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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (11 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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Intuía que tendría que ser un extranjero: no un inglés, y mucho menos un irlandés. Un extranjero de verdad.

¡Pero espera! ¡Espera! Al invierno siguiente conseguiría llevar a Clifford a Londres, y al siguiente lo llevaría al extranjero, al sur de Francia, a Italia. ¡Espera! No tenía prisa con el niño. Aquél era asunto suyo, privado, el único en que, a su manera femenina y retorcida, era seria hasta lo más profundo. ¡No iba a arriesgarse con el primero que llegara; ella no! Podía una embarcarse con un amante casi en cualquier momento, pero un hombre que iba a hacerte un hijo… ¡Espera! ¡Espera! Eso es harina de otro costal. «Ve a las calles y callejones de Jerusalén…» No era cuestión de amor; era cuestión de un hombre. Ni siquiera importaba que fuera un hombre a quien casi se odiara personalmente. Y aun así, si aquél era el hombre, ¿qué importaba el odio personal? Era un asunto concerniente a otro departamento de una misma.

Había llovido como de costumbre y los caminos estaban demasiado empapados para la silla de Clifford, pero Connie iba a salir. Ahora salía sola todos los días, casi siempre al bosque, donde estaba realmente sola. Donde no veía a nadie.

Aquel día, sin embargo, Clifford quería enviar un aviso al guarda, y como el mozo estaba en cama con gripe —siempre tenía alguien que tener gripe en Wragby—, Connie dijo que ella pasaría por la casa del guarda.

El aire estaba blando y muerto, como si el mundo fuera agonizando lentamente. Gris, pegajoso y mudo, libre incluso del traqueteo de la mina; los pozos estaban haciendo jornadas reducidas, y aquel día habían parado por completo. ¡El fin del mundo!

En el bosque todo estaba inerte e inmóvil, sólo gruesas gotas cayendo de los troncos desnudos en un vacío chapoteo. El resto, en mezcla con los viejos árboles, era capa tras capa de gris, inercia sin remedio, silencio, nada.

Connie andaba sin ganas. Del viejo bosque emanaba una antigua melancolía, algo sedante, mejor que la dura insensibilidad del mundo exterior. Le gustaba el interiorismo de lo que quedaba del bosque, la muda reticencia de los viejos árboles. Parecían las potencias del silencio, y aun así, era una presencia vital. También ellos esperaban: obstinadamente, estoicamente, esperando y efluyendo la fuerza del silencio. Quizás esperaban sólo el final; que los cortaran, se los llevaran; el fin del bosque, para ellos el fin de todas las cosas. Pero quizás su silencio fuerte y aristocrático, el silencio de los árboles llenos de fuerza, significaba algo diferente.

Cuando salió del bosque por el lado norte, la casa del guarda, una casita oscura de piedra parda, techo inclinado y elegante chimenea, parecía deshabitada de tan silenciosa y solitaria. Pero un hilo de humo salía del hogar y el pequeño jardín vallado del frente estaba cultivado y muy limpio. La puerta estaba cerrada.

Ahora que estaba allí la invadía la timidez ante la presencia del hombre con sus ojos curiosos y penetrantes. No le gustaba ir a transmitirle órdenes y tuvo ganas de volverse. Llamó suavemente; no abrió nadie. Volvió a llamar, pero todavía con suavidad. No hubo respuesta. Fisgó por la ventana y vio la pequeña habitación en penumbra, con su intimidad casi siniestra, rechazando la invasión.

Se detuvo y escuchó; le pareció percibir ruidos en la parte trasera. Tras el fracaso para hacerse oír se sintió picada en el amor propio, dispuesta a no dejarse vencer.

