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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (5 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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Séptima planta.

Octava planta.

Novena planta.

Décima.

Era ésa. Vio la luz incluso antes de terminar de subir la escalera y llegar al descansillo. Un brillo amarillo y cálido relucía a través de las ventanitas en las puertas que separaban la oficina del resto del mundo. Resollando con fuerza a causa del esfuerzo de la frenética subida, Paul tiró y empujó con furia del pomo de la puerta, pero éste no cedió.

Dentro de la oficina, Donna se quedó helada. Se encontraba de nuevo de regreso en el aula de formación, envuelta en un saco de dormir y sentada en una cómoda silla giratoria en un rincón. Cada nervio y cada fibra de su cuerpo se tensaron de repente. No se atrevió a moverse.

Paul empujó de nuevo la puerta y la golpeó con el puño. No podía ver ni oír a nadie, pero no importaba; la luz por sí misma era razón suficiente para que siguiese intentando entrar. Al no realizar ningún progreso, se retiró un par de pasos y cargó con el hombro contra la puerta. Esta vibró y tembló en el marco, pero siguió sin abrirse.

El descansillo tenía casi seis metros de largo y un metro y medio de ancho, con acceso a través de puertas dobles a los dos extremos de la diáfana planta del espacio de oficina. Paul había torcido a la izquierda al llegar a lo alto de la escalera, hacia la fuerte de luz más potente, pero el aula en la que se había estado refugiando Donna se encontraba a la derecha. Cogió una linterna y con precaución se acercó de puntillas a la entrada que tenía más cerca. Proyectó la luz a través de la ventanita y espió la oscuridad; estaba segura de que veía movimiento en el extremo más alejado del descansillo. Sintiéndose observado, Paul se dio la vuelta con rapidez. Donna apuntó rápidamente la linterna hacia el suelo, intentando no ser vista, pero Paul la había visto. Recorrió a la carrera toda la longitud del descansillo.

—Déjame entrar —chilló, golpeando la puerta con furia—. Por el amor de Dios, déjame entrar...

Paul se apoyó sobre la puerta y apretó la cara contra el vidrio, respirando con fuerza. Durante un momento, Donna no hizo nada. Después, lentamente, la realidad de la situación empezó a penetrar en ella. Los cuerpos que eran capaces de moverse no podían hablar, por lo que ella sabía. No podían tomar decisiones ni tampoco reaccionar con un mínimo de control. En consecuencia, la persona al otro lado de la puerta debía de ser un superviviente, ¿o no? Pasó su identificación ante el sensor en la pared, y la puerta se destrabó inmediatamente y se abrió hacia dentro. Paul entró a trompicones en la oficina y se derrumbó de rodillas delante de ella.

—¿Estás...? —empezó a decir Donna.

Paul levantó la mirada hacia ella, con las lágrimas corriéndole por la cara, y entonces se levantó y estiró los brazos hacia Donna. Atrapados en un abrazo extraño, incómodo, pero al fin y al cabo bienvenido, Paul y Donna se quedaron en silencio, ambos aliviados por la repentina proximidad de otro ser humano vivo.

5

Cuando Clare y Jack alcanzaron el centro de la ciudad la oscuridad ya era casi completa. Ninguno de los dos quería estar en el exterior durante la noche. En la última semana el mundo se había vuelto patas arriba y había quedado devastado, y nada podía darse por sentado. A la luz del día ya resultaba suficientemente difícil seguir lo que estaba ocurriendo a su alrededor. En la oscuridad iba a ser prácticamente imposible.

Jack empujó a Clare suavemente hacia los grandes almacenes Bartrams. Un edificio enorme e imponente en sus mejores momentos, hacía tiempo que era un foco de atención para los compradores urbanos. En ese momento, envuelto en una penumbra de color carmesí oscuro y entrecruzado por las sombras angulares que proyectaba la luna en lo más alto, sus paredes altas y grises y las ventanas cuadradas hacían que pareciera inquietantemente gótico, casi como una prisión.

—Esta noche podemos quedarnos aquí —susurró Jack, manteniendo la voz baja de forma deliberada—. Dentro habrá algo de comida y otras cosas. Aquí estaremos bien.

Clare no respondió. Exhausta y abatida, todo lo que podía hacer era poner un pie delante del otro y seguir avanzando hacia delante. No había dicho gran cosa desde que estaban juntos; unas pocas frases envueltas en lágrimas cuando se encontraron y algunas palabras gruñidas desde entonces había sido todo. Jack no la presionaba. Comprendía su dolor. El también estaba dolorido, pero él había sufrido antes una pérdida como ésa.

—Sé que es duro —había comentado tontamente un poco antes, mientras caminaba por los restos de la calle principal—. Mi esposa murió el año pasado. Sé cómo te sientes. Crees que duele tanto que nunca lo vas a superar, pero lo harás. Créeme, mejorará.

—¿Cómo va a mejorar? —le preguntó—. ¿Cómo puede mejorar si he perdido a mi madre y a mi padre y todo lo demás?

