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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (10 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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En uno de sus días malos salió de paseo hacia el bosque, pensativa, sin rumbo, sin darse cuenta siquiera de dónde estaba. El ruido de una escopeta no lejos de allí la asustó y la enfureció.

Luego, al avanzar, oyó voces y se detuvo. ¡Gente! ¡No quería saber nada de nadie! Pero su fino oído oyó otra cosa y se puso en guardia; era un niño sollozando. Inmediatamente se puso a escuchar con atención; alguien estaba maltratando a un niño.

Con paso ligero continuó por el camino húmedo, más encolerizada aún. Se sentía dispuesta a desencadenar una escena.

Tras una revuelta vio dos figuras en el camino algo más allá: el guardabosque y una niña, con un abrigo rojo y una capucha de hule, llorando.

—¡Eh, cierra la boca, desgraciada de mierda! —se oyó la voz enfurecida del hombre y la niña empezó a llorar más fuerte.

Constance se acercó con los ojos en ascuas. El hombre se volvió y la miró, saludando fríamente, pero estaba pálido de ira.

—¿Qué pasa? ¿Por qué llora? —preguntó Constance, exigente y exhausta.

Una imperceptible sonrisa retorcida se dibujó en la cara del hombre.

—A ver qué dice ella —contestó groseramente en vulgar dialecto.

Connie sintió como si la hubiera abofeteado y cambió de color. Luego se armó de valor y le miró con unos ojos azules de expresión perdida.

—Le he preguntado a usted —dijo jadeante.

Él hizo una extraña inclinación, quitándose el sombrero.

—Sí, excelencia —dijo él; luego, volviendo al dialecto—: pero no puedo decírselo.

Y volvió a ser un soldado inescrutable, aunque pálido de ira.

Connie se volvió hacia la niña, una criatura colorada y morena de nueve o diez años.

—¿Qué pasa, cariño? ¡Dime por qué lloras! —dijo con la dulzura convencional necesaria al caso.

Más lloros intencionados. Más dulzura aún por parte de Connie.

—¡Vamos, vamos, no llores! ¡Dime qué te han hecho!…

Una intensa dulzura en el tono. Al mismo tiempo buscó en el bolso de su chaqueta de punto y por suerte encontró seis peniques.

—¡Deja de llorar! —dijo, inclinándose ante la niña—. ¡Mira, para ti!

Gemidos, sonarse de nariz, un puño retirado de una cara llorosa y un ojo oscuro y alerta que se fija un segundo en los seis peniques. Luego más gimoteo, pero atenuado.

—¡Dime qué pasa, dímelo! —dijo Connie, poniendo la moneda en la mano regordeta de la niña, que se cerró sobre ella.

—¡Es el… es el… gato! Estremecimientos de un llanto que cesa.

—¿Qué gato, bonita?

Tras un silencio, el tímido puño, apretando los seis peniques, apuntó hacia el matorral de moras.

—¡Allí!

Connie miró, y allí, desde luego, había un gran gato negro desagradablemente rígido y con algo de sangre.

—¡Oh! —dijo asqueada.

—Un cazador furtivo, excelencia —dijo el hombre irónicamente.

Ella le miró enfadada.

—No me extraña que llorara la niña si lo mató delante de ella. ¡No me extraña que llorara!

Él miró a Connie a los ojos, lacónico, despreciativo, sin ocultar lo que sentía. Y de nuevo Connie enrojeció; se daba cuenta de que había hecho una escena; el hombre no la respetaba.

—¿Cómo te llamas? —dijo amablemente a la niña—. ¿No vas a decirme cómo te llamas?

Sonar de narices; luego, muy cursi y con una voz de gorjeo:

—¡Connie Mellors!

—¡Connie Mellors! ¡Qué nombre tan bonito! ¿Y has venido con tu papá y él mató un minino? ¡Pero era un minino muy malo!

La niña la miró estudiándola con ojos oscuros y atrevidos, calibrándola a ella y a su condolencia.

