Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (14 page)

BOOK: Cádiz
6.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Mataré a ese inglés, le mataré.

Al volver una esquina creí distinguirle y apresuré el paso. Sí, era él. Dios me lo ponía delante; le vi de espaldas y corrí; mas cuando estaba junto a él y antes que me viera, pensé que no era prudente precipitar un hecho que debía tener justificación completa. Procurando serenarme, dije para mí:

—Tengo la seguridad de sorprenderle dentro de la casa. Entretanto, esperemos.

Le toqué en el hombro, y él, al volverse, me miró impasible, sin mostrar ni alegría ni desagrado.

—Lord Gray —le dije— ha tiempo que estoy esperando la última lección de esgrima.

—Hoy no tengo humor para lecciones.

—La necesitaré pronto.

—¿Va usted a batirse? ¡Qué felicidad! ¡Hoy tengo yo un humor!… Deseo atravesar a cualquiera.

—Yo también, lord Gray.

—Amigo mío, proporcióneme usted un hombre con quien romperme el alma.

—¿Tiene usted
spleen
?

—Horroroso.

—Y yo. Los españoles también solemos padecer esa enfermedad.

—Es muy raro. En buena ocasión me ha salido usted hoy al encuentro.

—¿Por qué?

—Porque tenía una mala tentación. Estaba en lo más negro de la negrura del
spleen
, y pasó por mí la idea de pegarme un tiro o de arrojarme de cabeza al mar.

—Todo por un amor desgraciado. Cuénteme usted eso y le daré buenos consejos.

—No me hacen falta. Yo me entiendo solo.

—Yo conozco a la mujer que le trae a usted a tan lastimoso estado.

—Usted no conoce nada. Dejemos esa cuestión y no hablemos más de ella.

Aquella vez, como otras muchas, lord Gray esquivaba tratar el asunto.

—¿Con que quiere usted que le dé una lección? —me dijo después.

—Sí; pero tal, que con ella aprenda de una vez todo lo que encierra el noble arte de la esgrima; porque, milord, tengo que matar a uno.

—Es cosa fácil. Le matará usted.

—¿Vamos a casa de milord?

—No; vamos al ventorrillo de Poenco. Beberemos un poco. ¿Y cuándo va usted a matar a ese hombre?

—Cuando tenga la certeza de su alevosía. Hasta hoy tengo indicios que casi son datos evidentes; de los cuales resultan sospechas que casi son la misma certidumbre. Pero necesito más, porque mi alma, crédula hasta lo sumo, forja sutilezas y escrúpulos. La pícara quiere prolongar su felicidad.

Él calló y yo también. Silenciosamente llegamos a Puerta de Tierra.

Había en casa del señor Poenco gran remesa de majas y gente del bronce, y las coplas picantes, con el guitarreo y las palmadas, formaban estrepitosa música dentro y fuera de la casa.

—Entremos —me dijo lord Gray—. Esta graciosa canalla y sus costumbres me cautivan. Poenco, llévanos al cuarto de dentro.

—Aquí viene lo güeno —exclamó Poenco—. Desapartarse todo el mundo. Abran calle; calle, señores… espejen, que pasa su majestad miloro.

—Muchachos, ¡viva miloro y las cortes de la Isla! —gritó el tío Lombrijón levantándose de su asiento y saludándonos, sombrero en mano, con aquel garbo majestuoso que es tan propio de gente andaluza—. Y en celebración del santo del día, que es la santísima libertad de la imprenta, señó Poenco, suelte usted la espita y que corra un mar de manzanilla. Todo lo que beba miloro y la compaña lo pago yo, que aquí está un caballero pa otro caballero.

El tío Lombrijón era un viejo robusto y poderoso, de voz bronca y gestos gallardos y caballerescos. Era traficante en vinos y gozaba opinión de hombre rico, así como de gran galanteador y mujeriego, a pesar de la madurez de sus años.

Lord Gray le dio las gracias, pero sin imitarle ni en el tono ni en los movimientos, diferenciándose en esto de la mayor parte de los ingleses que visitan las Andalucías, los cuales tienen empeño en hablar y vestir como la gente del país.

