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Authors: Brian Keene

El alzamiento (16 page)

BOOK: El alzamiento
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Al final se decidió que hubiese guardias por todo el perímetro para garantizar su seguridad. Se siguieron usando minas y alambre de espino porque constituían unos sistemas de alarma aceptables y para mantener a moteros y carroñeros a raya.

Los moteros nómadas y los renegados no eran los únicos problemas. Empezaron a llegar refugiados en tromba, atraídos por el falso rumor de que el gobierno había establecido un Pentágono secreto durante la guerra fría. A Skip siempre le resultó muy irónico todo aquello...: los civiles eran realmente idiotas si creían que el gobierno iba a dejar que aquella información estuviese al alcance de cualquiera. Aun así, no dejaban de llegar: buscaban orden y refugio, pero en su lugar se encontraron con los hombres de Schow.

Todavía estaban buscando una defensa eficaz contra las aves zombi y otras criaturas capaces de acceder a la zona segura. Las serpientes, roedores y otros pequeños animales no muertos también suponían un problema, pues podían pasar desapercibidos y colarse. Por ello, la mayor parte de la población se quedaba en casa todo el día.

«Tampoco es que tuviesen muchas opciones», pensó Skip.

Por orden del coronel Schow, cualquier civil —hombre, mujer o niño— que fuese visto portando un arma debía ser ejecutado de inmediato. No se hizo ninguna excepción, y tras unos cuantos ejemplos cualquier atisbo de disidencia desapareció.

Skip concluyó que tampoco es que los civiles tuviesen muchas razones para salir de sus casas. El casco antiguo de Gettysburg se había convertido en un campamento militar: el humo de los cubos de basura a los que habían prendido fuego congestionaba el cielo, y el aire estaba saturado con el olor de las letrinas y los cuerpos incinerados en las afueras de la ciudad. La basura se pudría en las cloacas pese a los esfuerzos por recogerla. Las calles estaban llenas de soldados en todo momento. No había servicios: el agua corriente y la electricidad eran cosas del pasado, aunque se facilitaron generadores para los cuarteles de los oficiales y para algunos soldados.

Que se concediese permiso a los ciudadanos para salir de sus casas no era motivo de celebración, exactamente. Los hombres aptos eran usados como esclavos, y aunque nadie utilizaba aquel término en voz alta —preferían hablar de «trabajadores»—, estaban obligados a cumplir con las tareas encomendadas. A la mayoría de soldados les satisfacía esta estructura, ya que eran otros quienes debían asumir el trabajo duro, como limpiar letrinas y ocuparse de los cadáveres.

Los civiles que se resistían eran destinados a tareas aún peores, la más famosa de las cuales consistía en servir de cebo. Cuando una patrulla se aventuraba en los campos y pueblos que rodeaban la ciudad, se llevaban a una docena de civiles con ellos. Se obligaba a uno de aquellos desgraciados a caminar por delante del grupo: así, cualquier zombi que se encontrase al acecho se abalanzaría sobre él, lo que daría a los soldados tiempo de sobra para reaccionar. Aquellos individuos usados como cebo se consideraban, simplemente, prescindibles.

Las mujeres eran utilizadas para «mantener alta la moral». En la mayoría de los casos esto significaba ser esclavas sexuales en el picadero, aunque a las ancianas y a las menos agraciadas se les permitía trabajar en el comedor y en otras tareas menores.

Las mujeres que se resistían sistemáticamente a entregar sus cuerpos eran utilizadas como cebo.

Lo que más asqueaba a Skip era la complicidad de la población civil. Su coraje estaba aniquilado, así que la mayoría aceptaba aquel estilo de vida. Algunos hasta parecían preferirlo. Unos pocos hombres habían demostrado ser especialmente aptos y pasaron a engrosar las filas de la unidad con un permiso para portar armas. A Skip le resultaban especialmente desagradables las mujeres que «disfrutaban» siendo objetos sexuales, putas del apocalipsis a las que no les importaba chupar diez pollas en una noche con tal de mantenerse sanas y salvas.

Apretó los puños.

¿Por qué no se rebelaban? Cuando la unidad estaba fuera, los soldados que permanecían en la ciudad estaban en clara inferioridad numérica. ¿Por qué aceptaban la situación como ovejas? Quizá no les gustaba la alternativa. O quizá tenían miedo.

Como él. Vivía con miedo, pero la idea de morir le aterraba.

En aquellos días, la muerte negaba cualquier opción de salir de sus fútiles vidas.

Durante el bachillerato, Skip estuvo saliendo con una gótica obsesionada con la muerte, hasta tal extremo que había intentado suicidarse varias veces. Aquello le cabreaba, y se culpaba a sí mismo, a sus padres, al instituto y a un montón de cosas; hasta que se dio cuenta de que suicidarse era parte de su fantasía, parte de su obsesión. Ansiaba saber qué había más allá.

Montado en el Bradley, escuchando el rugido de las orugas bajo sus pies, Skip se preguntó si seguiría viva y si seguiría ansiando saber qué había más allá.

