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Authors: Brian Keene

El alzamiento (11 page)

BOOK: El alzamiento
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Baker se negaba a creer que todo hubiese terminado. Debía quedar alguien vivo y trabajando para recuperar el control, para revertir la catástrofe. Pensar que la humanidad se había extinguido era una locura.

Así que, ¿dónde podía encontrar al resto?

Desde su situación, estaba cerca de varios núcleos urbanos de la Costa Este: Filadelfia, Pittsburg, Baltimore, Nueva York y la capital del país estaban a unas cinco o seis horas de viaje en coche. Pero esas zonas metropolitanas acogían a tanta población que se habrían convertido en trampas mortales.

Baker pasó uno de sus sucios dedos por el mapa y frunció el ceño. La mejor opción parecía continuar hacia el sur, hacia Pensilvania, pasando por Maryland o Virginia. Siguió la línea azul de la autopista. Harrisburg, pese a ser pequeña, tenía muchos habitantes y presentaría los mismos problemas. York y Hanover eran más viables: pese a tener una gran densidad de población, ambas estaban rodeadas por kilómetros de comunidades rurales, cultivos deshabitados y bosques. El gobierno local podría haber opuesto resistencia y construido una barricada para protegerse del enemigo.

Su dedo se detuvo en Gettysburg, algo más al sur, poco después de Hanover. Además de ser un lugar clave en la conmemoración de la guerra civil, Gettysburg estaba cerca de Camp David, donde se rumoreaba que estaba el «Pentágono secreto». Con los años, Baker había hecho amigos en el Congreso y el ejército, por lo que su acreditación de seguridad era bastante alta. Sabía cosas que el resto de la población no sabía.

Cosas como que, en caso de guerra o de un ataque terrorista a gran escala, muchos de los líderes del país serían llevados a un lugar en Gettysburg, donde se les protegería mientras desarrollaban las estrategias para volver a poner el país en marcha.

Si quedaba algo remotamente parecido al orden, el mejor lugar para buscar sería Gettysburg. Podrían coger la salida del sur, pasar rápidamente por las afueras de Harrisburg y dirigirse hacia York; una vez ahí, viajarían a través del campo y por las carreteras secundarias de Gettysburg, que casi siempre estaban menos congestionadas.

Asintió para sí, convencido de que se trataba de un buen plan.

No obstante, seguía tratándose de un viaje en el que cabía la posibilidad de morir en cualquier momento.

Pensó en cómo llegar a su destino. En condiciones normales, Gettysburg estaría a unas tres horas desde su posición, pero cómo transcurriría el viaje y el estado de las carreteras era algo completamente impredecible.

¿Deberían conducir o un vehículo en movimiento llamaría más la atención? Pensó en la joven pareja que había sido asesinada por los zombis. Las criaturas podían conducir vehículos y usar armas. Eran lentos, pero también astutos y letales. Por otra parte, un vehículo dirigiéndose a toda velocidad —o incluso despacio— por la autopista llamaría mucho la atención. ¿Sería más seguro que Gusano y él fuesen caminando por los campos y los bosques?

Suspiró, desesperado. Caminar era igual de peligroso, puede que más: no sólo serían vulnerables a los zombis humanos, sino también a todos los animales salvajes. La distancia también era un factor que había que tener en cuenta: lo que podría ser un viaje de tres horas en coche se convertía en una caminata de más de ciento noventa kilómetros. Baker no estaba en absoluto en mala forma física gracias a que le había sacado un buen partido al gimnasio de Havenbrook, al que asistía cada dos días. Sin embargo, a sus cincuenta y cinco años, ya no era ningún chaval, y dos horas de bicicleta estática tres veces a la semana no eran nada comparado con una extenuante caminata, especialmente una tan peligrosa.

Por si todo aquello fuese poco, también estaba Gusano. No podía abandonarlo sin más. El chico había sobrevivido bastante bien por su cuenta, pero ahora que Baker lo había descubierto (se preguntó si no sería más bien al revés), se sentía responsable de su cuidado. Quizá —pensó Baker— estaba intentando hacer méritos; tratando de conseguir el perdón divino tras haber causado semejante desastre.

Así pues, tendría que conducir. Una vez aclarado ese punto, se planteó cómo encontrar un medio de transporte. Había unos cuantos coches y camiones abandonados por todo el aparcamiento del área de descanso, por lo que la primera opción estaba clara.

Llamó la atención de Gusano y le puso la mano en el hombro.

—Quédate aquí —le ordenó Baker—. Tengo que salir un rato.

—¡Ao, Eiker! —dijo el chico mientras sonreía, haciendo un signo de aprobación con los dedos.

Después de comprobar que la pistola estaba cargada, salió afuera, bajo la lluvia. De pronto, le asaltaron dudas. ¿Qué estaba haciendo? Era un científico, no un ladrón de coches. No tenía ni la más mínima idea de cómo hacerle un puente a un coche ni de cómo entrar sin romper la ventana o hacer saltar la alarma (lo que atraería a todos los zombis de la zona).

