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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (26 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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Aquello era Stacks Gate, nacido sobre la superficie de la tierra después de la guerra. Pero de hecho, aunque Connie no lo conocía, media milla más abajo del «hotel» estaba el viejo Stacks Gate, con una pequeña mina antigua y casas de viejo ladrillo negro, una capilla o dos, una tienda o dos y una taberna o dos.

Pero aquello ya no tenía importancia. Las enormes columnas de humo y vapor se elevaban de las nuevas instalaciones más arriba y aquello era ahora Stacks Gate: sin capillas, sin bares, sin tiendas siquiera. Sólo las grandes fábricas, que son la moderna Olimpia con templos dedicados a todos los dioses, y además las casas modernas y el hotel. En realidad el hotel no era más que un bar de mineros, a pesar de su aspecto de hotel de primera clase.

Había sido incluso después de la llegada de Connie a Wragby cuando aquel lugar nuevo se había levantado sobre la superficie de la tierra y las viviendas modernas se habían llenado de una canalla procedente de todas partes, para cazar furtivamente los conejos de Clifford, entre otras ocupaciones.

Desde el coche que avanzaba por la meseta, Connie veía desplegarse el paisaje del condado. ¡El condado! En tiempos había sido un condado orgulloso y señorial. Delante de ella, dominante y difusa en el horizonte, se veía la masa espléndida y enorme del palacio de Chadwick, con más espacio de ventanas que de muros, una de las más famosas casas isabelinas. Solitario y noble, dominando un gran parque, pero fuera de su tiempo, pasado de moda. Se mantenía aún, pero más como espectáculo que otra cosa. «Mirad la magnificencia de nuestros antepasados.»

Aquello era el pasado. El presente estaba abajo. Sólo Dios sabe dónde estará el futuro. El coche estaba ya enfilando la curva que desciende hacia Uthwaite entre pequeñas casas ennegrecidas de mineros. Y Uthwaite, en un día húmedo, exhibía un verdadero despliegue de penachos de humo y vapor en homenaje a quién sabe qué dioses. Uthwaite, en la hondonada del valle, cruzado por los hilos de acero del ferrocarril a Sheffield, con las minas de carbón y las acerías despidiendo humo y resplandores a través de largos tubos, y la patética y minúscula torre espiral de la iglesia amenazando ruina, pero atravesando aún la humareda, producía siempre un extraño efecto en Connie. Era un antiguo pueblo de mercado, centro de los valles. Uno de los albergues principales se llamaba «El Escudo de Chatterley». Allí, en Uthwaite, Wragby se llamaba Wragby, como si fuera un pueblo entero y no simplemente una casa; no era como para los forasteros: el palacio de Wragby, cerca de Tevershall. Era Wragby, el solar de un linaje.

Las casas de los mineros, teñidas de negro, se elevaban al mismo nivel sobre el pavimento, con esa intimidad y recogimiento de los hogares mineros con más de cien años. Bordeaban todo el camino. La carretera se había convertido en calle, y al ir bajando se olvidaba inmediatamente el paisaje abierto y ondulante donde los castillos y palacios seguían teniendo una presencia dominante, pero de fantasmas. Ahora se estaba escasamente por encima de la maraña de las desnudas redes ferroviarias, y las fundiciones y otras instalaciones fabriles se alzaban ante uno hasta llegar a verse sólo muros. Y el hierro crujía con un eco repetido y enorme; grandes camiones hacían temblar la tierra y se oía el pitido de las sirenas.

Y, sin embargo, una vez que se había llegado abajo, al corazón de los vericuetos retorcidos del pueblo, detrás de la iglesia, se volvía a estar en el mundo de dos siglos atrás, en el laberinto de calles donde estaba «El Escudo de Chatterley» y la vieja farmacia, calles que solían conducir al mundo salvaje y abierto de los castillos y de los nobles palacios de recreo.

Pero en la esquina un policía levantó el brazo mientras pasaban tres camiones cargados de hierro haciendo estremecerse a la antigua iglesia. Y hasta que no hubieron pasado los camiones no pudo saludar a su excelencia.

Así era. En la vieja parte burguesa de calles retorcidas se apilaban las ennegrecidas casas de los mineros bordeando la ruta. Inmediatamente después comenzaban las alineaciones más nuevas, de color más rosado y de casas algo más grandes rellenando el valle: eran las casas de los obreros más recientes. Pasada esta zona, en la amplia región de los castillos, el humo se mezclaba con el vapor y parche tras parche de ladrillo rojizo al desnudo descubrían las nuevas instalaciones mineras, a veces ocultas en las hondonadas, a veces indecorosamente feas en el contorno de las laderas. Y entre medias de todo ello los restos desperdigados de la antigua Inglaterra de las diligencias y las casas de campo, de la Inglaterra incluso de Robin de los Bosques, donde vagaban los mineros cuando no estaban trabajando, con el ánimo deprimido de los instintos deportivos sin objeto.

