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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (4 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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De repente Jack se sintió aún más expuesto que antes; miró a su alrededor con ansiedad
y
después cogió de la mano a la chica y la condujo hacia la entrada del edificio más cercano. Se trataba de una clínica dental; una consulta privada fría, oscura y claustrofóbicamente pequeña que seguía oliendo ligeramente a antiséptico y enjuague bucal. Los dos se sentaron en las duras sillas de plástico en la sala de espera, junto con tres cadáveres inmóviles que habían estado esperando a que los visitase el dentista muerto desde el martes por la mañana. Una enfermera estaba desplomada sobre el mostrador a su derecha. La presencia de los cuerpos ya no parecía importar. Encontrarse en el interior y con alguien más ayudó psicológicamente a Jack, sin importar lo lúgubre y desolado que fuera este nuevo entorno.

Al principio ninguno de los dos supo qué decir.

—Me llamo Jack... —tartamudeó finalmente él con torpeza.

—Te he oído gritar —contestó ella, aún llorando—. No sabía dónde estabas. Te oía, pero no te podía ver y entonces...

—No importa —susurró él; le acarició el cabello y le besó con delicadeza la cabeza, esperando que a ella no le importase—. No importa.

—¿Has visto a alguien más?

—No, a nadie. ¿Y tú?

Ella negó con la cabeza, se alejó ligeramente de él y se enderezó en su asiento. El contempló cómo se limpiaba la cara.

—¿Cómo te llamas?

—Clare Smith.

—¿Y eres de por aquí, Clare?

Volvió a negar con la cabeza.

—No, vivo con mi madre en Letchworth.

—¿Y cómo has acabado en esta parte de la ciudad?

—Este fin de semana me he quedado en casa de mi padre. El lunes no teníamos clase, así que me quedé con él un día más y...

Dejó de hablar cuando no pudo seguir soportando los dolorosos recuerdos. Jack vio, impotente, cómo unos pocos sollozos se convertían en un torrente imparable de lágrimas.

—Mira —empezó Jack, intentando hacerle las cosas más fácil—, no tienes que contarme nada si no quieres. Si lo prefieres puedes simplemente...

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella de repente, cortándolo y mirándolo por primera vez fijamente a la cara—. ¿Qué ha provocado todo esto?

Jack suspiró, se puso en pie y se empezó a alejar.

—Ni idea —respondió; se inclinó hacia delante y miró por encima del cuerpo de la enfermera a través de una ventanilla de cristal esmerilado, hacia el interior de una oficina pequeña—. Estaba de camino a casa cuando ocurrió. No vi nada hasta que fue demasiado tarde.

—Papá me estaba llevando en coche a la escuela —explicó Clare en voz baja, con la vista fija en el suelo—. Vive justo al otro lado de la ciudad, de manera que estábamos regresando a través del centro... —Se detuvo para limpiarse los ojos y aclararse la garganta—. Estábamos parados delante de un semáforo y papá empezó a ahogarse. Intenté ayudarle, pero no hubo nada que pudiera hacer. Chocó contra el coche que teníamos delante, y el coche que teníamos detrás colisionó con nosotros. Papá siguió tosiendo y sacudiéndose hasta que murió, y yo no pude hacer nada para ayudarle...

Clare empezó a llorar desconsoladamente. Jack se acercó unos pasos y se arrodilló delante de su silla. Ella lo agarró, y hundió la cara en su pecho. Jack aún se sentía un poco incómodo e inseguro, pero la abrazó de nuevo y la meció con suavidad. Ella se limpió los ojos y siguió hablando entre sollozos.

—Bajé del coche para buscar ayuda, pero le había ocurrido a todo el mundo. Todo se había parado y todos estaban muertos. Estábamos atrapados en medio del mayor accidente de tráfico que hayas visto nunca. Parecía que había cientos de coches empotrados los unos contra los otros. Tuve que pasar por encima de ellos sólo para llegar al lado de la carretera...

—Ocurrió con mucha rapidez, Clare. Nadie tuvo tiempo de reaccionar.

—Entonces, ¿por qué seguimos aún con vida?

—Quién sabe. Yo sólo estaba sentado en el autobús, intentando llegar a casa y...

Dejó de hablar de repente.

—¿Y qué...? —le presionó Clare.

—¡Silencio! —siseó Jack, llevándose un dedo a los labios.

Estaba oyendo algo. Salió de la sala de espera, indicando a Clare que lo siguiera de cerca. Una escalera de caracol de madera conducía de la planta baja al resto de la clínica. En lo más alto de la escalera había tres puertas que daban paso a tres salas de consulta separadas. Jack empujó la puerta más cercana, que se abrió hacia dentro y dejó a la vista una habitación pequeña y cuadrada. Un paciente muerto estaba encorvado sobre un largo sillón de tratamiento, con el cadáver de una enfermera tendido a sus pies. Al otro lado de la habitación, el maquinal cuerpo de un dentista, con una bata que en su momento fue blanca y que estaba cubierta de manchas filtradas amarillas y marrones, e hilillos de sangre, estaba atrapado en un espacio limitado por el sillón, la enfermera muerta y un carrito de equipo médico caído en el suelo. El cadáver se tambaleaba impotente de un punto a otro, sin ir a ningún lado.

