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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (16 page)

BOOK: Cádiz
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Todo este inmenso, variado y pintoresco personal de guacamayos, cananeos, obispos, perejiles y pavos discurría por la calle Ancha y plaza de San Antonio, llamada entonces
Golfo de las damas
, en las horas que dejaba libres el servicio, menos penoso y arriesgado allí que en Zaragoza. Formaban los variados uniformes, a los cuales se añadían los nuestros y los de los ingleses, la más animada y alegre mescolanza que puede ofrecerse a la vista; y como las señoras no llevaban sus guardapiés y faldellinas de luto, sino por el contrario, de los más brillantes rasos blancos, amarillos o rosa, con mantillas quier blancas, quier negras, y cintas emblemáticas, y cucardas patrióticas a falta de flores, júzguese de cuán bonita sería aquella calle Ancha, la cual, como calle, y aun desierta y abandonada por el alegre gentío, es, con sólo el adorno de sus lindas casas, de sus balcones siempre pintados y de sus mil vidrios, lo más bonito que existe en ciudades del Mediodía.

Desde que llegué hube de encontrar muchos amigos, y comenzó el preguntar y el responder, de esta manera:

—¿Qué dice hoy
El Diario Mercantil
?

—Llama ladrones a todos los amigos de las reformas, y dice que llegará día en que el obispo de Orense ponga un grillete al pie a los pícaros que le encausaron por no querer jurar.

—Pues para ser enemigo de la libertad de la imprenta,
El Diario Mercantil
no se muerde la lengua.

—¡Pero qué bien le contesta hoy
El Conciso
! Le dice que
los matacandelas de toda luz de la razón, no quisieran que alumbrase al mundo más luz que la de las hogueras inquisitoriales.

—Peor les trata
El Robespierre Español
, que dice: «
El antiguo edificio romanesco-gótico-moruno de las preocupaciones caerá, y quedaranse a la luna de Valencia tanto vampiro, cárabo y lechuzo como…

Lámparas mata y el aceite chupa».

—Pero veamos qué dice
El Concisín
.

Y sacaron un diminuto papel, húmedo aún como recién salido de la prensa, el cual era una especie de suplemento, hijuela y lugarteniente de
El Conciso
grande, y en su lenguaje figuraba un niño que venía a contarle a su papá lo que ocurría por las Cortes.


El Concisín
dice: «Después del Sr. Argüelles, que habló con tanta elocuencia como de costumbre, antojósele a Ostolaza dar al viento el repiqueteo de su voz clueca y becerril, y entre las risas de las tribunas y el alborozo del paraíso, defendió a los uñilargos y pancirrellenos que viven del arca-boba de la Iglesia».

—Hombre, los trata con demasiada benevolencia.

—Ellos nos llaman a nosotros
herejotes y calabazones
.

—Si no se puede sufrir a esa canalla. Hay que poner una horca en el Golfo de las Damas para colgar serviles, empezando por los de capilla y acabando por los de faldón.

—Deje usted que nos sacudamos a Soult, y los cananeos dejaremos a España como una balsa de aceite. ¿Y qué se sabe del lord?

—Va sobre Badajoz.

—Massena viene en retirada desde Portugal.

—Los franceses han abandonado a Campomayor.

—Pronto se unirá Castaños a Wellington.

—Señora doña Flora de Cisniega, tenga usted felices días.

—Felices, señores guacamayos. Lord Gray, felices, y usted, Sr. de Araceli, téngalos muy buenos, aunque no sea sino por lo caro que se vende.

Al mismo tiempo que doña Flora, se presentó ante mí lord Gray. Hablome la dama con cierto sonsonete reprensivo que me hizo mucha gracia. Recibía al mismo tiempo plácemes y finezas de todos los del corrillo, y cortesía va, cortesía viene, la rodeamos llevándola calle adelante como en procesión, con cola de cortesanos.

