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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (9 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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Michaelis le escribió a Clifford sobre la obra. Ella ya lo sabía tiempo antes, desde luego. Y Clifford estaba emocionado. De nuevo iba a ser exhibido. Y esta vez lo iba a hacer otra persona, algo muy adulador. Invitó a Michaelis a ir a Wragby con el primer acto.

Michaelis fue: en verano, con un traje pálido y guantes de cabritilla blanca, con orquídeas malva para Connie, encantador; y el primer acto fue un gran éxito. Incluso Connie estaba encantada…, encantada hasta donde era capaz de estarlo todavía. Y Michaelis, encantado por su capacidad de encantar: era realmente maravilloso… y muy hermoso a los ojos de Connie. Veía en él aquella antigua inmovilidad de una raza a la que ya no se puede desilusionar, un ejemplo extremo, quizás, de una impureza que sigue conservándose pura. En el extremo de su suprema prostitución a la diosa del éxito parecía puro; puro como una máscara africana de marfil que sueña la impureza como pureza en sus curvas y superficies marfileñas.

Su momento de puro idilio con los dos Chatterley, en que lisa y llanamente entusiasmaba a Connie y a Clifford, fue uno de los instantes supremos de la vida de Michaelis. Había triunfado: se los había ganado por completo. Incluso Clifford estuvo temporalmente enamorado de él…, si es que puede decirse así.

De modo que a la mañana siguiente Mick se encontraba más a disgusto que nunca: inquieto, recomiéndose, con las manos nerviosas en los bolsos del pantalón. Connie no le había visitado por la noche…, y él no había sabido dónde encontrarla. ¡Coquetería…! en su momento de triunfo.

Subió a su cuarto de estar por la mañana. Ella sabía que él vendría. Y su inquietud era evidente. Le preguntó qué opinaba de su obra… ¿Le parecía buena? Tenía que oír alabanzas: aquello excitaba su pasión más allá que cualquier orgasmo sexual. Y ella la alabó con entusiasmo. Y, sin embargo, todo el tiempo, en el fondo de su alma, sabía que no era nada.

—¡Oyeme! —dijo al fin de repente—. ¿Por qué no ponemos las cosas en claro entre nosotros? ¿Por qué no nos casamos?

—¡Pero yo estoy casada! —dijo ella con asombro, pero sin sentir nada.

—¡Ah, eso…! Te concederá el divorcio sin problemas… ¿Por qué no nos casamos? Quiero casarme. Sé que sería lo mejor para mí…, casarme y llevar una vida ordenada. Llevo una vida asquerosa, destrozándome. Mira, estamos hechos el uno para el otro…, como la mano y el guante. ¿Por qué no nos casamos? ¿Hay algún motivo para que no lo hagamos?

Connie le miró desconcertada, y sin embargo no sentía nada. Los hombres eran todos iguales, olvidaban lo más importante. Estallaban por la cabeza como los cohetes y esperaban que una se dejara arrastrar hacia el cielo por sus varillas de junco.

—Pero ya estoy casada —dijo—. No puedo abandonar a Clifford, ya lo sabes.

—¿Por qué no? ¿Pero por qué no? —gritó él—. Ni siquiera se dará cuenta de que te hayas ido una vez que hayan pasado seis meses. Ignora la existencia de todo el mundo, excepto la suya misma. Ese hombre no puede darte nada ni le sirves para nada; está totalmente dedicado a sí mismo.

Connie sabía que era cierto lo que le estaba diciendo. Pero sabía también que Mick mismo no era un modelo de altruismo.

—¿Y no están todos los hombres dedicados a sí mismos? —preguntó ella.

—Oh, más o menos, lo reconozco. Un hombre tiene que hacer eso para abrirse camino. Pero no es ése el asunto. El asunto es hasta qué punto un hombre puede hacer feliz a una mujer. ¿Puede o no hacerla inmensamente feliz? Si no puede, no tiene derecho a la mujer…

Se detuvo y la miró con sus ojos avellanados, casi hipnóticamente.