—Yo quería quedarme con mi abuelita —dijo la niña.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está tu abuelita?

La niña levantó un brazo señalando camino abajo.

—En la casa.

—¡En la casa! ¿Y quieres volver con ella? Temblores y estremecimientos repentinos con el recuerdo del llanto.

—¡Sí!

—Vamos. ¿Quieres que te lleve yo? ¿Quieres que te lleve con tu abuelita? Así tu papá podrá hacer lo que tiene que hacer.

Se volvió hacia el hombre.

—¿Es su hijita, no?

Él saludó militarmente e hizo un pequeño movimiento afirmativo con la cabeza.

—Me imagino que puedo llevarla a casa.

—Si su excelencia lo desea.

Volvió a mirarla a los ojos con aquella mirada calma, apreciativa y distante. Un hombre solitario, dueño de sí mismo.

—Cariño, ¿quieres ir conmigo a casa, con tu abuelita?

La niña volvió a trinar.

—¡Sí! —sonrió cursi.

A Connie no le gustaba aquella niñita mimada y falsa. A pesar de todo le limpió la cara y la cogió de la mano. El guardabosque saludó en silencio.

—¡Buenos días! —dijo Connie despidiéndose.

Había casi una milla hasta la casa, y la Connie mayor estaba harta de la Connie pequeña cuando llegaron a la vista de la pintoresca casita del guardabosque. La niña sabía ya más trucos y tenía la misma seguridad en sí misma que un mono.

La puerta de la casa estaba abierta y dentro se oía un ruido. Connie dudó, la niña le soltó la mano y entró corriendo.

—¡Tata, tata!

—¿Cómo es que ya has vuelto?

Era un sábado por la mañana; la abuela había estado dando de negro a la estufa. Salió a la puerta con un delantal de tela basta, una brocha y un tiznón negro en la nariz. Era una mujer pequeña y un tanto seca.

—¡Pero bueno! —dijo, pasándose precipitadamente el brazo por la cara al ver a Connie ante la puerta.

—¡Buenos días! —dijo Connie—. Estaba llorando, así que la traje a casa.

La abuela echó una rápida mirada a la niña:

—¿Y dónde está papá?

La niña se pegó a las faldas de la abuela con una sonrisa mimosa.

—Estaba allí —dijo Connie—, pero tuvo que matar a un gato furtivo y la niña se asustó.

—¡Oh, no tenía que haberse molestado, Lady Chatterley, no hacía falta! Ha sido usted muy amable, pero no debería haberse molestado. ¡A cualquiera que se le cuente!

La vieja se volvió hacia la niña:

—¡Lady Chatterley tomándose todas estas molestias por ti! ¡No debería haberse molestado la señora!

—No ha sido molestia, un simple paseo —dijo Connie sonriendo.

—¡Ha sido muy amable por su parte, hay que decirlo! ¡Así que estaba llorando! Ya sabía yo que iba a pasar algo. Él le da miedo, eso es lo que pasa. Casi parece un extraño para ella, un extraño, y no creo que lleguen a entenderse fácilmente. Él es muy raro.

Connie no sabía qué decir.

—Mira, tata —rió bobaliconamente la niña.

La vieja vio los seis peniques en la mano de su nieta.

—¡Seis peniques y todo! Oh, señora, señora, no debería… ¿Has visto qué buena es Lady Chatterley contigo? ¡Has sido una chica de suerte esta mañana!

Había pronunciado el nombre como todo el mundo: Chat´ley. «¿Has visto qué buena es Lady Chat´ley contigo?» Connie no pudo evitar echar otro vistazo a la nariz de la vieja y ésta volvió a limpiarse distraídamente la cara con la muñeca, pero sin acertar con el tizne.

Connie empezó a retirarse…

Bueno, muchísimas gracias, Lady Chat´ley; claro, dile gracias a la señora —esto último a la niña.

—Gracias —trinó la niña.

—¡Es un encanto! —sonrió Connie.