¡Inglaterra, mi Inglaterra! Pero ¿cuál es mi Inglaterra? Las suntuosas mansiones de Inglaterra son buen tema para la fotografía y crean la ilusión de una continuidad con lo isabelino. Los hermosos palacios antiguos siguen ahí desde los días de la reina Ana y Tom Dones. Pero el polvillo del carbón cae y ennegrece el enlucido grisáceo que hace mucho dejó de ser de un amarillo dorado. Y uno tras otro, como los majestuosos castillos, han ido quedando abandonados. Ahora se están demoliendo. En cuanto a los cottages de Inglaterra —ahí están—, grandes emplastos de casas de ladrillo en el campo desolado.

Ahora se destruyen los majestuosos palacios y las mansiones georgianas desaparecen también. Fritchley, un antiguo y perfecto ejemplo de arquitectura georgiana, estaba siendo demolido cuando Connie pasó con el coche. Se mantenía en perfecto estado: los Weatherley habían vivido lujosamente allí hasta la guerra. Pero ahora era demasiado grande, demasiado caro y la zona demasiado desagradable. La nobleza huía hacia lugares más placenteros donde poder gastar el dinero sin verse obligados a ver cómo se ganaba.

Esta es la historia. Una Inglaterra eliminando a la otra. Las minas habían llevado la riqueza a los palacios. Ahora estaban acabando con ellos como antes habían acabado con las casas de campo. La Inglaterra industrial acaba con la Inglaterra agrícola. Un significado elimina al otro. La nueva Inglaterra acaba con la vieja Inglaterra. Y la continuidad no es orgánica, sino mecánica.

Perteneciendo Connie a las clases altas, se había aferrado a los restos de la vieja Inglaterra. Le había costado años darse cuenta de que estaba siendo anulada por aquella terrible Inglaterra nueva e implacable y que el proceso de destrucción continuaría hasta ser completo. Fritchley había desaparecido, Eastwood había desaparecido, Shipley estaba desapareciendo: el adorado Shipley del caballero Winter.

Connie paró un momento en Shipley. Las puertas del parque, en la parte trasera, se abrían al lado del paso a nivel del tren de la mina; la mina misma estaba nada más pasar los árboles. Las puertas estaban abiertas porque el parque estaba sometido a un derecho de paso que utilizaban los mineros. Se les veía pasear por el parque.

El coche pasó los estanques ornamentales, donde los mineros tiraban sus periódicos, y enfiló el camino privado hacia la casa. Se erguía solitario, a un lado, un agradable edificio de estuco de mediados del siglo XVIII. Tenía un hermoso paseo de tejos que en tiempos había bordeado el camino hacia una casa más antigua, y el palacio se desplegaba serenamente, como si hiciera alegres guiños con sus ventanas georgianas. Detrás había unos jardines realmente hermosos.

A Connie el interior le gustaba mucho más que Wragby. Era más ligero, más vivo, más estilizado y elegante. Las habitaciones estaban revestidas de marquetería pintada en crema, los techos retocados en oro y todo se mantenía con un orden exquisito; los detalles eran perfectos, sin preocupación por el gasto. Incluso los pasillos conseguían ser amplios y agradables, suavemente curvados y llenos de vida.

Pero Leslie Winter estaba solo. Había sentido adoración por su casa. Y el parque estaba bordeado por tres de sus propias minas. Había sido un hombre de ideas generosas. Casi le había alegrado conceder el acceso de los mineros al parque. ¿No le habían hecho ellos rico? Así, cuando veía aquellas bandas de desarrapados vagando en torno a sus estanques ornamentales no en la parte privada del parque, no, hasta ahí no llegaba su generosidad— había dicho:

—Quizás los mineros no sean tan decorativos como los ciervos, pero son mucho más productivos.

Pero aquello era en la dorada —monetariamente— última mitad del reinado de la reina Victoria. Los mineros eran entonces «buenos trabajadores».

Winter había pronunciado aquel discurso, casi disculpándose, ante su invitado el príncipe de Gales. Y el príncipe había contestado en su inglés un tanto gutural:

—Tiene usted mucha razón. Si hubiera carbón debajo de Sandringham, abriría una mina en el césped y me parecería paisajismo de la mejor calidad. Oh, a ese precio estoy más que dispuesto a cambiar los corzos por mineros. Además me han dicho que sus hombres son buenos.

Pero por aquel entonces el príncipe tenía una idea quizás exagerada de las bellezas del dinero y de las bienaventuranzas de la industrialización.

Sin embargo, el príncipe había llegado a rey, y el rey había muerto, y ahora había otro rey cuya función principal parecía ser la de inaugurar comedores sociales.

Y los buenos trabajadores estaban de alguna forma sitiando a Shipley. Los nuevos asentamientos de los mineros se apiñaban en el parque, y para el caballero aquélla era en cierto modo una población extraña. Solía sentirse, de manera amable pero ampulosa, señor de sus tierras y sus mineros. Ahora, con el sutil avance de la nueva mentalidad, se había visto desplazado de alguna manera. Era él quien se había convertido en un extraño. Sin posibilidad alguna de error. Las minas, la industria, tenían una voluntad propia y aquella voluntad era opuesta al aristócrata-propietario. Todos los mineros formaban parte de aquella voluntad y era difícil levantarse en contra de ella. Acababa por barrerle a uno del sitio o de la vida sin remisión.