Dio la vuelta a la casa. En la parte trasera el terreno ascendía de repente y el corral de atrás quedaba hundido y rodeado por un muro bajo de piedra. Dio la vuelta a la esquina de la casa y se detuvo. En el reducido corral, dos pasos más allá, el hombre se estaba lavando, ajeno a todo. Estaba desnudo hasta la cintura, con el pantalón de pana colgando de sus esbeltas caderas. Su espalda blanca y delicada se inclinaba sobre una palangana de agua con jabón en la cual metía la cabeza, sacudiéndola luego con un movimiento vibrante, rápido y leve, levantando sus brazos pálidos y finos y sacándose el agua jabonosa de los oídos, rápido y sutil como un rapaz jugando en el agua y completamente solo. Connie retrocedió hacia la esquina de la casa y se precipitó hacia el bosque. A pesar de ella misma estaba conmovida. Después de todo no era más que un hombre lavándose: ¡la cosa más corriente del mundo, bien lo sabe Dios!

Sin embargo, de alguna extraña manera, había sido como una visión: un impacto de lleno. Veía aún los toscos pantalones colgando sobre las caderas blancas, puras y delicadas, los huesos algo salientes; y el sentido de soledad, de una criatura puramente sola, la agobiaba. La perfecta, blanca y solitaria desnudez de una criatura que vive sola, interiormente sola. Y, más allá, una cierta belleza de una criatura pura. No la materia de la belleza, ni siquiera el cuerpo de la belleza, sino un esplendor, el calor y llama viva de una vida individual que se manifestaba en contornos que una podía tocar: ¡un cuerpo!

Connie había recibido el impacto de la visión en el vientre, y lo sabía; estaba dentro de ella. Pero mentalmente tendía a ridiculizar la situación. ¡Un hombre lavándose en un corral! ¡Sin duda con un jabón de sebo maloliente! Estaba desconcertada; ¿por qué tenía que haberse entrometido en aquellas intimidades vulgares?

Se puso a caminar, alejándose de sí misma, pero tras un momento se sentó sobre un tocón. Estaba demasiado confusa para pensar. Pero en el torbellino de su confusión decidió que tenía que dar el aviso al hombre. No iba a fracasar. Le daría tiempo para que se vistiera, pero no tiempo suficiente para que se marchara. Probablemente se estaba preparando para ir a alguna parte.

Así que volvió lentamente, escuchando. Al llegar cerca de la casa todo tenía el mismo aspecto. Un perro ladró y ella llamó a la puerta. Le latía el corazón, a pesar de sí misma.

Oyó los pasos ligeros del hombre bajando la escalera. La puerta se abrió repentinamente y ella se asustó. Él parecía incómodo, pero enseguida le vino una sonrisa a la cara.

—¡Lady Chatterley! —dijo—. ¡Pase, por favor!

Su comportamiento era tan natural y agradable que ella pasó el umbral y entró en la pequeña habitación inhóspita.

—Sólo he venido a traerle un aviso de Sir Clifford —dijo ella con voz suave y un tanto jadeante.

El hombre la miraba con aquellos ojos azules y penetrantes que le hicieron volver ligeramente la cara hacia un lado. Él la encontraba bien, casi hermosa en su timidez, y se convirtió enseguida en dueño de la situación.

—¿Quiere sentarse? —preguntó, suponiendo que ella no querría. La puerta estaba abierta.

—¡No, gracias! Sir Clifford dice si podría usted…

Y le dio el recado mirándole inconscientemente a los ojos de nuevo. Ojos que tenían ahora una expresión cálida y amable, especialmente para una mujer; maravillosamente cálidos, amables y tranquilos.

—Muy bien, excelencia. Me ocuparé enseguida de hacerlo.

Al aceptar una orden, toda su persona sufrió un cambio; miraba ahora con una especie de dureza y alejamiento. Connie dudaba; tenía que irse. Pero miró en torno, el cuarto limpio, ordenado, un tanto vacío, con un cierto desánimo.

—¿Vive aquí completamente solo? —preguntó.

—Completamente solo, excelencia.

—Pero, ¿su madre…?

—Vive en su casa en el pueblo.

