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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (28 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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—Tuve que ir a Uthwaite —dijo él sentándose a la mesa, pero sin continuar su comida.

—Coma —dijo ella.

Pero no tocó la comida.

—¿Quiere tomar algo? —preguntó él en dialecto—, ¿Quiere una taza de té? El agua está cociendo.

Se levantó a medias de la silla.

—Si lo permite, lo prepararé yo misma —dijo ella levantándose.

Él parecía triste y ella se dio cuenta de que le estaba molestando.

—Bueno, la tetera está ahí —señaló un pequeño armario gris de rinconera—, y las tazas. El té está en la repisa, encima de su cabeza.

Ella cogió la tetera negra y la lata de té del estante.

Enjuagó la tetera con agua caliente y se quedó un momento dudando sobre dónde vaciarla.

—Tírela fuera —dijo él dándose cuenta—. Está limpia.

Se acercó a la puerta y echó el agua al camino. Era un lugar encantador, tan tranquilo, tan realmente un bosque. Los robles empezaban a apuntar hojas de un ocre amarillento: las velloritas rojas eran como botones de peluche bermellón. Miró la gran losa de arenisca del umbral, atravesado ahora por tan pocos pies.

—Es maravilloso esto —dijo ella—. Un silencio tan hermoso, todo está vivo y callado.

Él estaba comiendo de nuevo, lentamente y de mala gana; ella pudo darse cuenta de que había perdido el ánimo. Hizo el té en silencio y puso la tetera en la repisa interior de la chimenea, como sabía que hacía la gente. Él echó el plato a un lado y fue a la habitación de atrás; se oyó el clic de un aldabón; luego volvió con un queso en una fuente y mantequilla.

Ella puso las dos tazas en la mesa; las únicas que había.

—¿Quiere una taza de té? —dijo.

—Por favor. El azúcar está en el armario y hay una jarrita para la leche. La leche está en una jarra en la despensa.

—¿Le quito el plato? —preguntó ella.

Él la miró con una sonrisa ligeramente irónica.

—Pero… sí, si quiere —dijo, comiendo lentamente pan y queso.

Ella fue a la parte de atrás, a la galería del fregadero, donde estaba la bomba de agua. A la izquierda había una puerta, sin duda la de la despensa. La abrió y sonrió ante lo que él llamaba una despensa: no era más que un largo y estrecho armario encalado. Pero cabían allí un pequeño barril de cerveza, algunos platos y algo de comida. Cogió algo de leche de la jarra amarilla.

—¿De dónde saca la leche? —preguntó ella cuando volvió a la mesa.

—Los Flint. Me dejan una botella al final del cercado. Ya lo conoce, el sitio donde la vi el otro día.

Se le veía desanimado.

Ella sirvió el té, luego levantó la jarrita de la leche.

—Leche no —dijo él.

Luego creyó oír un ruido y miró fijamente hacia la puerta.

—Quizás será mejor que cerremos —dijo él.

—Sería una lástima —contestó ella—. No va a venir nadie, ¿no?

—Sólo una vez de mil, pero nunca se sabe.

—Y aun así no importa —dijo ella—. No es más que una taza de té. ¿Dónde están las cucharas?

Él extendió el brazo y abrió el cajón de la mesa. Connie estaba sentada junto a la mesa, al sol que entraba por la puerta.

—¡Flossie! —dijo él a la perra, que estaba tumbada en una esterilla al pie de la escalera—. ¡Vete y busca, busca!

Levantó el dedo y su «¡busca!» fue cortante. La perra salió a husmear.

—¿Está usted triste hoy? —preguntó ella.

Él volvió rápido sus ojos azules y la miró directamente.

—¡Triste! ¡No, aburrido! He tenido que ir a denunciar a dos cazadores furtivos que pillé, y, bueno…, no me gusta la gente.

Ahora hablaba fríamente en buen inglés. Había ira en su voz.