—Oigasté, tío Lombrijón —dijo otro a quien llamaban Vejarruco, y que era joven y curtidor en el Puerto—. A mí no me falta ningún hombre nacío.

—¿Por qué lo dices, camaraíya
[6]
, y en qué te he faltado? —dijo Lombrijón.

—Bien lo sabes, camaraíya
[7]
—repuso Vejarruco—. En que asina que vi venir a miloro y la compañía, dije al señor Poenco: «Lo que beba miloro y la compañía, corre de mi cuenta; que aquí hay un caballero pa otro caballero».

—¡Zorongo! —exclamó Lombrijón—. Pero di, Vejarruco, ¿eso es conmigo?

—¡Cachirulo!, contigo es.

—Estira más esa estampa, que no te veo bien.

—Alarga el jocico pa que te tome el molde de él.

—¡Carambita! ¿Usté no sabe que cuando me pica un mosquito le desmondongo al momento?

—¡Sonsoniche! ¿Usté no sabe que cuando le pego un pezco a un hombre tiene que pedir prestaos dientes y muelas para comer?

—Basta ya, que se me van regolviendo los sentidos garrofales —dijo Lombrijón—. Señores, empiecen a cantar el
requieternam
por ese probesito Vejarruco.

—Alentaíto está el viejo.

—Pues allá va la lezna.

Lombrijón se llevó la mano al cinturón en ademán de sacar la navaja, y todos los presentes, principalmente las mujeres, empezaron a gritar.

—Señores, no temblar —indicó Vejarruco.

—No se batirán —me dijo lord Gray—. Todos los días hacen lo mismo y después no hay nada.

—No he traído el escarbador de dientes —dijo Lombrijón, encontrándose sin armas.

—Pues ni yo tampoco —añadió Vejarruco.

—Camaraíya
[8]
, por eso no ha de quedar. Usté está amarillo. Señores, cuando eché mano al cinturón me relucieron las uñas, y pensó que era jierro.

—¡Zorongo! Camará, usté ha escondido la lezna para que no haya compromiso.

—Tú te la habrás metío en el garguero.

—Yo no la traigo, por humaniá —repuso Vejarruco— porque como tengo esta mano tan pesá, se necesita mucha prudencia pa no matar caa momento.

—Vaya, déjenlo para después —dijo Poenco— y a beber.

—Lo que hace por mí, no tengo prisa… Si Vejarruco se quiere confesar antes que le endiñe…

—Lo que es por mí… cuando Lombrijón quiera el pasaporte para la
secula culorum
, se lo daré.

—Pelillos a la mar —dijo Poenco—; y pos que los dos han de morir, mueran amigos.

—No hay por qué ofenderse, comparito. ¿Usté se ha ofendío? —preguntó Lombrijón a su antagonista.

—¡Cachirulo! Yo no, ¿y usté?

—Tampoco.

—Pues vengan esos cinco mandamientos.

—Allá van, y vivan las Cortes y viva miloro.

—Para cortar la cuestión —dijo lord Gray— yo pagaré a todo el mundo. Poenco, sírvenos.

Las majas que allí había obsequiaron a lord Gray con sonrisas y dichos graciosos; pero el inglés no tenía humor de bromas.

—¿Ha venido María de las Nieves? —preguntó a una.

—Pesaíto está con María de las Nieves. ¿Nosotras somos aljofifas?

—Si miloro va esta noche a mi casa —dijo en voz baja otra, que era, si no me engaño, Pepa Higadillos— verá lo bueno. Mi marío ha ido a comprar burros, y me divierto pa matar la soleá.

—A donde irá miloro esta noche es a mi casa —indicó otra que era ya matrona—. A mi casa va toda la sal del mundo, y si miloro quiere poner un par de pesetas a un caballo, no tengo comeniente… Mi casa es muy principal…

Lord Gray se apartó con hastío de aquella gente, y entramos en un cuarto, donde el tabernero recibía tan sólo a cierta clase de personas, y la mesa junto a la cual nos sentamos viose al punto cubierta del rico tributo de aquellas viñas costaneras, que no tuvieron ni tienen igual en el mundo.

