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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (3 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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Después de llegar a casa, Jack intentó ponerse en contacto con el resto del mundo. Marcó cada uno de la treintena de números de teléfono en su agenda, pero nadie contestó. Durante un rato escuchó la radio, pero lo que había oído era perturbador. Había esperado oír el siseo de la estática, pero durante mucho rato no hubo nada, sólo un silencio vacío e interminable. Encontró una emisora que seguía emitiendo música. Escuchó nervioso y esperanzado mientras se desvanecían las últimas notas de la canción final, sólo para ser reemplazada por el mismo silencio interminable que estaba por todas partes. En su mente se imaginó a los locutores de la radio, los periodistas, los ingenieros y los presentadores, muertos en sus estudios, mientras se seguían emitiendo por inercia las consecuencias de lo que fuera que los había matado a todos.

Desde entonces había pasado la mayor parte del tiempo sentado en el piso de arriba, contemplando el mundo exterior, esperando que esa pesadilla ilógica terminara con la misma rapidez con la que había empezado. Pero no lo hizo. Mirando hacia fuera desde una de las habitaciones posteriores, Jack vio el cuerpo de su anciano vecino, Stan Chapman, que yacía boca abajo e inmóvil en medio del césped de su jardín, aún vestido con su pijama. Parecía que nadie, excepto el propio Jack, se había librado.

A causa de su horario laboral antisocial y su rutina inusual, los días de Jack hacía mucho tiempo que se desarrollaban al contrario de los de casi todos los demás. A pesar de todas las circunstancias, al mediodía del primer día había tenido problemas para seguir despierto. Se había ido durmiendo y despertado durante toda una tarde larga y desorientadora, y luego se había pasado lo que parecía una eternidad sentado a oscuras al borde de la cama, muy despierto, solo y petrificado. Y el día siguiente había sido aún más duro de soportar. No hizo nada excepto estar sentado en silencio, elaborar pensamientos aterradores y plantearse incontables preguntas que le era imposible responder. Durante un rato consideró la posibilidad de salir y buscar ayuda, pero estaba demasiado asustado para aventurarse más allá de la mitad de la escalera antes de darse la vuelta y regresar a la seguridad relativa de las habitaciones superiores. Sin embargo, cuando las primeras luces de la mañana del jueves empezaron a deslizarse sobre el paisaje devastado, lo que quedaba del mundo de Jack se había vuelto del revés una vez más.

Justo antes de las siete en punto, el sonido repentino y metálico de un golpe rompió el silencio opresivo. Con todo lo demás en silencio, pareció que el estrepitoso ruido tardase una eternidad en disolverse en la nada. Durante unos pocos segundos, Jack no se atrevió a moverse, paralizado por los nervios. Había esperado impacientemente que ocurriera algo, pero una vez que finalmente había ocurrido, casi estaba demasiado asustado para ir a ver qué era. Se forzó a moverse, y lentamente se fue acercando a la puerta principal de la casa y, después de agacharse y espiar a través de la rendija del buzón y no ver nada, abrió la puerta y salió. En medio de la calle encontró un cubo de la basura metálico. Extrañamente aliviado, Jack dio unos pocos pasos hasta llegar a la acera, donde miró arriba y abajo de la calle desierta. Pero no lo estaba. A la sombra de los árboles, en el lado opuesto de la calle, una solitaria forma femenina se alejaba con lentitud. De repente, más confiado, atravesó corriendo toda la anchura de la calle y agarró del hombro a la mujer. Ella se detuvo de inmediato y simplemente se quedó allí quieta, dándole la espalda a Jack. Embargado por la emoción, no se había parado a pensar por qué no lo había oído o reaccionado de cualquier otra manera a su llegada. Así que sencillamente le dio la vuelta para verle la cara, desesperado por hablar con alguien que, como él, había sobrevivido. Pero al instante resultó evidente que la mujer era sólo otra víctima de la calamidad que había sacudido la ciudad. Su sorpresa e incredulidad fue tal que casi no pudo reaccionar ante la apariencia de pesadilla de la mujer. Tal vez hubiera estado en movimiento, pero esa pobre mujer estaba tan muerta como los miles de cuerpos que seguían cubriendo las silenciosas calles.