—¿No le gusta ser guardabosque? —preguntó ella.

—¿Guardabosque? ¡Claro que me gusta! Siempre que me dejen tranquilo. Pero cuando tengo que ir a perder el tiempo a la policía y a otros sitios y esperar a que me atiendan un montón de idiotas…, bueno, me enfurezco… —y sonrió con un cierto y ligero humor.

—¿No podría independizarse? —preguntó ella.

—¿Yo? Supongo que podría, si lo que me pregunta es si lograría sobrevivir con la pensión. ¡Podría! Pero tengo que trabajar en algo o me muero. Es decir, tengo que tener algo que me mantenga ocupado. Y me falta humor para trabajar para mí mismo. Tiene que ser un trabajo para otra persona o lo dejaría en un mes por mala leche. Así que, en general, estoy muy bien aquí. Especialmente en los últimos tiempos…

Se rio de nuevo, mirándola con un humor burlón.

—¿Pero está de mal humor? —preguntó ella—. ¿Quiere decir que siempre está de mal humor?

—Casi siempre —dijo él riendo—. No acabo de digerir la bilis.

—¿Qué bilis? —dijo ella.

—¡Bilis! —dijo él—. ¿No sabe lo que es eso?

Ella se quedó silenciosa y desengañada. Él no le hacía ningún caso.

—El mes que viene me iré durante algún tiempo —dijo ella.

—¡Se va! ¿A dónde?

—A Venecia.

—¡Venecia! ¿Con Sir Clifford? ¿Cuánto tiempo?

—Un mes o así —contestó ella—. Clifford no va.

—¿Se quedará aquí? —preguntó él.

—¡Sí! No le gusta viajar en su estado.

—¡Claro, pobre diablo! —dijo él compadeciéndole.

Hubo una pausa.

—No me olvidará cuando me vaya, ¿no? —preguntó ella.

Él levantó de nuevo la mirada y la dirigió hacia ella de lleno.

—¿Olvidar? —dijo él—. Ya sabe que nadie olvida. No es cuestión de memoria.

Ella quería preguntar: «¿Entonces de qué?» Pero no lo hizo. En lugar de ello dijo con voz apagada:

—Le he dicho a Clifford que quizás tenga un niño.

Ahora la miró de verdad, con ojos tensos e inquisitivos.

—¿De verdad? —dijo por fin—. ¿Y qué dijo él?

—Oh, que no le importaría. En realidad le alegraría, siempre que pareciera suyo.

No se atrevía a mirarle.

Él permaneció en silencio durante mucho tiempo, luego volvió a mirarla a la cara.

—Desde luego no le ha dicho nada de mí —dijo él.

—No. No le he dicho nada de usted —dijo ella.

—No. Dudo que me aceptara como progenitor sustituto. Entonces, ¿de dónde se supone que va a salir ese niño?

—Podría tener una aventura amorosa en Venecia —dijo ella.

—Podría —contestó él lentamente—. ¿Es por eso por lo que se va?

—No para tener una aventura amorosa —dijo mirándole suplicante.

—Para aparentarlo —dijo él.

Hubo un silencio. Él estaba sentado, mirando por la ventana, con una mueca poco pronunciada en su rostro, entre la burla y la amargura. Ella detestaba aquella mueca.

—¿O sea, que no ha tomado ninguna precaución para no tener un hijo? —preguntó él de repente—. Porque yo no las he tomado.

—No —dijo ella con voz apagada—. Ni me hubiera gustado.

Él la miró y luego volvió a mirar por la ventana con aquella mueca peculiar y sutil. Se produjo un silencio lleno de tensión.

Al final se volvió hacia ella y dijo sarcástico:

—¿Para eso me quería entonces, para tener un hijo?

Ella dejó caer la cabeza.

—No, realmente no —dijo ella.

—¿Entonces realmente qué? —preguntó él con tono mordaz.

Ella le dirigió una mirada llena de reproches, diciendo:

—No lo sé.