—Pero yo creo —añadió— que puedo hacer a una mujer más feliz de lo que ella se imaginaría nunca. Creo que puedo garantizarlo.

—¿Y qué clase de felicidad? —preguntó Connie, mirándole todavía con una especie de asombro que parecía emoción, pero sin sentir nada en realidad.

—¡De todo tipo, leches, de todo tipo! Ropa, joyas hasta un cierto punto, cualquier club nocturno que te guste, conocer a quien te dé la gana, vivir al día…, viajar y ser alguien en cualquier parte… Coño, cualquier cosa.

Hablaba casi con las luminarias del triunfo, y Connie le miraba como si se sintiera deslumbrada, pero sin sentir nada en absoluto. No había siquiera un vago cosquilleo en la superficie de su mente como respuesta al maravilloso panorama que él le ofrecía. La más externa de sus superficies, que en cualquier otro momento se habría sentido halagada por la oferta, permanecía impasible. No despertaba en ella ningún sentimiento, no «encendía su mecha». Sólo seguía allí sentada poniendo cara de dejarse impresionar, pero sin experimentar sentimiento alguno, si se exceptúa que en algún lugar olía la peste desagradable de la diosa bastarda del éxito.

Mick estaba con los nervios en tensión, echado hacia adelante en la silla y mirándola casi histéricamente: es difícil decir si deseando por vanidad que ella dijera ¡sí! o asustado por el temor de oír ¡sí! como respuesta.

—Tendría que pensarlo —dijo ella—. No podría contestar ahora. Pudiera dar la impresión de que Clifford no me importa, pero me importa mucho. Hay que tener en cuenta que no es capaz de hacer nada solo…

—¿Y qué demonios importa todo eso? ¡Si vamos a ganarnos la vida con nuestras miserias, yo podría empezar a quejarme de mi soledad, de que nadie me ha hecho caso nunca, de mis «paso las noches en vela llorando por ti»! Qué pena, cuando alguien sólo tiene su invalidez como defensa…

Se volvió a un lado, agitando furiosamente las manos en los bolsos del pantalón. Al atardecer le dijo:

—Esta noche vas a venir a mi habitación, ¿no? Ni siquiera tengo idea de dónde está la tuya.

—¡De acuerdo! —dijo ella.

Aquella noche fue un amante más intranquilo con su frágil desnudez de niño. Connie no pudo llegar a su crisis antes de que él hubiera realmente alcanzado la suya. Y logró despertar en ella una cierta pasión llena de deseo con su suavidad y desnudez infantil; después que él hubo terminado tuvo que persistir ella en el salvaje tumulto y palpitación de sus lomos, mientras él se mantenía heroicamente erecto y presente en ella con toda su voluntad y desprendimiento hasta que Connie llegó a su crisis entre inconscientes grititos.

Cuando luego salió de ella dijo con una vocecita amarga, casi despreciativa:

—No podías terminar al mismo tiempo que un hombre, ¿no? ¡Tenías que terminar por tu cuenta! ¡Montar el número!

Aquella perorata, y en aquel momento, fue uno de los grandes desengaños de su vida. Porque, obviamente, aquella manera pasiva de entregarse era claramente la única forma de relación sexual que él podía dar.

—¿Qué quieres decir? —dijo ella.

—Ya sabes lo que quiero decir. Tú sigues horas y horas después de que yo haya terminado…, y yo tengo que aguantar apretando los dientes hasta que tú terminas gracias a tu baile.

Ella se quedó sin habla ante aquella brutalidad en el momento en que se sentía rebosante en una especie de placer indescriptible y sintiendo por él algo semejante al amor. Después de todo, como tantos hombres de hoy, él había terminado casi antes de empezar. Y aquello obligaba a la mujer a tomar la iniciativa.

—Pero no querrás que yo no siga, que no llegue a mi propia satisfacción —dijo ella.

Él apuntó una sonrisa siniestra:

—¡Claro que quiero! —dijo—. ¡Qué bien! ¡Quiero aguantar con los dientes apretados mientras tú me haces el favor de seguir!

