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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (29 page)

BOOK: Col recalentada
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«Soy todo oídos.»

«¿Alguna vez has probado el floripondio?
Brugmansia suaveolens.
Forma parte de la familia de las daturas, es alucinógeno y narcótico a la vez. De cultivo local.»

«He oído hablar de él, pero no lo he probado. Se supone que es venenoso.»

«Desde luego. No puedes recoger esa mierda del árbol, cocerla y comértela sin saber lo que estás haciendo. Lo más probable es que cayeras redondo, o que por lo menos te pusieras a vomitar. Pero si consigues que la dosis sea la correcta…»

«¿Y eso cómo se hace?»

«Un amigo mío la recolecta, la seca y luego pone la dosis apropiada en bolsitas de té.»

«Me gustaría probarlo. Siempre me han encantado todo tipo de infusiones. Cuenta conmigo.»

Mientras resolvían los detalles de la transacción clandestina, a Albert Black le comunicaron la noticia de su estatus acreditado y se sintió encantado a su pesar cuando le pusieron una pulsera y le entregaron un pase VIP.

«¿Le acompaña alguien, caballero?», le preguntó amablemente el portero.

En ese momento Black oyó una voz chillona, aguda e incrédula que salía de la multitud.

«¿Abuelo?»

Se volvió y vio a Billy, acompañado por la omnipresente ramera de su novia. Le estaban mirando, asombrados y boquiabiertos. Black se sintió al instante como si le hubiesen pillado entrando en un garito de striptease. Pero se sobrepuso a la impresión mortificadora y se volvió hacia el portero y le señaló mientras hacía un gesto a los jóvenes para que se acercaran.

Billy Black y Valda Riaz se aproximaron cautelosamente.

«Esta pareja», dijo Black, tan escocés frugal como siempre y pensando con cierta satisfacción en lo que se iban a ahorrar.

«¿Estás en la lista VIP del Cameo? Es increíble», dijo Billy con voz entrecortada. A Black le conmovió ver que su nieto y él llevaran panamás idénticos. Durante un segundo o dos, se sintió tan unido al muchacho que quiso llorar.

Black se apartó para que los sentimientos no le traicionasen mientras les tomaban nota. Después oyó a Billy preguntarle cómo tenía esa clase de poder.

«Conozco a N-SIGN», balbuceó Black, apenas consciente de lo que decía.
Ese payaso simboliza todo lo que detesto y ahora presumo de conocerle.
«Va a hablar en la conferencia…»

La joven pareja estaba demasiado agradecida por sus pases y sus pulseras para fijarse detalladamente en los comentarios de Black. «Eso es estupendo, abuelo», dijo Billy antes de titubear y añadir: «… Gracias. Eh, luego nos vemos.» Valda sonrió y dijo: «Muchísimas gracias, señor Black, es usted muy amable.»

Lo dijo con tal elegancia que Black, a su pesar, sintió cómo le corroía la vergüenza por dentro. Pensó en Allister Main, su viejo amigo de la universidad, del que supo hacía unos años que había muerto. Deseó hondamente haber asistido al funeral y rezó una rápida oración para dar fe de la bondad esencial de aquel pecador y rogar al Señor que pecase de indulgente.

«Gracias de nuevo, abuelo», oyó decir a su nieto en tono formal y respetuoso, sin el menor indicio de burla, antes de que él y Vanda desapareciesen de su vista y se mezclasen con la multitud; ambas partes sentían el alivio de verse libres de la insoportable vecindad de la otra.

15

Aquello no era una habitación; era una suite. Tenía cocina propia con todas las comodidades, y una nevera y unos armarios llenos de provisiones de lujo. ¡Eureka! Un paquete de café cubano; eso la ayudaría a quitarse de encima parte del jet-lag. Echó la medida en el filtro y la espesa y alquitranada ofrenda empezó a acumularse en la jarra. La gran cama de cuatro columnas mostraba indicios de haber estado ocupada recientemente; echó a un lado la ropa de cama y olisqueó la almohada. Allí estaba, el inconfundible aroma masculino de Carl; le produjo una sensación vertiginosa y notó que se le aceleraba el pulso y algo le levantó el ánimo. Quiso sumergirse en ella, pero si permitía a sus fatigados cuerpo y mente que sucumbiesen a ella, jamás se movería, y necesitaba ver la realidad. Así que volvió a la cocina y se sirvió una taza de café. Tenía un sabor fuerte y amargo, y era como esnifar una raya de speed.

