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Authors: Brian Keene

El alzamiento (10 page)

BOOK: El alzamiento
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Jim respondió con un disparo a la cabeza. La criatura se desmoronó entre gorjeos y el resto avanzó corriendo.

Martin levantó la escopeta y reventó la ventanilla del copiloto. Apartó los cristales rotos con la culata y se coló por el agujero. Sus articulaciones crujieron y protestaron.

Jim escogió sus objetivos con mucho cuidado: esperaba a que estuviesen lo bastante cerca, apuntaba a la cabeza y disparaba.

—¡Date prisa!

Martin se dejó caer en el asiento y sintió que algo se había desencajado en su espalda. Se revolvió mientras un dolor sordo le recorría toda la columna de arriba abajo. Apretando los dientes, agarró la manija y abrió la puerta.

Docenas de criaturas se adentraron en el aparcamiento y los refuerzos se acercaban cada vez más. Jim acabó con otros dos y saltó al interior del vehículo, tirando la mochila al asiento que había entre ellos. Metió la llave en el contacto y la giró. El motor volvió a la vida con un ronroneo. Jim pisó el acelerador a fondo y el vehículo apenas avanzó un par centímetros antes de pararse en seco, impulsando a sus ocupantes hacia delante.

El todoterreno protestó, negándose a avanzar.

Un par de brazos moteados atravesaron la destrozada ventana y agarraron a Martin.

—¡El freno de emergencia! —gritó mientras encañonaba al zombi en la barbilla. Apretó el gatillo en el instante en que se lanzaron hacia delante y el rugido de la escopeta los ensordeció a ambos.

Otro zombi saltó hacia ellos, poniéndose justo enfrente del vehículo; Jim pisó a fondo y lo atropelló. La criatura, que no paraba de maldecir, chocó contra el parachoques y quedó tendida en el suelo, hecha trizas. El impacto les hizo dar un bote y otra punzada de dolor recorrió la espalda de Martin. Con los ojos llorosos, pudo observar cómo iban adelantando a los no muertos. Jim dirigió el todoterreno hasta la vía y se incorporó a la autopista.

—Anda —rió Jim señalando la carretera—. ¡Mira quién es!

El gato que había escapado antes se quedó paralizado ante los focos. Un segundo después era aplastado bajo las ruedas con un suave crujido. Jim echó un vistazo por el retrovisor y lo vio hecho pedazos en la carretera.

Martin se quejó, dolorido.

—¿Qué pasa? —preguntó Jim, preocupado—. ¿Estás bien?

—No pasa nada —dijo con voz entrecortada mientras abría los ojos—. Me hice daño en la espalda cuando me metí por la ventana, nada más. Ya no soy tan joven.

Jim se inclinó hacia delante y puso en marcha el agua del parabrisas, que roció el cristal hasta dejarlo limpio de sangre.

—Tengo analgésicos en la mochila, sírvete.

—Que Dios te bendiga —suspiró Martin mientras abría la cremallera. Empezó a buscar en el interior, removiendo el contenido en busca del frasco. Cerró los dedos en torno a una fotografía, la sacó y se quedó contemplándola.

—¿Es tu hijo? —preguntó.

Jim echó un vistazo. Martin estaba sujetando la foto del refugio, en la que salían ambos con el trofeo de los carricoches.

—Sí —respondió en voz baja—. Es mi hijo. Es Danny.

Se adentraron en la noche.

Capítulo 6

Baker se guareció en la oficina del conserje de un área de descanso, en una autopista de Pensilvania. Su cena consistió en unas patatas fritas y chocolatinas, todo ello regado con gaseosa, que consiguió abriendo a golpes el cristal de una máquina expendedora con la culata de su fusil. Por un instante se preguntó si sus acciones harían que alguien llamase a las autoridades, pero luego se rió de tan absurda idea.

Deseó que sus únicos crímenes contra la humanidad fuesen simple vandalismo y robos sin importancia, pero dos días de aterradora observación confirmaron que no era así.

Todo aquello era culpa suya.

Su huida de Havenbrook había sido angustiosa. Corrió por los túneles oscuros y los pasillos, seguido de cerca por los furiosos ruidos de persecución de Ob, que resonaban entre las paredes. Al final consiguió salir, después de una escalada agotadora por el hueco del ascensor.

Sin embargo, el lugar al que había llegado era mucho peor.

No había ningún agujero en el cielo, ninguna herida abierta desde la que se pudiese divisar otra dimensión. Baker sostenía la hipótesis de que el experimento habría debilitado la barrera entre este mundo y el lugar del que procedían Ob y sus hermanos, difuminando sus límites invisibles. Pero fuese como fuese el portal, no estaba a la vista.

El terreno que rodeaba las instalaciones estaba desierto, así que no tuvo ningún problema a la hora de equiparse con los suministros que encontró en los barracones. Después entró en la primera casa con la que se topó y se hizo con un fusil de caza, una pistola y algo de comida que tuvo la suerte de encontrar.

