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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (32 page)

BOOK: Col recalentada
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A medida que sus emociones salían a la superficie, Albert Black se compadeció de sí mismo. Debía de estar aburriendo a aquella chica, aunque ella tuviera la elegancia de no mostrarlo. Se excusó y se marchó a explorar.

Al pasar por delante del todoterreno, Black se fijó en que Ewart, que se había marchado al camión, había dejado preparado un té en la tetera que se había tomado la molestia de procurarse en el hotel. Quizá le hubiese juzgado mal. Mientras que todos los demás parecían estar ingiriendo toda clase de espantosos productos químicos, Carl Ewart estaba haciendo algo respetable. Tenía un aspecto parecido a la manzanilla cuando Black lo vertió en uno de los vasos de poliestireno. No había leche, pero sí había azúcar y miel, que le añadió, pues aquel elixir era, como todas las infusiones de hierbas, sumamente repugnante para su paladar, a pesar de que a Marion le entusiasmaban. Black regresó a donde estaba la multitud danzante, dando sorbos a su infusión.

Se fijó en Ewart y en Lawson, que ahora bailaban con las chicas: Helena, que parecía cansada pero cumplía por pura fórmula, y la americana cuyo nombre se le olvidaba continuamente. Pero ellos bailaban y se lo pasaban igual de bien el uno con el otro que con sus novias. (¡Aunque sin duda fuese exagerado referirse al congreso esporádico entre Lawson y la camarera en esos términos!) Black, un intruso solitario, se dio cuenta de forma contundente de que jamás había tenido una amistad como la que Ewart tenía con Lawson.

Allister. En la universidad.

Eso desenterró un recuerdo desagradable, pero la náusea resultante iba más allá. Black se dio cuenta de que se sentía enfermo y la cabeza le daba vueltas. Tenía una sensación de presión urgente en la vejiga. Se alejó de los juerguistas, cuyas siluetas parecían contorsionarse hasta adoptar posturas antinaturales, y se internó vacilantemente entre el espeso follaje a fin de encontrar un lugar íntimo donde orinar. Abriéndose paso entre unos arbustos de eucaliptos hasta llegar a un claro, notó cómo los juncos mojados le calaban los zapatos.

Estaba tan oscuro…, volvió la vista atrás; ya no veía las luces estroboscópicas, aunque el sonido le había acompañado. Pero ya no estaba seguro de que se tratara de la música dance, pues parecía proceder de algún lugar dentro de su cabeza. Reparó en la sequedad de su garganta mientras la rodilla le chasqueaba y el pulso se le aceleraba. Separando las piernas para estabilizarse, apoyó la mayor parte del peso sobre la rodilla más fuerte, se desabrochó la bragueta y empezó a hacer pis. Jamás había orinado tanto; aquello parecía no tener fin. Se estremeció. Le dio una arcada, pero seca, pues no había comido nada. Notaba aquel té revuelto en las entrañas, pero no quería salir. Intentó respirar más tranquilamente. Bufó. Ni siquiera estaba seguro de haber terminado de mear, pero se guardó el pene y sintió una ráfaga de viento que parecía proceder de ninguna parte atravesar su cuerpo como una radiografía.

The wind blew as ‘twad blawn its last
;

The rattling showers rose on the blast
;

The speedy gleams the darkness swallow’d
;

Loud, deep, and lang the thunder bellowed:

That night, a child might understand,

The Devil had business on his hand.
[41]

Cuando William y Christine eran pequeños, los asustaba con un dramático recitado de aquel poema. Parecía haber transcurrido tanto tiempo, y ahora apenas formaban parte de su vida. Como tantos otros, se habían convertido en desconocidos. ¿Por qué le seguía Allister Main por todas partes en la universidad, como un perro estúpido? ¿Acaso era de extrañar que hubiera acabado pecando por las infatigables atenciones de aquel idiota enfermo? La culpa la tuvo el whisky; era la primera vez que se emborrachaba. Primero unas bromitas (risa frívola, el caballo de Troya del demonio), luego juegos idiotas, después el rostro de Allister sobre su cuerpo, la ropa aflojada y desparramada y después… ¡haciéndole una felación con aquella boca de niña! Albert Black, el joven estudiante cristiano, pese a chillar de rabia y de dolor, sujetó con firmeza la cabeza del otro chico, estrechándole contra su necesitada entrepierna mientras su simiente estallaba en la caverna agradecida de la garganta de su compañero de estudios teológicos.