Él estalló en una carcajada.

—Pues que me maten si lo sé yo —dijo.

Hubo una larga pausa de silencio, un silencio frío.

—Bien —dijo por fin—. Que sea como su excelencia prefiera. Si tiene usted el hijo, que le aproveche a Sir Clifford. Yo no habré perdido nada. ¡Por el contrario, he tenido una experiencia muy agradable, muy agradable, desde luego!

Y se estiró como conteniendo un bostezo.

—Si me ha utilizado usted —dijo—, no es la primera vez que me utilizan; y creo que no ha sido nunca tan agradable como esta vez; aunque, desde luego, no es como para estar tremendamente orgulloso de ello.

Se volvió a estirar, de forma curiosa, con los músculos temblando y la mandíbula extrañamente desencajada.

—Pero yo no le he utilizado —dijo ella implorante.

—A las órdenes de su excelencia —dijo él.

—No —dijo ella—. Me gustaba su cuerpo.

—¿Sí? —contestó él y se echó a reír—. Bien, entonces estamos en paz, porque a mí me gustaba el suyo.

La miró con ojos extraños y oscuros.

—¿Le gustaría subir arriba ahora? —preguntó él con una voz rara, estrangulada.

—¡No, aquí no. Ahora no! —dijo ella pesadamente, aunque si hubiera utilizado cualquier presión sobre ella habría cedido, porque ante él se encontraba indefensa.

Él volvió la cara de nuevo y pareció olvidarse de ella.

—Quiero tocarle como usted me toca a mí —dijo ella—. Nunca he tocado realmente su cuerpo.

Él la miró y volvió a sonreír.

—¿Ahora? —preguntó.

—¡No! ¡No! ¡Aquí no! En la choza. ¿No le importa?

—¿Cómo la toco yo? —preguntó.

—Cuando recorre mi cuerpo con los dedos.

Él la miró y se encontró con sus ojos cargados y anhelantes.

—¿Y le gusta cuando le paso los dedos por la piel? —preguntó él, todavía sonriente.

—Sí, ¿y a usted? —dijo ella.

—¡Oh, a mí!

Entonces cambió de tono.

—Sí —dijo—; lo sabe sin necesidad de preguntarlo.

Cosa que era verdad.

Ella se levantó y recogió el sombrero.

—Tengo que irme —dijo.

—¿Ya se va? —respondió él educadamente.

Ella quería que la tocara, que le dijera algo, pero él no dijo nada, sólo esperaba cortésmente.

—Gracias por el té —dijo ella.

—Todavía no he dado las gracias a su excelencia por haber honrado mi tetera —dijo él.

Ella descendió por el sendero y él se quedó en la puerta con una mueca imperceptible. Flossie llegó corriendo con el rabo en alto. Y Connie tuvo que seguir avanzando confusa hasta llegar al bosque. Sabía que él la estaba mirando con aquella mueca incomprensible en la cara.

Fue andando hacia casa, afligida y derrotada. Le molestaba que él dijera que le había utilizado; porque en un sentido era verdad. Pero él no debería haberlo dicho. Y así, de nuevo, se encontró indecisa entre dos sentimientos: el resentimiento contra él y el deseo de hacer las paces.

Tomó el té irritada e incómoda y subió inmediatamente después a su habitación. Pero una vez allí todo era inútil; no podía estar de pie ni sentada. Tendría que tomar una resolución. Tendría que volver a la choza; si él no estaba allí, tanto mejor.

Se escabulló por la puerta lateral y se puso en camino directamente, un tanto deprimida. Al llegar al claro se sentía terriblemente incómoda. Pero allí estaba él de nuevo, en mangas de camisa, agachado, dejando salir a las gallinas de las jaulas, entre los polluelos, que al crecer se habían hecho algo más torpes, pero seguían siendo más vivos que los polluelos de gallina. Fue directamente hacia él.

—¡Ya ve que he venido! —dijo.