—Salgamos de aquí —propuso Jack en voz baja. Cogió a Clare de la mano y la condujo de vuelta a la calle.

4

A más de treinta metros por encima del centro de la ciudad, Donna contemplaba cómo el mundo a su alrededor empezaba lentamente a desmoronarse y descomponerse.

Aunque se sentía constantemente al borde del pánico, de alguna manera conseguía mantener un grado sorprendente de control y, en general, era capaz de seguir pensando y actuando de una forma relativamente racional y sensata. Se preguntaba si eso era así porque se encontraba en el lugar en el que solía trabajar. Se había acostumbrado a desconectar y a separarse de sus emociones en este ambiente gris y opresivo. De la misma forma en que se había pasado las últimas semanas y meses procesando instrucciones de clientes y papeleo, había descubierto que tenía que procesar los restos de su vida. Si hubiera estado en su casa, con sus recuerdos y comodidades de siempre, estaba segura de que a esas alturas ya se habría sentido abrumada por sus emociones.

El hambre y otras necesidades básicas la forzaban de vez en cuando a salir de la sala de formación en el extremo más alejado de la décima planta del bloque de oficinas. En algún momento (no sabía exactamente cuándo), había fallado la electricidad del edificio y de la zona colindante. Encontró varias lámparas de seguridad y linternas en un armario en el despacho del director del edificio, en la planta baja, que, supuso, estaban destinadas para casos de emergencia o para la evacuación del edificio. Añadió esas lámparas de la planta baja a la colección de equipos de iluminación que ya había reunido, y después, de forma lenta y metódica, las fue repartiendo por las ventanas de la décima planta, con lo que consiguió cubrir casi las tres cuartas partes del perímetro del edificio.

Sus acciones estaban impulsadas por una férrea voluntad que acababa de descubrir en sí misma.

Justo después de las siete de la tarde, cuando la luz del atardecer se empezaba a desvanecer con rapidez, encendía todas las lámparas y todas las linternas. Su plan era sencillo. Estaba desesperada por encontrar a otros supervivientes, pero no quería salir a buscarlos. Supuso que era muy probable que todos los que quedasen vivos en la ciudad se sentirían igual. En lugar de arriesgarse a salir y a buscar una aguja en un pajar, decidió que lo más sensato que podía hacer era quedarse allí y hacer que el resto del mundo supiera dónde se encontraba.

En la extrema oscuridad del cielo nocturno, las luces en las ventanas de un bloque de oficinas indicaban su localización como si fueran un faro.

Funcionó.

Paul Castle, el dependiente de una tienda de música, de veintipocos años, estaba dolorosamente hambriento, pero demasiado asustado para abandonar la tienda donde había estado trabajando, y donde sus clientes y colegas habían muerto de forma dolorosa el pasado martes por la mañana. Había buscado por todo el edificio y, hasta el momento, había sido capaz de encontrar suficientes restos para comer y beber en las máquinas de autoventa diseminadas por las plantas. Durante todo ese tiempo había sabido que salir era inevitable, pero había hecho todo lo posible para retrasarlo. Había llegado a un punto en el sabía que no tenía más alternativa que irse. Eso o morir de hambre.

Paul esperó a que estuviera oscuro antes de aventurarse a salir. Se imaginó que la oscuridad le ofrecería un poco de protección de los cuerpos vagabundos que había visto tambalearse sin rumbo fijo por las calles. En su estado actual no parecían una gran amenaza, pero el camuflaje adicional que le ofrecía la noche le proporcionaba un alivio y una seguridad que eran muy bienvenidos. Siempre que consiguiera obviar el hecho de que esos cuerpos habían yacido muertos a sus pies durante casi dos días para luego volverse a levantar, sería capaz de mantener bajo control sus frágiles emociones.

Bajo las sombras y la luz baja de última hora de la tarde, resultaba un poco más fácil ignorar la situación del resto del mundo. Desde el otro lado de la calle, un cuerpo muerto y tambaleante parecía casi igual que alguien que siguiese vivo y que aún poseyera control, coordinación e independencia de pensamiento. Había visto suficientes borrachos, adictos y colgados en el centro de la ciudad por las noches para ser capaz de convencerse de que lo que estaba viendo en ese momento era más de lo mismo. A pesar de su nerviosismo, su velocidad y agilidad hacían posible que se moviera entre los cuerpos como si fueran personas normales, atrapadas en una grotesca repetición de sus vidas a cámara lenta.

Existían pocos supermercados o tiendas de comestibles en el centro de la ciudad. Era un lugar en el que la gente había trabajado y comprado regalos y objetos de lujo, estudiado y salido de fiesta, y donde se habían entretenido en cines, teatros y discotecas. Paul bajó corriendo por una larga rampa de hormigón cercana a la tienda de música, después giró a la derecha y atravesó corriendo la calle en dirección hacia un quiosco y unos elegantes grandes almacenes, donde sabía que iba a encontrar una sección de alimentación muy bien provista.