Y nunca le pedí a Marion que hiciera lo mismo y me ofreciera ese terrible placer.

Desde aquella tarde espantosa en el piso de estudiantes de Marchmont, Albert Black rara vez había bebido. Con un vaso de whisky en Burns Night
[42]
le bastaba, la misma cantidad en Hogmanay
[43]
y, muy de vez en cuando, para su cumpleaños. Pero ni siquiera aquellos pensamientos desagradables y largo tiempo reprimidos lograron serenarle, porque estaba preso de una náusea ascendente, espesa e intransigente, que se expandía por su cuerpo como un oscuro veneno. Al llevarse una mano titubeante al ceño, sudoroso y palpitante, volvió a padecer una arcada. Ahora ya no oía ninguna música, no podía dar la vuelta y volver con los demás, que sin duda estaban a sólo unos metros tras la parcela de arbustos de eucalipto, pues sus piernas parecían atascadas.

¿Qué me está pasando?

¿Dónde más seréis castigados? ¿Continuaréis en rebelión? Toda cabeza está enferma, y todo corazón desfallecido.

Black no sabía dónde estaba. Los arbustos, los árboles, las lianas trepadoras y la hierba alta adoptaban formas extrañas, como si el pantano hubiera cobrado vida a su alrededor. Pero había algo más allí con él, en aquel terrible páramo natural.

Al principio no vio más que los ojos encendidos, de un amarillo ardiente y sulfuroso, mirándole fijamente a través de la borrosa y densa oscuridad que les separaba. Después la bestia satánica prorrumpió en un gruñido grave, inhumano y monstruoso. Le siguió el estruendo de lo que hubiera podido ser un trueno, pero que quizá fuese el equipo de sonido.

There sat auld Nick, in shape o’ beast
;

A towzie tyke, black, grim, and large,

To gie them music was his charge:

He screwd the pipes and gart them skirl,

Till roof and rafters a’ did dirl.
[44]

Entonces la bestia emitió un siseo grave. Pese a que Black sentía que le arrancaba la piel, miró a aquellos atroces ojos y, pensando en Marion, empezó a recitar con voz tranquila y sosegada mientras un rayo surcaba el cielo, iluminando por un instante la macabra y encorvada figura que tenía delante.

«¡Está dicho que cuando la fría voz de la verdad caiga dentro del torbellino ardiente de la falsedad, arrancará silbidos! ¡El amor perfecto se desprende de todo temor! La inocencia busca la luz del sol y exige ser puesta a prueba», declaró Black, casi cantando mientras las lágrimas brotaban de sus ojos. El maestro de escuela jubilado y ex soldado tiró de sus piernas y dio un paso al frente con los puños cerrados y rugió en plena noche: «¡NO SE ESCAPA NI SE OCULTA!»

La criatura se encogió, como agazapándose, gruñó, dio media vuelta y se marchó. Se volvió una sola vez, siseando de nuevo, y desapareció entre los arbustos.

«¡FUERA DE AQUÍ!», tronó Black en la noche mientras el equipo de sonido marcaba con fuerza un ritmo constante. Entonces, al ceder su rodilla, sintió que se hundía y caía hacia delante y se precipitaba en lo que parecía un abismo oscuro y húmedo. Durante un rato, antes de que abriera los ojos, todo estuvo en calma. El trueno rugía y en el cielo veteado restallaban rayos. La lluvia le cayó sobre el rostro. Luchó por zafarse del terreno pantanoso que parecía tenerle sujeto por succión. Lo reivindicaba para sí; era como si se desangrase sobre él. Con gran dificultad, estiró los brazos y tiró de las ramas de un arbusto hasta incorporarse y ponerse derecho.