Jack ni siquiera había intentado responder. Ella tenía razón. Al menos, él sabía por qué había muerto Denise, y ambos habían sabido que iba a ocurrir. En contraste, la pérdida de Clare había sido completamente inesperada y sin ninguna causa aparente. Él la había contemplado mientras andaban juntos. ¿Hasta qué punto debía de estar aterrorizada? Pensó en su sobrino Georgie, que había cumplido cinco años hacía un par de semanas, y se preguntó si seguiría vivo. Quizás hubiera sobrevivido. O quizás fuera mejor que no lo hubiera hecho..., durante un segundo, Jack se lo imaginó solo en casa. A Georgie le había ido muy bien el primer curso en la escuela. Había aprendido a leer un puñado de palabras sencillas y sabía escribir su nombre. Se vestía solo, podía contar hasta veinte y, si se concentraba, podía atarse los cordones de los zapatos con un doble lazo correcto. Pero Georgie no sabía cocinar. No sabría lo que le estaba ocurriendo ni sería capaz de encontrar un medicamento si caía enfermo. No podía encender un fuego para calentarse. No se podía defender de un ataque. Simplemente no podría sobrevivir solo...

La llegada a Bartrams ofreció a Jack la posibilidad de distraer sus pensamientos, cada vez más sombríos y desesperados. El gran almacén acababa de abrir cuando atacó el martes la enfermedad, el virus o lo que fuera (Jack había decidido que algún tipo de germen era la explicación más plausible). Una fila de grandes puertas de vidrio a lo largo de la parte delantera del edificio había quedado abierta, lo que permitió que la mayor parte de los clientes muertos y que posteriormente se habían levantado pudiesen salir tambaleándose a la calle.

Jack y Clare se abrieron cansadamente camino a través de la tienda, piso por piso. En la planta baja recogieron alimentos y algunas prendas de ropa. En la primera planta se hallaba un pequeño departamento de ferretería, donde encontraron linternas y lámparas. Utilizando las inmóviles escaleras mecánicas que atravesaban el centro del edificio, subieron a la sección de muebles en el segundo piso. Cuanto más subían, menos cadáveres encontraban. Los torpes cuerpos no podían subir escaleras, pero tenían tendencia a tropezar y caer por ellas. El solitario cadáver en movimiento que encontraron en el segundo piso (atrapado entre una cómoda, un armario y otro cadáver, en una exposición de muebles de dormitorio) no ofreció ninguna resistencia cuando Jack lo empujó hacia un armario de la tienda y le bloqueó la salida con unas literas.

Pasaron muchas horas juntos, sentados en un sofá de piel carísimo, picando de los alimentos que habían recogido y compartiendo algunas conversaciones breves y fragmentarias. Aunque era temprano, la oscuridad, el silencio y la inacabable tensión mental del día se combinaban para que les pareciese mucho más tarde. De repente era como si hacer cualquier cosa requiriese cien veces más esfuerzo que antes. Y además, hicieran lo que hiciesen les recordaba a ambos todo lo que habían perdido de repente. A la luz de una linterna, Jack hojeó una revista de programación de televisión que había encontrado en el bolso de una clienta muerta, sabiendo que ninguno de esos programas ya no se iba a emitir nunca más. Lo más probable era que todas las celebridades que aparecían en las páginas ilustradas estuvieran muertas. En cualquier caso, nada de eso importaba realmente. ¿Qué importancia tenían ya los actores, los presentadores y los famosos? ¿Qué importancia habían tenido nunca?

—Mañana tendremos más suerte, estoy seguro —le susurró a Clare, esperanzado (aunque no totalmente convencido).

—¿Qué quieres decir?

—Encontraremos a alguien más.

—¿Dónde?

—No lo sé. Mira, Clare, ésta es una ciudad muy grande. En alguna parte tiene que haber más personas vivas. Tú y yo no podemos ser los únicos que quedan, ¿no te parece?

Ella se encogió de hombros.

—Bueno, no hemos visto a nadie más, ¿no?

—Deben de estar refugiados. Yo me quedé en casa durante un tiempo antes de salir; me apuesto algo a que hay cientos de personas encerradas en sus casas esperando que ocurra algo. Tendrán que salir tarde o temprano para conseguir comida y bebida, y...

Clare no le escuchaba. Estaba llorando de nuevo. El sabía que no podía hacer nada para aliviar su pena y su miedo, pero como el único adulto en los alrededores, Jack no podía dejar de sentirse responsable de ella. Con mucho cuidado, le colocó la mano sobre el hombro, y entonces, al no reaccionar ella, la acercó. Medio esperando que retrocediera y lo alejara de un empujón, se sintió sorprendido cuando Clare hizo lo contrario y reclinó todo su peso contra él.

—¿Cuándo va a acabar todo esto? —sollozó, levantando las rodillas y empequeñeciéndose todo lo que pudo.

—No lo sé —respondió Jack con sinceridad, deseando poder ser más positivo y decir algo que la ayudara realmente—. Eh, ¿te gusta este sofá? —preguntó de repente, intentando deliberadamente hablar de algo trivial y sin importancia.

—No me importa, ¿por qué?

—¿Has visto el precio que tiene?

