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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

Dos velas para el diablo (5 page)

BOOK: Dos velas para el diablo
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—Ah… eso —murmuro con cierta precaución—. No deberías prestarle demasiada atención. Después de todo, es un texto apócrifo.

—Los cristianos ortodoxos de Etiopía lo incluyen entre sus textos sagrados —me recuerda Jotapé.

—Ya, pero… bueno, no es más que una versión. Otra más. A saber qué se habría fumado el que la escribió.

—No era eso lo que decías cuando me hablabas de este libro, Cat.

—Pero entonces era pequeña. No sabía lo que decía. No entendía las implicaciones de lo que estaba leyendo.

Jotapé me mira un instante y suspira.

—El caso es que este libro existe, Cat, y, sea apócrifo o no, puede que haya quien lo tenga por cierto. Y ya sabes lo que eso significa, ¿no?

—Supongo que sí —admito de mala gana.

¿Que de qué estamos hablando? Pues del
Libro de Enoc
, naturalmente. No es un grimorio antiquísimo ni un manuscrito perdido en la biblioteca secreta de ningún monasterio. De hecho, es relativamente fácil de encontrar. Se han hecho bastantes traducciones y se ha publicado en editoriales que tratan temas esotéricos, por lo que no es de extrañar que Jotapé tenga un ejemplar, y en castellano, además. Le di tanto la paliza con este libro que es lógico que lo buscara para estudiarlo.

Y es lógico que otros ángeles, y muchos demonios, lo hayan leído también. El
Libro de Enoc
cuenta una historia que les toca muy de cerca. Cuenta su propia historia.

O, al menos, una parte de ella.

¿Sabéis algo de historia bíblica? ¿Sabíais que Lucifer antes era Luzbel, el ángel más bello del cielo, y que se le subió a la cabeza y quiso desafiar a Dios? ¿Y que por eso hubo una guerra en el cielo, y Lucifer y los suyos fueron derrotados y enviados al infierno? Esa es la versión católica oficial: el pecado de los ángeles caídos fue el orgullo.

Decía que el
Libro de Enoc
cuenta una historia ligeramente diferente. Cuenta que el pecado de los ángeles fue el amor.

O, para ser más exactos, la lujuria. Eso del amor me lo explicó mi padre así porque yo era una cría de siete años, pero, cuando una crece un poco más y relee antiguos libros, es capaz de captar ciertas cosas que antes le pasaron desapercibidas.

En resumidas cuentas, el
Libro de Enoc
cuenta que algunos ángeles se liaron con mujeres humanas y tuvieron hijos, y les enseñaron un montón de cosas que ellos no deberían haber sabido; entre ellas, la hechicería, la forja de armas y de joyas, el alfabeto y una serie de maldades más. Algunos ángeles buenos fueron con el cuento a Dios, y los ángeles que tenían tratos con humanos fueron castigados y se convirtieron en demonios.

Como dije, no es más que una historia apócrifa. No tiene ningún fundamento. Es solo otra historia más acerca de los ángeles. Porque, y en eso estaba mi padre de acuerdo, los demonios no se convirtieron en demonios por culpa de los humanos. Los demonios son mucho más viejos que los humanos, y mucho más sabios.

Pero es cierto que a mi padre le gustaba especialmente el
Libro de Enoc
, y llevaba un ejemplar en latín en su mochila. De pequeña, me fascinaba aquella historia; me gustaba la idea de que algunos ángeles hubieran amado tanto a los humanos como para unirse a ellos, tener hijos con ellos y enseñarles cosas prohibidas. Y me daba pena que luego los castigaran por ello.

Era demasiado pequeña como para entenderlo todo de verdad. Pero, cuando crecí un poco más y empecé a hacerme preguntas, comprendí mejor por qué a mi padre le gustaba tanto esa historia, y por qué no podía ser real.

Él había cometido el mismo pecado que aquellos ángeles antiguos. Había tenido una hija con una humana.

Y siento mucho decepcionar al tal Enoc, pero mi padre no era un demonio. Era un verdadero ángel. Siempre lo fue.

—Puede que alguien se haya tomado muy en serio este libro —sugiere Jotapé con suavidad—. Puede que alguien no le haya perdonado a tu padre lo que hizo.

—Mi padre no hizo nada malo —protesto—. Puede que en el pasado eso de transubstanciarse y liarse con humanos estuviera mal visto, pero hoy día todos los ángeles tienen cuerpo y, aunque no experimenten necesidades físicas, pueden comer, dormir o hacer el amor si quieren.

Jotapé respira hondo.

—No te pongas así, Cat. Era solo una teoría. Es la única razón por la cual se me ocurre que alguien quiera matarte.

—¿Porque lo dice un libro? —replico, sarcástica, pero enseguida me callo al caer en la cuenta de la tremenda ironía que hay en lo que acabo de decir. Lo cierto es que se han cometido masacres enteras porque lo dice un libro. Los libros que hablan de Dios suelen provocar esos efectos secundarios en determinadas personas de mentalidad retorcida. Qué le vamos a hacer, es la naturaleza humana. Pero no me lo esperaba de los ángeles, y, para ser sinceros, tampoco de los demonios. Suponía que incluso ellos estaban por encima de todo esto.

