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Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (17 page)

BOOK: Cádiz
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Y el pobre viejo se echó a llorar como un chiquillo.

—Subamos, Sr. de Araceli —dijo resueltamente Presentación— que tengo mucho deseo de ver eso.

La muchacha, en su anhelo de ver las Cortes, no se cuidaba de la pérdida de sus compañeras.

—Suban ustedes a la tribuna pública —dijo D. Paco— y aguárdenme allí, que voy a preguntar a los porteros.

Presentación se aferró a mi brazo, y lejos de hacer peso en él, parecía que me impulsaba y aligeraba, según era su impaciencia y afán de subir pronto. Cuando llegamos arriba y entramos, no sin trabajo, en la tribuna, la pobre muchacha mostraba en sus asombrados ojos y en el encendido color de sus mejillas, la viva emoción que espectáculo tan nuevo para ella le produjera. Al abarcar con la vista la iglesia-salón, observé la tribuna de señoras, la de diplomáticos, y no vi a las dos muchachas ni a lord Gray. Asombrado de esto, pensé retirarme para buscar fuera; pero Presentación, arrobada y suspensa con la gravedad del Congreso y el hablar de los diputados, me dijo deteniéndome:

—D. Paco las buscará. Yo he venido aquí para ver esto, Sr. de Araceli. Acompáñeme usted un momento. Mi hermana e Inés pueden parecer cuando quieran. ¿Quién les mandó separarse?

—¿Pero no vio usted hacia qué parte fueron con lord Gray?

—No sé —repuso sin poder apartar su atención de lo que estaba viendo—. ¿Sabe usted, Sr. de Araceli, que esto es muy bonito? Me gusta tanto como los toros.

Traté de acomodarla en un asiento, y para esto me fue forzoso molestar a algunas personas de las que se habían instalado allí desde el principio de la sesión y asistían con devotísimo recogimiento a los debates. Gruñeron unos, murmuraron otros; pero al fin Presentación obtuvo un puesto y yo otro a su lado; pero mi inquietud y ansiedad eran tales, que me levantaba con frecuencia para alargar el cuerpo fuera de las barandillas con objeto de examinar todo el ámbito del salón y las pobladas tribunas. Fáltame decir que el gentío que nos acompañaba en la pública, era compuesto, en parte, de gente de baja esfera; y en parte, de personas graves del comercio menudo, de tenderos, periodistas y también muchos vagos de la calle Ancha y algunas mozas de diferente estofa.

La iglesia, convertida en salón, no era grande. Ocupaban los diputados el pavimento, la presidencia el presbiterio y los altares estaban cubiertos con cortinones de damasco, que los escondían, lo mismo que a las imágenes, de la vista del público, como objetos que no habían de tener aplicación por el momento. El arquitecto Prast, reformador del edificio, discurrió también sin duda que a los santos no les haría mucha gracia aquello. Algunos han creído que los diputados subían al púlpito para hablar; pero no es cierto. Los diputados hablaban, como hoy, desde sus asientos; y los púlpitos no servían para nada más que para apolillarse. Tenía la iglesia sus tribunas laterales, que fueron destinadas a los diplomáticos, a las señoras y al público distinguido; y en los pies del edificio abriéronse dos nuevas con barandal de madera, que se dedicaron al pueblo en general, y que éste invadió desde las primeras sesiones, alborotando más de lo que parecía conveniente al decoro de su recién lograda soberanía.

Presentación no tenía ojos más que para observar la presidencia, los diputados, y muy principalmente al que hablaba; las tribunas, los ujieres, el dosel, el retrato del rey; ni tenía alma más que para atender a aquellos indefinibles bullicios, propios de todo cuerpo deliberante, y que son como el aliento de la pasión que allí por tan diferentes órganos habla, del noble entusiasmo, del vil egoísmo; el sordo mugir de las mil ideas, siempre desacordes, que hierven dentro de ese cerebro calenturiento que se llama salón de sesiones. Yo observé la estupefacción de la muchacha, y le dije:

—¿Le gusta a usted este espectáculo?

—Muchísimo. Nos habían dicho que era muy feo, pero es bonito. ¿Quién es aquel señor que está en medio del redondel?

—Es el presidente. Es el que dirige esto.

—Ya, ya… Y cuando quiera mandar una cosa, sacará el pañuelo y lo agitará en el aire.

—No, señora doña Presentacioncita. Así pasa en los toros; pero aquí el presidente se vale de una campanilla.

—Y el diputado que va a hablar, ¿por dónde sale? ¿Por detrás de aquella cortina o por esa puertecilla?

—El diputado no sale por ninguna parte, que aquí no hay toril ni telones. El diputado está en su asiento, y cuando quiere hablar se levanta. Vea usted: todos esos que ahí están son diputados.

