Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (13 page)

BOOK: Cádiz
9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

D. Diego y yo, que habíamos permanecido observando aquel espectáculo sin ser vistos, quisimos entrar; pero vimos que Inés se apartó vivamente de la reja, y en el mismo instante pasó por la calle una figura, una sombra, en quien reconocimos a lord Gray. Apenas habíamos tenido tiempo de reconocerle, cuando un objeto, entrando por la reja, vino a caer en medio de la sala. Al punto se abalanzó hacia el pequeño bulto D. Paco, y observándolo y recogiéndolo, dijo:

—¿Una cartita, eh? La ha arrojado un hombre.

Inés, que se acercó de nuevo a la reja, exclamó con terror:

—¡Doña María, doña María viene ya!

- XIII -

Se quedaron muertas, petrificadas; pero con presteza extraordinaria las tres empezaron a ordenar los objetos, para que cada cosa estuviese en su sitio. Arreglaron el altar atropelladamente; despojose la una de los atavíos que se había puesto; compuso la otra su vestido en desorden; pero por más prisa que se daban, tales eran la confusión y desconcierto producidos allí por la anarquía, que no había medio de volverlo todo a su primitivo estado. D. Diego me dijo, al ver que las muchachas iban a ser sorprendidas antes de poder borrar las huellas de su rebelión:

—Amigo, huyamos.

—¿A dónde?

—A la Patagonia, a las Antípodas. ¿Tú no adivinas lo que va a pasar aquí?

—Quedémonos, amigo, y tal vez hagamos una buena obra defendiendo a estas infelices, si el preceptor las delata.

—¿Viste que pasó un hombre y arrojó dentro un billete?

—Era lord Gray. Veamos en qué para esto.

—Pero mi madre viene; y si te ve aquí en acecho…

Ni esta consideración me hizo apartar de la estancia que nos servía de observatorio; pero afortunadamente doña María no entró por allí, y pasando primero a su alcoba, penetró por esta a la funesta habitación donde ocurriera el sainete que iba a terminar en tragedia. Nosotros nos pusimos en disposición de poder oírlo todo sin ser vistos, aunque también sin ver nada. Sepulcral silencio reinó por breve tiempo en la pieza, y al fin interrumpiole la condesa, diciendo con la mayor severidad:

—¿Qué desorden es este? Inés, Asunción, Presentación… ese altar destrozado, esos vestidos por el suelo… Niñas, ¿por qué estáis tan sofocadas, por qué tenéis tan encendido el rostro?… Tembláis… Vamos a ver; Sr. D. Paco, ¿qué ha pasado aquí?… ¿Pero qué veo? Señor D. Paco, señor preceptor, ¿por qué tiene usted destrozada la ropa?… ¡Pues y ese gran cardenal en el carrillo…? ¿Ha estado usted quitando telarañas con la peluca?

—Se… se… señora doña María de mi alma —dijo el ayo con voz trémula y cierto hipo producido por su gran zozobra y la lucha que diversos sentimientos sostenían sin duda entonces en su pobre alma— yo no puedo callar más… Mi conciencia no me lo permite. Yo… hace cuarenta años que co… co… como el pan de esta casa… y no puedo…

No pudiendo seguir, prorrumpió en llanto copiosísimo.

—Pero ¿a qué vienen esos lloros?… ¿Qué han hecho las niñas?

—Señora —dijo al fin D. Paco entre sollozos, hipidos y babeos—; me han pegado, me han arrastrado, me han… Asuncioncita se puso a imitar a la gente de los paseos. Presentacioncita bailó el zorongo, el bran de Inglaterra y la zarabanda… Luego pasó por la calle un caballerito, miró adentro y les arrojó este billete.

Hubo un momento de silencio, de esos silencios angustiosos como el que precede al cañonazo, después que se ha visto la mecha próxima al cebo. Durante aquel intervalo de mudo terror, que desde la escena donde tal drama pasaba se comunicó a nosotros, haciéndonos temblar como quien aguarda un terremoto, se sintieron los tenues chasquidos de un papel que se desdobla, y luego una exclamación de sorpresa, asombro o no sé si de fiereza inaudita, que salió del tempestuoso seno de doña María.