- XV -

—Hoy voy a beber mucho —me dijo el inglés—. Si Dios no hubiese hecho a Jerez, ¡cuán imperfecta sería su obra! ¿En qué día lo hizo? Yo creo que debió de ser en el sétimo, antes del descanso, pues ¿cómo había de descansar tranquilo si antes no rematara su obra?

—Así debió de ser.

—No; me parece que fue en el célebre día, cuando dijo: «Hágase la luz»; porque esto es luz, amigo mío, y quien dice la luz, dice el entendimiento.

—Señó miloro —dijo Poenco acercándose a mi amigo para hablarle con oficioso sigilo—; María de las Nieves está ya loquita por vucencia. Se hizo todo, y ya tiene su pañolón, sus zarcillos y su basquiña. Si no hay nada que resista a ese jociquito rubio; y como vucencia siga aquí, nos vamos a quedar sin donceyas.
[9]

—Poenco —dijo lord Gray— déjame en paz con tus doncellas, y lárgate de aquí, si no quieres que te rompa una botella en la cara.

—Pues najencia, me voy. No se enfade mi niño. Yo soy hombre discreto. Pero sabe vucencia que ofrecí dos duros a la tía Higadillos que llevó el pañolón… cétera; cétera.

Lord Gray sacó dos duros y los tiró al suelo sin mirar al tabernero, quien tomándolos, tuvo a bien dejarnos solos.

—Amigo —me dijo el inglés— ya no me queda nada por ver en las negras profundidades del vicio. Todo lo que se ve allá abajo es repugnante. Lo único que vale algo es este vivífico licor, que no engaña jamás, como proceda de buenas cepas. Su generoso fuego, encendiendo llamas de inteligencia en nuestra mente, nos sutiliza, elevándonos sobre la vulgar superficie en que vivimos.

Lord Gray bebía con arte y elegancia, idealizando el vicio como Anacreonte. Yo bebía también, inducido por él, y por primera vez en la vida, sentía aquel afán de adormecimiento, de olvido, de modificación en las ideas, que impulsa en sus incontinencias a los buenos bebedores ingleses.

Resonó un cañonazo en el fondo de la bahía.

—Los franceses arrecian el bombardeo —dije asomándome al ventanillo.

—Y al son de esta música los clérigos y los abogados de las Cortes se ocupan en demoler a España para levantar otra nueva. Están borrachos.

—Me parece que los borrachos son otros, milord.

—Quieren que haya igualdad. Muy bien. Lombrijón y Vejarruco serán ministros.

—Si viene la igualdad y se acaba la religión, ¿quién le impedirá a usted casarse con una española? —dije regresando junto a la mesa.

—Yo quiero que me lo impidan.

—¿Para qué?

—Para arrancarla de las garras que la sujetan; para romper las barreras que la religión y la nacionalidad ponen entre ella y yo; para reírme en las barbas de doce obispos y de cien nobles finchados, y derribar a puntapiés ocho conventos, y hacer burla de la gloriosa historia de diez y siete siglos, y restablecer el estado primitivo.

Decía esto en plena efervescencia, y no pude menos de reírme de él.

—Hermoso país es España —continuó—. Esa canalla de las Cortes lo va a echar a perder. Huí de Inglaterra para que mis paisanos no me rompieran los oídos con sus chillidos en el Parlamento, con sus pregones del precio del algodón y de la harina, y aquí encontré las mayores delicias, porque no hay fábricas, ni fabricantes panzudos, sino graciosos majos; ni polizontes estirados, sino chusquísimos ladrones y contrabandistas; porque no había boxeadores, sino toreros; porque no hay generales de academia, sino guerrilleros; porque no hay fondas, sino conventos llenos de poesía; y en vez de lores secos y amojamados por la etiqueta, estos nobles que van a las tabernas a emborracharse con las majas; y en vez de filósofos pedantes, frailes pacíficos que no hacen nada; y en vez de amarga cerveza, vino que es fuego y luz, y sobrenatural espíritu…

