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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

Dos velas para el diablo (7 page)

BOOK: Dos velas para el diablo
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—No me preocupo —miento—. Solo quiero saber la verdad.

—La verdad es que a tu padre lo mató el Enemigo, lo cual es un digno final para cualquier ángel —replica Jeiazel, cortante—. La verdad es que eres la hija de una humana y no formas parte de las legiones angélicas, por lo que, con espada o sin ella, no puedes unirte a nosotros. La verdad es que, si te acercas a los demonios, te matarán. Y eso es todo cuanto tengo que decirte. Adiós, Cat. Tus diez minutos han terminado, y yo tengo que cerrar.

Intento replicar; pero, de pronto, pasa algo extraño. Es como si me hubiese quedado paralizada, o como si el tiempo volase a mi alrededor, mientras yo me quedo colgada en mitad de la frase. Y cuando consigo cerrar la boca, me encuentro de patitas en la calle y con la puerta de la librería cerrada a cal y canto.

Intento reprimir la rabia que me inunda por dentro, pero resulta difícil, dadas las circunstancias. Aporreo la persiana metálica.

—¡Jeiazel! —llamo—. ¡No voy a rendirme, para que te enteres! ¡Y si tú no quieres ayudarme, iré yo sola al encuentro del Enemigo y le pediré explicaciones!

—¡Gamberra! —me increpan desde una ventana—. ¡Deja de dar golpes o llamo a la policía!

Me trago mi rabia y me voy de allí.

Pero no es un farol. En vista de que los ángeles me cierran la puerta en las narices, no voy a tener más remedio que ir al encuentro de los demonios.

Y mi entrevista con Jeiazel me ha dado una idea de cómo encontrarlos.

Rumiando venganza, me pierdo por un laberinto de callejuelas oscuras y silenciosas.

Son las dos de la mañana, y estoy agotada y muerta de sueño. Además, creo que me he perdido.

Llevo toda la noche vagando por los garitos de Madrid. No estoy de juerga; es, simplemente, que ando buscando un demonio.

Cualquiera me vale, hasta el más insignificante diablillo. De hecho, si es un insignificante diablillo, mejor, porque me siento con ánimos de enfrentarme a uno de esos, pero, para hacer honor a la verdad, dudo que pudiera plantarle cara a un demonio más o menos poderoso.

¿Os parece un tópico eso de ir buscando demonios en los locales de marcha? Pues tiene más sentido del que parece.

Entrad en un garito cualquiera y mirad a vuestro alrededor (si es que la cortina de humo os lo permite, claro). ¿Qué veis?

A gente desinhibida. A gente confiada. A gente dispuesta a intimar con desconocidos. Gente que, si la pillas en el momento adecuado, hará cualquier cosa que un demonio le pida.

Hay un axioma entre los ángeles. Dicen que solo hay algo más destructivo que un demonio, y es un humano alentado por un demonio. Eso no nos deja en muy buen lugar, ¿eh? Pero también nos exime de cierta responsabilidad. En cambio, mi padre solía decir que, según algunos ángeles, los humanos no necesitamos a los demonios para ser destructivos, porque nos las arreglamos muy bien sin ayuda. Y ya me imagino qué ángel en concreto fue capaz de sugerir que superamos a los demonios en maldad.

Independientemente de quién sea más maloso, sí parece cierto que a los demonios les gusta provocar a los humanos para que hagan cosas malas, o sugestionarlos para que sean sus siervos.

(Pero esto no implica que todas las personas malvadas estén inspiradas por un demonio; por lo visto, nuestro
fantabuloso
«libre albedrío» nos lleva a hacer la mayor parte de las cosas que hacemos, buenas o malas, porque nos da la real gana.)

Y por eso estoy aquí. A ver si descubro algún demonio a la caza.

O, mejor dicho, a ver si me descubre él a mí.

Entre tanta gente, de todas las calañas y de todos los pelajes, es imposible distinguir a un demonio del montón de humanos borrachos y/o colocados que se apiñan en cada local. Pero yo llevo una espada angélica prendida a la espalda. Y, de la misma manera que llamó la atención de Jeiazel, también disparará las alarmas de cualquier demonio. Sería como si le hiciese señales de humo (no, no es una buena comparación: aquí las señales de humo pasarían totalmente desapercibidas. Digamos, de forma más apropiada, que sería como ver un faro entre la niebla).

Pero llevo horas dando tumbos de un lado a otro y nadie se fija en mí. En realidad no soy muy alta, y no llevo tacones como la mayoría de las chicas que vienen por aquí. Además, tampoco llevo minifaldita ni top, sino que voy con unos pantalones de deporte y una sudadera cutre. Que para eso soy una cazademonios, y lo importante es la comodidad y que mi espada esté bien afilada; la estética es lo de menos.

Así que paso totalmente desapercibida, y eso es bueno. Porque…

Un momento.

Alguien me está mirando.

Pero ¿quién? ¿Y por qué?

Me vuelvo hacia todos lados, pero es imposible ver nada. La luz parpadea, el humo me envuelve y hay tanta gente que no solo me cuesta distinguir sus rostros, sino que, además, me impiden abarcar todos los rincones de la sala.

