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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (31 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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Clifford detuvo la silla en lo alto de la pendiente y miró hacia abajo. Las campanillas inundaban de azul el camino e iluminaban cálidamente el sendero.

—Es un color muy bonito el natural, pero no puede utilizarse en un cuadro —dijo.

—Tienes razón —dijo Connie.

—No sé si arriesgarme a ir hasta el manantial —dijo Clifford.

—¿Crees que la silla será capaz de seguir subiendo? —preguntó ella.

—Lo intentaremos; el que no se arriesga no pasa la mar.

Y la silla comenzó a avanzar, lentamente, traqueteando por el amplio y hermoso camino cubierto de jacintos azules que lo invadían. ¡Oh última de las naves sobre los fondos de jacintos! ¡Oh barca sobre las últimas aguas salvajes en el último viaje de nuestra civilización! ¿A dónde, oh siniestro bajel de ruedas, te lleva tu lento bogar? Silencioso y complaciente iba Clifford sentado al timón de la aventura: con su viejo sombrero negro y su chaqueta de cheviot, inmóvil y precavido. ¡Oh capitán, mi capitán, el gran viaje ha terminado! ¡No, aún no! Colina abajo, siguiendo la estela, venía Constance con su vestido gris, observando el traqueteo de la silla cuesta abajo.

Pasaron el estrecho camino que llevaba a la choza. Afortunadamente no era bastante ancho para la silla de ruedas: apenas lo suficiente para una persona. La silla llegó al fondo de la pendiente y giró para desaparecer luego. Connie oyó un ligero silbido a sus espaldas. Miró ávidamente alrededor: el guarda bajaba la colina hacia ella seguido por su perra.

—¿Va Sir Clifford hacia mi casa? —preguntó mirándola a los ojos.

—No, sólo hasta el manantial.

—¡Ah! ¡Bien! Entonces no tiene que verme. Pero te veré esta noche. Te esperaré en la valla hacia las diez.

La volvió a mirar directamente a los ojos.

—Sí —articuló ella.

Oyeron el «¡Paa! ¡Paa!» de la bocina de Clifford llamando a Connie. Ella respondió con un «¡Uuuh!». La cara del guarda se arrugó con una pequeña mueca y con la mano acarició ligeramente su pecho de abajo arriba. Ella le miró asustada y comenzó a correr colina abajo volviendo a gritar «¡Uuh!» en dirección a Clifford. El hombre la observaba desde arriba y luego siguió su camino con una mueca imperceptible.

Descubrió a Clifford cuando ya ascendía lentamente hacia el manantial, que estaba a mitad de la pendiente del bosque de alerces. Él estaba ya allí cuando ella le alcanzó.

—No se ha portado mal —dijo, refiriéndose a la silla.

Connie contempló las grandes hojas grises de bardana que crecían con aspecto espectral al borde del bosque de alerces. La gente la llamaba ruibarbo de Robin de los Bosques. ¡Qué silencioso y sombrío parecía todo en torno al manantial! Y sin embargo el agua cantaba con una maravillosa alegría. Y había plantas de eufrasia y consuelda… Y allí, en la orilla, se movía la tierra amarilla. ¡Un topo! Salió a la superficie escarbando con sus patas rosadas y agitando su carita ciega con la punta rosa de la nariz hacia arriba.

—Parece como si viera con la punta de la nariz —dijo Connie.

—¡Mejor que tú con los ojos! —dijo él—. ¿Quieres agua?

—¿Y tú?

Cogió una jarrita esmaltada de una rama de un árbol y se agachó a llenarla. Él bebía a sorbos. Luego se agachó a llenarla de nuevo y bebió ella.

—¡Está helada! —dijo sin aliento.

—Muy buena, ¿no? ¿Has pensado en un deseo?

—¿Y tú?

—Yo sí, pero no lo digo.

Advirtió el picoteo de un pájaro carpintero y luego el viento suave y misterioso entre los alerces. Levantó la mirada. Nubes blancas atravesaban el azul.