Los primeros tres vehículos: un Saturn, una camioneta Dodge y un Honda, estaban cerrados. El cuarto, un Dodge Aries destartalado, estaba abierto pero no tenía las llaves puestas. Baker hurgó con pocas esperanzas en la guantera y bajo los asientos antes de rendirse y pasar al siguiente.

El quinto coche, un Hyundai compacto y negro, no sólo estaba cerrado sino que también estaba ocupado.

Las llaves reposaban en el suelo, justo al lado del asiento del conductor, sujetas por una mano cercenada. No había rastro del resto del cuerpo: Baker no estaba seguro de si habría sido devorado o estaría rondando la zona, ya que todo lo que quedaba de él era una mancha roja y marrón en el asfalto.

El niño del asiento trasero tendría unos cinco o seis años. Contempló a Baker a través del cristal, mostrando sus dientes con una expresión de puro odio y salvajismo. Baker estaba convencido de que el niño había sido oriental... chino, concretamente.

Se recompuso del susto inicial y comprobó que el zombi estaba atrapado. Estudió la situación, observando cada detalle. Después de un rato dedujo que el niño y sus padres habían sido emboscados por las criaturas: los progenitores se aseguraron de que su hijo estuviese a salvo en el coche, pero no tuvieron tiempo para ellos. De algún modo, ya fuese por acción de los padres o por un error del pequeño, el cierre de seguridad para niños estaba activado. Después de la muerte del niño (Baker hizo un repaso rápido de las posibles causas: inanición, lesión, shock), la entidad que pasó a poseer su cuerpo fue incapaz de desconectar el cierre porque su huésped no tenía ningún recuerdo de cómo hacerlo. Tampoco tenía la fuerza de un adulto, así que intentar romper el cristal de la ventana como le había visto hacer a Ob en Havenbrook sería un esfuerzo fútil.

¿Cuánto tiempo llevaría ahí sentado, encerrado en esa celda de acero de Detroit e ingeniería japonesa?

Parecía muy hambriento. Ansioso por devorar.

Baker dio unos golpecitos en la ventana con el dedo y la criatura gruñó, aunque el cristal y la lluvia amortiguaron el sonido.

Se agachó y cogió las llaves de la mano muerta.

El zombi se tensó.

Baker introdujo la llave en la cerradura y la giró. El zombi dio un salto hacia el panel del asiento delantero.

Con una velocidad que le sorprendió hasta a él mismo, Baker abrió de golpe la puerta del conductor y apuntó con la pistola. Al verla, el zombi se paró en seco. Una lengua hinchada y gris lamió los labios agrietados y abiertos.

Dijo algo en chino. Cuando Baker no respondió, optó por un dialecto sumerio en el que ya había oído hablar a Ob.

—No hablas inglés —observó con calma y desapego— porque tu huésped tampoco lo hablaba.

La criatura escupió mientras se aferraba firmemente al asiento.

—Pero sí sabes qué es esto, ¿verdad? —Dijo Baker moviendo suavemente la pistola—. Es triste que un niño sepa lo que es un arma antes de aprender el idioma del país que lo acoge.

La criatura se abalanzó sobre él, pero Baker fue más rápido. Al crujir de un trueno le siguió un disparo y el contenido de la cabeza del niño quedó esparcido por todo el salpicadero.

Baker se aseguró de que lo había eliminado del todo, luego lo agarró de los escuálidos tobillos y lo dejó con despreocupación sobre el pavimento.

Se le encogió el estómago.

«No son humanos —se recordó a sí mismo—. Ésta es la única forma de sobrevivir.»

—Lo siento —le susurró al espeluznante saco de carne y hueso.

Después sacó la llave de la puerta, se sentó ante el volante, rezó un avemaria (algo que no había hecho desde la universidad) y encendió el contacto.

El ruido del motor al encenderse era el más maravilloso que Baker había escuchado jamás, y gritó de alegría.

Comprobó los indicadores y se alegró al descubrir que el coche tenía el depósito lleno. Todo lo demás parecía correcto.

Corrió de vuelta al refugio y abrió la puerta de golpe, chorreando agua sobre la alfombra del recibidor. Vio a Gusano haciendo rebotar la pelota sobre el muro del baño de señoras sin mucho interés.

—Nos vamos —dijo Baker, intentando contener la emoción—. ¡Vamos a coger tus cosas!

Tuvo que expresarse varias veces para hacerse entender, y, cuando lo consiguió, Gusano gimió y se adentró un poco más en el baño.

—¿No quieres irte? —Preguntó Baker—. ¿No quieres encontrar a más gente?

Gusano se estremeció y agachó la mirada mientras negaba con la cabeza.

—O' omerán —protestó—. ¡A ente 'ie omerse a Gushano!

El chico se resistió a volver a mirar arriba, así que Baker le cogió de la barbilla y le obligó a mirarle a los ojos. Los del chico estaban cubiertos de lágrimas.

—¡Gusano! —Insistió Baker—. Nadie va a intentar comerte, te lo prometo. Voy a cuidar de ti.

—¿O abá atones? ¿I ente uerta?

