las manos al lord, ambos frailes se despidieron de él con cariñosas demostraciones,

- XXIII -

Dos horas después, lord Gray estaba en el salón de su casa, vestido como de costumbre, después de haber borrado con abundantes abluciones la huella de sus barrabasadas picarescas.

Vestido al fin con la elegancia y el lujo que le eran comunes, mandó que pusiesen la cena, y en tanto que venían dos personas a quienes dirigió verbal invitación por conducto de sus criados, paseábase muy agitado en la larga estancia. A ratos me dirigía algunas palabras, preguntas incongruentes y sin sentido; a ratos se sentaba junto a mí como intentando hablarme, pero sin decir nada.

Como el oro improvisa maravillas en la casa del rico, la mesa (sólo había en ella cuatro cubiertos) ofrecía esplendidez portentosa. Centenares de luces brillaban en dorados candelabros, reflejándose en mil chispas de varios colores sobre los vasos tallados y los vistosos jarros llenos de flores y frutas. El mismo desorden que allí había, como en todo lo perteneciente a lord Gray, hacía más deslumbradora la extraña perspectiva del preparado festín.

Al fin, mostrando impaciencia, dijo el inglés:

—Ya no pueden tardar.

—¿Los amigos?

—Son amigas. Dos muchachas.

—¿Las que dan quehacer a la señora Alacrana?

—Araceli —dijo con inquietud— ¿usted oyó el coloquio que conmigo tuvo aquella mujer?… Es una indiscreción. Los buenos amigos cierran los oídos al susurro de lo que no les importa.

—Yo estaba tan cerca, y la señora Alacrana se cuidaba tan poco de la presencia de un extraño, que no pude cerrar los oídos. Milord, lo oí todo.

—Pues muy mal, muy mal —exclamó con acritud—. Todo aquel que se jacte de conocer lo que yo quiero ocultar hasta de Dios, es mi enemigo. ¿No he dicho lo mismo otra vez?

—Entonces reñiremos, lord Gray.

—Reñiremos.

—¿Por tan poca cosa? —dije afectando buen humor, pues no me convenía chocar con él en ocasión tan inoportuna—. Yo soy el más discreto y prudente de los hombres. Usted mismo me ha puesto al corriente de sus aventuras. Vamos, amigo mío, seamos francos. ¿No me dijo usted mismo que pensaba llevársela a Malta?

Lord Gray sonrió.

—Yo no he dicho eso —exclamó vacilando.

—Usted… usted mismo. Y yo prometí ayudarle en la empresa, a cambio de su auxilio para matar a mi aborrecido rival Currito Báez.

—Es verdad —dijo riendo—. Bien, amigo mío. Mataremos a Currito y robaremos a la muchacha. En caso de que necesite ayuda ¿puedo contar con usted?

—Sin duda. Sólo me falta saber para cuándo se dispone el gran golpe.

—¿Qué golpe?

—El del rapto.

Lord Gray meditó largo rato. Sin duda vacilaba en fiarse de mí.

—Para el rapto no necesito de nadie —dijo al fin—. Necesitaré sí para huir de Cádiz, lo cual no es cosa fácil.

—Yo sacaré a usted del apuro. Sepamos cuándo…

—¿Cuándo?

—Para ayudar a usted necesito pedir licencia con anticipación.

—Es verdad. Pues bien. Antes me arrancaré la lengua que revelarle a usted todavía el lugar y la persona…

—Ni yo quiero saberlo: lo que me importa es la hora…

—Es cierto… Bien; repito que ni lugar ni persona los sabrá usted. Diré únicamente…

Sacó un papel que reconocí como el mismo que le entregara la Alacrana, y añadió:

—Este papel fija día y hora. Será mañana por la noche.

—Basta. Es todo lo que necesito saber. Mañana por la noche.

—Lo demás no lo diré ni a mi sombra. Temo traiciones y emboscadas y desconfío hasta de mis mejores amigos.

—Ni yo quiero ser indiscreto preguntando… No me importa. Me basta saber que mañana a la noche tengo que venir a Cádiz para ponerme a disposición de un amigo a quien estimo mucho.

Yo pensé que lord Gray escondería de mis ojos el papel que tan extraños avisos traía para él, pero con gran sorpresa mía, me lo mostró. Era una hoja de un libro, en cuyo margen había algunas rayas con lápiz.

—¿Esta es la carta? A fe que no puedo entender lo que dice, ni es fácil conocer el carácter de la escritura.

—Yo lo entiendo bien… Estas rayas se refieren a determinadas letras de los renglones impresos y con un poco de paciencia se descifra. Pero me parece que sabe usted bastante. Silencio, pues, y no se nombre más este asunto. Me mortifica, me pone nervioso y colérico el ver que hay alguien que posee una parte de mi secreto. Ahora no pensemos más que en Currito Báez. Amigo, siento deseo irresistible, anhelo profundo de matar a un hombre.

—Yo también.

—¿Cuándo le despachamos?

—Mañana por la noche se lo diré a usted.

—¿Quiere usted que le ejercite un poco en la esgrima?

—Nada más oportuno. Vengan los floretes. Espero adquirir de aquí a mañana tanta destreza como mi maestro.

Empezamos a tirar.

—¡Oh, qué fuerte está usted, amigo! —dijo al recibir una estocada medianilla.

—No estoy mal, no.

—¡Pobre Currito Báez!

—Sí. ¡Pobre Currito Báez! Mañana veremos.

Sonó en la escalera gran estrépito, suspendimos al punto el juego, permaneciendo con los floretes en la mano en actitud observadora, y he aquí que entran metiendo ruido y cual brazos de mar que todo lo arrollan e inundan delante de sí, dos mozas de lo mejor que puede criar Andalucía. ¿Las conocéis? Eran María Encarnación llamada la Churriana y Pepilla la Poenca, a quien nombraban así por ser sobrina del Sr. Poenco.

—¡Endinote! —exclamó una corriendo ligerísima hacia mi amigo—. ¿Cómo tanto tiempo sin verte? ¿No sabías que esta probe se estaba muriendo?

—Miloro está encalabrinao por aquí dentro, y ya no quiere nada con la gente de la Viña.

—Amable canalla —dijo el inglés—, sentaos. Sentaos y cenemos.

Los cuatro tomamos asiento y no pasó después nada digno de contarse, por lo cual me abstengo de quitar espacio y atención a asuntos de mayor importancia.

- XXIV -

D. Diego de Rumblar fue a despertarme a mi alojamiento en la tarde del siguiente día. No habiendo podido dormir en la noche, había pasado en calenturientos sueños parte del día, y me hallaba al despertar afectado de gran postración. Mi alma llena de tristeza se abatía, incapaz del menor vuelo, y encontrándose inferior a sí misma, hasta parecía perder aquella antigua pena que le producían sus propias faltas, y se adormecía en torpe indiferencia. Tolerante con los errores, con los extravíos, con el mismo vicio, iba degradándose de hora en hora. D. Diego me dijo:

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