La muchacha, a cada nueva conquista hecha por su inteligencia en el conocimiento de las cosas parlamentarias, más sorpresa mostraba, y no distraía su atención del Congreso sino para hacerme preguntas tan originales a veces, y a veces tan inocentes, que me era muy difícil contestarle. Carecía en absoluto de toda idea exacta respecto de lo que estaba presenciando; y aquel espectáculo la conmovía hondamente, sin que las ideas políticas tuviesen ni aun parte mínima en tal emoción, hija sólo de la fuerte impresionabilidad de una criatura educada en estrechos encierros y con ligaduras y cadenas, mas con poderosas alas para volar, si alguna
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vez rompía su esclavitud.

Era tierna, sensible, voluble, traviesa, y por efecto de la educación, disimuladora y comedianta como pocas; pero en ocasiones tan ingenua, que no había pliegue de su corazón que ocultase, ni escondrijo de su alma que no descubriese. Por esto, que era sin duda efecto de un anhelo irresistible de libertad, aparecía a veces descomedida y desenvuelta con exceso.

Poseía en alto grado el don de la fantasía; la falta de instrucción profana unida a aquella cualidad, la hacía incurrir en desatinos encantadores. No sólo en aquella ocasión, sino en otras varias, observé que al separarse de doña María y al sentirse libre del peso de aquella gran losa de la autoridad materna, desbordábanse en ella con desenfrenada impetuosidad, fantasía, sentimiento, ideas y deseos. Presenciando la sesión, no cabía en sí misma; tan inquieta estaba, y tan sublevados sus nervios y tan impresionados sus sentidos.

—Señor de Araceli —me dijo después que por un instante meditó— ¿y esto para qué es?

—¿El Congreso?

—Sí, eso es; quiero decir que para qué sirve el Congreso.

—Sirve para gobernar a los pueblos, juntamente con el rey.

—Comprendido, comprendido —repuso vivamente agitando su abaniquillo—. Quiere decir que todos estos caballeros vienen aquí a predicar, y así como los curas de las iglesias predican diciendo que seamos buenos, los procuradores de la nación predican otras cosas; viene la gente, los oye y nada más. Sólo que, según dicen los que van de noche a casa, los diputados predican que seamos malos, y esto es lo que no entiendo.

—Esos discursos —le contesté risueño— no son sermones, son debates.

—Efectivamente; me ha parecido que no son sermones, sino que uno dice una cosa, otro otra, y parece como que disputan.

—Justamente. Disputan; cada uno dice lo que cree más conveniente, y después…

—El disputar me gusta mucho. ¿Sabe usted que me estaría aquí las horas muertas oyendo esto? Pero me agradaría que hablaran fuerte y se insultaran, tirándose los bancos a la cabeza.

—Alguna vez…

—Pues yo quiero venir ese día. ¿Se anunciará por carteles en las esquinas?

—Nada de eso. La política no es una función de teatro.

—¿Y qué es la política?

—Esto.

—Ahora me parece que lo entiendo menos. Pero ¿quién es ese hombre alto, moreno y de aspecto temeroso, que está hablando ahora? Le aseguro a usted que ese modo de charlar me gusta.

—Es el Sr. García Herreros, diputado por Soria.

La atención del Congreso estaba fija en el orador, uno de los más severos y elocuentes de aquella primera fecunda hornada. Profundo silencio reinaba en el salón lo mismo que en las tribunas. Callamos Presentación y yo, y atendimos también, ambos absortos y suspensos, porque la palabra de García Herreros, enérgica y sonora, era de las que imperiosamente se hacen oír y acallan todos los rumores de una Asamblea.

Combatiendo las servidumbres, exclamaba: —«¿Qué diría de su representante aquel pueblo numantino, que por no sufrir la servidumbre quiso ser pábulo de la hoguera? Los padres y tiernas madres que arrojaban a ellas a sus hijos, me juzgarían digno del honor de representarles, si no lo sacrificase todo al ídolo de la libertad? Aún conservo en mi pecho el calor de aquellas llamas, y él me inflama para asegurar que el pueblo numantino no reconocerá ya más señorío que el de la nación. Quiere ser libre y sabe el camino de serlo».

- XVIII -
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Ruidosos aplausos de abajo, y aplausos, patadas y gritos de arriba, ahogaron las últimas palabras del orador. Presentación me miró, y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas.

—¡Oh, Sr. de Araceli! —me dijo—. Ese hombre me ha hecho llorar. ¡Qué hermoso es lo que ha dicho!

—Señora doña Presentacioncita, ¿no repara usted que ni su hermana, ni Inés, ni lord Gray parecen por ningún lado?

—Ya parecerán. D. Paco ha ido a buscarlas y dará con ellas… Ahora está hablando otro, y dice que aquel no tiene razón. ¿Cómo entendemos esto?

Otro orador usó de la palabra, pero por poco tiempo.

—Parece que ahora tratan de otro asunto —dijo la muchacha, observando siempre—. Y allí se ha levantado uno que saca un papel y lo lee.

—Se me figura que ese es D. Joaquín Lorenzo Villanueva, el diputado por Valencia.

—Es clérigo. Parece que lee un papel impreso.

—Es sin duda un periódico de los que ponen como chupa de dómine a las Cortes. Aquí acostumbran leer las picardías que los papeles públicos dicen de los diputados, y las contestaciones que estos se sirven dirigirles.