Jack se quedó mirando los ojos negros e inexpresivos, buscando una explicación. En la penumbra, la piel amarillenta parecía hundida y floja. La boca le colgaba abierta, como si ya no tuviera la energía para mantenerla cerrada, y la cabeza se le inclinaba pesadamente hacia un lado. Soltó el cuerpo e inmediatamente se alejó tambaleándose, en dirección contraria a la que había andado antes. Jack se dio la vuelta, corrió de regreso a su casa y cerró con llave la puerta a su espalda. Entró a trompicones en la cocina y se recostó en el fregadero en busca de apoyo, mirando fijamente hacia el jardín e intentando encontrar un sentido a lo que acababa de ver. Sus pensamientos, siniestros e inconexos, se vieron interrumpidos por la súbita aparición en la ventana del rostro blanco y exangüe de su vecino muerto. El cadáver había pasado a través del panel que faltaba en la valla, y que Jack había tenido la intención de volver a poner durante los tres últimos veranos.

Habían pasado más de doce horas desde que Jack había visto esa mañana el primer cadáver en movimiento. Pasó el resto del día en el piso de arriba, escondido de nuevo en su dormitorio. Preparó una bolsa con ropa y comida, pero cuando llegó el momento de abandonar la casa, estaba demasiado asustado para irse. Sabía que al final tendría que volver a salir al exterior, pero por el momento la familiaridad y la seguridad relativa de su hogar era todo lo que le quedaba.

Incluso oía de vez en cuando el cuerpo de su anciano vecino, golpeándose sin descanso por el jardín trasero, sin detenerse jamás.

3

Otra noche y mañana interminables fue todo lo que Jack pudo soportar. Se sentó en la parte alta de la escalera y llegó a la conclusión inevitable de que debía salir e intentar descubrir lo que había ocurrido, y que cuanto antes lo hiciera, antes podría volver. Con la mochila ya preparada, echó un último vistazo nervioso a su hogar y lo abandonó poco después de mediodía.

Durante unos escasos y preciosos minutos, el día de otoño pareció tranquilizadoramente normal. Era frío y seco como de costumbre, aunque gris y nublado. Unas ráfagas de viento frío resultaban refrescantes y reconfortantes, ya que se llevaba el hedor a muerte y a incendios que colgaba pesadamente en el aire como una niebla acre.

Cuando alcanzó el final de su calle, Jack se detuvo, se volvió y dio unos pocos pasos inseguros hacia su casa, ansiando ya la seguridad de encontrarse de nuevo en el lado bueno de una puerta cerrada. Demasiado asustado para seguir adelante, pero igualmente temeroso de las consecuencias de dar la vuelta y esconderse solo en su casa durante días, posiblemente incluso durante semanas, no sabía qué dirección tomar. Se quedó en medio de la calle y sollozó como un niño que ha perdido a sus padres.

Al final, Jack llegó a un compromiso consigo mismo. Decidió que seguiría caminando un poco más hacia el centro de la ciudad, y que pasada media hora daría la vuelta y regresaría a casa. Mañana se aventuraría un poco más, después un poco más al otro día y más al día que siguiese a ése, hasta que encontrase a otras personas como él. Tenía que haber otros, ¿no era verdad? Reemprendió la marcha, deseando haber aprendido a conducir, como había hecho prácticamente todo el mundo que conocía en cuanto alcanzaron la edad permitida. Se habría sentido mucho más seguro en un coche.