—¡Nubes! —dijo.

—Sólo son corderos blancos —dijo él.

Una sombra cruzó el pequeño claro. El topo había salido al exterior sobre la tierra amarilla y suave.

—Qué animal tan desagradable, deberíamos matarlo —dijo Clifford.

—¡Mira! Es como un cura en un púlpito —dijo ella. Ella buscó algunos retoños de aspérula y se los llevó al animal.

—¡Como el heno recién cortado! —dijo él—. ¿No crees que tiene el tufillo de las damas románticas del siglo pasado, que después de todo tenían la cabeza sobre los hombros?

Ella observaba las nubes blancas.

—Me pregunto si irá a llover —dijo Connie.

—¡Lluvia! ¿Por qué? ¿Quieres que llueva?

Se pusieron en camino de vuelta. Clifford avanzaba cuidadosamente a empellones cuesta abajo. Llegaron a la oscura base de la hondonada, volvieron a la derecha y, tras unos cientos de yardas, comenzaron la subida de la larga ladera donde las campanillas se bañaban al sol.

—¡Adelante, muchacha! —dijo Clifford a su silla, poniendo el motor en marcha.

Era una subida pronunciada y llena de rebotes. La silla se afanaba lentamente, entre esfuerzos y con desgana. Aun así se iba abriendo camino de forma desigual hasta llegar a un lugar donde los jacintos la rodeaban por todas partes, y allí se plantó, hizo esfuerzos, salió a trancas y barrancas de entre las flores y se paró.

—Será mejor que toquemos la bocina para ver si aparece el guarda —dijo Connie—. Podría empujar un poco. O puedo empujar yo, de algo servirá.

—Vamos a dejarla descansar un poco —dijo Clifford—. ¿Puedes ponerle un calzo a la rueda?

Connie encontró una piedra y esperaron un poco. Poco después, Clifford volvió a poner el motor en marcha y la silla se puso en movimiento. Hacía esfuerzos y recaía como un ser enfermo, con un ruido muy raro.

—¡Voy a empujar! —dijo Connie, acercándose al respaldo.

—¡No! ¡No empujes! —dijo él enfadado—. ¿Para qué sirve esta puñetería si hay que empujarla? ¡Vuelve a poner la piedra!

Hicieron otra pausa y otro intento de ponerla en marcha más inútil que el anterior.

—Tienes que dejarme que empuje —dijo ella—. O toca la bocina para que venga el guarda.

—¡Espera!

Esperó; y él volvió a intentarlo sin que sirviera para nada.

—Toca la bocina si no quieres que empuje yo —dijo Connie.

—¡Leches! ¡Quédate tranquila un momento!

Se quedó tranquila un momento; él hizo todo lo posible para poner el motor en marcha.

—Sólo vas a conseguir estropearla del todo, Clifford —refunfuñó ella—, además de malgastar tus nervios.

—¡Si pudiera bajarme y echarle un vistazo a esta mierda! —dijo desesperado. Y empezó a tocar estridentemente la bocina—. Quizás Mellors sea capaz de encontrar la avería.

Esperaron entre las flores destrozadas, bajo un cielo que se iba cubriendo de nubes. En el silencio se empezó a oír el arrullo de una paloma torcaz. Clifford la hizo callar con un pitido de la bocina.

El guarda apareció de forma directa, avanzando interrogante desde la curva. Hizo un saludo militar.

—¿Entiende usted algo de motores? —preguntó Clifford abruptamente.

—Me temo que no. ¿Se ha estropeado?

—¡Eso parece! —gruñó Clifford.

El hombre se agachó solícito junto a la rueda y observó el motorcito.

—Siento no entender nada de estas cosas mecánicas, Sir Clifford —dijo con calma—. Si tiene bastante aceite y gasolina…

—Eche un vistazo con atención y mire si ve algo roto —dijo Clifford cortante.