»¡Oh, amigo! Yo debí nacer en España. Si yo hubiese nacido bajo este sol, habría sido guerrillero hoy y mendigo mañana, y fraile al amanecer y torero por la tarde, y majo y sacristán de conventos de monjas, abate y petimetre contrabandista y salteador de caminos… España es el país de la naturaleza desnuda, de las pasiones exageradas, de los sentimientos enérgicos, del bien y el mal sueltos y libres, de los privilegios que traen las luchas, de la guerra continua, del nunca descansar… Amo todas esas fortalezas que ha ido levantando la historia, para tener yo el placer de escalarlas; amo los caracteres tenaces y testarudos para contrariarlos; amo los peligros para acometerlos; amo lo imposible para reírme de la lógica, facilitándolo; amo todo lo que es inaccesible y abrupto en el orden moral, para vencerlo; amo las tempestades todas para lanzarme en ellas, impelido por la curiosidad de ver si salgo sano y salvo de sus mortíferos remolinos; gusto de que me digan «de aquí no pasarás», para contestar «pasaré».

Yo sentía inusitado ardor en mi cabeza, y la sangre se me inflamaba dentro de las venas. Oyendo a lord Gray, sentime inclinado a abatir su estupendo orgullo, y con altanería le dije:

—Pues no, no pasará usted.

—¡Pues pasaré! —me contestó.

—Yo amo lo recto, lo justo, lo verdadero, y detesto los locos absurdos y las intenciones soberbias. Allí donde veo un orgulloso, le humillo; allí donde veo un ladrón, le mato; allí donde veo un intruso, le arrojo fuera.

—Amigo —me dijo el inglés— me parece que a usted se le van los humos de la manzanilla a la cabeza. Yo le digo como Lombrijón a Vejarruco: «Camaraíta, ¿eso que ha dicho es conmigo?».

—Con usted.

—¿No somos amigos?

—No: no somos ni podemos ser amigos —exclamé con la exaltación de la embriaguez—. ¡Lord Gray, le odio a usted!

—Otro traguito —dijo el inglés con socarronería—. Hoy está usted bravo. Antes de beber, habló de matar a un hombre.

—Sí, sí… Y ese hombre es usted.

—¿Por qué he de morir, amigo?

—Porque quiero, lord Gray; ahora mismo. Elija usted sitio y armas.

—¿Armas? Un vaso de Pero Jiménez.

Me levanté fuera de mí, y así una silla con resolución hostil; pero lord Gray permaneció tan impasible, tan indiferente a mi cólera, y al mismo tiempo tan sereno y risueño, que sentime sin bríos para descargarle el golpe.

—Despacio. Nos batiremos luego —dijo rompiendo a reír con expansiva jovialidad—. Ahora voy a declarar la causa de ese repentino enfado y anhelo de matarme. ¡Pobrecito de mí!

—¿Cuál es?

—Cuestión de faldas. Una supuesta rivalidad, Sr. D. Gabriel.

—Dígalo usted todo de una vez —exclamé sintiendo que se redoblaba mi coraje.

—Usted está celoso y ofendido, porque supone que le he quitado su dama.

No le contesté.

—Pues no hay nada de eso, amigo mío. —añadió—. Respire usted tranquilo las auras del amor. Me parece haberle oído decir a Poenco que usted anda a caza de esa Mariquilla, que no de las Nieves, sino de los Fuegos debería llamarse. A usted le han dicho que yo… pues, diré como Poenco… «cétera, cétera». Amigo mío, cierto es que me gustaba esa muchacha; pero basta que un camaraíya
[10]
haya puesto los ojos en ella para que yo no intente seguir adelante. Esto se llama generosidad; no es el primer caso que se encuentra en mi vida. En celebración de paz, acabemos esta botella.

BOOK: Cádiz
6.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Queenie by Jacqueline Wilson
Rumor Has It by Tami Hoag
I Saw You by Elena M. Reyes
Stone Beast by Bonnie Bliss
Pressure by Jeff Strand
Kidnap by Lisa Esparza
Running the Maze by Jack Coughlin, Donald A. Davis