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Authors: Brian Keene

El alzamiento (20 page)

BOOK: El alzamiento
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—Cristo —murmuró. Luego se dirigió a Michaels—. ¡Tenemos compañía!

Sin dejar de disparar, Blumenthal saltó del vehículo en movimiento y corrió hacia el soldado herido. Warner estaba cubierto de cuerpos emplumados. Los pájaros piaban ansiosos, picoteando en la carne descubierta mientras su víctima gritaba de agonía. Blumenthal dio unos pasos más hacia su compañero antes de retirarse cuando más criaturas se dirigieron en tromba hacia él. Gritando, soltó el M-16 y se tapó los ojos con los brazos.

Lawson subió hasta el asiento en el techo del Humvee y apuntó con el lanzallamas. Un chorro de líquido naranja atravesó el aire con un rugido, abrasando a docenas de pájaros. Movió el arma en un amplio arco hasta que el resto de la horda voladora se retiró.

—¿Y Warner? —gimió Blumenthal.

Su compañero caído era una masa temblorosa de carne roja y expuesta. Su uniforme estaba hecho jirones y había perdido casi toda la piel. Los pájaros zombi aterrizaban sobre él, rasgaban algunas tiras de carne y se iban volando, dejando sitio a sus hermanos.

Sin mediar palabra, Lawson apuntó con el arma a Warner y sus atacantes, sumiendo a todos ellos en un infierno. Blumenthal saltó al interior del Humvee mientras el fuego lo consumía todo.

—Ojo ahí delante —le gritó Ford a Lawson—. ¡Vienen más!

Lawson giró el lanzallamas y vio una enorme águila en el techo del coche. Dejó escapar un grito ahogado de asombro antes de proyectar un arco de fuego sobre ella.

—¡Déjame sitio, coño!

Blumenthal asomó por la abertura del techo y abrió fuego con la ametralladora de calibre cincuenta, riendo mientras las enormes balas impactaban sobre los dos zombis humanos y su camioneta, esparciendo pedazos de cabezas, miembros y torsos sobre el asfalto.

Los pocos pájaros que quedaban se dirigieron hacia el cielo.

—Tenemos movimiento en el coche —advirtió Ford—. No son zombis. Pasadme el megáfono.

—Me sorprende que no se hayan quemado después de ver cómo los rociabas.

—Cállate, Blumenthal —gruñó Lawson—. Ha funcionado, ¿no?

La puerta del lado del conductor del Hyundai se abrió de golpe y los dos soldados apuntaron con sus armas. Un hombre, ensangrentado y herido pero vivo, levantó los brazos hacia ellos.

—¡No disparen! —Gritó Baker—. ¡Somos humanos!

Volvió a meterse en el interior del coche, abrazó a Gusano y convenció al tembloroso muchacho de que abriese los ojos.

—¡Estamos a salvo, Gusano! —gritó—. ¡A salvo! ¡Es el ejército! —dijo mientras señalaba al Humvee y al camión.

—¡Que el pasajero salga del vehículo con las manos en alto! ¡Y que el conductor permanezca dentro!

—Mi compañero es sordo —dijo Baker—. No puede o...

—¡AHORA! —rugió Ford.

Usando las manos, Baker instó a Gusano a salir. Tras una buena dosis de persuasión, el aterrado joven obedeció.

—Conductor, te toca. ¡Las manos en alto!

Baker obedeció, ignorando los frágiles cuerpos y alas que crujían suavemente bajo sus pies. El hedor de la carne quemada flotaba pesadamente en el aire. Los restos de los zombis de la camioneta estaban esparcidos por todas partes.

Dos soldados —Baker se dio cuenta de que eran de la Guardia Nacional— descendieron del vehículo y caminaron hacia él sin bajar las armas.

—Muchas gracias —aclamó Baker—. ¡Muchísimas gracias, de corazón! Pensé que...

Blumenthal golpeó a Baker en la tripa con la culata de su M-16, callándolo de golpe. Baker cayó al suelo y se hizo un ovillo, sujetándose el estómago y dando bocanadas.