Clare estaba apoyada en la etiqueta con el precio. Se levantó y la miró.

—¿Eso es caro? Nunca he comprado un sofá.

—¿Caro? —replicó Jack, moviendo la cabeza y fingiendo incredulidad—. Es un verdadero atraco. Denise y yo amueblamos toda nuestra casa por sólo un poco más de eso hace tan sólo un par de años. Esta tienda —prosiguió— siempre ha sido para personas con dinero o para aquellos que querían aparentar que lo tenían.

—A mi madre le gustaba esta tienda —comentó Clare en voz baja y con una ligera sonrisa en el rostro—. Nos solía traer aquí cuando éramos pequeños.

—Creo que las madres de todo el mundo nos solían traer aquí.

—¿Qué, la tuya también?

—Sí, durante años éste fue su lugar preferido. Solía ser el único sitio de los alrededores que vendía uniformes escolares. Me arrastraba a la fuerza al final de las vacaciones de verano para equiparme para el curso. Aquí veías a todos tus compañeros con sus madres durante la última semana antes de empezar la escuela. Y también los zapatos. También comprábamos aquí los zapatos.

—Yo también.

—Lo odiaba. Mi hermano y yo lo odiábamos.

—Yo también.

—Podías ver que los otros chicos pasaban exactamente por lo mismo. Éramos un montón de niños alineados contra la pared para que nos midieran los pies. Y luego todos empezábamos el curso con los mismos zapatos...

Clare consiguió emitir una risa ahogada y reprimió más lágrimas.

—Estoy cansada —explicó en voz baja.

—Entonces vete a la cama —propuso Jack, iluminando con su linterna el otro lado de la tienda donde se alineaban siete camas de matrimonio para la venta.

Jack se levantó y se acercó a las camas, después cogió un edredón y unas almohadas de un expositor y rasgó los envoltorios de plástico. Clare se sentó en la cama en el centro de la fila de siete.

—¿Estarás bien aquí? —preguntó Jack mientras le pasaba una almohada.

—Sí —respondió ella—. ¿Y tú qué?

—Yo también —contestó él mientras abría más ropa de cama y la lanzaba sobre la que estaba al lado de la de Clare.

Jack arrastró una mesilla de noche desde el otro lado de la sala, la colocó entre las dos camas y puso encima una lámpara. El pequeño círculo de luz amarilla anaranjada era reconfortante.

6

—Así que ahí estaba yo —explicaba Paul Castle—, sentado en el tren mientras éste entraba en la estación, convencido de que algo no iba bien. Recuerdo que oí cómo las primeras personas a mi alrededor empezaban a ser presas del pánico, pero no podía pensar con calma. Sólo estaba pendiente de la velocidad. Quiero decir que nos encontrábamos a sólo unos minutos de la estación y el maquinista no había empezado a frenar. He hecho ese viaje cinco veces a la semana prácticamente todas las semanas durante el último año y medio, y sé en qué punto el tren debe empezar a reducir y dónde deben entrar en funcionamiento los frenos y...

Dejó de hablar y se volvió hacia la ventana para limpiarse una lágrima que le caía por el rabillo del ojo, con la esperanza de que Donna no se hubiera dado cuenta. Se hallaban sentados en el aula, ambos intentando habituarse al hecho de que ya no estaban solos.

—Entonces, ¿qué hiciste?

—En aquel momento, la gente ya se estaba muriendo —prosiguió Paul—. Mirara donde mirase, estaban cayendo a mi alrededor. Pero sabía que íbamos a tener un accidente, y eso era en lo único que podía pensar. No estaba pensando en todos los demás, sólo me estiré en el suelo y me cubrí la cabeza con las manos y...

—¿Y...?

—Nos golpeamos contra algo, pero tuve suerte. Parecía qué no ocurría nada durante toda una eternidad, pero entonces noté el impacto. Fue un golpe realmente jodido, ¿sabes? Me lanzó hacia delante y oí cómo el metal gruñía, se retorcía y se rompía. Juro que habría salido muy malparado si no hubiera sido por los cadáveres. Había tantos... como si fueran un colchón a mi alrededor. Cuando se paró el tren conseguí salir, después de romper una ventanilla, y bajar a las vías. Habíamos colisionado con la parte trasera de otro tren, que seguía en el andén. ¡Dios sabe cómo no descarrilamos!

—¿Sufriste heridas?

—Me hice esto —contestó Paul, levantándose la camisa y dándose la vuelta para mostrarle su espalda. Aunque la luz era muy pobre, Donna vio con claridad un gran morado de color púrpura y marrón, que le corría en diagonal desde el omoplato derecho hasta el riñón izquierdo.

—¿Aún te duele?

—En realidad, no. La verdad es que casi no pienso en esto desde que ocurrió todo.

—¿Adonde fuiste?

—Me fui al trabajo. Dios, es como si estuvieras programado. No sabía qué otra cosa hacer. No podía volver a casa y no podía pensar en ningún otro sitio al que ir. Me imaginé que si iba al trabajo, al menos encontraría un poco de refugio y protección. Allí sabía dónde estaba todo.

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