Y comenzó a alejarse diciendo «Buenos días», muy aliviada por librarse de aquella compañía. Curioso, pensó, que aquel hombre delgado y orgulloso tuviera una madre pequeña y vivaracha como aquella mujer.

Y la vieja, en cuanto Connie desapareció, fue corriendo al trozo de espejo de la cocina y se miró la cara. Al verse pegó una patadita impaciente en el suelo.

—¡Naturalmente! ¡Tenía que pillarme con el peor mandil y la cara sucia! ¿Qué pensará ahora de mí?

Connie volvió lentamente a Wragby, a casa. ¡A casa!… Usar una palabra tan cálida para un cubil enorme y desierto como aquél. Claro que era una palabra pasada de moda. De alguna forma ya no tenía valor. Las grandes palabras, le parecía a Connie, habían perdido valor para su generación: amor, alegría, felicidad, casa, madre, padre, esposo, todas aquellas palabras grandes y dinámicas habían medio muerto y agonizaban de día en día. Casa era un sitio donde se vivía, amor era una cosa sobre la que no había que hacerse ilusiones, alegría era una palabra que se aplicaba a un buen charlestón, felicidad era una expresión de hipocresía utilizada para engañar a otros, un padre era un individuo que disfrutaba de su propia existencia, un marido era un hombre con el que se vivía y al que se mantenía de buen humor. En cuanto al sexo, la última de las grandes palabras, era una ensalada de expresión utilizada para una sensación que te daba ánimos un momento y luego te dejaba más hecha cisco que nunca. ¡Gastado! Era como si el paño de que uno está hecho fuera del más barato y se fuera deshilachando hasta desaparecer.

Todo lo que de verdad quedaba era un estoicismo entestado: y en ello residía un cierto placer. La experiencia misma de la nada de la vida, fase tras fase,
étape
tras
étape
, contenía una cierta satisfacción amarga. ¡Así es la vida! Ese era siempre el resumen final: hogar, amor, matrimonio, Michaelis: ¡Así es la vida! Y cuando uno muriera, la despedida de la vida sería: ¡Así es la vida!

¿Dinero? Quizás de esto no podía decirse lo mismo. Dinero se necesita siempre. Dinero, éxito, la diosa bastarda, como insistía en llamarla Tommy Dukes imitando a Henry James, era una necesidad permanente. No podía gastarse la última perra y decir luego: ¡Así es la vida! No, si le quedaran a uno diez minutos más de vida harían falta unas perras más para una cosa u otra. Simplemente para que el asunto siguiera funcionando mecánicamente hacía falta dinero. Había que tenerlo. Hay que tener dinero. Realmente no hace falta ninguna otra cosa. ¡Así es la vida!

Claro que, desde luego, no es culpa de uno estar vivo. Pero una vez vivo, el dinero es una necesidad, y es la única necesidad absoluta. De todo el resto puede prescindirse en caso necesario. Pero no del dinero. Subrayado: ¡así es la vida!

Pensó en Michaelis y en el dinero que podría haber tenido con él; ni siquiera eso quería. Prefería la cantidad menor que ayudaba a ganar a Clifford con sus escritos. Y realmente le ayudaba a ganarlo. «Clifford y yo juntos hacemos mil doscientas libras al año escribiendo»; así lo llamaba ella: ¡Hacer dinero! ¡Hacerlo! De la nada. ¡Sacándolo del aire! ¡La última hazaña de la que podía uno enorgullecerse. Por lo demás, aquí me las den todas.

Así siguió cansinamente hacia Clifford, a unir de nuevo sus fuerzas a las suyas, a sacar otra historia de la nada: y una historia significaba dinero. Clifford parecía preocuparse mucho de si se consideraba a sus historias literatura de primera o no. En sentido estricto, a ella no le importaba si lo era o no. ¡No tiene nada dentro!, decía su padre. ¡Mil doscientas libras el año pasado! era la respuesta simple y definitiva.