—¡Eiker!

Gusano chilló aterrado e intentó correr. Lawson le tiró al suelo y le puso el talón de acero de su bota sobre la cabeza.

Baker gimió, incapaz de hablar. Se aferró a la carretera con los dedos, luchando por respirar.

—Mételos en el camión —ordenó Michaels—. Lawson, tú conduces.

Blumenthal se arrodilló y esposó a Baker. Después le arrancó la identificación del CRIP de la bata y miró fijamente la imagen de la tarjeta. Agarró a Baker por la barbilla y le miró la cara.

—¿Es el mismo? —Preguntó Lawson—. ¿Qué dice la tarjeta?

—Havenbrook. ¿Ahí no estaban los laboratorios secretos del gobierno, esos que salieron en las noticias justo antes de que todo se fuese a la mierda?

—Sí —afirmó Lawson mientras le ponía las esposas a Gusano—. ¿Y qué? También salieron en las noticias el presidente de Palestina y esa supermodelo travestí y no les veo por aquí.

—Eh, sargento —dijo Blumenthal—. ¡Creo que hemos encontrado algo que igual hace que este viaje haya merecido la pena!

Lawson puso a Gusano en pie mientras escudriñaba el cielo por si aparecían más pájaros.

Blumenthal le extendió la identificación a Michaels.

—¿Éste no era el sitio en el que estaban haciendo los experimentos?

—Puede. Pensaba que era un laboratorio de armas o algo así.

—Bueno —Blumenthal se aclaró la garganta—, estaba pensando que puede que el coronel Schow quiera interrogar a este tío, porque está claro que trabajaba allí. Seguro que está hasta arriba de armas, pero además...

Se detuvo, dudando sobre si debía continuar.

—Adelante, soldado.

—Bueno, si mal no recuerdo, casi todo el laboratorio es subterráneo. Creo que sería el lugar ideal para establecernos.

Michaels miró a Blumenthal, después a Baker y luego otra vez al soldado.

—Blumenthal, si estás en lo cierto, acabas de ganarte un ascenso.

El soldado sonrió. Obligó a Baker a ponerse en pie, subió a los cautivos al camión, cerró la puerta y echó el cierre.

El interior del camión era oscuro como la boca del lobo. Gusano no paraba de sollozar cuando el motor se puso en marcha. Baker se acercó a él guiándose por su voz y el asustado muchacho se acurrucó sobre él. Le habría gustado susurrarle palabras de ánimo, pero Gusano no podía ver sus labios en la negrura.

El intenso dolor de su estómago y pecho le distrajo de casi toda la conversación de los soldados, pero había escuchado que querían información sobre Havenbrook. Lo que significaba que le mantendrían vivo.

En la oscuridad, Baker se preguntó si Gusano y él seguirían así después de darles lo que querían.

Capítulo 12

Jason cogió un fusil del armario en el que reposaban las armas y salió corriendo por la puerta antes de que Jim pudiera detenerle.

—¡Jason, espera! ¡No sabemos qué hay ahí fuera!

El chico no se detuvo: cruzó el porche de un salto y atravesó el patio sin parar de correr. Jim fue tras él, desarmado.

Martin apareció cojeando, con Delmas a cuestas. El anciano predicador estaba pálido y demacrado, y tenía la boca abierta de par en par. Su mirada perdida no alcanzaba a enfocar a sus amigos. Tenía los pantalones rotos y le corría sangre por la pierna. Arrastraba los pies de forma automática. De la hebilla de su cinturón colgaba un hilo de pita que había enrollado alrededor de la guarda del gatillo de los fusiles, que se arrastraban tras él trazando surcos en la tierra con sus cañones y culatas.

Delmas estaba aún peor. Le faltaban trozos de carne de los brazos, las piernas y la cara. Su cuerpo estaba lleno de marcas de mordiscos. Estaba cubierto de sangre y tenía los ojos cerrados.