Esquivó con facilidad a los pocos zombis que quedaban en Hellertown ocultándose en el bosque. Pero fue en aquel bosque, a medio camino de Allentown, donde empezó la auténtica persecución.

Baker se había olvidado del pez.

Caminando como los mismos zombis, con el peso de la desgracia que había contribuido a desencadenar sobre el planeta hundiéndose en sus hombros, Baker no oyó a las ardillas hasta que estuvieron a punto de echársele encima. Agradeció profundamente haber asistido a las cacerías anuales que celebraban sus compañeros: consiguió abatir a cuatro criaturas rápidamente. Pero mientras estaba recargando, los conejos surgieron de entre los arbustos y corrieron tras él.

Perseguido por aquella manada de conejos no muertos, corrió a través del bosque con las ramas y las espinas desollándolo a cada paso que daba. En retrospectiva, Baker llegó a encontrar cómica aquella situación, pero temía que si empezaba a reír ya no podría parar jamás. Sintió que algo en su interior estaba a punto de quebrarse.

Consiguió matar o eludir a sus pequeños perseguidores, al igual que a un buitre no muerto y a cuatro zombis humanos.

Aquella primera noche llegó a una cancha de béisbol desde la que podía verse Allentown. Se refugió en el interior de una letrina portátil y se despertó al oír los gritos. Contempló horrorizado cómo un grupo de zombis montados en motos de cross acorralaba a una pareja que aún estaba viva y coleando. Baker pensó durante un instante en ayudarlos, pero, paralizado por el miedo y superado en número, se limitó a observar cómo las criaturas disparaban, tirando a herir, y después se daban un festín con su carne.

«Nos están cazando», reflexionó.

Baker observó con un terrible desapego que, aunque devoraban órganos y piel, los zombis dejaban a las víctimas lo bastante intactas como para que pudiesen volver a caminar.

Y así fue. Habitados por algo distinto, los humanoides se alzaron, se unieron a sus hermanos y se marcharon con ellos.

Baker pasó el resto de la noche temblando en la oscuridad, incapaz de dormir.

El día siguiente consistió en una caminata larga, pesada y aterradora hasta que llegó, derrotado, a la autopista. Ésta estaba sorprendentemente vacía, ya que los zombis se habían desplazado a zonas con mejor caza. Se encontró con unos cuantos coches abandonados y unos conos de construcción naranjas, pero eso fue todo.

Ahora que había encontrado un sitio guarecido y relativamente seguro, el miedo fue desapareciendo, reemplazado por un estado de shock y una culpa sobrecogedora.

No podía dejar de pensar que él era el responsable de todo. Estaba maldito y aquello era el infierno.

Sintiéndose desmayar, Baker cerró los ojos con fuerza y agarró los bordes del lavabo del conserje. Olvidando por un instante que el silencio era la clave de la supervivencia, profirió un grito; sus lágrimas eran demasiadas y demasiado dolorosas como para contenerlas. El grito de angustia le quemó la garganta. Sin dejar de llorar, se puso en cuclillas y permaneció así durante un buen rato.

No oyó el crujido de la puerta al abrirse.

Baker, cuyos hombros se movían al ritmo de sus sollozos, estaba de espaldas a la puerta. Abrió los ojos un instante y miró el lavabo fijamente. La habitación le daba vueltas y empezó a tiritar con la frente perlada de sudor.

Una sombra se proyectó sobre él.

Le fallaron las piernas y se golpeó la cabeza contra el borde del lavabo al desmoronarse.

Gimiendo ininteligiblemente, la figura del umbral se abalanzó hacia él.

* * *

Baker se revolvió y después se quedó quieto sin abrir los ojos.

Algo se movía en la oscuridad.

—Naaaaaa.

¡Dios! ¡Uno de ellos lo había encontrado mientras estaba inconsciente!

Mantuvo los ojos cerrados y pensó. A juzgar por el sonido, tenía al zombi justo encima. La pistola estaba en la mochila, así que tanto daba que estuviese ahí o en la luna. Estaba indefenso.

La criatura murmuraba de una forma extraña y cadenciosa, como si le hubiesen quitado la lengua.

—Naaaaaa. Nuuuuná.

Baker se dio cuenta de que estaba cantando.

La criatura se reclinó hacia él y le puso algo frío y húmedo en la frente. Le cayó agua sobre las comisuras de los ojos y las mejillas.

—Ai'a. Va a o'ede bé. E'ata.

Una mano firme le cacheteó. Baker siguió inmóvil, conteniendo las ganas de gritar.

La carne en contacto con su cara no parecía la de un muerto. Era suave y cálida. Además, la criatura no olía a podredumbre: olía a axila y a sudor, al igual que él.

—A'e un aó a Gushano.

Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Baker abrió los ojos.

Una cara redonda y sombría babeaba sobre él y sonrió de felicidad en cuanto lo vio levantarse.

El chico se echó atrás de un salto y habló.

—¡Uy ié! ¡Iéeee!

Baker se quitó el trapo húmedo de la frente, estudiando a su benefactor. No pudo determinar su edad, aunque calculó que tendría entre catorce y diecinueve años. A juzgar por su expresión facial y sus deformidades, el niño sufría algún tipo de retraso, pero no pudo determinar de qué índole.