* * *

El teniente segundo Torres apuntó en el mapa de carreteras a una ciudad llamada Glen Rock.

—Estamos aquí. El capitán González quiere que unos hombres hagan un reconocimiento de esta ciudad —señaló una pequeña población llamada Shrewsbury, ubicada en la frontera entre Pensilvania y Maryland—. El capitán dice que el coronel Schow quiere abandonar el campamento de Gettysburg para trasladarlo a una ubicación más segura. Debemos determinar si Shrewsbury cumple con los requisitos.

El sargento Miller asintió:

—Delo por hecho.

—Sargento Michaels, usted dirigirá otro escuadrón aquí —dijo Torres señalando York—. Insisto en que ésta sólo es una misión de reconocimiento: no se enfrenten al enemigo a menos que sean atacados, limítense a observar e informar. Mientras tanto, yo me ocuparé del resto de la unidad y los prisioneros e informaré a Gettysburg.

—El soldado de primera Anderson se viene conmigo —dijo Miller.

Michaels se aclaró la garganta.

—Anderson murió durante la escaramuza de esta mañana.

—Mierda —murmuró Miller. Se pasó la mano por el pelo: estaba sucio y graso, y hacía tiempo que dejó de lucir su rapado militar—. Vale, pues entonces me llevo a Kramer.

—De acuerdo —respondió Torres—. Sargento Michaels, usted puede llevarse al sargento Ford.

—Muy bien. También quiero a Warner, Blumenthal y Lawson.

—¡Y una mierda! —Protestó Miller—. ¡Eso me deja con Skip, Partridge y Miccelli, y no confío en ese acojonado de Skip! Estoy convencido de que preferiría pegarnos un tiro por la espalda que pegárselo a un zombi. ¿No te has fijado en que nunca se folla a las putas? Creo que es marica.

—¡Pues qué pena! Has elegido a Kramer, así que te quedas con ellos. ¡Yo no voy a cargar con todos los novatos!

—Ya basta —ladró el teniente—. ¡Ya tenéis vuestras órdenes, así que cumplidlas! Miller, si crees que el recluta Skip no quiere lo mejor para esta unidad y puedes demostrarlo, nos ocuparemos de ello. Hasta entonces, a callar.

El sargento Miller saludó, se encendió un cigarro y se marchó rápidamente.

—No te jode, el muy cabrón. ¿Quién se cree que es? Yo estaba patrullando en Atlanta después de los ataques terroristas cuando ese mamón todavía estaba en el instituto.

Después de barrer Glen Rock, acamparían en un almacén de municiones de la Guardia Nacional, tal como estaba planeado. El refugio estaba alejado del pueblo y la autopista y sólo se podía llegar a él conduciendo tres kilómetros por una carretera sin asfaltar que daba al bosque.

La munición estaba almacenada en unos búnkeres externos que parecían colinas de tierra, todos de idéntico tamaño y alineados en perfectas filas. Cada uno tenía en uno de los lados una puerta sobre la cual un cartel indicaba el tipo de munición que contenía. Una valla de seguridad rodeaba todo el complejo.

Los camiones estaban aparcados entre las laderas. Las puertas de uno de ellos se abrieron y se formó una fila de soldados que se extendía hasta la cabina.

Tiró la colilla al asfalto, la pisó con la bota y echó un vistazo a la fila.

—Tengo que echar un polvo antes de marchar.

Se acercó al Humvee al que estaban asignados los tres reclutas y aporreó la cabina. Poco después, un recluta con la cara cubierta de acné, recién salido del instituto a juzgar por su aspecto, abrió la puerta y se asomó al exterior.

—Quiero ver a Skip, Partridge y Miccelli.

—Partridge y Miccelli están en el picadero, sargento —dijo mientras señalaba al camión—. Pero Skip está dormido.

El sargento metió la cabeza en el habitáculo.

—Skip, despierta y coge tus cosas —gritó antes de dirigirse hacia el camión.

Skip se levantó, parpadeando a medida que se despertaba, y le siguió.

—Búscame al soldado de primera Kramer y luego esperadme en mi vehículo —le ordenó Miller—. Se nos ha asignado a una misión de reconocimiento a veinticinco kilómetros de aquí. Yo voy a por Partridge y Miccelli y a echar un polvo rápido; en cuanto termine, nos largamos.

Se abrió paso a codazos a través de la fila y subió al camión.

Skip se asomó al interior del Humvee y buscó sus armas.

Cinco asignados a la misión: Miller, Kramer, Miccelli, Partridge y él.

Cinco alejados del resto de la unidad.

«La seguridad radica en el número», pensó. Y sonrió.

A todos los efectos, era como si ya estuviese muerto. Saberlo le proporcionó una fría sensación de placer.

Mató de un manotazo a un mosquito y se preguntó si estaría vivo o muerto, pero luego decidió que tampoco es que hubiese mucha diferencia.

Esperó un poco y se fue a buscar a Kramer.