Una vez en el exterior, descubrió que la oscuridad lo ponía inesperadamente nervioso. Le perturbaban tantos grandes escaparates y tantas decoraciones caras a oscuras y sin iluminación. No se lo había esperado. Incluso las farolas de las calles estaban apagadas. Se encontró corriendo a través de la oscuridad para penetrar en más oscuridad. Se detuvo durante un momento para recuperar el aliento y subió a lo más alto de una enorme pieza de hormigón y acero de arte callejero. Empezó a caer una fina lluvia mientras estaba allí de pie con las manos en las caderas, contemplando kilómetros y kilómetros de suburbios urbanos prácticamente a oscuras. Sin aliento, oteó en la distancia tan lejos como pudo, desesperado por ver algo que le pudiera dar un poco de esperanza.

Sintiéndose vacío y atontado, Paul siguió adelante en dirección a los almacenes y se abrió paso hasta la puerta del edificio por encima de un montón de compradores muertos, que bloqueaban la entrada. Siguió los indicadores sin iluminar hasta la zona de alimentación, donde llenó numerosas bolsas de plástico con comida y bebida, y luego las cargó en un carrito de la compra. Se detuvo sólo para permitir que otro de los lastimosos cadáveres se tambalease por delante del edificio, luego rodeó los cuerpos en la puerta, empujó el carrito de regreso a la noche y emprendió, agobiado, el regreso a su tienda. Durante un rato pensó en intentar ir a su casa. Lo había pensado antes, pero le parecía demasiado lejos para ir solo mientras la situación siguiera siendo tan incierta. En realidad era un cobarde que buscaba excusas para no correr riesgos, pero no importaba. No quedaba nadie para criticarlo o condenarlo. Quizá podría encontrar un coche e intentar llegar a casa por la mañana, pero, claro, quizá no.

El carrito producía un ruido de traqueteo y repiqueteo metálico incómodamente alto mientras lo empujaba a lo largo de las calles pavimentadas con adoquines. Desorientado a causa de la oscuridad, se detuvo para situarse. Empujó el carrito hacia un lado y se recostó contra una parada de autobús para beber de un cartón de zumo de fruta que había cogido de la tienda. Abrió el cartón y bebió de él, sediento, y el fuerte sabor a limón lo revitalizó al instante. Prácticamente no había bebido nada durante todo el día y casi vació el cartón en unos pocos tragos. Fue cuando echó la cabeza hacia atrás para extraer las últimas y preciosas gotas del zumo cuando vio las luces.

Dios, pensó, veía luces.

Después de tirar el cartón vacío a una alcantarilla, se alejó unos pasos de la parada de autobús para tener una vista mejor. En el extremo más alejado de la calle adyacente que había estado siguiendo, podía ver el contorno de un alto edificio de oficinas, hasta entonces oculto por los demás edificios. Era imposible equivocarse al apreciar que casi a la mitad de la altura de una de las caras de la enorme torre, en medio de la oscuridad circundante, veía, sin lugar a dudas, luces. Y donde había luz, decidió con rapidez, tenía que haber gente.

De repente, con energía renovada, empujó el carrito de la compra un poco más hacia las sombras (planeando que lo recogería más tarde), lo dejó y corrió hacia el edificio de oficinas. Un cuerpo apareció de la nada; su camino aleatorio se cruzó casualmente con el de él. Sin pensárselo, Paul lo empujó a un lado, el cadáver tropezó y cayó al suelo, en silencio e imperturbable. Paul seguía corriendo a toda velocidad y recorrió la extensión de la calle en segundos, esquivando más cadáveres sin rumbo fijo. Miró hacia la parte alta del edificio que tenía delante, haciendo visera con la mano para protegerse los ojos de la lluvia, que le iba salpicando, y comprobó que aún veía el brillo amarillo pálido que procedía de las ventanas en lo alto.

La puerta giratoria principal en la planta baja de la torre estaba bloqueada, pero una entrada lateral estaba despejada y empujó la puerta para penetrar en el interior. Paul subió a toda velocidad los tres primeros tramos de escalera, pero después redujo drásticamente el ritmo, porque su excitación, impulsada por la adrenalina, se vio pronto superada por los nervios y el cansancio. Con cada paso que daba en el edificio aumentaba su inquietud y su ansiedad. Pero no podía parar. Por primera vez desde que empezó todo, se le presentaba la oportunidad real de encontrar a alguien vivo.

Cuarta planta: nada.

Quinta planta: nada.

Sexta planta: cadáveres.

Paul pasó por encima de un cadáver que estaba despatarrado en el suelo, al pie de otro tramo de escalera, antes de alargar la mano hacia el pasamano cubierto de plástico e impulsarse hacia arriba. Su cabeza estaba comenzando a jugar con él. ¿Realmente había visto luz? ¿Sería capaz de encontrar la planta correcta? Se forzó a seguir subiendo.

BOOK: Ciudad Zombie
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