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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (30 page)

BOOK: Col recalentada
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17

Albert Black inspiró con fuerza, con la rigidez de un soldado al desfilar, en brazos de Terence Lawson.
¡Lawson!
Después el muy idiota, ahora convertido en un hombretón, le hizo dar la vuelta mientras sujetaba con el otro brazo a la bonita camarera.

«Te presento a un antiguo maestro mío de Edimburgo», anunció Juice Terry. «El señor Albert Black, aquí Brandi. Es mexicana y tal.»

«Hola, Albert», dijo Brandi, dando un paso al frente y besando a Black en los labios.

Ninguna mujer que no fuese Marion le había rozado de aquella forma. En un primer momento, Albert Black sintió rabia ante aquella traición, pero ésta dio paso rápidamente a una profunda añoranza por su difunta esposa.

Marion… ¿Por qué Te la llevaste?

Terry pareció captar la angustia de su viejo maestro, y acarició su espalda huesuda. Notaba todas las vértebras. «¿Qué hace usted aquí, señor Black…?»

«Estoy… estoy perdido…», fue lo único que logró balbucear Black, deshecho por los acontecimientos y, con gran sorpresa y desasosiego por su parte, horriblemente consciente de que se alegraba de estar con Lawson.

«¿Ves a este tío?», le dijo Terry a Brandi con una sonrisa, «en el colegio él y yo éramos como el perro y el gato. Nunca nos llevamos bien. Pero, ¿sabes?, cuando murió mi amigo…, ¿se acuerda de Gally, señor Black?»

«Sí», dijo Black, pensando primero en el funeral de Galloway y luego en el de Marion. «Andrew Galloway.»

«Este tío…, eh, señor», le explicó Terry a Brandi, «fue el único de todos los maestros del colegio que asistió al funeral de Gally. Este hombre de aquí.» Juice Terry se volvió de nuevo hacia Albert Black. «No sé lo que haces aquí, pero me alegro de verte, porque nunca tuve ocasión de decirte lo mucho que significó para todos nosotros que te presentaras en el funeral de aquella manera. Yo, sus colegas y su madre y su familia y tal.» Terry sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas al recordarlo. «Sobre todo teniendo en cuenta que en el colegio nunca nos llevamos bien.»

Albert Black estaba patidifuso. Como cristiano, había cumplido con su obligación asistiendo al funeral. Por difícil que resultara, la Biblia era categórica: amar al pecador era fundamental. Nadie le había dado el menor indicio de que aquella desagradable penitencia hubiese significado algo para ninguno de ellos. Pero pensó en toda la gente que había acudido al funeral de Marion, y en lo mucho que había apreciado esa sencilla muestra de solidaridad humana.

«Es curioso, me hizo pensar en que a pesar de que siempre nos estábamos peleando, seguías siendo mi profesor favorito.»

Black no daba crédito a sus oídos. Había azotado a Lawson cuando era un muchacho un día sí y otro también. Y ahora el hombre parecía sincero en su estrafalaria opinión. Y Lawson tenía algo, algo espiritual, casi angelical, con su delicada cordialidad y sus ojos grandes y expresivos. Parecían estar llenos del amor de… ¡del amor del mismo Jesucristo!

«Eh… ¿Por qué dices eso?»

«Porque querías que aprendiéramos. Los demás profes daban a los tíos como yo por perdidos, y nos dejaban desmadrarnos. Tú nos mantenías a raya y nos obligabas a trabajar. Nunca renunciaste a intentar enseñarnos. ¿Sabes una cosa? Ojalá te hubiera hecho caso.» Se volvió hacia Brandi, cuyos ojos centelleantes se habían puesto del tamaño de platillos. «Ves, si yo le hubiera hecho caso a este tío…»

«Guau…, debe de ser estupendo encontrarse con alguien al que admirabas de niño», le dijo Brandi a Terry Lawson antes de volverse hacia Albert Black y añadir: «Y tiene que ser fantástico enterarse de la gran influencia que tuviste sobre la vida de alguien.»