—No, Gusano —aseguró Baker, abrazando al chico contra su pecho. Gusano temblaba y se aferró a él. Aunque sabía que Gusano no podía verle los labios, siguió hablando con un tono dulce y calmado—. No voy a dejar que nadie te haga daño —prometió Baker, dando así el primer paso en su camino a la redención—. Lo juro.

Reunieron sus cosas y, después de dar un buen repaso por todo el edificio, se dirigieron hacia el coche.

Había dejado de llover.

Capítulo 7

Las gotas de lluvia eran como las lágrimas de alquitrán de un dios oscuro, como leche rancia del pecho de una madre muerta. Los residuos industriales que las fábricas de Baltimore habían vertido durante décadas al cielo —antes de dejar de funcionar— estaban cayendo de vuelta para ser reclamados por la tierra.

Frankie emergió de la alcantarilla y fue bautizada por la lluvia, deleitándose con la densa película que dejaba tras de sí. Sintió que borraba la contaminación de su viejo yo, revelando el nuevo.

Acababa de salir del infierno.

—Troll —murmuró.

Tembló al recordar su huida del zoo y lo que ocurrió después.

* * *

El primer zombi se dispuso a perseguirla pero cayó por el agujero de la alcantarilla y se estrelló contra el suelo del túnel como un saco de verduras podridas. Destrozado por la caída, sus tripas se esparcían a su alrededor y sus miembros rotos temblaron como gusanos antes de detenerse del todo. Cubierta de sangre, Frankie disparó a ciegas hacia el agujero para disuadir al resto.

El túnel era oscuro como la boca del lobo. Tuvo un recuerdo súbito, algo de un pasado distante, antes de que colocarse y conseguir más heroína se convirtiese en toda su vida. Un asesino de Las Vegas había conseguido eludir a las autoridades fugándose a través del alcantarillado. Aquel hombre pasó cinco horas bajo tierra y, según los mapas, había recorrido un mínimo de seis kilómetros. Se preguntó cómo serían de oscuras las alcantarillas para aquel individuo, qué se encontraría y en qué estaría pensando. ¿Estaba asustado? ¿Se sintió aliviado al ver la luz al final del túnel?

¿Y si no había ninguna luz al final del túnel?

Siguió caminando hacia delante con dificultad, acariciando con los dedos el muro invisible que había a su derecha, palpando aquella humedad pegajosa.

«Aquel que entre aquí que abandone toda esperanza.» Otro recuerdo del pasado, de la clase del señor Yowasky, a quien acabó tirándose a cambio de aprobar la asignatura de lengua. Se preguntó quién o qué rondaría ahí abajo: yonquis, supervivientes enloquecidos, zombis. ¿Qué se ocultaba en la oscuridad, contemplándola a cada instante? ¿Habría cocodrilos en el agua? Puede que en Florida los hubiese, pero no creyó que Baltimore tuviese la misma leyenda urbana. Lo que sí había era ratas, eso seguro. No tenía ni idea de cuántas balas le quedaban, y no podía comprobarlo en la oscuridad. ¿Cómo se defendería de un enjambre de ratas hambrientas?

Bostezó y empezó a temblar al sentir los primeros escalofríos del mono. Se le erizó cada pelo de su cuerpo y entendió el porqué de la expresión «tener la carne de gallina»: parecía un pollo desplumado.

Se detuvo un momento al sentir que había algo rondando en la oscuridad. Oyó un suave chapoteo, pero se desvaneció poco a poco hasta desaparecer.

Siguió quieta, conteniendo la respiración. No volvió a oírlo.

Corrió hacia delante hasta que sus dedos notaron algo redondo y metálico. Su primera reacción fue un gran susto, pero después de analizar aquello se dio cuenta de que era el pomo de una puerta.

Y estaba abierta.

Respiró hondo y lo giró. La puerta se abrió con un quejido. Miles de partículas de polvo rociaron su pelo y sus ojos.

Más allá de la puerta la oscuridad era aún mayor que en el túnel. Pasó con mucho cuidado por el hueco y cerró la puerta tras ella. No había ni una brizna de aire. Ni un ruido. Podía sentir los muros pero no podía verlos. Pensó que sería el cuarto de mantenimiento o un pequeño almacén, y que ahí estaría segura.

¿No?

¿Y si había un zombi con ella, morando en la oscuridad, esperando a abalanzarse sobre su presa y devorarla? Olisqueó el aire. Estaba cargado y era muy húmedo, pero no presentaba el hedor a putrefacción que indicaba la presencia de un no muerto. No oía el sonido rasposo de su carne y sus huesos expuestos, ni el menor indicio de movimiento.

Se puso a cuatro patas y gateó hacia delante. Sus manos palparon la forma de varios objetos desconocidos hasta darse de bruces contra un muro. Apoyó la espalda contra él y se puso a temblar entre espasmos.

Empezó a sentirse más caliente, y aunque no podía verlas, sabía que tenía las orejas rojas. Su respiración se volvió entrecortada y arrítmica. También notaba aquel calor en los ojos, como si fuesen a fundirse en sus cuencas. Hasta en la oscuridad, sabía que estaban inyectados en sangre.

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