—¿Con la niña? —preguntó Connie.

—¡Con la niña!

Y su cara, corriente, un tanto gastada, pasó a tener una expresión indefinible de burla. Era una cara que cambiaba constantemente, incomprensible.

—No —dijo al ver que Connie estaba desconcertada—, mi madre viene los sábados y limpia esto; el resto me lo hago yo.

Connie volvió a mirarle. Sus ojos sonreían de nuevo, algo burlones, pero tiernos, azules y de alguna manera amables. Ella le miraba interrogante. Llevaba pantalones, camisa de franela y una corbata gris, el pelo suelto y húmedo, la cara un tanto pálida y fatigada. Cuando sus ojos dejaban de reír parecía como si hubieran sufrido mucho, pero sin perder su calor. Con todo, le rodeaba la palidez del aislamiento, ella no existía realmente para él.

Quería decir tantas cosas…, pero no dijo nada. Simplemente volvió a mirarle y añadió:

—Espero no haberle molestado.

La ligera sonrisa burlona estrechó sus ojos.

—Claro que no, sólo estaba peinándome. Siento haberme presentado sin chaqueta, pero no tenía idea de quién estaba llamando. Aquí no llama nadie y lo inesperado siempre intranquiliza.

Salió delante de ella por el sendero del jardín para abrirle la puerta de la valla. En camisa, sin su burda chaqueta de pana, ella se dio cuenta de nuevo de su esbeltez, era delgado y algo cargado de espaldas. Y, sin embargo, al pasar a su lado había algo brillante y juvenil en su pelo claro y en la viveza de sus ojos. Debía tener treinta y siete o treinta y ocho años.

Avanzó lentamente hacia el bosque, sabiendo que él la miraba; la sacaba de sí a pesar de sus esfuerzos por controlarse.

Y él, mientras volvía a la casa, iba pensando:

—¡Es maravillosa, es real! ¡Es más maravillosa de lo que ella se imagina!

Ella no dejaba de pensar en él; no parecía un guarda, o en cualquier caso no tenía nada de obrero; aunque tenía algo en común con la gente del pueblo. Pero al mismo tiempo era muy diferente.

—El guardabosque, Mellors, es un tipo curioso —le dijo a Clifford—; casi podría ser un caballero.

—¿Ah, sí? —dijo Clifford—. No me había dado cuenta.

—¿Pero no crees que tiene algo especial? —insistió Connie.

—Creo que es un buen hombre, pero sé muy poco de él. Dejó el ejército el año pasado, hace menos de un año. Vino de la India, creo yo. Puede que aprendiera alguna cosilla allí, quizás estuvo de asistente de algún oficial y eso le haya pulido un poco. Pasa con algunos de los muchachos. Pero no sirve de nada, tienen que volver a su sitio cuando vuelven a casa.

Connie miró a Clifford contemplativamente. Vio en él el rechazo intransigente y típico contra cualquiera de las clases bajas que tenga oportunidades reales de ascenso; ella sabía que aquélla era una característica de la gente de linaje.

—¿Pero no crees que hay algo especial en él? —preguntó ella.

—¡Francamente, no! Nada de lo que me haya dado cuenta.

La miró con curiosidad, incómodo, casi sospechando. Y ella presintió que le estaba ocultando la verdad; se estaba ocultando la verdad a sí mismo, eso era. Le disgustaba cualquier mención a un ser humano realmente excepcional. La gente tenía que estar más o menos a su nivel, o por debajo.

Connie advirtió de nuevo la estrechez y el miserabilismo de los hombres de su generación. ¡Estaban tan encorsetados, tan asustados de la vida!

CAPITULO 7

Cuando Connie subió a su dormitorio hizo lo que no había hecho en mucho tiempo: se quitó toda la ropa y se miró desnuda en el enorme espejo. No sabía qué miraba o qué buscaba con exactitud, pero, a pesar de todo, movió la lámpara hasta recibir la luz de lleno.