Jack dejó de andar a medio camino de Turnhope Street, cuando el primer cuerpo en movimiento que había visto desde que dejó la casa apareció tambaleándose con lentitud. Empezaba a soportar los cadáveres que yacían inmóviles en el suelo, pero los que se movían eran otra historia completamente diferente. A pesar de que lo ignoraban y no parecían reaccionar ante nada que hiciese, aún se sentía amenazado por su presencia antinatural y su movilidad imposible. Al aproximarse al cuerpo (los restos tambaleantes y uniformados de un guardia de tráfico) se quedó parado por instinto y se aplastó contra el muro del edificio más cercano, con la esperanza de pasar inadvertido al fundirse con el entorno. El cadáver cruzó ante él tambaleándose, sin ni siquiera levantar la cabeza. Arrastraba los pies por el suelo con una lentitud insoportable, y Jack lo contempló alejarse indiferente, con los brazos colgados pesadamente a los costados, balanceándose de vez en cuando con sus pasos vacilantes.

El silencio era insoportable, intenso y casi completamente total. Excepto por las ocasionales ráfagas de viento, que movían desperdicios y basura a lo largo de las calles vacías, no se oía nada: ni coches, ni aviones, ni música, ni voces... y el silencio hacía que todo lo demás pareciese más ruidoso. El sonido de sus pisadas cuando rozaban el pavimento sonaba como si se hubiera amplificado miles de veces. En una o dos ocasiones se aclaró la garganta, dispuesto a gritar pidiendo ayuda, pero en el último momento no se decidió a hacerlo. Tanto como deseaba encontrar a otras personas como él, tenía miedo de llamar la atención. Y a pesar de que no parecía que hubiera nada ni nadie más que él, no tenía el valor de correr ningún riesgo. Estaba demasiado asustado. No, no sólo estaba asustado, estaba completamente aterrorizado.

Jack recorrió toda la extensión de Pordown Park Road, que desembocaba en Lancaster Road, que a su vez conducía hasta Haleborne Lane y después convergía con Ayre Street, una de las rutas principales para llegar al corazón de la ciudad. En los treinta minutos que se había dado de margen, Jack había recorrido casi dos kilómetros y medio. No había visto nada ni a nadie excepto otra treintena de cuerpos silenciosos y tambaleantes. A algunos de ellos, en realidad a la mayoría, los había podido ignorar y rebasar con pocas dificultades. En todos los aspectos tenían una apariencia relativamente normal a cierta distancia, sólo un poco desaliñados, sucios y faltos de color, casi monocromos. Sin embargo, de vez en cuando se cruzaba con alguno que lo llenaba instantáneamente de una náusea nerviosa y aterrorizada. Al parecer, la reanimación de los muertos se había producido completamente al azar, sin ningún criterio lógico. Cinco minutos antes, Jack se había cruzado con un cuerpo que sin duda se había visto involucrado en algún accidente terrible. Pensó que había sido un hombre, pero no podía estar completamente seguro. El cuerpo casi desnudo estaba cubierto de la cabeza a los pies con quemaduras que lo desfiguraban. No parecía que hubiera un solo trozo de piel que no hubiera quedado completamente abrasado más allá de cualquier posible reconocimiento. El pelo había desaparecido de la cabeza a causa del fuego, y la cara, o el agujero negro en el que había estado, era irreconocible, sólo una masa informe y requemada. Algunas tiras de ropa seguían colgadas de la escuálida criatura, ondeando en la brisa. Sin embargo, la mayor parte de la ropa se había quemado y fundido con la carne ennegrecida. Pero de alguna manera seguía moviéndose. Inmune al daño y la deformación que había sufrido, y ajeno a cualquier dolor o aturdimiento que pudiera haber sentido, la maldita cosa se seguía moviendo. Los ojos se le habían quemado, dejando las órbitas vacías, y no tenía ningún tipo de coordinación, pero se seguía arrastrando hacia delante, impactando torpemente contra las paredes, los coches aparcados y otros obstáculos. Más que nada el olor fue lo que había colmado el vaso de Jack. En la brisa había captado el rastro del hedor de la carne quemada, e inmediatamente cayó de rodillas y vació en la alcantarilla el contenido de su estómago.