Helena sacó de su bolsa de viaje un adaptador y puso a cargar su teléfono móvil. Le llevó un rato dar con AT&T, el servidor estadounidense por defecto, pero cuando lo hizo, entraron en el teléfono una serie de mensajes de texto de Carl. El último:

He tenido que irme al club. Te veré allí. Espero que hayas llegado bien. TQ XXX

Sintió una pizca de alivio y emoción. Estaba vivo. Ni se había metido una sobredosis, ni había sufrido un accidente aéreo, ni había bajado de la acera fumado justo en el momento en que pasaba un coche. A veces temía por él. Helena se quitó la ropa y se metió en el cuarto de baño, se miró en el espejo y rezongó. Después se cepilló los dientes para quitarse el sabor del avión y del café, se dio una ducha tibia, se puso ropa de salir de marcha limpia y se maquilló un poco. Volvió al espejo de cuerpo entero, satisfecha con los resultados, hasta que la fatiga debida al jet-lag la recorrió de arriba abajo. Hacía falta algo más, pero su estado de ánimo era demasiado frágil para tomar drogas. Tomó otro café cubano para hacer frente al jet-lag.

Eso concentró su mente mientras abandonaba el hotel y recorría la calle rumbo al auditorio. Sus nervios de punta (y el café y el jet-lag conspiraban contra ella) podrían haber prescindido de los silbidos de un grupo de jóvenes ciclados que estaban de vacaciones, pero gracias a la lista de invitados pasó fácil y rápidamente entre la multitud congregada, y se dispuso a dirigirse a los camerinos. Al pasar por delante del bar de los VIP, la única otra persona presente era un anciano tocado con un sombrero de paja que lanzaba a su alrededor miradas como conejo rodeado por zorros mientras empezaba a entrar la clientela. Ya había un DJ en la cabina seleccionando temas para ir calentando el ambiente. Carl no tardaría en salir, y sería mejor ir a los camerinos para verle. Pero aquel vejete, al que le había tocado un papel inapropiado en aquel templo de la juventud, parecía tan solitario y abandonado que se sintió movida a hablarle: «Hola. ¿Eres DJ?»

«No, soy jubilado», dijo Black, un tanto sorprendido de que aquella hermosa joven de llameantes ojos castaños y pelo rubio corto hubiese entablado conversación con él y ahora se estuviese acomodando en la silla de enfrente. A Black le intimidaban sus largas piernas; tanta carne desnuda era indicio de un carácter licencioso e irresponsable, y enseñaba escote como una golfa. Pero esto último lo equilibraba con su naturalidad; su voz era suave y tenía un acento que a él se le antojó australiano. Pensó en su hija; aparte del funeral, cuando estuvieron breve e incómodamente unidos, ¿cuántos años habían pasado desde la última vez que la había visto?

«Soy jubilado», repitió Black, farfullando, mientras sentía que se deslizaba por la fisura en su pasado que se había abierto bajo sus pies. «¿Tiene…? ¿Tiene usted algo que ver con… todo esto?», dijo, mirando a la creciente multitud de jóvenes que trataban de llamar la atención del personal de la barra.

A Helena le emocionó el acento de aquel hombre. ¡Parecía escocés!

«No, yo no, mi novio, es decir mi prometido, sí. Es cosa suya», dijo sin poder contenerse y enseñándole el anillo de compromiso.