Si uno era joven, apretaba los dientes, mordía y aguantaba hasta que el dinero empezaba a llegar de algún lugar invisible; era una cuestión de fuerza. Era cuestión de voluntad; una sutil, sutil y potente emanación de la voluntad que salía de uno mismo y volvía a uno con la misteriosa nada del dinero; una palabra escrita en un pedazo de papel. Era una especie de magia y desde luego era un triunfo. ¡La diosa bastarda! ¡Bien, si había que prostituirse, mejor hacerlo a una diosa sin vergüenza! Uno podía siempre despreciarla incluso en el acto de prostituirse a ella, y eso era bueno.

Clifford, desde luego, tenía todavía muchos fetiches y tabús infantiles. Quería ser considerado como «realmente bueno», una solemne majadería. Lo realmente bueno era lo que se vendía. No valía de nada ser realmente bueno y tener que guardar lo escrito en el cajón. Parecía como si la mayoría de los escritores «realmente buenos» perdieran siempre el tren por los pelos. Después de todo, sólo se vive una vez, y si se pierde el tren, se queda uno en el andén con el resto de los fracasados.

Connie estaba pensando en pasar un invierno en Londres con Clifford, al invierno siguiente. Él y ella habían subido al tren con buen pie, así que bien podían subirse al techo del vagón una temporada para que se enterara todo el mundo.

Lo peor de todo era que Clifford tenía una tendencia a quedarse absorto, indiferente y a caer en rachas de una depresión indefinida. Era la herida de su mente manifestándose al exterior. Pero Connie tenía ganas de gritar. ¡Cielos, si llegaba a deteriorarse el mecanismo de la consciencia, qué podía hacer una! ¡Al demonio todo, una hacía lo que podía! ¿Es que nadie iba a echarle una mano?

A veces lloraba amargamente, pero incluso al llorar se decía a sí misma: ¡Loca estúpida, empapando pañuelos! ¡Como si eso te fuera a servir de algo!

Desde lo de Michaelis había decidido que no quería nada. Aquélla parecía la solución más simple a lo que de otra forma era insoluble. No deseaba nada más que lo que ya tenía; sólo que quería salir adelante con ello: Clifford, la literatura, Wragby, ser Lady Chatterley, el dinero y la fama, todo tal cual…, y quería seguir adelante con todo. ¡El amor, el sexo, todas esas cosas, eran simplemente polos de limón! Para chupar y olvidar. Si no se aferra uno a ello mentalmente, no es nada. ¡Especialmente el sexo…, nada! Se acostumbra uno a esta idea y problema resuelto. El sexo y un cocktail: los dos duraban casi el mismo tiempo, producían el mismo efecto y venían a ser lo mismo.

¡Pero un niño, un hijo! Aquélla seguía siendo una sensación válida. Estaba dispuesta a lanzarse con muchas precauciones a aquel experimento. Había que tener en cuenta al hombre, y, cosa curiosa, no había un hombre en el mundo de quien quisiera tener hijos. ¿Los hijos de Mick? ¡Una idea repulsiva! ¡Cómo tener un niño con un conejo! ¿Tommy Dukes?… Era agradable, pero de alguna manera no había forma de relacionarle con un niño, era otra generación. Terminaba en sí mismo. Y entre el resto de los no escasos conocidos de Clifford no había un hombre que no despertara su desprecio si pensaba en tener un niño de él. Había algunos que hubieran sido posibles como amantes, incluso Mick. ¡Pero dejar que te hicieran un hijo! ¡Uufff! Humillación y abominación.

¡Así era la vida!

Con eso y con todo, Connie tenía el niño atornillado en el cerebro. ¡Espera! ¡Espera! Pasaría generaciones de hombres por su criba para ver si podía encontrar uno válido. «Ve a las calles y callejones de Jerusalén y vé de encontrar a un hombre.» Había sido imposible dar con un hombre en el Jerusalén del profeta, aunque se encontraban miles de machos humanos. ¡Pero un hombre!
¡C'est une autre chose!

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