En efecto: Villanueva, furioso porque
El Conciso
se reía de sus proyectos de ley, lo denunciaba al Congreso Nacional, y luego nos regalaba la contestación. Era esta una de las anomalías y rarezas de aquella nuestra primera Asamblea, bastante inocente para detenerse en disputar con los periódicos, dictando luego severas penas que contradecían la libertad de la imprenta.

—Parece que va a haber tumulto —me dijo Presentación—. ¡Cielos divinos! Se levanta a hablar otro predicador… Pero si es Ostolaza… ¿no le ve usted?, el mismo Ostolaza. ¿No ve usted su cara redonda y encarnada?… Si su voz parece una matraca… y ¡qué gestos, qué miradas!…

Ostolaza empezó a hablar, y con su discurso las risas y burlas, arriba y abajo, sin que el presidente pudiera acallarlas, ni el orador hacerse oír con claridad. Volviose a las tribunas y con el gesto desenfadado las despreció, y crecieron tumultos y voces, sobre todo en nuestro balcón, donde varios individuos de sombrero gacho y marsellés no podían convencerse de que estaban en lugar muy distinto de la plaza de toros.

—Dice que nos desprecia —exclamó Presentación en voz muy baja—. Se ha puesto rojo como un tomate. Amenaza a las tribunas porque nos reímos de su facha. Sí, Sr. Ostolaza, nos reímos de usted… Miren el mamarracho, espantajo. ¿Por qué no le retiran las licencias? Si es un predicador de aldea… Insulta a los demás. ¿Usted qué sabe, so bruto? ¿Porque en casa le oímos con la boca abierta cuando nos sermonea, cree que le van a tolerar aquí?…

Un individuo de las tribunas gritó:

—¡Afuera el apaga candelas!

Y el barullo y vocerío tomaron proporciones tales que los porteros nos amenazaron con echarnos a todos a la calle.

—Sr. de Araceli —me dijo Presentación, encendida y agitada por el entusiasmo— tendría un grandísimo placer… ¿en qué creerá usted? Me regocijaría muchísimo… ¿de qué pensará usted? De que ahora se levantara de su asiento el señor presidente y le diera dos palos a Ostolaza.

—Aquí no es costumbre que el presidente apalee a los diputados.

—¿No? —exclamó con extrañeza—. Pues debiera hacerlo. Me estaría riendo hasta mañana: dos palos, sí señor, o mejor cuatro. Los merece. Aborrezco a ese hombre con todo mi corazón. Él es quien aconseja a mamá que no nos deje salir, ni hablar, ni reír, ni pestañear. Asunción dice que es un zopenco. ¿No cree usted lo mismo?

—¡Que le den morcilla! —gritó una voz becerril en el fondo de la galería.

—Comparito —dijo otra voz dirigiéndose al orador— ¿todo ese enfao es verdá o conversasión?

—Señores —exclamó volviéndose a todos lados, un diarista almibarado, peli-crecido y amarillento— estos escándalos no son propios de un pueblo culto. Aquí se viene a oír y no a gritar.

—Camaraíta —preguntole con sorna un viejo chusco que allí cerca había— eso que osté ha dicho ¿es jabla o rebuzno?

—Sóplenme ese ojo —gritó otro.

—Señores, que el presidente nos va a echar a la calle y perderemos lo mejor de la sesión.

—Señora doña Presentacioncita —dije yo a la muchacha— bueno será que nos marchemos. La tribuna se alborota y no es prudente seguir aquí. Además los extraviados no parecen y debemos buscarlos fuera.

—Esperemos aún… En suma, Sr. D. Gabriel —me dijo con encantadora inocencia— ¿todos esos hombres para qué están aquí, para qué hablan, para qué gritan?

Le contesté lo que me parecía y no me entendió.

—Ostolaza sigue hablando. Sus brazos parecen aspas de molino… Todos se ríen de él. Veo que las Cortes, como los teatros, tienen su gracioso.

—Así es en efecto.

—Y el gracioso es Ostolaza
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… Pues me parece que junto a él está el Sr. Teneyro… ¡Qué par! Si querrá también hablar… Dígame usted otra cosa, ¿quién es ese señor
Preopinante
de quien todos hablan tan mal?

—El
Preopinante
es el que ha hablado antes.

—Dígame usted. Y cuando tengamos rey, ¿Su Majestad vendrá también a predicar aquí?

—No lo creo.

—¿Y en qué consiste eso que dicen de que con Cortes hay libertad?

—Es una cosa difícil de explicar en pocas palabras.

—Pues yo lo entiendo de este modo… Pongo por caso… las Cortes dirán: ordeno y mando, que todos los españoles salgan a paseo por las tardes, y vayan una vez al mes al teatro, y se asomen al balcón después de haber hecho sus obligaciones… Prohíbo que las familias recen más de un rosario completo al día… Prohíbo que se case a nadie contra su voluntad y que se descase a quien quiere hacerlo… Todo el mundo puede estar alegre siempre que no ofenda al decoro…

—Las Cortes harán eso y mucho más.

—¡Oh, Sr. Araceli, yo estoy muy alegre!

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