—Señores —dijo doña Flora— la libertad de la imprenta es cosa que ha de darnos muchas jaquecas. ¿No han visto ustedes cómo se atreve
El Revisor Político
a ocuparse de mis tertulias, y de si van o no van a ellas filósofos y jacobinos? ¿Pues acaso entra en mi casa persona que no sea digna del mayor respeto? No se han atrevido esos pícaros diaristas a nombrarme, pero harto se conoce a quién va dirigido el dardo.

—Señora —dijo un guacamayo— la libertad de la imprenta, según dijo Argüelles en las Cortes, allí donde tiene el veneno tiene también la triaca. Pues ellos andan con alusioncitas, devolvámoselas, y no pequeñas como nueces, sino gordas como calabazas, y no rellenas de plomo frío cual las bombas de Villantroys, sino de fuego y metralla cual las nuestras.

—¿Qué quiere decir eso, amiguito?

—Que a nuestra disposición tenemos
El Robespierre Español
,
El Duende de los Cafés
y al pícaro
Concisín
que se encargarán de poner cual no digan dueñas a los apaga-candelas.

—La alusión, señora doña Flora —dijo un obispo— ha salido sin duda de la tertulia de Paquita Larrea, la esposa del Sr. Böhl de Faber.

—¿Qué más que escribir una sátira de la tal tertulia con mucha sal y pimienta, retratando a todos los que van a ella, y mandarla al
Robespierre
para que la estampe? —añadió un pavo.

—No quiero que se diga que la sátira se ha fraguado en mi casa —dijo doña Flora—. En paz con todo el mudo es mi mote, y si a mis tertulias van tantas personas honradas y discretas es por pasar el tiempo cultamente, y no para enredos e intriguillas.

—Es preciso defender la libertad hasta en las tertulias —dijo un obispo, o un lechuguino, que esto no lo recuerdo bien.

—En las trincheras es mejor —repuso doña Flora—. No quiero reñir con Paquita Larrea, que si ella recibe a los Valientes, Ostolazas, Teneyros, a los Morros y Borrulles, yo tengo el gusto de que vayan a mi casa los Argüelles, Torenos y Quintanas, y no porque los haya escogido en el haz de los que llaman liberales, sino porque casualmente concordaron en ideas.

—No nos prive usted del placer de hacer una letrilla al menos en honor de los tertulios de la Larrea —dijo un perejil.

—No, señor perejil —repuso ella— reprima usted sus bríos liberales, que ya voy viendo que la dichosa libertad de la imprenta es un azote de Dios, y un castigo de nuestros pecados, como dice el Sr. D. Pedro del Congosto.

Debo indicar, que doña Francisca Larrea, esposa del entendido y digno alemán Böhl de Faber, era mujer de mucho entendimiento, escritora, lo mismo que su marido a quien eran muy familiares los primores de la lengua castellana. De este matrimonio, nació Eliseo Böhl, a quien debemos las mejores y más bellas pinturas de las costumbres de Andalucía, novelista sin igual y de fama tan grande como merecida dentro y fuera de España.
[11]

Luego que la nube de guacamayos, cananeos y demás tropa voluntaria descargó el nublado de sus adulaciones y cortesías, doña Flora, aprovechando un claro de la conversación, me dijo:

—¡Muy bien, Sr. D. Gabriel! Días y más días sin pasar por casa. Después de aquella tremenda y borrascosa escena con D. Pedro, pocas veces has ido por allá. Y no quedó poco comprometido mi honor…

—Señora, francamente, temo que el señor D. Pedro me ensarte con su gran espadón, porque de que está celoso como un turco no me queda duda alguna. Su señoría el gran cruzado, va a tomar una venganza terrible por el grandísimo agravio que le he hecho.

Conté a lord Gray en breves palabras lo ocurrido.

—No temas nada —dijo doña Flora—. Ahora te agradeceré que vayas a casa a llevar a la señora condesa un recadito que me importa mucho.

