Read Cádiz Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Cádiz (10 page)

BOOK: Cádiz
8.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Y repetí varias veces, mirando a todos lados, el enérgico «se hará».

—Si todos fueran como tú, Gabriel —me dijo don Diego— pronto acabarían las picardías que estamos viendo.

—¿Durarán las Cortes hasta el mes que viene, señor de Valiente? —preguntó la de Rumblar.

—Durarán algo más, señora. A no ser que los franceses envalentonados con nuestras discordias, entren en Cádiz, y hagan con todos los que aquí estamos un picadillo. Yo he dicho que la soberanía de la nación por un lado y la libertad de la imprenta por otro, son dos obuses cargados de horrorosos proyectiles que nos harán más daño que los que ha inventado Villantroys.

—Caballero —dije yo afeminadamente—, esa comparacioncita es exacta y procuraré retenerla en la memoria.

—Deploro tantos errores —dijo la dueña de la casa—. Pero aquí, Sr. D. Gabriel, no tomamos a pecho la política, y los que en casa se reúnen no hacen más que departir discretamente sobre el mal gobierno y los filosofastros. Yo no me ocupo más que del matrimonio de mi querido hijo, que se efectuará en breve, y de completar la educación religiosa de mi hija —señaló a Asunción— que debe entrar muy pronto en un convento de Recoletas, siguiendo su decidida e inquebrantable inclinación. Ocupaciones son estas que llenan alegremente mi cansada vida, y a las que me consagro con el mayor celo.

Asunción había bajado los ojos, y Presentación me miraba, queriendo leer en mi cara el efecto que me producían las palabras de su mamá.

—¿Enviasteis recado a Inés? —preguntó doña María—. Diego, tu futura esposa estará sin duda enojada contigo, por tu mal comportamiento y desaplicación. Necesario es que varíes de conducta. Ahora, cuando baje, puedes manifestarle con palabras tiernas tu propósito de no ofenderla más, como lo has hecho saliendo a la calle por las tardes en la hora que tengo dispuesto hables con ella y le recites alguna fábula bonita o poesía instructiva. Yo, señor D. Gabriel —y se dirigió a mí de nuevo—, no gusto de tiranizar a la juventud. Conozco que es preciso ser tolerante con los muchachos, sobre todo cuando llegan a cierta edad, y sé muy bien que los tiempos presentes exigen algo más de holgura que los pasados en los lazos que atan a los jóvenes con sus familias.

»Con estos principios, permito a mi nuera que baje a la tertulia y platique con personas finas y juiciosas sobre asuntos profanos, porque una muchacha destinada al siglo y a dar lustre a una gran casa como la suya, no debe ser criada con aquel encogimiento y estrechez que tan bien sienta en la que sólo ha de vivir en su casa, bien reducida a un decoroso celibato, bien instruyéndose para servir a Dios en el mejor y más perfecto de los estados. Mis dos niñas viven aquí gozosas sin apetecer bailes, ni paseos, ni teatros. No soy yo enemiga tampoco de que se diviertan, ni crea usted que estoy siempre con el rosario en la mano, haciéndolas rezar y aburriéndolas con un excesivo manoseo de las cosas santas, no. También aquí se habla de cosas mundanas, siempre con el debido comedimiento. A veces tengo que imponer silencio, mandando que cesen las controversias sobre teología, porque lord Gray, que viene aquí muy a menudo, gusta de tratar con desenvoltura asuntos muy delicados.

—Como que anoche —dijo D. Paco inoportunísimamente— dio en afirmar que no comprendía el misterio de la Encarnación, para que la señorita Asunción se lo explicara.

—Estoy hablando yo, Sr. D. Paco —dijo con firmeza y enojo la condesa—. Nada importa ahora lo que lord Gray hiciera o dejase de hacer anoche… Pues como decía, aquí viene lord Gray, un sujeto respetabilísimo y tan formal y circunspecto, que no hay otro que se le iguale. Ellas se entretienen oyéndole contar sus aventuras. ¿Conoce usted a lord Gray?