Black estaba desconcertado. ¡No era posible que aquella muchacha encantadora, considerada y manifiestamente inteligente, que se había tomado la molestia de hablar con él, un anciano arrastrado por la corriente hasta aquella ciudadela extraña de otro tiempo, obsesionada con la moda, fuese la novia de Carl Ewart! No, seguro que no. Habría otros DJs, promotores de clubs y demás.

«Mi enhorabuena», dijo Black recelosamente. «¿Para cuándo es el feliz acontecimiento?»

No cabía duda: era escocés. ¿Cómo eran los escoceses cuando envejecían? ¿Se parecería Carl a este hombre, un vejete despistado en un club nocturno lleno de gente joven? A menudo había bromeado diciéndole que sería el DJ más viejo del mundo.

«No lo sé, no estamos demasiado seguros», dijo ella, encogiéndose de hombros y con expresión afligida. A continuación, con una sonrisa patibularia, admitió: «Últimamente las cosas no nos van demasiado bien.»

«Lo lamento.»

«Sí.»

Helena Hulme miró a Albert Black. En los perspicaces ojos del anciano había una amabilidad que parecía invitarla a hacer revelaciones ulteriores. «Tenemos profesiones muy distintas y venimos de sitios diferentes. En realidad es la distancia, es muy sacrificado para los dos conseguir que las cosas funcionen. No sé si estaremos a la altura.»

«Ah», dijo Black, pensando que el acento de la chica casi parecía sudafricano, al oír cómo había dicho «a la altura».

«¿Está usted casado?»

«Sí, bueno, lo estuve…», titubeó Black, inseguro de cómo responder a la pregunta. «Quiero decir, mi mujer falleció no hace mucho.»

Helena pensó en su padre, que había vendido coches en un concesionario durante años para que ella y su hermana Ruthie pudieran ir a la universidad. Y luego se acordó de ese día por lo demás anodino en que, sin previo aviso, cayó redondo en un parking como consecuencia de un infarto de miocardio. Acarició suavemente el brazo de Albert Black.

«No sabe cuánto lo siento…»

Albert Black agachó la cabeza. Era como si algo se hubiese derrumbado en su interior. No se resistió cuando Helena estiró el brazo y le cogió de la mano.

«Me llamo Helena.»

«Yo me llamo Albert», cuchicheó él, levantando la vista brevemente para mirarla. Se sentía como un niño. Trató de apegarse a la idea despreciable de que estaba siendo débil y estúpido, pero no sucedía nada, estaba inmovilizado. Si hubiera podido, habría permanecido sumido en ese instante el resto de su vida. Era lo más cerca que había estado del consuelo y de la gracia desde la muerte de Marion.

«Por favor…, ¿cuánto hace, Albert?»

Black le contó la historia de su amor con Marion, y de cómo éste no moriría jamás, pero que ahora ella ya no estaba y su mundo estaba vacío. Helena le contó la terrible impresión y la abrumadora sensación de pérdida que había experimentado desde la muerte de su padre. La conversación derivó hacia la metafísica cuando Black le explicó su terror de que su fe de toda una vida estuviese flaqueando; lo mucho que temía no volver a ver jamás a su esposa, y que no hubiese un mundo de los espíritus en el que pudieran volver a estar juntos.

Helena escuchó pacientemente y luego le hizo la pregunta que había estado bullendo en su cerebro a lo largo de todo el relato del anciano: «¿Alguna vez te arrepientes de ese compromiso? Quiero decir, ¿no se tiene una sensación horrorosa cuando las cosas terminan así?»

«Por supuesto que es horrible», confirmó Black, imaginando el rostro de Marion. ¿Por qué se había quedado con él?
Puedo ser un poco estridente. Quizá demasiado dominante. Incluso tirano, dirían algunos.
Iba más allá del deber; ella le quiso de verdad. Y, al hacerlo, le convirtió en mucho más de lo que él solo podría haber sido jamás. Una honda sensación de serenidad inundó su corazón. «Sin embargo, no me arrepiento ni de un solo segundo de los que pasé con ella, aunque a veces lamento cómo era yo», confesó, abatido de nuevo. «Estaba obsesionado con la Iglesia, con mi fe cristiana, y ojalá hubiera hecho más cosas por ella…, con ella…»

Ahora era el turno de Helena Hulme de tener una revelación súbita al pensar en su prometido, Carl Ewart. No se trataba de algo nuevo, sino del poderoso retorno a la superficie de algo que a ella le preocupaba que estuviera siendo enterrado por la avalancha de mierda que a veces la vida le echaba a una encima. Ese algo era que le quería. Y él la quería de verdad.