Pero lo he sentido. De la misma manera que sientes un soplo de aire frío, yo he notado esa mirada. Se me ha erizado el vello de la nuca. Me ha dado un escalofrío de lo más siniestro.

Me abro paso entre la gente, todavía con ese molesto cosquilleo en la nuca. Tengo la sensación de que, entre toda esta humanidad, hay alguien que brilla con luz propia, una criatura sobrenatural atrapada en un cuerpo humano. Alguien que no es humano, aunque lo parezca. Alguien. En alguna parte.

Me empujan para que me quite de en medio, y me dejo zarandear de un lado para otro, tratando de captar otra vez esa sensación.

Y me quedo quieta de pronto. Ahí, en el rincón. Alguien me ha vuelto a mirar, y se me ha puesto la piel de gallina. O sería más apropiado decir que me ha entrado un ataque de pánico y me muero de ganas de salir corriendo de aquí. Pero me contengo.

El dueño de semejante mirada acaba de hundir el rostro de nuevo en la larga melena de una chica cuya ropa de cuero deja poco espacio a la imaginación. Ella se ríe, coqueta, mientras él le dice algo al oído. No puedo verle la cara, pero por su figura parece joven, puede que más joven que Jeiazel. No tiene pinta de ser un ángel, aunque nunca se sabe.

Entonces él se vuelve hacia mí y me mira fijamente. Es una mirada maquiavélica que me deja muda de horror.

La mirada del depredador.

La chica que lo acompaña se da cuenta de mi presencia y también se vuelve hacia mí, molesta. Pero ella no da tanto miedo.

Más bien da lástima. Da por sentado que él le presta atención porque quiere llevársela a la cama.

Y no es eso. No es eso, pequeña ingenua. Tu cuerpo no le interesa lo más mínimo.

Es tu alma lo que quiere que le entregues. Y, amiga, una vez que lo hagas, ya no habrá vuelta atrás.

Él sigue mirándome. Tiene unos ojos de acero, fríos y penetrantes. Después, lentamente, me sonríe. Y es una sonrisa entre taimada y fascinante. Una sonrisa que no es de este mundo.

Y, a pesar de eso, me sigue recordando a la sonrisa del gato que se relame justo antes de saltar sobre el ratón.

Respiro hondo. No es momento de asustarse. Tengo una espada angélica y no dudaré en utilizarla.

Y eso me recuerda por qué me está mirando. Ha visto mi espada. Sabe quién soy. O, por lo menos, lo intuye. En un movimiento desesperado, desenvaino el arma y la pongo entre los dos. Y observo, no sin satisfacción, que lo he desconcertado. Puede que hasta lo haya asustado un poquito.

No en vano acabo de plantarle ante las narices la única cosa que puede matarlo. Si le regalaras a Superman un trozo de criptonita, ¿qué cara te pondría?

Entorna los ojos y me mira casi con odio.

—¿Te has vuelto loca? —sisea.

—¿Qué quieres? —pregunta la chica, de mal humor. Tengo suerte: al igual que el resto de personas del local, está demasiado aturdida como para que ni el más mínimo rastro de lucidez que pueda quedar en su cerebro le diga que tiene ante ella a una perturbada con una espada.

—Dile que se vaya —le ordeno al demonio sin hacerle caso.

—Pero ¿qué te has creído? —replica ella, estupefacta—. ¡La que tiene que marcharse…!

—Vete —dice entonces él, a media voz, sin apartar los ojos de la espada.

Ella se queda de piedra. Lo mira un momento, con la vana esperanza de no haber oído bien.

—Pero…

—He dicho que te vayas —repite el demonio, con una voz cortante como la hoja de un cuchillo, y como parece que la chica tiene intención de seguir protestando, él se vuelve hacia ella un instante y le clava una mirada fría, inhumana.

Ella se encoge de terror, agacha la cabeza y se marcha a toda prisa.

Nunca lo sabrá, pero me debe algo más que la vida.

El vuelve a prestarme atención. En efecto, es un demonio joven; esto quiere decir que, aunque no aparente más de veinte años, es fácil que tenga veinte mil. Lo cual, en realidad, no es mucho para un demonio. Viste pantalones negros y una camisa blanca, medio remangada, medio suelta, que lleva con natural elegancia, pero presenta un cierto aspecto desaliñado: su pelo negro está despeinado, y sus ropas, algo arrugadas, como si acabara de levantarse o como si se hubiese vestido con desgana, sin prestar atención a lo que hacía. Puede que esté siguiendo alguna moda, o puede que sea una declaración de intenciones, no lo sé. El caso es que no parece estar dormido en absoluto, porque hay un brillo de feroz alerta en su mirada. Sus rasgos son algo aniñados, lo que también es engañoso, pues no hay nada de ingenuo o infantil en su expresión: ahora que solo yo lo estoy mirando, ahora que su presa se ha esfumado, muestra su verdadero rostro, en un gesto grave, serio y muy, muy peligroso. Con esta luz es difícil decir de qué color son sus ojos, pero no me siento capaz de aguantarle la mirada ni un segundo más. Es la mirada del depredador más temible del planeta, el que no persigue a sus presas por su carne, sino que es un cazador de almas; y eso es algo que los mortales, pese a que llevamos cientos de miles de años conviviendo con ellos, aún estamos muy lejos de comprender del todo.