—Esta letra es de lord Gray… —exclamó—. ¡Qué desvergonzado atrevimiento! ¿A quién de vosotras se dirige la carta? Dice: «Idolatrado amor mío: si tus promesas no son vanas…». ¡Pero una persona como yo no puede leer tales indecencias!… ¿A quién de vosotras dirige lord Gray esta esquela?

Continuó el silencio, uno de esos silencios que parecen anunciar el desplome del mundo.

—Presentación, ¿es a ti? Asunción, ¿es a ti? Inés, ¿es a ti? Responded al momento. ¡Señor misericordioso! ¡Si alguna de mis hijas, si alguien nacido de mis entrañas ha dado motivo para que un hombre le dirija estas palabras, prefiero que muera ahora mismo, y yo detrás, antes que tolerar tal deshonra!

La imprecación retumbó en la sala como una voz de los pasados siglos que clamaba en defensa de cien generaciones ultrajadas. Oyéronse luego llantos comprimidos y el resoplido de D. Paco, que así desfogaba los ardores de su corazón, inflamado ya por nobles impulsos de generosidad.

—Señora —dijo moqueando y babeando— perdone usía a las niñas. Eso no habrá sido nada. Tal vez un tuno que pasó por la calle. Ellas se han estado muy calladitas.

—Se me figura —dijo doña María sin perder la dignidad en su cólera— que no tendré que hacer grandes averiguaciones para saber quién ha motivado esta amorosa epístola. Tú, Inés, tú has sido. Hace tiempo que sospechaba esto…

Nuevo silencio.

—Responde —prosiguió doña María—. Yo tengo derecho a saber en qué emplea su tiempo la que va a casarse con mi hijo.

Entonces oí la voz de Inés, que claramente y no muy turbada respondía:

—Sí, señora doña María. Lord Gray escribió para mí. Perdóneme usted.

—¡De modo que tú!…

—Yo no tengo culpa… Lord Gray…

—Te ha trastornado el juicio —dijo doña María—. ¡Bonita y ejemplar conducta de una niña de tu condición, que representa una de las más principales casas de España! ¡Inés, vuelve en ti, por Dios, repara quién eres! ¿Es posible que una joven destinada?… Yo he observado que es tu natural de suyo profano a las mundanidades. Ya supieron lo que se hacían destinándote a ser casada y a ocupar alto puesto en la corte, que si por arte del demonio hubiérante consagrado al claustro o a un decoroso celibato… ¡pobre criatura!, tiemblo de pensarlo.

La ansiedad y zozobra que yo experimentaba no me permitieron reflexionar sobre las peregrinas ideas de doña María.

—No has sido tú educada por mí —prosiguió esta— que de haberlo sido… otra sería tu conducta…

—Señora madre —dijo Asunción llorando—. Inés no volverá a faltar más.

—Calla tú, necia. Después os ajustaré a vosotras dos las cuentas, pues dijo D. Paco que habíais bailado y cantado.

—No, señora, no ha habido nada de baile ni de canto: fue broma mía —exclamó muy sofocado el pobre preceptor, cuyo espíritu se afligía con los crueles alardes de justicia de su señora.

—¿Y para qué has bajado estas ropas? —preguntó la condesa a Inés.

—Para que ellas las vieran. Las subiré, señora, y no las volveré a bajar más —repuso Inés con humildad.

—¡Qué fundamento de niña! ¿No conoces que si a ti te cuadran estos trapos y adornos, a ellas ni aun debe permitírseles el mirarlos? Tu conducta no puede ser más contraria al decoro.

—Señora doña María —dijo D. Paco— permítame usía que la diga que la señora doña Inesita en lo íntimo de su corazón deplora el disgusto que la ha dado. ¿No es verdad, señora doña Inesita? Vaya, señora doña María, perdón al canto, y todo se acabó.