El hombre dejó su escopeta contra un árbol, se quitó la chaqueta y la dejó al lado. La perra marrón hacía la guardia. Luego se acuclilló sobre los talones y miró bajo la silla metiendo el dedo entre las piezas del motor grasiento y fastidiado por las manchas de aceite que le caían sobre la camisa limpia de los domingos.

—No parece que haya nada roto —dijo.

Y se levantó echándose el sombrero hacia atrás y rascándose la frente, meditando en apariencia.

—¿Ha mirado las varillas de abajo? —preguntó Clifford—. Mire a ver si están bien.

El hombre se tumbó en tierra sobre el estómago, con la cabeza en alto, arrastrándose bajo el motor y tanteando con el dedo. Connie pensó que un hombre era una especie de cosa patética, débil e insignificante, tumbado así boca abajo sobre la faz de la tierra.

—Por lo que se ve no parece que le pase nada —dijo su voz sofocada.

—Supongo que no va a poder hacer usted nada —dijo Clifford.

—¡Parece que no! —y se arrastró hacia afuera y se quedó en cuclillas sobre los talones a la manera de los mineros—. Desde luego no hay nada que parezca roto.

Clifford puso en marcha el motor, luego le dio al acelerador. La máquina seguía inmóvil.

—Déle a fondo —aconsejó el guarda.

A Clifford no le gustó la intromisión, pero hizo zumbar al motor como un moscardón. La máquina tosió, gruñó y pareció empezar a funcionar.

—Parece como si ya quisiera —dijo Mellors.

Pero Clifford ya había metido la marcha; la silla pegó una leve sacudida enfermiza y avanzó un poquito, perdiendo impulso.

—La empujaré a ver si va —dijo el guarda colocándose detrás.

—¡Déjela! —gruñó Clifford—. Lo hará sola.

—¡Pero Clifford! —intervino Connie desde más arriba—, sabes que es demasiado para ese motor. ¿Por qué eres tan testarudo?

Clifford estaba ciego de ira, daba golpes en el manillar. La silla pegó una especie de brinco, avanzó algunas yardas más y se paró definitivamente entre un montón precioso de campanillas.

—¡Se acabó! —dijo el guarda—. Le falta fuerza.

—Ya ha subido otras veces hasta aquí —dijo Clifford fríamente.

—Esta vez no —dijo el guarda.

Clifford no contestó. Empezó a jugar con el motor, a hacerlo marchar rápido y lento, como si quisiera sacarle una melodía. El bosque repetía los ruidos en un extraño eco. Luego metió la marcha de repente, tras haber soltado el freno.

—La va a destrozar —dijo el guarda.

La silla pegó un brinco enfermizo hacia la zanja que había a un lado.

—¡Clifford! —gritó Connie, corriendo hacia él. Pero el guarda agarró la silla por la barra. Sin embargo, Clifford, utilizando toda su fuerza, consiguió hacerla volver al camino, y con un extraño ruido la silla comenzó a luchar con la pendiente. Mellors empujaba firmemente por detrás y por fin el aparato se puso en marcha como para desquitarse.

—¡Lo ve, puede! —dijo Clifford victorioso, mirando hacia atrás por encima del hombro. Entonces vio allí la cara del guarda.

—¿Está usted empujando?

—Si no, no podrá.

—Suéltela. Yo no le he dicho que empuje.

—No podrá sola.

—¡Deje que lo intente! —gruñó Clifford con todas sus fuerzas.

El guarda se quedó atrás. Luego se volvió para recoger su chaqueta y la escopeta. La silla pareció perder las fuerzas inmediatamente. Se quedó inmóvil. Clifford, sentado y prisionero, estaba blanco de humillación. Empezó a golpear el manillar con las manos, los pies no le servían para nada. Logró que el motor produjera ruidos extraños. Pero la silla no se movía. No, no se movía. Paró el motor y permaneció rígido de furor.

Constance se sentó y se quedó mirando las campanillas destrozadas y aplastadas. «¡Nada es tan maravilloso como una primavera inglesa!» «Cargaré con mi responsabilidad en el mando.» «Lo que se necesitan ahora son látigos, no espadas.» «¡Las clases dominantes!»