—¡Papá!

Jim los sujetó a los dos en el momento en que Martin se venía abajo y los depositó cuidadosamente en el suelo. Martin parpadeó, contemplándolo, y se lamió los labios.

—¿Qué ha pasado? ¿Estáis bien?

—Una emboscada —carraspeó el anciano—. Estaban esperándonos en el claro. ¡Nos tendieron una trampa!

—¿Cuántos? —preguntó Jim.

—Más de... más de los que pude llegar a contar. Al principio sólo eran ciervos, pero luego aparecieron ardillas, pájaros y un par de humanos. Trabajaban juntos. Pudimos acabar con algunos, pero no sé cuántos quedan.

—¿Estás bien?

—Una marmota muerta me mordió en la pierna, pero estoy bien. De camino aquí pensé que iba a sufrir un infarto. Dame un minuto para descansar.

Jim le echó un vistazo. Su piel estaba caliente y colorada. Tenía una herida muy fea en la pierna, pero por suerte había empezado a coagular. Por lo demás, estaba bien.

Jason sujetó la cabeza de Delmas entre sus brazos. Su padre no se movía.

—Deja que mire —le dijo Jim con mucho tacto. Jason le miró con lágrimas derramándose por su rostro.

—No deje que se muera.

Al oír la voz de su hijo, Delmas abrió los ojos.

—Jason...

—Estoy aquí, papá. Vas a ponerte bien. Voy a cuidar de ti.

—Delmas —le preguntó Jim—, ¿puedes andar?

—Tengo la pierna hecha polvo.

—Entonces voy a tener que llevarte. Jason, ¿puedes ayudar al reverendo Martin? ¿Podrías llevar las armas?

El chico se puso en pie mientras se limpiaba la nariz con la manga.

Delmas abrazó a Jim por el cuello y se mordió el labio para prepararse.

—¿Listo?

Dijo que sí con un quejido y Jim lo levantó del suelo. Su pierna herida chocó contra el muslo de Jim y gritó de dolor. El esfuerzo hizo que la herida de bala de Jim volviese a dolerle con fuerza.

Pese al esfuerzo que le suponía, Jim consiguió meter a Delmas en casa y recostarle sobre la cama que él mismo había ocupado horas atrás. Martin renqueaba tras ellos, seguido de Jason. El chico, que tenía los ojos abiertos de par en par, dejó los fusiles en el suelo y cerró la puerta de golpe.

—¡Vienen más!

Jim corrió hacia la ventana. Tres sombrías figuras surgieron de la penumbra: dos humanos y una hembra de gamo. Los zombis se dirigieron hacia la casa.

Martin se había restablecido un poco, de modo que cogió unos cartuchos del armario y empezó a recargar los fusiles.

—Cuida de tu padre —le dijo Jim a Jason—. Ya nos ocupamos nosotros.

—¿Cuántos son? —preguntó Martin.

—Puedo ver a tres, aunque tal vez haya más escondidos, no lo sé. ¿Estás listo?

—No, pero vamos de todas formas.

Jim traspasó la puerta y abrió fuego en cuanto puso un pie sobre el porche. Disparó casi a ciegas, pero consiguió mantener a los zombis a distancia el tiempo suficiente para tomar posición, sacar los cartuchos usados, apuntar y disparar de nuevo. Apuntó al animal y apretó el gatillo rápidamente. El arma saltó en sus manos y la bala le dio de lleno a su presa en el cuello. El siguiente disparo terminó el trabajo.

Martin apuntó al humano más cercano, un paleto obeso al que la muerte había hinchado hasta alcanzar proporciones grotescas. El primer disparo le voló la rótula a la criatura. En cuanto recuperó el equilibrio, un segundo se hundió en su prodigioso estómago. El hedor que surgía de los intestinos del monstruo inundó el porche. Apuntó más alto y los siguientes dos disparos separaron la cabeza del zombi de su cuerpo. Permaneció colgada de unas tiras de pellejo y carne durante unos segundos antes de caerse de los hombros y empezar a rodar por el campo. El cuerpo se desplomó a su lado.