—Sí, señora. Es un hombre muy digno y temeroso de Dios. ¿Pero no saben ustedes que parece inclinado a convertirse al catolicismo?

—¡Jesús y qué me dice usted! —exclamó con asombro y júbilo doña María—. Aquí se ha tratado algunas veces este punto, y las niñas y yo le hemos exhortado a que tome tan saludable determinación.

—Como suelo pasarme las horas muertas en el Carmen Calzado —dije yo— he visto entrar varias veces a lord Gray en busca del padre Florencio, que es el mejor catequizador de ingleses que hay en todo Cádiz.

—Lord Gray no ha de faltar esta noche —dijo doña María—. Y usted, Sr. D. Gabriel, ¿no nos acompañará algunos ratitos?

—Señora —respondí— de buen grado lo haría; pero mis ocupaciones militares y la necesidad que tengo de despachar de una vez todo el capítulo
de prescientia
, que es el más difícil de todos, me retendrán en la Isla.

—¿Y qué opina usted de la
prescientia
? —me preguntó Ostolaza cuando yo estaba muy lejos de esperar semejante embestida.

—¿Qué opino yo de la
prescientia
? —dije tratando de no turbarme para contestar alguna ingeniosa vulgaridad que me sacase del compromiso.

—Opinará lo mismo que San Agustín,
secundum Augustinus
—indicó oficiosamente D. Paco, que anhelaba mostrar su erudición.

—Ya están las niñas con cada ojo… —dijo doña María observando que sus hijas atendían a la planteada discusión con demasiado interés—. Niñas, dejad a los hombres que debatan estas cosas tan intrincadas. Ellos se sabrán lo que se dicen. No abrir tales ojazos, y miren los cuadros y las pinturas del techo, o hablen conmigo, preguntándome si se me alivia el dolor del hombro.

—Lo mismo que San Agustín —indicó don Diego—. Opinará como San Agustín y como yo.

—Según y conforme —dije recapacitando—. ¿Ustedes piensan como San Agustín?

Ostolaza, Teneyro y D. Paco se desconcertaron.

—Nosotros…

—Supongo que conocerán los nuevos tratados…

A este punto llegaba la controversia, cuando entró lord Gray a sacarme del apuro. No pudiera llegar en mejor ocasión. Recibiéronle doña María y sus tertulios con la mayor cordialidad y agasajo, y él saludó a todos con afectado encogimiento. Tal vez extrañará alguno de los que me oyen o me leen, que con tan buena amistad fuera recibido un extranjero protestante en casa donde imperaban ciertas ideas con absoluto dominio; pero a esto les contestaré que en aquel tiempo eran los ingleses objeto de cariñosas atenciones, a causa del auxilio que la nación británica nos daba en la guerra; y como era opinión o si no opinión, deseo de muchos, que los ingleses, y mayormente los hermanos Wellesley, no veían con buenos ojos la novedad de la proyectada Constitución, de aquí que los partidarios del régimen absoluto trajeran y llevaran con palio a nuestros aliados. Lord Gray además con su ingeniosísima labia, su simpático carácter, y también poniendo en práctica estudiadas artimañas y mojigaterías, como yo, había conseguido hacerse respetar y querer vivamente de doña María. Además solía ridiculizar con gran desenfado las ceremonias protestantes.

Mientras lord Gray respondía a ciertas enfadosas preguntas que le hizo Ostolaza, doña María llamó a sus hijas y dijo a Asunción, no tan por lo bajo que yo dejase de oírlo:

—Mira, Asunción, habla con lord Gray un ratito; coge con disimulo el tema de la religión y sondéale, a ver si es cierto que está dispuesto a abjurar sus errores, por abrazarse a nuestra santa doctrina.