—¡Sí, ya lo veo! —dijo él, enderezando la espalda y mirándola ligeramente divertido.

—¿Deja salir ahora a las gallinas? —preguntó ella.

—Sí, han estado sentadas ahí hasta quedarse en los huesos —dijo él—. Y ahora han perdido las ganas de salir y comer. El «yo» no existe para una gallina clueca; no vive más que para los huevos o los polluelos.

Pobres gallinas madres; ¡cuánto amor y qué ciego! ¡Incluso con pollos que no eran suyos! Connie las miró compadecida. Se produjo un silencio agobiante entre el hombre y la mujer.

—¿Entramos a la choza? —preguntó él en su dialecto.

—¿Me desea? —preguntó ella con una cierta desconfianza.

—Sí, si quiere venir.

Ella se quedó callada.

—¡Vamos entonces! —dijo él.

Y ella fue con él a la choza. Todo quedó totalmente a oscuras al cerrar la puerta. Él encendió una luz baja en la lámpara, como había hecho antes.

—¿Ha venido sin ropa interior? —preguntó él.

—¡Sí!

—Entonces voy a desnudarme también.

Tendió las mantas, dejando una a un lado para taparse. Ella se quitó el sombrero y se estiró el cabello. Él se sentó, quitándose los zapatos y las polainas y desabotonándose los pantalones de pana.

—¡Échese! —dijo él, de pie, con la camisa puesta. Ella obedeció en silencio y él se echó a su lado, luego tiró de la manta sobre los dos.

—¡Eso es! —dijo él.

Y levantó completamente su vestido hasta llegar a los pechos. Los besó suavemente, cogiendo los pezones entre los labios en delicadas caricias.

—¡Eres maravillosa, eres maravillosa! —dijo, frotando su cara contra su vientre cálido en un movimiento de mimo.

Y ella echó los brazos en torno a él bajo la camisa, pero estaba asustada, atemorizada de su cuerpo fino, suave, desnudo, que parecía tan fuerte; asustada de los músculos violentos. Se replegó con miedo.

Y cuando él dijo con una especie de ligero gemido: «¡Eres maravillosa!», algo en ella se estremeció y algo en su mente se endureció resistiéndole: endurecimiento ante la horrible intimidad física, ante el extraño vértigo de su posesión. Y aquella vez el agudo éxtasis de su propia pasión no pudo con ella; permaneció con las manos inertes sobre el cuerpo agitado de él; por mucho que lo intentara, su espíritu parecía estar observando al margen, desde una posición por encima de su cabeza, y las sacudidas de las caderas del hombre le parecían ridículas, y la especie de ansiedad de su pene para llegar a una crisis que se resolvería en una pequeña evacuación parecía una farsa. Sí, aquello era el amor, aquel meneo ridículo de los carrillos del culo y el decaimiento del pobre, insignificante, húmedo y diminuto pene. ¡Aquél era el divino amor! Después de todo, los modernos tenían razón al sentir el desprecio que sentían contra aquella representación; porque no era más que una representación. Era más que cierto, como decían algunos poetas, que el Dios que había creado al hombre debía tener un sentido siniestro del humor al crearlo como ser racional y forzarlo sin embargo a tomar aquella postura ridícula y dotarlo de un hambre ciega por aquella representación ridícula. Incluso un Maupassant veía en ello un anticlímax humillante. Los hombres despreciaban el contacto sexual y sin embargo caían en él.

Fría y despreciativa, su extraña mente femenina se mantuvo al margen, y aunque adoptó una perfecta inmovilidad, sentía el impulso de levantar las caderas y expulsar al hombre, de escapar a su siniestra garra, a la embestida y al cabalgamiento de sus absurdas nalgas. Su cuerpo era algo desquiciado, impúdico, imperfecto, un tanto repugnante, inacabado, patoso. Porque, sin duda, una evolución plena de los seres humanos acabaría con aquella comedia, aquella «función».

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