—No se meta usted en lo que no le importa, Sr. D. Paco —dijo la condesa—. Y tú, Inés, ten entendido que serás perdonada, si las cosas no siguen adelante. Y no digo más sobre el particular. Ya saben ustedes que soy benévola hasta la exageración, tolerante hasta la debilidad. Ciérrense esas rejas al punto, y vamos a trabajar y a rezar… Inés, te lo repito, respira tranquilamente. Con tal que no vuelva a repetirse…

Oyéronse voces de las muchachas, que si no de alegría y completa bonanza, indicaban que el temporal iba pasando.

D. Diego me dijo:

—Vámonos, no sea que mi madre quiera salir por aquí y nos sorprenda.

Nos apartamos de allí.

—¿Qué te parece lo que hemos oído?

—Una infamia, una alevosía, un crimen sin ejemplo —exclamé no pudiendo contener la cólera que me dominaba.

—¿Qué te parece la Inesita?… Buena pieza en verdad…

—Ese inglés de los demonios, ese monstruo que nos ha enviado aquí la Gran Bretaña es el ser más odioso, más abominable que existe en la tierra. Por mi parte, digo que le aborrezco, que le abomino; que sin piedad le mataría, que me bebería su sangre… Adiós, me voy.

—¿Te vas?

—Sí: no quiero estar más en esta casa.

—Pero hombre, tú estás tonto. Si te he traído aquí para que me ampares. Tú no sabes que ahora mi señora mamá, después que ponga fin a la justiciada de allá, ha de venir a emprenderla conmigo por la escapatoria de ayer tarde. ¿Olvidas, hombre ligero y frívolo, que has de atestiguar que me viste ayer ocupado en dar vueltas a la noria?

—No quiero farsas, ni falsos testimonios, ni tengo para qué ver a doña María… Adiós.

—Hombre cruel, detente. Mi madre sale.

En efecto, en el corredor atrapome la señora condesa, la cual después de mostrarse sorprendida y no muy agradablemente con mi presencia, me saludó, obligándome a pasar a la sala.

—¿Estabas aquí? —preguntó a su hijo.

—Sí, señora: Gabriel y yo estábamos en mi cuarto leyendo unos libros de aritmética, y él me enseñaba a encontrar la quinta parte por un medio nuevo; y como ayer cuando estuvimos viendo dar vueltas a la noria, yo aposté a que no podía ser tal cosa, vino hoy a demostrármelo.

—¿Conque estuvieron ustedes ayer tarde en la noria?

—Sí, señora; dando vueltas a la noria… quiero decir, viendo.

—Es un entretenimiento inofensivo…

—Sí, señora… e instructivo.

—Propio de jóvenes de cabeza sentada —dijo doña María—. Sin embargo, he oído que a la noria va mucha gente de mal vivir.

—No señora, de ninguna manera. Canónigos, militares de coronel para arriba, señoras mayores, frailes…

—Mi hijo es algo distraído, y por eso temo… Pronto será libre y dueño de sus acciones, porque en los asuntos de un hombre casado, sobre todo si está en cierta posición, no deben entrometerse las madres.

—Exactamente. ¿Y cuándo se casa D. Diego?

—Ya no hay día seguro —respondió doña María, con firmeza.

—Y en verdad, Sr. D. Diego —dije yo volviéndome hacia mi amigo— que se lleva usted la más hermosa muchacha que hay en todo Cádiz.

—Lo que es eso… —dijo la condesa con afectación— mi hijo puede estar satisfecho de la suerte que le ha cabido en su elección, mejor dicho, en nuestra elección, pues nosotras lo hemos arreglado todo. Para que nada falte a esa muchacha, tiene hasta aquellas sutiles cualidades de ingenio y amabilidad que la harán uno de los más bellos adornos de la corte, cuando la haya. Y no se diga que a una joven mayorazga, destinada a casarse con otro mayorazgo, se la debe sujetar y comprimir para que ni hable, ni trate con personas de mundo. Eso no; eso sería ridículo, y nada hay más contrario a la alteza y sonoridad de ciertas familias que verlas representadas en la corte por una damisela encogida, vergonzosa, que se asusta de la gente y no sabe decir más que
buenas tardes
y
buenas noches
.

—Pues maldita la gracia que me hace —dijo D. Diego con desabrimiento— ver a mi novia muy amartelada con lord Gray en este salón.