Martin se fijó en la cabeza: los ojos seguían observándolo y los labios se movían, formando palabras que, sin pulmones ni cuerdas vocales, no podía llegar a expresar.

Se arrodilló cerca de ella y sus mandíbulas se cerraron con un chasquido. Volvió a ponerse en pie y le introdujo el cañón en la boca. La cabeza reaccionó abriendo los ojos de par en par. Disparó.

El tercer zombi empezó a correr. Le siguió con el cañón, apuntó y disparó, haciendo que el cerebro de la criatura saliese disparado por la nuca.

Jadeando, los dos hombres se miraron el uno al otro y sonrieron. El eco del último disparo resonó por las colinas. Por fin, Martin habló.

—Clendenan está muy mal.

No era una pregunta.

—Sí, eso me temo.

—Jim —dijo antes de hacer una pausa—. No podemos dejarlo así.

—Lo sé.

Miró al sol de poniente. Nueva Jersey y Danny le parecían más lejanos que nunca.

* * *

Aplicaron dos botellas de peróxido y varias cajas de algodón sobre los mordiscos. Martin le dio una generosa dosis de aspirina y una botella de Jim Beam para mitigar el dolor mientras le vendaba las heridas. Delmas había perdido mucha sangre y tenía la piel blanca como el talco. La pierna se le había hinchado hasta casi duplicar su tamaño, por lo que Jim tuvo que cortarle la pernera. La pusieron en alto con unas almohadas y cuando Jim la tocó, sintió la carne caliente y rígida.

Por suerte, Delmas acabó por desmayarse, gimiendo de dolor.

—Tenemos que hacer algo con esa pierna —dijo Jim—. Pero no sé qué.

—Podríamos entablillársela —dijo Martin—. ¿Te enseñó tu papá a hacer algo así?

—No. Mamá me enseñó a preparar cataplasmas, pero no tenemos con qué hacerlas.

—¿Y no tenéis vecinos que puedan ayudaros?

—No. Tom, Luke y el viejo John Joe eran los últimos.

Jim daba vueltas por la habitación mientras Martin se curaba las heridas y se aseaba en el lavabo.

—Intenta dormir —le dijo a Jason.

—No puedo, señor. No tengo sueño.

—Bueno, entonces quédate con tu padre mientras el señor Thurmond y yo pensamos qué hacer ahora.

Después de cerrar la puerta tras ellos, Martin suspiró y aflojó el cuello de la prenda.

—Bueno, ¿qué hacemos? —preguntó Jim, dejando de moverse.

—No lo sé, pero he estado pensándolo. En el mejor de los casos, podemos curarle la infección, pero aun así, será un tullido de por vida. ¿Cuánto tiempo crees que durarán si no puede andar?

Jim no contestó.

—Podríamos llevarlos con nosotros —sugirió Martin—. Podríamos encontrar una furgoneta o algo así. Tarde o temprano daremos con un médico o alguien que sepa cómo tratar la herida.

—No está en condiciones de viajar, Martin. Y hace unas horas ni siquiera yo lo estaba.

—Bueno, parece que te encuentras mejor, eso desde luego.

—Y me encuentro mejor, pero no podemos llevárnoslo en coche. No podemos moverlo con la pierna en ese estado.

—Pues esperaremos.

—Pero Danny... —ahogó sus palabras, incapaz de terminar.

—Lo siento, Jim.

Martin se dejó caer en el sofá y puso los pies en alto. Jim volvió a merodear.

—Quizá sea así como tienen que salir las cosas, Jim. Yo puedo quedarme con ellos y tú puedes seguir tu camino.

Jim pensó en ello.

—No, Martin, no puedo dejarte aquí. Elegiste venir conmigo, me ofreciste tu amistad y tu apoyo. No estaría bien.

—Puede que no esté bien, pero eso no significa que no sea parte del plan de Dios. Quizá el Señor me necesite aquí.

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