—Con mil amores. ¿Pero está allí D. Pedro?

—¡Qué ha de estar!

—Respiro.

—Pues bien. Vas a casa al momento, y dices a Amaranta, que si quiere ver a Inés y aun hablarla, vaya a las Cortes. Ella tiene cédula para la tribuna.

—¿Qué dice usted? —exclamé con asombro—. ¿Que Inés está en las Cortes?

—Sí, se han plantado en San Felipe las tres niñas beatas. ¿Qué te parece? Hace un rato volvía yo de la secretaría de Consolidación y Contaduría general, en la plazuela de San Agustín, y me las encontré con D. Paco. Díjome el buen preceptor, que las pobrecitas hacía dos semanas que estaban suplicando a la señora doña María que las dejase salir a dar un paseíllo por la muralla; y por último parece que los muchos ruegos y continuas lamentaciones ablandaron la roca de las terquedades de la condesa, que permitió a sus tres cautivas esparcirse un poco en el día de hoy, durante hora y media. Bajo la tutela de D. Paco, en quien tiene confianza sin límites la señora, dejolas esta salir, después de vestirlas a lo monjil en tales modos, que parece van pidiendo para la
Archicofradía de los Clavos y Sagradas Espinas de Hermanas Siervitas con voto de pobreza
.

»Dioles orden expresa de pasearse desde la Aduana hasta el baluarte de la Candelaria, yendo y viniendo tres veces, sin que por causa alguna infringiesen esta premática paseantil, ni traspasasen la línea indicada, ni menos se internasen en las calles de Cádiz, por donde después que están aquí las Cortes, discurren, como dice el Sr. Teneyro, todos los pecados y vicios en endemoniada procesión… Pero, ¿qué hacen mis niñas? Verás. En cuanto llegaron a la calle del Baluarte amotináronse, empeñándose en que D. Paco las había de llevar a las Cortes, porque tenían gran curiosidad, sed devoradora de ver tan bonito espectáculo; gruñó el pobre preceptor, chillaron ellas, se aferró él al programa que le trazara su ama, rebeláronse las chicas, negándose a ir a la muralla, y luego le acribillaron a pellizcos y alfilerazos. Presentación propuso a las otras dos arrojar a D. Paco al mar, y después le quitaron el sombrero para guardarlo en rehenes y privarle de tan útil prenda, si no las llevaba al Congreso Nacional.

»Una de ellas tenía una papeleta de tribuna, que sin duda algún galán travieso le dio con el fin que puede suponerse. Antes los galanes, cuando no podían comunicarse con sus amadas, las citaban en las iglesias, donde la religiosa oscuridad protegía el trasiego de las cartitas, el apretón de manos u otro desahogo de peor especie, mientras los padres embobados contemplaban las llamaradas del cuadro de Ánimas del Purgatorio. Hoy cuando no puede haber reja ni correo, los amantes se suelen citar en la tribuna de las Cortes. Es esta una invención donosísima, ¿no es verdad, lord Gray? Sin duda está muy en boga en los parlamentos de Inglaterra, y ahora nos la introducen en España para mejoramiento de las costumbres.

Lord Gray, que había puesto atención a lo que doña Flora nos contaba, repuso con malicia:

—Señora mía, deme usted licencia para retirarme, porque tengo una ocupación, un quehacer imprescindible no lejos de aquí.

—Sí, vaya usted, vaya usted. Ahora deben estar en la discusión de los señoríos jurisdiccionales. Mucho ruido, mucho barullo en las tribunas. Usted entrará en la de los diplomáticos, que está mano a mano con la de señoras. Corra usted, adiós.

Dejome lord Gray en las garras de doña Flora, la cual continuó así:

—El pobre D. Paco se defendió hasta que no pudo más. ¡Pobre señor! No tuvo más remedio que bajar la cabeza ante el número y llevarlas a las Cortes. Cuando le encontré y me contó el lance, iba el pobre tan cari-entristecido, cual si lo llevaran a ajusticiar, y me dijo: «Ay de mí, si doña María llega a saber esto… ¡Malditas sean las Cortes y el perro que las inventó!».