—¿Pero quieres o no? —insistió ella.

Él eludió la pregunta.

—Todas las puñeteras mujeres son igual —dijo él—. O no acaban en absoluto, como si lo tuvieran muerto…, o se esperan hasta que el tío está satisfecho y empiezan a darse gusto ellas y el tío tiene que aguantar. Nunca he estado con una mujer que terminara al mismo tiempo que yo.

Connie escuchó sólo a medias aquella información masculina que para ella era una novedad. Estaba anonadada por su reacción contra ella…, su incomprensible brutalidad. Se sentía absolutamente inocente.

—Pero yo también tengo derecho a mi satisfacción, ¿no? —repitió ella.

—¡Muy bien! Yo no me opongo. Pero esperar y esperar a que una mujer se dispare no es ninguna diversión para un hombre…

Aquella declaración fue uno de los disgustos cruciales en la vida de Connie. Destruyó algo en su interior. Nunca le había entusiasmado Michaelis; hasta que él dio el primer paso, ella no le había buscado. Era como si nunca le hubiera deseado. Pero una vez que él la había excitado, le parecía natural llegar a su propia crisis con él. Casi le había amado por ello…; aquella noche había llegado casi a amarle y quería casarse con él.

Quizás él se había dado cuenta instintivamente y por eso había terminado con todo el montaje de un golpe; un castillo de naipes. Todos sus sentimientos sexuales hacia él, o hacia cualquier hombre, se derrumbaron aquella noche. Su vida se distanció de la de él tan por completo como si nunca hubiera existido.

Y volvió a la monotonía de los días. Ya no quedaba más que la noria vacía de lo que Clifford llamaba la integración de la vida, el largo vivir juntos de dos personas que están acostumbradas a pasar la vida una al lado de la otra en la misma casa.

¡El vacío! Aceptar la gran nada de la vida parecía ser el sentido único de vivir. ¡La multiplicidad de cositas activas e importantes que componen la suma total de la nada!

CAPITULO 6

—¿Por qué hoy día los hombres y las mujeres no se quieren realmente? —preguntó Connie a Tommy Dukes, que era más o menos su oráculo.

—¡Claro que se quieren! No creo que desde que se inventó la especie humana haya habido otro momento en que los hombres y las mujeres se quieran tanto como hoy. ¡Un cariño de verdad! Mírame a mí… A mí, te lo aseguro, me gustan las mujeres más que los hombres; son más valientes y se puede ser más sincero con ellas.

Connie estuvo pensándolo.

—¡Sí, pero nunca te acercas a ellas!

—¿Yo? ¿Y qué estoy haciendo ahora más que hablar con una mujer con toda la sinceridad de que soy capaz?

—Sí, hablar…

—¿Qué más podría hacer si fueras un hombre que hablarte con sinceridad?

—Quizás nada. Pero una mujer…

—Una mujer quiere que la quieras y que le hables y que al mismo tiempo la ames y la desees; pero a mí me parece que una cosa elimina la otra.

—¡Pero no debería ser así!

—Indudablemente el agua no debería ser tan húmeda como es; hasta exagera en la humedad. ¡Pero ahí está! A mí me gustan las mujeres y me gusta hablar con ellas, por eso ni las amo ni las deseo. No puede ser las dos cosas al mismo tiempo, para mí.

—Yo creo que debería ser.

—Muy bien. El hecho de que las cosas debieran ser diferentes de como son no es de mi departamento. Connie pensó en ello.

—No es cierto —dijo—. Los hombres pueden amar a las mujeres y hablar con ellas. No entiendo cómo pueden amarlas sin hablar, sin amistad y sin intimidad. ¿Cómo puede ser?

—Bueno —dijo él—. No lo sé. ¿De qué serviría que yo generalice? Sólo conozco mi propio caso. Me gustan las mujeres, pero no las deseo. Me gusta hablar con ellas; pero charlar con ellas, aunque me lleva a una intimidad en un sentido, me lleva al polo opuesto por lo que se refiere a estrecharlas en mis brazos. ¡Así que ya lo ves! Pero no me tomes como un ejemplo general; probablemente no soy más que un caso aparte: uno de los hombres que aprecian a las mujeres, pero no las aman e incluso llegan a odiarlas si les obligan a fingir amor o una apariencia de lío.