En aquel instante sentí ruido de pasos y entró Inés. ¡Dios mío, qué guapa estaba, pero qué guapa! No recuerdo si en el libro anterior hablé a ustedes de la soltura, de la elegancia, de la armoniosa proporcionalidad que el completo desarrollo había dado a su bella figura. Además de esto, encontrábale mayor animación en el rostro, y una grata expresión de conformidad y satisfacción, no menos simpática que su antigua tristeza, resto de la miserable y ruin vida de la infancia. Observándola, consideré cuánto había ganado en encantos y atractivos aquella criatura, añadiendo a sus bellezas naturales, a su discreción e ingénito saber, la dulce cortesanía y las gracias que infunde el trato frecuente con personas distinguidas y superiores. En su cara advertí el extraño realce que da la conciencia del propio mérito, lo cual no es lo mismo que vanidad.

No parecía haber perdido la hermosa modestia que la hacía tan simpática; pero sí aquella especie de encogimiento, aquel desmedido amor a la oscuridad, que emanaban del malestar hallado en su repentino cambio de fortuna. Había adquirido lo que le faltaba cuando la vi en Córdoba y en el Pardo, el perfecto conocimiento de su posición y las mil menudencias personales, accidentes casi imperceptibles de la voz, del gesto, de la mirada con que el individuo da a entender claramente que se halla donde debe hallarse. Estaba más alta, un poco más gruesa, con el color menos pálido, la boca más risueña, los ojos no menos seductores y arrebatadores que los de su madre, célebres en toda la redondez de España, la voz más segura, sonora y grave, y el conjunto de su persona respirando firmeza, vida, soltura y nobleza. ¡Oh imagen tan perfecta vista como soñada! ¿Fue suerte o desgracia haberte conocido?

- XI -

Inés, no indiferente a mi presencia, según comprendí, pero tampoco sorprendida, debía saber que yo estaba allí.

—¡Ah! —exclamé con despecho para mis adentros—. La muy pícara aunque la llamaron, no bajó hasta que vino el maldito inglés.

Doña María me presentó ceremoniosamente a ella diciendo:

—A este caballero le conocimos en nuestra casa de Bailén cuando la célebre batalla. Es amigo del que va a ser tu marido; allí pelearon juntos con tan buena suerte, que, según afirma Diego, si no es por ellos…

—Gabriel es un gran militar —dijo don Diego—. ¿Pero no le conoces tú? Es amigo de tu prima la condesa.

Doña María frunció el ceño.

—En efecto —dije yo— tuve el honor de conocer en Madrid a la señora condesa. Ambos teníamos un mismo confesor. Yo solicité de la señora condesa que me consiguiese una beca en el arzobispado de Toledo; pero después me vi obligado a servir al rey, y salí de la corte.

—Este joven —añadió doña María— nos acompañará algunas noches, robando tal cual rato a sus estudios religiosos y a las meditaciones místicas que le traen tan absorbido. Hoy el servicio de las armas le obliga a sofocar su ardiente vocación; pero cantará misa después de la guerra. ¡Noble ejemplo que debieran imitar la mayor parte de los militares! Yo me complazco, hija mía, en que se reúnan aquí personas formales y de excelentes y sólidos principios. Caballero —añadió encarando conmigo—, esta damisela es mi futura nuera, prometida esposa de este mi amado hijo don Diego.

Inés me hizo una profunda reverencia. Se sonrió al mismo tiempo, comprendiendo el astuto ardid de mi fingida religiosidad.

¿En tanto dónde estaba lord Gray? Extendí la vista y le vi tras el respaldo del monumental sillón de doña María, muy enfrascado en estrecha plática con Asunción, que sin duda le estaba convenciendo de la superioridad del catolicismo con respecto al protestantismo. A cada paso apartaba él los ojos de su interlocutora para mirar a Inés.

—Bien decía el tunante —observé para mí— que se valía de las discretas amigas. La otra con su santidad es quien les lleva y trae los recaditos.