Putas pastillas,
pensó Terry.
Al final de la noche tengo las mismas posibilidades de acabar follándome al puto Blackie que a la Brandi esta…, hay que echarle un poco de farlopa a la mezcla…

«Pero yo no…», protestó Black.

«Oye, colega, si la cagué, y eso fue lo que hice, fue responsabilidad mía», dijo Terry, tamborileándose con el dedo índice en el pecho. «Si no hubiera conocido a gente como tú y como Ewart —esta noche pincha aquí, por cierto—, habría salido diez veces peor. Yo no era más que escoria, ¿vale?…»

Black miró a Terry Lawson sin comprender.
¿De verdad espera que refute esa opinión?

«… pero ¿sabes? Cuando conoces a tíos que saben distinguir el bien del mal, como tú, tíos que tienen lo que hay que tener, eso se te queda, claro que se te queda.»

Como la cola del servicio estaba dividida por sexos, se fueron alejando de Brandi y avanzaron sin cesar hasta salir de la cola y entrar en los urinarios, antes de interrumpir la conversación para mear. A Black le daba vueltas la cabeza al ver cómo su pis salpicaba la chapa. Resultaba casi simbólico que estuviera mezclándose con el de Lawson, que estaba un poco más allá, aporreando el metal con un chorro de potencia procedente de lo que a Black le pareció una manguera de bombero.

Lawson parecía arrepentido. ¡Arrepentido de verdad!

Cuando acabaron, y Terry se lavó las manos sólo después de ver cómo Albert Black se lavaba con sumo cuidado las suyas, esperaron fuera a Brandi y volvieron junto a la pista, donde les saludó Helena.

«¡Hola,
kiwi!»,
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gritó Terry mientras la abrazaba. «Así que ya conoces a Blackie…, eh, al señor Black…»

«Sí, pero no sabía que erais amigos de Albert…»

«Anda que no, lo conocemos desde hace siglos, Carl y yo.»

«¿Conoces a Carl, Albert?»

«Sí», confesó avergonzado Black, «pero no le asocié realmente contigo hasta que vi a Law… eh, a Terry, en la cola del servicio. Les enseñé a los dos…»

«¡Estupendo! ¡Jesús, qué pequeño es el mundo!»

«¿Por qué no entramos a ver a Pelopaja», dijo Terry mientras le presentaba a Brandi y les informaba tanto a ella como a Helena del estatus de Black como uno de sus maestros más memorables.

«Carl va a estar emocionadísimo», dijo Helena, mientras Albert Black se dejaba guiar, como en un trance, hasta la puerta del
backstage.

«Pues sí, Pelopaja se va a llevar una buena sorpresita, eso fijo», dijo Terry, riéndose. Cuando entraron no había ni rastro de Carl —se había ido junto al escenario a preparar su actuación—, pero Terry le presentó a un negro alto que le miró desde arriba. «Éste es Lucas. Lucas, éste es el tío de la vieja escuela del que te hablé.»

Lucas se llevó a Black a un lado y dijo con cierta reverencia en su tono de voz: «He oído que eres de la vieja escuela.»

«Sí», respondió Black, mirando con nerviosismo a Terry, que estaba besando a Brandi mientras rodeaba con un brazo a Helena.

«Me han dicho que en tiempos teníais un tirón que te cagas.»

Incapaz de comprender adónde quería llegar aquel hombre, Black optó por limitarse a darle la razón. «Sí.»

«Te diré lo que hay, tío», dijo Lucas, «y conviene que toméis nota: nosotros tenemos una deuda enorme con la vieja escuela.»