Capítulo 10

Jim detuvo el coche, se estiró y pasó una mano por el cristal, dejando un rastro grasiento al contacto con su piel. Intentó recordar, sin éxito, cuándo se había duchado por última vez. La herida del hombro le palpitaba. El centro de la venda estaba negro por la sangre seca, y los bordes, llenos de pus seco. Haciendo acopio de fuerzas, abrió la puerta, salió del coche y empezó a caminar por la calle.

La escena era casi perfecta, siempre y cuando no se mirase con detenimiento: el sol brillaba en medio del cielo, bañando el barrio con su luz y calor. Las casas estaban alineadas en dos filas perfectas a ambos lados de la carretera, todas ellas idénticas salvo por el color de los postigos o las cortinas que colgaban ante las ventanas. Había coches y todoterrenos aparcados en la carretera y el arcén, y los patinetes y bicis de los niños estaban tirados en los patios.

Un solitario gnomo de jardín lo contempló al pasar.

La calle estaba viva.

Un perro jadeaba sentado en la acera. Jim pensó que movería la cola si pudiese, pero se la habían arrancado de cuajo y en su lugar había un agujero infestado de gusanos. Un gato abotargado se estiró en un alféizar cercano, observando al perro con el ojo que le quedaba. El bufido del felino sonó como una caldera de vapor.

El viento arrastraba el envoltorio de un polo por la calle como si jugase con él, y cada vez que describía un giro en su vuelo, Jim oía una risa infantil. El envoltorio acabó enredándose entre las ramas de un arbusto y la risa desapareció.

Había llovido la noche anterior y los gusanos se revolvían a ciegas por los charcos. Jim pisó uno de ellos y sus machacados restos siguieron moviéndose a medida que continuaba su camino.

Había olmos y robles alineados con la calle, formando una barrera entre el bordillo y la acera. Los pájaros se arrullaban en sus ramas y trinaban entre ellos, observando cada uno de sus movimientos. Habían perdido casi todas las plumas.

Los árboles se cernían sobre él estirando sus nudosos miembros, pero Jim tuvo la precaución de caminar por el centro de la carretera, donde no podían alcanzarle.

La calle estaba viva. Perros. Gatos. Gusanos. Pájaros. Árboles.

Todos muertos. Y todos vivos.

Se detuvo ante la casa.

Habían añadido un revestimiento de aluminio desde la última vez que había estado allí. Había sido una buena inversión. Seguramente lo habrían pagado con el dinero de la manutención de su hijo.

La hierba estaba verde y recién cortada, con los tallos meticulosamente apilados en pequeños montones. Unos soldados de plástico desperdigados montaban guardia en el porche. Las rosas florecían a ambos lados de la casa. Sus espinas goteaban sangre.

Jim comprobó su Walther P38 y se acercó a la puerta. Sentía los pies pesados, como si los tallos fuesen arenas movedizas tragándose sus botas. Podía notar cómo le palpitaban las sienes.

Al final de la calle, el perro profirió un aullido largo y mortecino.

Jim llamó a la puerta y fue Rick quien abrió.

El nuevo marido de su ex mujer era una visión truculenta. Llevaba un albornoz abierto manchado con fluidos corporales secos. Aquel pelo perfecto que Jim odiaba por su volumen y perfección casi había desaparecido por completo, y los pocos mechones que quedaban estaban lacios y desordenados. Su piel era gris y veteada. Un gusano hurgaba en la carne blanca de su mejilla mientras otro recorría el interior de su antebrazo. Le faltaba una oreja y de sus ojos caía un icor marrón amarillento.

—Jim, aquí no eres bienvenido.

Su repugnante aliento le dio de lleno en la cara. Jim se revolvió, asqueado, cuando uno de aquellos dientes podridos se desprendió y cayó sobre la alfombra.

—He venido a por Danny.

—Jim, ya sabes que no puedes visitarlo durante el curso escolar. Estás violando la orden judicial.

Jim lo apartó de un empujón. La piel era fría y húmeda y sus dedos se hundieron en el pecho de la criatura. Los sacó —goteaban— y llamó a su hijo.

—¡Danny! ¡Danny, papá ha llegado! ¡He venido a llevarte a casa!

—Danny no se encuentra en casa, señor Torrance —se burló Rick. Ladeó la cabeza—. ¿Sabes? Siempre he querido hacer esto.

Jim se dirigió corriendo hacia las escaleras, pero el zombi se puso delante de él. Unos dedos huesudos se ciñeron en torno a su muñeca y tiraron del brazo hacia el cavernoso orificio que había sido su boca. Jim se liberó del agarre con un movimiento brusco y los dientes de la criatura chasquearon al chocar.

—¿Dónde está mi hijo, coño?

—Está arriba, descansando. Hemos estado jugando al fútbol en el patio de atrás, como cualquier padre e hijo.

—¡Yo soy su padre, hijo de puta!

El zombi rió. El pálido extremo de un gusano asomó colgando por su nariz, e inhaló para devolverlo adentro.

—Pues menudo padre estás hecho —graznó—. ¡No estuviste aquí para salvarlo y ahora nos pertenece! ¡Es nuestro hijo!

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