—Siento decirlo, pero no debemos descartar esa posibilidad.

Levanto la cabeza para mirarle.

—¿De verdad piensas eso? ¿Prefieres creer que me ha atacado un ángel al que se le ha ido la olla, a pensar que es obra de demonios?

Touché. Jotapé mira para otro lado, incómodo.

—Bueno… lo cierto es que no.

Pobre Juan Pedro. Ya es bastante duro ser cura en estos tiempos, como para que encima venga una mocosa a hacerte dudar de lo que te han enseñado. Pero Jotapé tiene una fe a prueba de bombas. Eso a veces es exasperante; y, sin embargo, en el fondo es una de las cosas que más me gustan de él. Quiero decir que es íntegro, que es un buen tío. Que se cree de verdad lo de Dios es amor, y amaos los unos a los otros, y todo eso, y se lo cree por encima de detalles insignificantes en comparación, como el sexo de los ángeles o que hagas ayuno en Cuaresma.

Pero volvamos a mí y a mi problema. Alguien mató a mi padre y secuestró a una chávala a la que confundieron conmigo. Alguien ha pretendido matarme, pero finalmente no lo ha hecho. Y yo no sé si esos dos alguienes son el mismo alguien, ni si son de un bando o de otro, y mucho menos qué tenían contra mi padre ni qué tienen contra mí. Hasta el día de hoy estaba convencida de que los enemigos de mi padre eran demonios. Tras el encuentro en la biblioteca, ya no sé qué pensar. Y no ayuda a aclarar las cosas el hecho de que llegue Jotapé blandiendo triunfalmente el
Libro de Enoc
y me recuerde que soy la hija de un ángel y una humana, y que, según algunos listillos, eso a Dios no le hace ninguna gracia.

Inclino la cabeza, pensativa.

—Voy a tener que irme. Será lo mejor.

—¿Irte adonde?

Respiro hondo.

—Mi padre conocía a un tipo que entendía de ángeles y de libros. Si logro dar con él, tal vez pueda darme alguna pista sobre lo que está pasando.

Jotapé frunce el ceño.

—¿Y dónde está ese… tipo?

—No muy lejos. En Madrid. No te preocupes, Jotapé. He llegado mucho más lejos haciendo autoestop.

—¿Autoestop? —repite, horrorizado; niega con la cabeza—. Ni hablar. No voy a permitir que vayas por ahí tú sola.

—Venga ya —protesto—. Sé ir por ahí yo sola. Sé cuidar de mí misma. Y no hay nada de malo en hacer autoestop.

Lo único que me faltaba es tener un cura pegado a los talones. Así no habrá manera de encontrar a los asesinos de mi padre. No es que todos los demonios vayan a salir huyendo despavoridos al ver su alzacuellos, pero desconfiarían por lo menos. Sobre todo si han visto
El exorcista
.

—No puedes retenerme —insisto—. Tengo dieciocho años —miento como una bellaca—. Legalmente puedo ir a donde me parezca.

Parece perplejo un momento. Antes de que empiece a sacar cuentas, sume diez más seis y se dé cuenta de que no son dieciocho, declaro con rotundidad:

—Me iré mañana mismo. Cuando antes aclare todo esto, mejor.

Jotapé suspira. Luego vuelve a suspirar. Luego saca su cartera, y de la cartera saca una tarjeta. Me la tiende, pero no la cojo. Me quedo mirándole como si no estuviera bien de la cabeza.

—Es para ti —dice—. Es un duplicado de la mía. Está a mi nombre, así que no podrás pagar nada con ella, pero sí podrás sacar dinero en cajeros de todo el mundo. Es una Visa.

Parpadeo. Pero es porque se me ha metido algo en el ojo, que conste.

—Pero ¿cómo… cómo se te ocurre darle un duplicado de tu tarjeta a una casi desconocida?

Jotapé sonríe.

—Porque no tienes dieciocho años. Porque vas a marcharte de todas formas. Porque se lo debo a tu padre. Y porque sé que la usarás con cabeza. Sabes que no tengo mucho dinero y no vas a hacerte rica sacándome los cuartos.

Abro la boca, pero sigo sin poder hablar.

—Porque, como tú bien has dicho —prosigue Jotapé—, la Biblia dice que hay que dar de comer al hambriento, y tú no tienes modo de ganarte la vida, y no me hago ilusiones con respecto a que quieras ir al colegio. Y porque —concluye, con una amplia sonrisa— tengo casi todos mis ahorros en un plan de pensiones. Por si acaso.

Le miro, incrédula.

—A Dios rogando, pero con el mazo dando —me recuerda.

No puedo evitarlo. Me echo a reír y termino por aceptar la tarjeta. Jotapé se ríe también, pero se pone serio de pronto.

—Solo dime si esa persona a la que vas a ver es alguien de confianza. Si era muy amigo de tu padre.

—Oh, sí —respondo, y le miento por segunda vez en menos de cinco minutos—. Eran íntimos.

Y esta vez se lo traga.