El caballero Winter, soldado al fin, lo había resistido. Pero ya no le gustaba pasear por el parque después de cenar. Se ocultaba casi en el interior. Una vez había ido, sin sombrero, con zapatos de charol y calcetines de seda púrpura, acompañando a Connie hasta la verja, hablando con ella con su elegante tartamudeo afectado. Pero cuando hubo que pasar entre los pequeños grupos de mineros, quietos, mirando, sin saludar ni hacer nada, Connie se dio cuenta de que aquel anciano esbelto y educado se replegaba en sí como hace el elegante macho del antílope en la jaula ante la mirada vulgar. Los mineros no sentían una hostilidad personal: en absoluto. Pero su espíritu era frío y lo mostraban a las claras. Y muy en el fondo había un profundo resentimiento. «Trabajaban para él.» Y en su mundo de fealdad se rebelaban contra su existencia elegante, bien educada y bien alimentada. «¿Y él quién es?» Esa era la diferencia que rechazaban con resentimiento.

En algún lugar secreto de su corazón inglés, con un gran poso de militar aún, él creía que tenían derecho a considerar aquella diferencia con resentimiento. Él mismo se sentía en parte injusto por disfrutar de todas las ventajas. Pero con todo y con eso, él representaba un sistema y no iba a dejarse vencer.

A no ser por la muerte. Que vino sobre él de manera repentina poco después de la visita de Connie. En su testamento se acordó generosamente de Clifford.

Los herederos dieron inmediatamente la orden para la demolición de Shipley. Costaba demasiado mantenerlo. Nadie quería vivir allí. Así que se tiró abajo. La avenida de tejos fue talada. Se cortó la madera del parque y se dividió el terreno en parcelas: estaba lo suficientemente cerca de Uthwaite. En el extraño desierto baldío de aquella tierra de nadie, una más, se elevaron nuevas callecitas de casas adosadas, todo muy apetecible. ¡La Urbanización Palacio de Shipley!

Todo había sucedido en el período de un año, desde la última visita de Connie. Allí estaba la Urbanización Palacio de Shipley, una hilera de «villas» adosadas con sus calles de nuevo trazado. Nadie hubiera sospechado que el palacio había estado allí sólo doce meses antes.

Pero ésta no es más que una etapa posterior del paisajismo a lo rey Eduardo, ese tipo de paisajismo con una mina en el césped.

Una Inglaterra acaba con la otra. La Inglaterra de los caballeros Winter y de los palacios de Wragby había desaparecido, estaba muerta. Pero la eliminación no era completa todavía.

¿Qué vendría después? Connie no era capaz de imaginarlo. Sólo podía ver las nuevas calles de casas de ladrillo comiendo terreno al campo, las nuevas torres en las minas, las nuevas chicas con sus medias de seda, los nuevos jóvenes mineros apilándose en el Palacio del Baile o en el Casino Minero. La nueva generación había perdido hasta el recuerdo de la vieja Inglaterra. Había una fisura en la continuidad de la conciencia, algo casi americano: pero en realidad de raíz puramente industrial. ¿Qué sería lo siguiente?

Connie presentía que no habría continuación. En consecuencia, quería esconder su cabeza en la arena, o por lo menos en el regazo de un hombre vivo.

¡El mundo era tan complicado, tan siniestro y macabro! La gente vulgar era tanta y realmente tan horrible. Eso es lo que le parecía mientras se dirigía hacia casa y veía a los mineros alejándose lentamente de los pozos, de un gris negruzco, distorsionados, un hombro más alto que el otro, arrastrando sus pesados zuecos con herraduras. Caras de un gris subterráneo, ojos desmesuradamente blancos, cuellos doblados por el techo de la mina, hombros deformados. ¡Hombres! ¡Hombres! Y en cierta forma hombres buenos y sufridos. Pero por otra parte inexistentes. Algo que los hombres deben tener había sido extirpado en ellos. Y a pesar de todo eran hombres. Tenían hijos. Una podía tener un hijo de ellos. ¡Terrible, terrible pensamiento! Eran buenos y amables. Pero eran sólo la mitad, sólo la mitad más gris del ser humano. Hasta ahora seguían siendo «buenos». Pero incluso aquello era sólo la bondad de su incompletez. ¡Supongamos que la parte muerta en ellos se levantara alguna vez! Pero no, era demasiado horrible pensarlo. Connie tenía un miedo total a las masas obreras. Le parecían tan siniestras. Una vida desprovista de toda belleza, sin intuición, siempre «en el pozo».

¡Niños de hombres como aquellos! ¡Oh Dios! ¡Oh Dios!

Y sin embargo Mellors venía de un padre así. No del todo. Cuarenta años habían producido una diferencia, una tremenda diferencia en la humanidad. El hierro y el carbón habían carcomido profundamente los cuerpos y las almas de los hombres.

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