—¿Estarán todavía allá?

—Sí; corre a avisárselo a la condesa. La pobrecita hace tiempo que está arando la tierra por ver a Inés dentro o fuera de su cárcel, y no puede conseguirlo, pues a ella no la admiten allá, y se pasan meses y meses sin que se les permita dar un paseo con el ayo. Conque ve a decírselo y tú mismo la acompañarás a San Felipe. No tardes, hijo, y en seguida a casa derechito que tengo que hablarte. ¿Comerás hoy con nosotros?

Me despedí con gran precipitación de doña Flora, dejándola en poder de los guacamayos, y me alejé de allí; pero en vez de correr hacia la calle de la Verónica, mi curiosidad, mi pasión y un afán invencible me impulsaron hacia la plaza de San Felipe, olvidando a Amaranta y a doña Flora, fija el alma y la vida toda en las tres muchachas, en D. Paco, en lord Gray, en las Cortes, en los diputados y en la discusión sobre señoríos jurisdiccionales.

- XVII -

Llegué, y en la pequeña plazoleta que hay a la entrada de la iglesia, entonces convertida en Congreso, había, como de costumbre, gran gentío. Extendí con avidez la vista por la multitud de caras que allí se confundían, y no vi ninguna de las que buscaba. Pensando que estarían todos arriba, traspasé la puertecilla que conducía a la escalera de las tribunas, pero en el vestíbulo, o más bien pasadizo, la gente que bajaba, tropezando con la que quería subir, formaba remolinos y marejada. Pugnaba yo por entrar cuando vi cerca de mí a Presentación, que estrujada por espaldas y hombros muy robustos, mostraba gran aflicción y pesadumbre de haberse metido en tal fregado. Las otras dos y D. Paco no estaban allí.

Al punto acudí a sacarla de apreturas, y al reconocerme se alegró mucho y me dio las gracias.

—¿Dónde están las otras dos y D. Paco? —le pregunté.

—¡Ay!, no sé… —exclamó con zozobra—. Entre el gentío, Inés y Asunción se separaron de mí. Después las vimos con lord Gray en el fondo de este pasadizo. D. Paco fue tras ellas y a ninguno veo.

—Pues avancemos —dije resguardándola con mis brazos—. Ya parecerán.

Despejose algo el local con la salida de una fuerte masa de gente, cansada ya de oír discursos, y entonces vi venir a D. Paco, como que bajaba de la escalera de las tribunas reservadas.

—No están —decía el pobre viejo con la mayor ansiedad—. Asuncioncita e Inesita han desaparecido. Deben de haber salido otra vez a la calle. Lord Gray se juntó a ellas. ¡Dios mío! ¿Qué nueva tribulación es esta? Señor de Araceli, ¿las ha visto usted?

—Subamos, que arriba han de estar.

—Que no están. ¡En buena nos han metido!… El santo Ángel de la Guarda me acompañe. Estas niñas me harán condenar, señor de Araceli… ¿Se habrán metido abajo en el salón de sesiones?

—Yo no he traído papeleta para las tribunas reservadas; pero subamos a la pública y desde allí veremos si están.

—Yo me muero de pena —exclamó el buen profesor con lastimosos aspavientos—. ¿Dónde estarán esas dos niñas? El gentío las separó de nosotros por casualidad… ¿qué digo casualidad? El demonio ha andado aquí.

—Yo subiré con esta madamita a la tribuna pública, y veremos si están o no están aquí.

—Yo saldré a la calle… Yo buscaré por todo el edificio; yo volveré patas arriba Cortes y procuradores, y han de parecer, aunque se hayan metido dentro de la campanilla del presidente o en la urna donde se vota. ¡Qué aprieto, qué compromiso, qué situación!

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