Más adelante veía luces, pero era incapaz de desplazarse hacia ellas. Atrapado en el arbusto, permanecería allí. Había llegado el momento de sucumbir a la oscuridad. De unirse a ella. Gritó su nombre, o quizá lo pensara en voz alta.

Y Albert Black debía de llevar gritando mucho rato o ninguno —eso jamás lo sabría— cuando Terry, Carl, Brandi y Helena le encontraron, desquiciado, empapado y agarrado a un arbusto de eucalipto como si le fuera la vida en ello.

«¡Albert!», gritó Helena.

«Joder…, estamos empapados.» Terry Lawson intentó agarrar a su viejo maestro, desprenderle del arbusto y el agua que le llegaba hasta mitad de las pantorrillas. «¡Venga, coño, mamonazo, que aquí fuera hay caimanes, panteras, osos negros y todo eso!»

Black le apartó la mano y gritó a la oscuridad mientras les azotaba la lluvia.
«Inspiring bold John Barleycorn! What dangers thou canst make us scorn! Wi’ tippenny, we fear nae evil; wi’ usquabae, we’ll face the devil!
»
[45]

De ninguna manera iba a ir él a ninguna parte. Se aferró al eucalipto con la desesperación de los moribundos, los ojos enloquecidos y desorbitados.

«Va hasta el puto culo», dijo Carl Ewart. «Bla… Señor… Albert, ¿has tomado ese té?»

Carl se acurrucó junto a él, notando cómo el agua le subía por las piernas. Black vio distorsionarse el rostro de Ewart hasta dar paso a aquella sonrisa burlona de antaño. Necesitaba un arma, y Ewart ya no era un niño. Ya no era un niño malo. En los ojos de aquel hombre de pelo blanco había amabilidad y preocupación; estaba rodeado por un resplandor, como el halo dorado de la santidad, y una voz suave le rogaba: «Venga, Albert, dame la mano. Vamos a sacarte de aquí y a secarte, amigo.»

Entonces Black vio a un niño asustado, acobadardado ante él en su despacho al verle sacar el
tawse.
A su propio hijo, de niño, saliendo por la puerta a la carrera entre sollozos. A Marion levantándose y colocándose delante de él para impedir que saliera tras él. Le ardían los ojos. Estiró el brazo abatido y Carl Ewart le cogió por el sobaco.

«Nunca quise hacerte daño…, nunca quise hacerle daño a nadie…», gemía Black.

«Olvídate de eso. ¿Has bebido ese té?», le preguntó Ewart mientras Terry les ayudaba a salir de la zanja.

«El té», resopló Black, notando cómo sus viscosos y empapados pies tocaban terreno más firme.

«No era té de verdad, Albert. Te hará vomitar. Has bebido demasiado», dijo Carl, rodeando los hombros del anciano con un brazo, guiándole entre los arbustos hasta la caravana y metiéndole dentro del utilitario todoterreno bajo el azote de aquella lluvia torrencial. Mientras Helena le consolaba en el asiento de atrás del coche, Black se sumió en una especie de sueño febril. Se despertó brevemente cuando llegaron a las afueras de Miami, mientras el amanecer aparecía lentamente, bailando bajo el sol del este. Entonces el sueño se apoderó otra vez de él.

19

Uno narcotizado y el otro narcoléptico, los dos amantes hablaron, intentaron dormir y finalmente discutieron a pesar de lo agotados que estaban. Reclinada sobre la chaise longue Helena Hulme daba sorbos a la taza de café cubano, pasando de mirarse los pies a mirar a Carl Ewart, que estaba sentado en la cama, convulsionado por la revelación que ella acababa de hacerle y con la cabeza entre las manos.