Y pensó, como había pensado tan a menudo, que el cuerpo humano desnudo es algo frágil, vulnerable y un tanto patético; ¡algo como inacabado, incompleto!

Se decía que había tenido una buena figura, pero ahora estaba fuera de moda: un poco demasiado femenina y no lo bastante como un adolescente. No era muy alta, más bien algo escocesa y baja, pero tenía una cierta gracia fluida y ligera que podría haber sido belleza. Su piel era ligeramente azafranada, sus miembros estaban provistos de una determinada tranquilidad, su cuerpo debería haber tenido una riqueza plena y móvil; pero le faltaba algo.

En lugar de madurar en sus firmes curvas descendentes, su cuerpo se iba aplanando y cobrando asperezas. Era como si no hubiera recibido bastante sol y calor; estaba grisáceo y falto de savia.

Desprovisto de su femineidad real, no había llegado a convertirse en un cuerpo de muchacho transparente y etéreo; en lugar de eso se había hecho opaco.

Sus pechos eran más bien pequeños y descendían en forma de pera. Pero no estaban maduros, con una cierta acidez y como colgando allí sin sentido. Y su vientre había perdido la tersura fresca y esférica que había tenido cuando era joven en los días de su amigo alemán, que la amaba de verdad físicamente. Entonces había sido joven y expectante, con una personalidad propia. Ahora su cuerpo se estaba destensando, haciendo plano, más delgado, pero con una delgadez floja. También sus muslos, que habían sido tan ágiles e inquietos en su redondez femenina, se estaban volviendo de alguna forma planos, desinflados, sin sentido.

Su cuerpo estaba perdiendo el sentido, apagándose y haciéndose opaco, un montón de materia insignificante. La hacía sentirse inmensamente deprimida y desesperada. ¿Qué esperanza le quedaba? Era vieja, vieja a los veintisiete años, sin brillo ni reflejos en la carne. Vieja por culpa del descuido y la renunciación, sí, renunciación. Las mujeres elegantes mantenían sus cuerpos brillantes como una porcelana delicada gracias a los cuidados externos. Dentro de la porcelana no había nada; pero ella no tenía siquiera ese brillo exterior. ¡La vida intelectual! De repente sintió una rabia furiosa contra aquella estafa.

Se miró en el otro espejo que reflejaba su espalda, su cintura, el lomo. Estaba adelgazando, pero a ella no le sentaba bien. El pliegue de la cintura en la espalda, cuando se volvió a mirar, parecía fatigado; en otros tiempos había irradiado tal alegría… Y la larga caída de sus caderas y de sus nalgas había perdido el resplandor y el sentido de la riqueza. ¡Desaparecido! Sólo el joven alemán había amado aquel cuerpo y hacía casi diez años que estaba muerto. ¡Cómo pasaba el tiempo! Diez años muerto y ella tenía sólo veintisiete años. ¡Aquel muchacho con su sensualidad inexperta y fresca que ella había despreciado tanto! ¿Dónde encontrar algo así ahora? Era algo que los hombres habían perdido. Tenían sus espasmos patéticos de dos segundos, como Michaelis, pero no esa sensualidad humana saludable que da calor a la sangre y refresca a todo el ser.

Con todo ello pensaba que su parte más hermosa era la amplia y ondulante caída de las caderas desde el nacimiento de la espalda y la apacibilidad redonda y reposada de las nalgas. Como colinas de arena, dicen los árabes, suaves y en lento declive descendente. Allí había aún una vida latente a la espera. Pero también allí había adelgazado e iba perdiendo la madurez, agriándose.

La parte delantera de su cuerpo la desesperaba. Estaba empezando ya a plegarse, con una delgadez un tanto arrugada, casi marchita, envejeciendo antes de haber empezado realmente a vivir. Pensó en el niño que alguna vez podría tener. ¿Era capaz de tenerlo?

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