El guarda se acercó con el arma y la chaqueta en la mano; Flossie le seguía cautelosamente. Clifford le ordenó hacer no sé qué cosa en el motor. Connie, que no entendía nada en absoluto de los tecnicismos de los motores, y que ya había tenido alguna experiencia de lo que pasa con las averías, siguió sentada pacientemente como un cero a la izquierda. El guarda volvió a tumbarse de bruces. ¡Las clases dominantes y las clases dominadas!

Él se puso de nuevo en pie y dijo pacientemente:

—Vuelva a intentarlo ahora.

Hablaba con voz muy tranquila, como si estuviera dando consejos a un niño.

Clifford hizo otro intento y Mellors se colocó rápidamente detrás y comenzó a empujar. Estaba en marcha, el motor hacía aproximadamente la mitad del esfuerzo, el hombre el resto.

Clifford miró hacia atrás, amarillo de ira.

—¿Quiere quitarse de ahí?

El guarda soltó inmediatamente, y Clifford añadió:

—¿Cómo voy a saber, si no, lo que está haciendo el motor?

El guarda soltó la escopeta y empezó a ponerse la chaqueta. Para él bastaba.

La silla empezó a ir marcha atrás lentamente.

—¡Clifford, el freno! —gritó Connie.

Ella, Mellors y Clifford se pusieron en acción inmediatamente. Connie y el guarda chocaron ligeramente. La silla se detuvo. Hubo un momento de un silencio mortal.

—¡Está claro que tengo que depender de todo el mundo! —dijo Clifford.

Estaba congestionado y furioso.

Nadie respondió. Mellors se estaba echando la escopeta al hombro con cara extraña e inexpresiva, a excepción de un aire abstracto de paciencia. Flossie, casi en guardia entre las piernas de su dueño, se movía intranquila, mirando la silla con aire sospechoso y hostil, totalmente perpleja entre los tres seres humanos. El
tableau vivant
permaneció inmóvil entre las campanillas destrozadas sin que nadie dijera una palabra.

—Supongo que habrá que empujarla —dijo Clifford por fin, fingiendo sangre fría.

No hubo respuesta. La cara abstraída de Mellors parecía no haber oído nada. Connie le miró expectante. Clifford se volvió también a mirarle.

—¿No le importa empujarla hasta casa, Mellors? —dijo con un tono frío y superior—. Espero no haber dicho nada que le ofenda —añadió disgustado.

—¡Nada en absoluto, Sir Clifford! ¿Quiere que empuje la silla?

—Por favor.

El hombre se puso a ello, pero esta vez sin resultados. El freno se había atascado. Empujaron, tiraron y el guarda volvió a dejar el arma y quitarse la chaqueta. Clifford no volvió a decir una palabra. Al fin el guarda levantó en vilo la parte trasera de la silla y de una potente patada trató de desatascar las ruedas. Le falló el golpe y la silla se le fue de entre las manos. Clifford se aferraba a los reposabrazos. El hombre jadeaba bajo el peso.

—¡No haga eso! —le gritó Connie.

—¡Tire usted así de la rueda, hacia allí! —le dijo, mostrándole cómo hacerlo.

—¡No! ¡No la levante! ¡Se va a hacer daño! —dijo ella entonces, roja de ira.

Pero él la miró a los ojos con un gesto afirmativo.

Y ella tuvo que ir a la rueda. Listos. Él levantó la silla en volandas, ella tiró con fuerza y la silla se tambaleó.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Clifford aterrorizado.

Pero la cosa funcionó, el freno se había desatascado. El guarda puso una piedra bajo la rueda y fue a sentarse a un lado, con el corazón acelerado y la cara blanca por el esfuerzo, a punto de perder el sentido. Connie le miró y estuvo a punto de gritar de ira. Se produjo una pausa y un silencio mortal. Vio que las manos de él temblaban apoyadas en los muslos.

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