Albert Black miró a aquel hombre alto y de piel oscura. En el colegio no había niños negros, de lo contrario se acordaría. «Tú…, tú no eres de la vieja escuela…»

«No, tío, ni de coña, pero me enteré de todas las cosas buenas que hicisteis. De la clase de influencia que ejercisteis allá en el Reino Unido, igual que la que ejercimos nosotros aquí. En el South Side de Chicago, hay hermanos que no habrían hecho una mierda si no hubiese sido por tíos como tú que les dieron inspiración y les patearon el culo. Nosotros también los tuvimos, tío. Tíos que nos llevaron por el buen camino, porque de lo contrario todo se habría quedado en pipas y coca. Créeme, hermano.»

Eso quería decir que aquí en los Estados Unidos había profesores como él; cristianos auténticos, inspirados por el evangelio de Jesucristo para salvar y educar a los pobres dignos de ayuda. Habían sido la salvación de este negro espigado en su gueto sin ley de Chicago. Sí, había hombres y mujeres virtuosos que habían rescatado aquella alma descarriada, igual que había hecho él con gente como Ewart, y hasta como Lawson, en aquella fea barriada de Edimburgo. «¿Ewart… Carl Ewart y, eh, Terence dijeron eso?»

«Fijo, hermano. ¿Cómo te llaman, tío?»

«Señor Black…» Reflexionó acerca de la realidad de la situación. «Blackie, supongo.»

«Black E…», dijo Lucas, rascándose la barbilla. «Estoy seguro de que he oído hablar de ti», dijo caritativamente. «¡Eras un hijo de puta cabrón! ¿No?»

«Sí…»

Black lucía una expresión de culpabilidad y de vergüenza, cuando le vino a la cabeza la imagen del
tawse.
Pero ¿de qué otra manera se supone que tenía que mantener la disciplina? ¿De qué otra manera podía hacer que callaran, que dejaran de enredar y que cumplieran con sus tareas? Pero de repente Terry Lawson había vuelto y le estaba conduciendo a una zona acordonada donde había una gigantesca mesa de mezclas presidida por un técnico. Desde la zona VIP asomaba sobre una pista de baile peligrosamente abarrotada. Helena y Brandi estaban allí de charla. Black miró hacia una cabina pequeña mientras Carl Ewart aparecía entre calurosos vítores y chocaba los cinco en alto con el DJ saliente. Iba vestido con ropa deportiva, estaba flaco como un palo y llevaba el cabello blanco rapado casi al cero. Black seguía reconociendo aquellos ojos inteligentes, ligeramente astutos y de mirada cómplice, y su antigua némesis arrancó una reacción asombrosa de la multitud con sólo pinchar un disco que a oídos de Black sonaba exactamente igual que el anterior. Albert se volvió hacia Juice Terry, que captó su desconcierto.

«Pero si sólo ha puesto un disco. ¿Por qué están tan emocionados?»

«Ya, física nuclear no es», se mofó Terry. «La mierda esta del house es basura, yo sólo me quedo por aquí por los chochitos, ¿eh? Siempre están a tope en movidas como ésta. Es la sal de la vida, ¿eh?», dijo, guiñándole un ojo a su viejo maestro, mientras Black tenía la sensación de que acababa de descender a Sodoma. Las conductas lascivas y obscenas abundaban. Algunas de las chicas apenas llevaban ropa. Y, no obstante, no percibía amenaza alguna, a diferencia de lo que sucedía en los estadios allá en Escocia. Black estaba en la zona adyacente a la mesa de mezclas mientras Ewart pinchaba un disco tras otro. Notó que algo sucedía. El ritmo se aceleraba y el frenesí y la histeria de la multitud iban en aumento. Levantaban las manos en el aire, ¡y algunos saludaban a Ewart como si fuera el Mesías! Quizá ésa fuera la clave de todo: ¡hacerse con el control de sus mentes y hacerles vulnerables a los mensajes del satanismo! Al mismo tiempo, se dio cuenta de que no iba a haber discursos ni de Ewart ni de nadie más. Aquella presunta «conferencia» consistía en realidad en que la gente se retorciera y se menease en sintonía con aquel ruido como zombis en trance.

¡En otros tiempos viajábamos a tierras extrañas a predicar el evangelio, y ahora la juventud occidental ha adoptado los bailes tribales y los ritmos primitivos de pueblos poco menos que salvajes!