Doña María se puso encendida.

—Este joven —dije yo— no eleva su entendimiento hasta los altos principios de la educación castiza. ¿Pues acaso su mujer va a ser monja? A las que van a ser monjas o solteras, bueno que se las enseñe a no levantar los ojos del suelo; pero a las que van a casarse y a ser grandes señoras… Pero hombre, ¿está usted loco? Mi amigo es un necio, un caviloso, señora. ¿Apostamos a que por estas y otras imaginaciones ridículas va a dar en la flor de decir que no se casa?

—¡Cómo! —exclamó la dama—. Mi hijo no será capaz de tal simpleza.

—Sí, señora, sí seré capaz —dijo D. Diego sin poder contener el ímpetu de sus celos.

—¡Diego, hijo mío!

—Sí, señora, lo que dice Gabriel es verdad, no quiero casarme, al menos hasta ver…

—No puede darse necedad mayor —dije—. Porque lord Gray haya conseguido con su buena apostura, sus finos modales, su talento…

—Mi hijo no me dará tan gran pesadumbre.

La condesa, por hallarse en presencia de un extraño, no soltó la ira que a borbotones quería escapársele del pecho, al ver en su hijo la obstinada genialidad, que amenazaba echar por tierra todos sus proyectos; mas conociendo yo que aquel volcán necesitaba cumplido desahogo por el cráter de la boca y quizás por el de las manos, juzgué prudente retirarme.

—¿Se marcha usted? —me dijo—. Ya, una persona discreta no puede soportar las bachillerías y antojos de este inconsiderado niño.

—Señora —repuse— D. Diego es un niño obediente y hará lo que su madre le mande. Beso a usted los pies.

Quiso D. Diego salir conmigo; pero la condesa le detuvo, diciendo con enojo:

—Caballerito, tenemos que hablar.

Yo anhelaba respirar fuera de aquella casa.

- XIV -

Al encontrarme en la calle miré a las rejas y las vi cerradas. Atormentado por el recuerdo de lo que había visto y oído, revolviendo en mi cabeza pensamientos de venganza, proyectos de barbarie, y no sé qué ideas impías y locas, dije para mí:

—Ya no me queda duda. Mataré a ese maldito inglés.

En las mil alternativas y vicisitudes de mi vida, bajé, subí, caí y levanteme; creí tocar con mis manos fatigadas el fondo de aquel mar de la borrascosa desventura, donde transcurrió mi niñez, y fuerzas ignoradas me sacaron de nuevo a la superficie; luché y padecí, deseé la muerte y amé la vida; grandes vaivenes y sacudidas experimenté; pero cuando subía, y bajaba, y luchaba, y vivía, y moría, jamás dejé de percibir aquella luz, encendida ante la desgracia, lejana estrella a quien consideraba como expresión de lo divino y sobrenatural que hay en la existencia. Pero ya la luz se había apagado, y volviendo los ojos en derredor, yo no veía sino espantosas oscuridades. Lo que yo creía perfecto ya no lo era; lo que yo juzgué mío, tampoco era mío, y pensando en esto no cesaba de exclamar:

—Mataré a ese condenado lord Gray. Ahora comprendo la satisfacción de matar a un hombre.

Turbado por los celos, mi corazón, que hasta entonces había como florecido, despidiendo un sentimiento apacible y contemplativo cual el de la religión, ardía ahora con apasionado centelleo, y lo que había amado, por extraordinaria contradicción más digno de ser amado le parecía. Sentía ansia de destrucción, y mi amor propio, mi orgullo herido clamaban al cielo, haciendo a toda la creación solidaria de mi agravio. Yo creía que el universo entero estaba ofendido, y que cielo y tierra respiraban anhelo de venganza. Crucé varias calles, repitiendo:

BOOK: Cádiz
9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Maddie's Big Test by Louise Leblanc
Spirit’s Key by Edith Cohn
Going Insane by Kizer, Tim
A Harsh Lesson by Michael Scott Taylor
Time and Time Again by James Hilton
My Path to Magic by Irina Syromyatnikova
Parallelities by Alan Dean Foster
Personal Statement by Williams, Jason Odell