Aunque había decidido que regresaría si no ocurría nada, el deseo desesperado de encontrar a alguien vivo mantuvo a Jack avanzando hacia el centro de la ciudad. Al acercarse al corazón de la ciudad, toda la enormidad de lo que había ocurrido le resultó dolorosamente evidente. El suburbio pequeño e insignificante donde vivía había quedado brutalmente arrasado por la devastación, pero lo de allí no había sido nada en comparación con el centro de la ciudad. Donde había muchos más comercios, oficinas, fábricas y otros edificios, la escala de la destrucción era sobrecogedora. Parecía que nada había quedado incólume ante el asesino silencioso e invisible que había atacado a primera hora de la mañana del martes.

Mientras andaba por un lado de una calzada de doble dirección, finalmente reunió el valor para gritar, diciéndose a sí mismo que daría la vuelta para regresar en unos pocos minutos.

—Hola —chilló, asustándose del sonido de su propia voz—. Hola... ¿hay alguien ahí?

Nada. Ninguna respuesta. Lo intentó de nuevo.

—Hola...

Dejó de gritar y oyó cómo el eco repetía su voz por la desolada calle, rebotando en las paredes de los edificios vacíos. Ahora que parecía su único habitante, el mundo se había vuelto de repente mucho más vasto, y él se sentía insignificante. Desde muy lejos oyó el ladrido solitario de un perro y su aullido lastimero.

—Hola... —volvió a gritar.

Abatido, se preguntó si valía la pena seguir adelante. Había abandonado su casa con algo de esperanza, aunque fuera mínima, pero incluso eso se le había evaporado hasta quedar en nada. Pero ¿cómo era posible que fuera el único que quedase? Entre los millones, posiblemente miles de millones, de personas afectadas, ¿cómo había podido sobrevivir él cuando todos los demás habían muerto? ¿Tendría algo que ver con dónde se hallaba cuando ocurrió? ¿Poseería alguna inmunidad natural, innata? ¿Sería porque trabajaba de noche? ¿Sería el curry que había comido el fin de semana o las pastillas para la depresión que tomaba desde la muerte de Denise? Ya nada parecía más allá de los reinos de la posibilidad.

Con cada paso se iba acercando cada vez más al corazón muerto de la ciudad. Sólo otro minuto y daría la vuelta para volver a casa, se repetía a sí mismo. La calle principal se fue estrechando gradualmente hasta ser de un solo carril en cada dirección, y la súbita proximidad de los altos edificios a ambos lados le hizo sentirse atrapado e incómodo. Decidió que no volvería a gritar. Por delante tenía aún más cuerpos, un grupo de ellos. O se trataba de una pandilla de cadáveres, se preguntó. ¿De un puñado? Consiguió pasar a su lado con una despreocupación que acababa de descubrir, reuniendo incluso el valor de empujar a uno de ellos que le cerraba el paso cuando ése se atravesó tambaleándose en medio de su camino por casualidad.

Jack miró a la derecha, donde vio a una de las patéticas criaturas sentada a la sombra de la entrada de una tienda, sosteniéndose la cabeza con las manos. Parecía que se movían sin parar, y hasta el momento no había visto a ninguno de los cadáveres sentado. Se detuvo y se acercó un poco. Al acercarse, el cuerpo alzó la cabeza y lo miró, levantando las manos para hacer de visera sobre los ojos y protegerlos del brillante sol otoñal, que acababa de aparecer momentáneamente a través de un hueco en la espesa capa de nubes. La persona en la puerta, una niña, quizá de trece o catorce años, vestida con un uniforme escolar arrugado y desgarrado, se levantó con lentitud y empezó a caminar hacia él. A los dos les llevó casi un minuto darse cuenta y aceptar por completo el hecho de que ambos acababan de encontrar por fin a otro superviviente. Al principio, la niña se movía con una lentitud y una precaución comprensibles, pero de repente echó a correr, abrazó a Jack y empezó a sollozar. El la sostuvo con toda la fuerza que pudo, como si la conociera desde hacía cincuenta años y no la hubiera visto en los últimos diez. Finalmente había encontrado vivo a alguien más.

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