¡Ay, nación pecadora, pueblo cargado de iniquidad, descendencia de malhechores, hijos depravados! Han abandonado a Jehová, han despreciado al Santo de Israel y se han vuelto atrás.

Black sintió deseos de marcharse otra vez, pero Helena había vuelto con más agua. No, había llegado hasta allí; tenía que enfrentarse a Ewart. En cierto momento vio a Billy y a Valda bailando de forma lasciva y exhibicionista.
¡En público, como perros en celo!
Regresó a la penumbra, donde no pudieran verle. ¿Cómo podía escandalizar su espantosa promiscuidad cuando estaban atrapados en el frenético lavado de cerebro de aquella música demoníaca? El tormento de Black continuó hasta que Ewart descendió del escenario, empapado en sudor, y cayó en brazos de Helena. Black observó cómo se comían la boca el uno al otro antes de que Ewart se separase para preguntarle a su prometida: «¿Qué tal el vuelo?»

«Fue una pesadilla, cariño, pero ahora estoy aquí. ¡Y tenemos una sorpresa para ti! ¡Está aquí tu amigo de Edimburgo, el señor Black, el de la vieja escuela!»

Carl se rió. Una de las bromas idiotas de Terry, pensó, antes de volverse y ver cara a cara a Albert Black, profesor de historia jubilado, que le contemplaba desde debajo de un sombrero panamá con aquellos ojillos de roedor, más oscuros e intensos que nunca.

«¡Pero qué coño…!» Miró a un sonriente Juice Terry sin dar crédito. «¡Qué cojones hace aquí el puto Blackie!»

«Estaba de paso, así que se acercó a ver el bolo, ¿no, señor Black?», dijo Terry, sorprendido por los sentimientos protectores que le inspiraba su antiguo opresor.

«¿Quién coño le ha traído aquí?», preguntó Carl mientras fulminaba con la mirada a Terry.

«No cuesta nada ser amable», dijo Terry.

«Fui yo», saltó Helena cortando a Carl. «¡Y haz el favor de comportarte!»

«¡Comportarme! Ese puto psicópata me azotaba por no llamarle “señor”!», dijo Carl entre dientes.

Helena se mantuvo firme. «Lo ha pasado muy mal, Carl. ¡Déjalo estar!»

Carl miró a su prometida. Qué bien sentaba verla de nuevo. Helena Hulme. Su frase favorita:
No sea usted tan escéptica, señorita Hulme.
Había abrigado la noción romántica de que era una hija perdida de Caledonia, exiliada en el otro lado del mundo, y allí estaban unidos de nuevo bajo una bola de espejos con un palpitante ritmo cuatro por cuatro de fondo. Le sonrió primero a ella y luego a Albert Black, tendiéndole la mano a su pesar. Su viejo maestro le miró durante un par de compases y luego a Helena, y le estrechó la mano a su vez.

El apretón del viejo era fuerte; parecía una garra y desentonaba con la delgadez de su cuerpo. «Eh, ¿qué le trae por Miami Beach?», preguntó Carl.

Albert Black titubeó ante aquella pregunta. No lo sabía. Intervino Helena. «Su familia vive aquí. Acabamos de conocernos y hemos tenido una buena charla.»

«¿Ah, sí? ¿Sobre mí?», preguntó Carl con un mohín antes de poder contenerse.

«La gente no siempre habla de ti, Carl», dijo Helena entre dientes. «Lo creas o no, existen otros temas de conversación.»

Tú y tu puta música acid-house, que se está extinguiendo en todas partes. Sólo era otra moda, no una gran revolución. ¡No seas tan infantil, joder!

«No quería decir eso, es que él y yo…»

Entonces Terry, descontento y en pleno viaje armonioso de éxtasis terció en la discusión entre Helena y Car. Acarició la espalda de Brandi para sosegarse. «También ha estado hablando conmigo, ¿no, señor Black?»

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