Alzo la espada un poco más, atenta por si él desenvaina la suya. Espero, pero nada sucede.

No puedo creerme mi buena suerte. No lleva la espada encima. ¡No lleva la espada encima! Mi padre me había dicho que los demonios se están volviendo muy pasotas y descuidados, pero esto es el colmo. Claro que también puede significar que ya no creen que los ángeles sean una amenaza. Ja. Pues se va a enterar.

—Ten cuidado con eso —me dice entonces el demonio con calma—. Puedes hacerte daño.

—Voy a hacerte daño a ti —le amenazo—, si no me respondes a unas cuantas preguntas.

Él pone los ojos en blanco. Eh, no me gusta esa actitud. Está dejando de tomarme en serio.

—No eres más que una humana que juega a ser un ángel, chica —me dice con una voz suave y aterciopelada que, por algún motivo, me pone los pelos de punta—. No pretendas hacer preguntas a un demonio; no te gustarán las respuestas.

Genial; de entre todos los demonios del mundo, me ha ido a tocar uno que se las da de enigmático.

—No te hagas el listo conmigo, diablillo. Yo tengo una espada y tú no.

Sonríe, burlón.

—Así que todo se reduce a tener o no tener espada. Curioso.

Intuyo que quiere hacer algún tipo de chiste grosero, pero estoy demasiado cansada y furiosa como para pensar en ello. Lo que realmente me molesta es que se lo tome a guasa. ¡Arg, maldito engendro! No hace ni cinco minutos que lo conozco y ya se las ha arreglado para que lo odie con todas mis fuerzas.

—Quiero saber —exijo— quién mató a mi padre.

Hay mucho ruido en el local, pero sé que oye perfectamente cada una de mis palabras. Los demonios tienen un oído excelente.

Se encoge de hombros.

—¿Y a mí qué me cuentas?

También yo oigo perfectamente todo lo que dice, y eso que no ha alzado la voz en ningún momento. No lo necesita. La voz de estas criaturas suena muy hondo en el corazón humano, aunque tus oídos no las escuchen. Por eso son tan peligrosas.

—Mi padre era el ángel Iah-Hel. Lo mataron unos demonios…

—Vaya, qué malos esos demonios. ¿Por qué se dedicarán a matar ángeles inocentes?

—¡Cállate! —le grito; intento contenerme para no perder los nervios—. Mi padre no participaba en la guerra, y yo tampoco. Pero a mí también me buscan. Y quiero saber por qué.

El demonio entorna los ojos. Parece totalmente tranquilo. Yo, en cambio, estoy sudando por todos los poros y a punto de estallar. Nadie diría que soy yo la que sostiene la espada.

—Así que era eso —dice él con calma—. La hija de un ángel. Demasiado humana para ser uno de ellos, pero involucrada irremediablemente en una guerra que no es la suya. Pobrecita.

—No quiero que me compadezcas —gruño—. Quiero saber el nombre del demonio que mató a mi padre, y las razones por las que lo hizo.

—¿De verdad crees que controlo lo que hacen todos los demonios? Ni el propio Lucifer sabe dónde está cada uno de sus siervos en todo momento. ¿Qué te hace pensar…?

—Averigúalo —corto, adelantando la espada hasta que casi le roza el cuello.

Por un instante parece que una sombra de temor nubla sus ojos. Pero enseguida se repone y me responde con una sonrisa de suficiencia.

—Me temo que tu padre olvidó enseñarte algunas normas básicas de este mundo. Como, por ejemplo, aquella que dice que ni los ángeles ni los demonios aceptamos órdenes de humanos.

Intuyo su movimiento y golpeo con la espada; por un instante tengo la sensación de que le he dado. Pero ha sido un paso en falso, porque, de repente, él ya no está allí. Lo siento a mi lado, como una sombra intangible, y entonces pierdo el equilibrio y caigo al suelo, en un charco de lo que espero sea solo alguna clase de bebida alcohólica. Me apresuro a recuperar mi espada y a apuntar con ella al demonio, que se inclina sobre mí.

—No des un paso más —le advierto.

Él, simplemente, sonríe de esa forma tan escalofriante y, después, desaparece.

Me levanto de un salto y miro a mi alrededor, aturdida. No lo veo por ningún lado.

Y entonces oigo su voz, tal vez en mi oído, o quizá en algún secreto rincón de mi alma:

—Vete a casa, niña. No juegues con cosas que no comprendes. Márchate y no vuelvas a molestarme, porque la próxima vez perderé la paciencia de verdad.

—¡No te atrevas a marcharte! —berreo y, esta vez sí, todos me oyen y me miran con una mezcla de asco y conmiseración. Maldición. Seguro que creen que estoy borracha.

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