Inés me dijo con dulce ironía:

—Celebro mucho que esté usted tan decidido a seguir la carrera eclesiástica. Hace usted bien, porque hoy no hacen falta militares, sino buenos clérigos. El mundo está tan pervertido, que no lo curarán las espadas sino las oraciones.

—Esta afición la tengo desde muy niño —repuse— y nadie puede apartarla de mí porque sobrevive a todas mis alternativas y desgracias.

Inés miraba a cada instante el grupo formado por el inglés y Asunción. También doña María volvió allá los ojos, y dijo:

—Hija, basta ya. No marees al buen lord Gray. Ven a mi lado.

La muchacha acudió al lado de su madre, y al mismo tiempo Inés, por indicación muda de la condesa, pasó al lado del inglés. Yo estaba asombrado de aquel ir y venir y del incomprensible diálogo de expresivas miradas que las muchachas tenían constantemente, trabado entre sí. Me propuse observar atentamente, para descubrir los misterios que allí pudieran existir; pero doña María distrajo mi atención, diciéndome:

—Sr. D. Gabriel, usted, como persona casi divorciada del siglo, aunque en su continente y rostro no se advierte nada que lo indique, comprenderá que en estas recatadas tertulias de mi casa no se puede tener con las muchachas la licenciosa tolerancia que madres inadvertidas y ciegas tienen con sus hijas en otras familias. Por eso verá usted que apenas permito a mis niñas hablar un poco con Ostolaza, con lord Gray o con usted, si bien ha habido noches en que les he consentido conversaciones de quince minutos en distintas horas. Comprendo que mi sistema, aunque no es riguroso, será criticado por los que dan rienda suelta a los impulsos naturales de la juventud. Pero no me importa. Usted me hace justicia sin duda y alaba la prudencia de mi proceder.

—Seguramente, señora —respondí con afectación y pedantería— ¿qué cosa más sabia, ni más prudente puede haber que prohibir en absoluto a las niñas toda conversación, diálogo, mirada o seña con hombre que no sea su confesor? ¡Oh, señora condesa, parece que ha adivinado usted mi pensamiento! Como usted, yo he observado la corrupción de las costumbres, hija de la desenvoltura francesa; como usted, he observado el descuido de las madres, la ceguera de los padres, la malicia de las tías, la complicidad de las primas y la debilidad de las abuelas; y he dicho: «orden, rigor, cautela, reclusión, tiranía, o si no dentro de poco la sociedad se precipitará en los abismos del pecado». Nada, nada, señora condesa, yo lo aconsejo a todas las madres de familia que conozco, y les digo: «mucho cuidado con las niñas mientras sean solteras. Después de casadas, allá se entiendan ellas, y si quieren tener dos docenas de cortejos, háganlo».

—En todo estamos de acuerdo —dijo doña María— menos en esto último, pues ni de solteras ni de casadas, les tolero la inmoralidad. ¡Ay, yo tengo ideas muy raras, Sr. D. Gabriel! Me asombro de ver por ahí madres muy cristianas, que celando hasta lo sumo las hijas solteras, ven con indiferencia los pecadillos de las casadas. Yo no soy así; por eso no quiero que se casen mis niñas; no, jamás, jamás. Casadas estarían libres de mi autoridad, y aunque no las creo capaces de nada malo, la idea de que pueden cometer una falta, siéndome imposible castigarla, me horripila.

—El gran sistema es el mío, señora; este sistema que no ceso de recomendar a todas las madres que conozco. Orden, rigor, silencio, encierro perpetuo y esclavitud constante. Mis lecturas y meditaciones me han inspirado estas ideas.

BOOK: Cádiz
8.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Deceit by Tom Knox
Before She Was Mine by Kate Long
SexontheBeach by Amber Skyze
A Cowboy for Christmas by Bobbi Smith
Bloodraven by Nunn, P. L.
Buried in the Snow by Franz Hoffman