—¿Y eso no te entristece?

—¿Por qué iba a entristecerme? ¡En absoluto! Me basta fijarme en Charlie May y en los demás que andan metidos en apaños de faldas… ¡No, no les envidio lo más mínimo! Si el destino me enviara una mujer que me excitara, pues muy bien. Como no conozco a ninguna que me despierte el apetito y nunca veo una así…; claro que me imagino que soy frío, y eso que a algunas mujeres las quiero mucho.

—¿Te gusto yo?

—¡Muchísimo! Y ya ves, no por eso vamos a empezar a besarnos, ¿no crees?

—¡No, claro que no! —dijo Connie—. ¿Pero no debería ser de otra manera?

—¿Por qué, en nombre del Cielo? Yo quiero a Clifford, pero ¿qué dirías tú si fuera y le atizara un beso?

—¿No crees que hay una diferencia?

—Por lo que a nosotros respecta, ¿dónde está? Somos en primer lugar seres humanos con inteligencia y el asunto macho y hembra es algo secundario. Simplemente secundario. ¿Qué pensarías tú si yo me pusiera a actuar como los machos del continente en este momento, convirtiendo el sexo en un espectáculo?

—No me gustaría nada.

—¿Lo ves? Te lo aseguro; suponiendo que yo sea un objeto macho, y quién sabe, lo cierto es que nunca doy con la hembra de mi especie. Y no la echo de menos, simplemente me gustan las mujeres. ¿Quién va a forzarme a amarlas, o a fingir que las amo, a zambullirme en el juego del sexo?

—No, yo no. Pero ¿qué hay de malo en ello?

—Quizás a ti te diga algo, a mí no.

—Sí, presiento que hay algo que no funciona entre los hombres y las mujeres. Las mujeres han dejado de tener atractivo para los hombres.

—¿Y los hombres para las mujeres?

Ella consideró el otro lado de la cuestión.

—No mucho —dijo con sinceridad.

—Entonces dejemos las cosas como están y seamos sólo honrados y sencillos los unos con los otros, como deben ser los seres humanos. ¡A freír espárragos esa obligación artificial al sexo! ¡Me niego a aceptarla!

Connie se dio cuenta de que realmente tenía razón él. Y sin embargo aquello la dejaba perdida; perdida y desamparada. Se sentía como una rama a la deriva en un estanque abandonado. ¿Qué significaba ella, qué significaba nada?

Era su juventud lo que se rebelaba. Los hombres parecían tan viejos, tan fríos… Todo parecía viejo y frío. Y Michaelis se desentendía; no servía de ayuda. Los hombres no querían saber nada de una; realmente no les apetecían las mujeres; ni siquiera a Michaelis.

Y los groseros que fingían interesarse e iniciaban el juego del sexo eran los peores.

Lamentable, pero había que adaptarse a ello. Cierto, los hombres no tenían ningún atractivo real para una mujer: si una podía engañarse hasta el punto de llegar a creer que lo tenían, como había hecho ella con Michaelis, era sin duda lo mejor. Mientras tanto uno iba viviendo sin más. Comprendía perfectamente por qué la gente daba fiestas y bailaba jazz o charlestón hasta caerse muertos. Había que dar salida de una u otra manera a la juventud que se llevaba en el cuerpo o esa juventud acababa por devorarle a uno. ¡Pero qué cosa tan horrorosa la juventud! Uno se sentía tan viejo como Matusalén, y sin embargo aquello burbujeaba en alguna parte y le quitaba a uno la tranquilidad. ¡Una vida asquerosa! ¡Y sin perspectivas de arreglo! Casi deseaba haberse escapado con Mick y haber hecho de su vida un largo guateque, una perpetua noche de baile. En cualquier caso hubiera sido mejor que lamentarse hasta la tumba.

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