«Pero ella sabía cómo eras. Sabía que albergabas esa gran pasión, y que eso no significaba que a ella la quisieras menos. Estoy segura de que había cosas en su vida en las que tú no podías participar de manera cotidiana. Eso no quiere decir que te quisiera menos, ¿no?»

«Sí…, tienes razón.» Ahogándose de emoción, Black le dijo: «Así que no tengo nada de que arrepentirme. Su amor fue mi salvación. Así que si quieres a ese hombre y es una buena persona, tendrás que casarte con él.»

«Sí», dijo Helena, estremeciéndose al hablar. «Sí le quiero. Es la mejor persona que he conocido nunca. Es el hombre más amable, generoso, tierno, cariñoso, considerado y gracioso que he visto nunca. Tienes mucha razón, Albert, tengo que casarme con Carl. Es escocés como tú», confirmó, y dio un apretón a la marchita mano del anciano.

Aunque había presentido que se avecinaba aquella revelación, para Albert Black casi fue demasiado. Empezó a escudriñar la estancia. «Sí…, eh, si me disculpas, tengo que ir al servicio», dijo mientras retiraba la mano.

«Muy bien. Yo voy a tomar una copa de vino», dijo, señalando la barra con la cabeza. «¿Te apetece tomar algo?

«Un agua estaría bien, gracias», gritó Black por encima del barullo.

«¿Con o sin gas?»

«Sin, por favor. Gracias», dijo Black mientras se levantaba y se dirigía a los servicios. Fuera había cola, y estuvo a punto de marcharse, pero se sentía impelido a volver con la chica, que le había invitado a tomar algo, y la verdad era que necesitaba aliviarse. Al ponerse en la cola, Albert Black se dio cuenta con abyecto horror y de forma casi inmediata de que la persona que tenía al lado, y que estaba haciéndole algo que no tenía nombre a aquella camarera americana, era Terry Lawson. ¡Y Lawson le estaba mirando directamente a la cara!

16

Joder, nunca en la vida he dejado de darme el lote con una piba marchosa y buenorra para echar una segunda mirada. Pero es que es Blackie, el del colegio: ¡el puto Blackie! El cabrón, todo viejo, pero como siempre, ¡ahí de pie a mi lado haciendo cola para entrar en el puto tigre! Me está subiendo la puta pastilla que me ha dado la Brandi esta; ahora la hago a un lado; me quedo mirándole fijamente y él a mí, así que le suelto: «¡Señor Black! ¡No me lo puedo creer!»

«Terence Lawson…», dice Blackie boquiabierto; el muy cabrón está tan asombrado de verme a mí como yo de verle a él. ¡El muy cabrón hasta se acuerda de cómo me llamo! Ahora, tampoco es de extrañar: ¡el muy hijo de puta me sacudía todas las putas mañanas en clase de religión!

Joder, me había pasado media vida fantaseando con la puta paliza que iba a darle al «Black Bastard»
[36]
si alguna vez me lo cruzaba por la calle. Pero ahora, con la puta pastilla de éxtasis hormigueando desde la parte de atrás de la cabeza hasta el escroto, sólo puedo pensar en dar un paso al frente y darle al viejo capullo un gran abrazo. Rodeo con mis brazos al viejo y frágil cabrón. ¡El capullo está hecho un saco de huesos! ¿Siempre fue así? ¡Seguro que no! Estoy deseando haberme puesto de farlopa, joder; así le habría metido una tunda al viejo cabrón. Pero entonces pienso que sí le vi en la calle una vez…, en el funeral del pobre Gally.

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