«Me siento fatal», gimió.

«Debería habértelo contado», admitió Helena, «pero no sabía cómo te lo ibas a tomar. Yo no quería quedarme embarazada, Carl. Pensé que tratarías de convencerme de que lo tuviera.»

«Ni hablar…, no me entiendes», dijo Carl con voz entrecortada, antes de caer de rodillas y desplomarse ante ella dejando la cabeza en su regazo y mirándola con una sonrisa triste. «No me siento mal por eso; hiciste lo correcto. Es que me siento fatal de que tuvieras que ir a ese sitio sola y pasar todo eso sola.»

«Debería habértelo contado.»

«¿Cómo me lo ibas a contar? ¿Por correo electrónico o por sms? Yo nunca estaba allí», dijo con tristeza, y acto seguido, súbitamente animado, se levantó y se sentó a su lado. «He estado pensando. No me siento capaz de afrontar otro verano en Ibiza poniendo discos para chavales que escuchan cualquier cosa si están lo bastante hechos polvo. Esa mierda ya no me va, Helena.»

Helena le acarició el cabello. Era tan fino y suave. Trazó ondas con los dedos en su cuero cabelludo.

«Jake me ha pedido que componga la banda sonora de su película. Le dije que lo haría. No me adelantaría gran cosa, pero si funciona bien, cobraré derechos. Así que voy a trasladar el estudio a Sidney. Si la cosa sale bien, me gustaría hacer más cosas de ese tipo. Eso quiere decir que estarás lo bastante cerca de tu madre para verla de forma regular e invitarla a casa.»

«Pero ¿y tu madre? Es mayor, y Ruthie vive cerca de mi…»

«Tenemos que aceptar que, por el motivo que sea, tu madre te necesita ahora mismo más de lo que la mía me necesita a mí. Probemos durante un par de años. Si tu madre se tranquiliza y se amolda, podemos pensar en irnos luego a Londres o incluso a Los Ángeles si me forro», propuso con una sonrisa.

Helena rodeó su delgado torso con los brazos. «Te quiero, Carl.»

«Yo te quiero… y quiero estar contigo. No quiero estar siempre lejos de ti y poniéndose hasta el culo sólo porque tú no estás. Soy demasiado viejo para eso; me aburre. Tengo cuarenta años; la música dance es para la peña joven. Ya va siendo hora de que me vaya retirando.»

«Vale», dijo ella con gratitud, mientras sentían que la tensión entre ellos se sajaba como un forúnculo, «luego lo hablamos. Ahora vámonos a la cama.»

«No conseguiré dormir.»

Helena acusó el subidón del café. El jet-lag la había engañado. Unos minutos antes se sentía agotada; ahora estaba animadísima otra vez. «Yo tampoco. Salgamos a tomar el sol, y a lo mejor logramos desayunar algo.»

«Vale. Me llevaré el factor de protección veinte, por si nos quedamos dormidos.»

20

Albert Black se despertó en una habitación de hotel que no conocía. Estaba completamente vestido y acostado encima de la cama. La parte inferior de sus pantalones parecía estar mojada. La habitación seguía reverberando bajo la luz, pero ahora las pulsaciones eran más suaves. Tenía la sensación de que todo había terminado. Satanás había abandonado su cuerpo, aunque éste seguía en estado de shock. El té.
¿Por qué el jardín de Dios había estado siempre lleno de los frutos amargos de Satanás?

Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Volvió a ponérselas. Levantándose temblorosamente, y mostrándose deferente con su rodilla apóstata, bajó las escaleras. Al pasar por la parte de detrás del hotel, se asomó y vio a Carl y a Helena tendidos junto a la piscina, él en pantalones cortos, ella con un bikini azul. Estaba a punto de escabullirse, pero le vieron y le llamaron.

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