—Gracias —dijo Baker—, sonriendo amablemente.

—¡E ada!

«¿"De nada", tal vez?»

Baker se dio la vuelta para dejar el trapo en el lavabo mientras preguntaba:

—Yo soy el profesor Baker. ¿Cómo te llamas?

El chico no respondió. Baker miró por encima del hombro y vio que lo estaba observando con curiosidad.

—¡E ada! —volvió a chillar.

—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó Baker. El chico le miró fijamente a los labios y frunció el ceño, concentrado. Al rato se frustró, negó con la cabeza y volvió a mirar, esperando a que Baker repitiese la pregunta.

«¡Me está leyendo los labios! ¡Es sordo!»

Baker se arrodilló ante él y empezó a expresarse con mesura.

—Me llamo Baker —dijo mientras se señalaba al pecho—. ¿Cómo te llamas?

Al chico le brillaron los ojos al entenderle y dio palmas de alegría.

—¡Gushano! —dijo feliz, apuntándose con el pulgar.

—¿Gusano? —preguntó Baker. El chico asintió con gran energía y luego señaló a Baker.

—¿Eiker?

—Sí, Baker. —Puso la mano sobre el hombro del chico y apretó—. Es un placer conocerte, Gusano.

—¡E' un a'er! —respondió él.

Baker se rió, olvidando el dolor y la culpa por un momento.

* * *

Baker compartió lo que había afanado de la máquina expendedora con su nuevo compañero. No hubo ninguna conversación, salvo por los gruñidos de deleite de Gusano mientras devoraba las chocolatinas. Silbaba y cantaba de alegría y Baker sonrió.

¿Cómo habría sobrevivido, solo y sin nadie que le ayudase? Baker no tenía forma de saberlo.

Le dio un toquecito a Gusano en el hombro y el chico se quedó mirándolo, expectante.

—¿Dónde están tus padres?

La mirada de Gusano se ensombreció y sus ojos marrones se entornaron hacia el suelo.

—A... atone —tartamudeó—. E a 'omieo o atone.

—No te entiendo —le dijo Baker moviendo los labios con cuidado.

Gusano se agazapó y torció los dedos como si fuesen garras. Echó el labio superior hacia atrás, cerró los ojos y empezó a chillar.

—Atone —repitió, correteando por la habitación a cuatro patas. Baker empezó a comprender.

—¿Ratones?

Gusano asintió emocionado, pero la pena volvió a adueñarse de él y le borró la sonrisa.

—A amá e a 'omieo o atone.

—Miedo... ¿ratones?

Gusano gruñó y enseñó los dientes.

—Comieron —suspiró Baker, mirando en otra dirección—. Los ratones se comieron a su madre. Y seguro que no estaban vivos cuando lo hicieron.

Baker volvió a sentirse culpable y permaneció en silencio.

Después de terminarse la cena, Gusano se sacó una bola de goma pequeña y brillante del bolsillo y empezó a hacerla botar en el suelo, cogiéndola con la mano cada vez que volvía a él. Baker observó el juego hasta que, agotado, se sumió en un profundo y perturbado sueño.

Las pesadillas no tardaron en llegar.

* * *

La tormenta llegó antes del amanecer y los dos despertaron en un mundo tan oscuro como cuando se durmieron. Gusano miraba los relámpagos con fascinación, incapaz de oír los truenos que resonaban por el valle.

Unos pocos segundos en el aparcamiento bastaron para que Baker acabase calado hasta los huesos. Las gotas de lluvia, gordas y frías, chocaban contra el asfalto como insectos contra un parabrisas.

Resignándose a esperar hasta que escampase, Baker aprovechó para explorar el área de descanso. Gusano le siguió con alegría sin separarse de su lado.

Vaciaron la máquina expendedora de botellines de agua y chucherías. Baker se quedó mirando por un instante una caja de periódicos: los titulares de una era pasada pero no tan distante le devolvieron la mirada. El presidente de Palestina advertía de que los problemas económicos de su país podrían desestabilizar todo Oriente Medio, mientras el ejército israelí bloqueaba los cargamentos de ayuda al país como medida contra el terrorismo de una Hezbollah renacida. Se había descubierto que la femilianina, un popular aditivo para los alimentos, podía provocar cáncer. El popular paseo de Ocean City, en Maryland, había sido borrado del mapa por la erosión costera y los efectos del calentamiento global. El presidente aseguró a los estadounidenses que el Pentágono no había autorizado la clonación humana, pese a que algunas fuentes así lo afirmaban.

Y luego estaba el CRIP. Baker vio su nombre impreso, junto con el de Harding y Powell.

Siguió caminando.

Los baños no tenían nada útil, salvo por unos cuantos rollos de papel higiénico. En el vestíbulo había poco más que un montón de folletos de información para turistas. Baker se detuvo a estudiar un mapa de carreteras en color colgado del muro y Gusano se puso a jugar con la pelota detrás de él, cantando en voz baja.

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