Lo cierto es que le he visto una sola vez, y entonces tenía diez años, así que apenas lo recuerdo. Pero no será como buscar una aguja en un pajar. Sé que tenía una librería, porque mi padre fue a verle allí. Una librería con montones de librotes antiguos, de modo que sería una librería de viejo. Y recuerdo que estaba en la calle Libreros. Obvio. Lógico. ¿Quién no se acordaría de algo así?

Sin embargo, intento recordar la imagen de esa persona con la que hablamos y no lo consigo. Sé que era un hombre joven. Pero nada más.

Mientras contemplo el paisaje por la ventanilla del autobús, intento concentrarme en mi siguiente paso, pero no puedo evitar acordarme de Juan Pedro. Me he marchado sin despedirme, y me he llevado la tarjeta de crédito que me ha regalado. Con ella he sacado dinero para el autobús que me está llevando a Madrid. Él quería que fuera en tren, pero esto es más barato y va a llegar a su destino igualmente.

También habría preferido que me quedase más tiempo, pero, sencillamente, no puedo hacerlo. Si alguien me está siguiendo, si me está buscando, y si va tan en serio como los que mataron a mi padre, cada minuto que he pasado en casa de Jotapé le he estado poniendo en peligro a él también.

Por eso me he marchado de noche, como una ladrona.

Pero había un teléfono móvil y una nota en la mesita donde Jotapé dejó la tarjeta anoche. Y ponía:

Cat,

Sé por qué estás haciendo todo esto. Ten cuidado y no corras riesgos innecesarios. Tu padre no dio la vida para que tú perdieras la tuya.

Pero también sé que no puedo retenerte; acepta, por favor, este segundo regalo, y piensa que no lo hago por ti, sino por mí. Me quedaré más tranquilo si sé que lo llevas encima. Mi número está grabado en la memoria. Más abajo tienes el PIN.

Cuídate.

JP

Así que ahora soy una chica casi civilizada. Ya tengo Visa y teléfono móvil. ¿Qué será lo próximo? ¿Ropa chula hiperceñida? ¿Un coche? ¿Novio?

Todas esas cosas parecen muy lejanas ahora. Claro que hace dos días ni soñaba con tener móvil ni tarjeta de crédito.

Eh, no es un móvil de última generación, no os vayáis a pensar. No tiene conexión a internet, ni cámara de fotos, ni ninguna pijada de esas. Pero tiene un vínculo con una persona que se preocupa por mí, y eso es lo más importante.

Capítulo III

L
O
primero que hago al llegar a Madrid es buscar alojamiento. Pregunto en varios hostales hasta que encuentro uno que me parece bastante barato. El nivel de cutrez es inversamente proporcional al precio del alojamiento; pero, después de todo, el dinero con el que voy a pagar no es mío.

La habitación no está mal del todo, he tenido suerte. El baño está en el pasillo, pero estoy acostumbrada a cosas peores, así que no me importa. Pido un callejero en recepción y lo estudio hasta encontrar la calle Libreros. La localizo cerca de la Gran Vía. Tendré que hacer un par de transbordos, pero puedo llegar en metro. Genial.

Todavía son las cuatro de la tarde y me imagino que los comercios, incluida la librería de la persona a la que quiero ver, estarán cerrados. Cierro los ojos un momento para descansar…

Me he quedado dormida. Mascullo maldiciones mientras corro por las escaleras del metro en dirección a mi próximo destino. Ha sido una siesta larga, demasiado larga. Son casi las siete y media, y, como no llegue a tiempo, me van a cerrar la tienda y tendré que volver mañana.

Y no estoy de humor para esperar.

Me precipito a la calle y casi arrollo a un señor con bastón, pero no tengo tiempo de parar ni de disculparme. Recorro a la carrera el trecho que me falta hasta llegar a la calle Libreros. Ruego a los dioses y a los ángeles que tengan a bien escucharme que no sea una calle demasiado larga.

Y no lo es. Pero está repleta de librerías. Librerías de viejo. Montones de ellas.

Después de todo, puede que sí sea buscar una aguja en un pajar.

Voy recorriéndolas todas, una detrás de otra, asomándome y preguntando al dueño o a la dueña por libros de ángeles. Todos me miran como si fuera un bicho raro, lo cual es una reacción normal en cualquier humano normal. Tampoco veo ninguna cara que me suene.

En una de ellas me cuelo por debajo de la persiana, que estaba ya medio bajada, y el librero me echa con cajas destempladas. Quizá piense que soy una delincuente juvenil. Y eso que no sabe que voy armada con una espada angélica.

Entro en otra, más apartada, más triste, medio escondida en un rincón de la calle al que apenas llega la iluminación de las farolas. Una campanilla suena en alguna parte cuando abro la puerta.

Un hombre de unos treinta y tantos años me mira con cierta severidad.

—Estamos cerrando —me dice, y de pronto se fija en algo que hay en mi espalda y le cambia la cara. Me vuelvo, intrigada, pero no hay nada. Y entonces caigo en la cuenta de que lo que se ha quedado mirando es mi espada. La ha visto.

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