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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (14 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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Sin embargo, y en su interior, Clifford nunca llegó a perdonar a Connie del todo por haber dejado su cuidado personal y haberlo puesto en manos de una extraña que lo hacía por dinero. Había matado, se decía, la verdadera flor de la intimidad entre ellos dos. Pero a Connie no le importaba. La hermosa flor de su intimidad era para ella un tanto como una orquídea, un bulbo parásito introducido en el árbol de su vida y que, en su opinión, producía una flor más bien desvaída.

Ahora disponía de más tiempo para sí, podía tocar suavemente el piano en su habitación y cantar: No toques la ortiga… que los lazos del amor no se pueden soltar. No se había dado cuenta hasta hacía poco de lo difíciles que eran de desatar aquellos lazos del amor. ¡Pero gracias a Dios ella lo había hecho! La llenaba de felicidad estar sola, sin tener que hablar con él todo el tiempo. Cuando estaba solo daba, y daba, y daba sobre las teclas de la máquina, hasta el infinito. Pero cuando no estaba «trabajando» y la tenía a ella allí, hablaba, siempre hablaba; análisis infinitos y minuciosos de gente, motivaciones, resultados, caracteres y personalidades, hasta acabar por aburrirla. Durante años le había gustado, luego la había aburrido y de repente le pareció insoportable. Estaba contenta de estar sola.

Era como si miles y miles de pequeñas raíces e hilos de consciencia en él y ella hubieran ido creciendo entrelazados en una maraña a la que se le había acabado el espacio de crecimiento y ahora la planta estuviera muriendo. Ahora, con paciencia y sutilmente, ella iba desentrelazando aquella maraña, rompiendo con cuidado los hilos uno a uno con la constancia y la impaciencia de liberarse. Pero las ataduras de un amor así son más difíciles de deshacer que la mayor parte de las ligaduras; a pesar de que la llegada de la señora Bolton había significado una gran ayuda.

Pero él seguía deseando disfrutar de las antiguas charlas con Connie al atardecer: charlar o leer en voz alta. Sólo que ahora podía arreglárselas ella para que la señora Bolton entrara a las diez a interrumpirles. A las diez en punto Connie podía subir a su habitación y estar sola. Clifford quedaba en buenas manos con la señora Bolton.

La señora Bolton comía con la señora Betts en el salón del ama de llaves, puesto que se llevaban bien todos. Y era curioso que las habitaciones del servicio parecieran estar ahora mucho más cerca; parecían haber llegado a las mismas puertas del estudio de Clifford, cuando antes eran algo tan remoto. Porque la señora Betts iba a veces a la habitación de la señora Bolton y Connie las oía hablar en voz apagada y sentía de alguna forma la vibración fuerte y diferente de las clases trabajadoras invadiendo casi el cuarto de estar cuando ella y Clifford estaban solos. Tanto había cambiado Wragby con la simple llegada de la señora Bolton.

Y Connie se sintió aliviada, en otro mundo, respiraba de otra manera. Pero la intranquilizaba aún cuántas de sus raíces, quizás vitales, seguían sin separarse de las de Clifford. Y sin embargo respiraba con mayor libertad, iba a comenzar una nueva fase de su vida.

CAPITULO 8

La señora Bolton extendía también sobre Connie su manto protector, dándose cuenta de que tenía que incluirla en sus cuidados femeninos y profesionales. Siempre estaba azuzando a su excelencia para que saliera a pasear, fuera en coche a Uthwaite, le diera el aire. Porque Connie había adquirido la costumbre de sentarse en silencio ante la chimenea, fingiendo leer o coser un poco, sin salir casi nunca.

Fue un día de viento, poco después de que Hilda se hubiera marchado, cuando la señora Bolton dijo:

—¿Por qué no sale usted a dar un paseo por el bosque y a ver los narcisos al otro lado de la casa del guarda? Es lo más hermoso que hay. Y puede traerse algunos para la habitación; los narcisos salvajes tienen siempre un aspecto tan alegre, ¿verdad?

A Connie le pareció bien, incluso lo de salvajes en lugar de silvestres. ¡Narcisos silvestres! Después de todo, no se podía vivir tan encerrada en sí misma. Venía la primavera…
Volverán las estaciones, y a mí no vuelve el día, ni se acercan, dulces, la noche o la mañana
.

¡Y el guardabosque, con su cuerpo fino y blanco como el pistilo solitario de una flor invisible! Había llegado a olvidarle en su indescriptible depresión. Pero ahora había algo que despertaba…
Pálido, más allá del umbral y la puerta…
Había que traspasar umbrales y puertas.

Estaba más fuerte, podía andar mejor, y en el bosque el viento no era tan fatigante como había sido su azote al atravesar el parque. Quería olvidar; olvidar el mundo y toda aquella gente horrible con cuerpo de carroña. ¡Has de nacer de nuevo! ¡Creo que el cuerpo resucita! A no ser que el grano caiga a tierra y muera, volverá a germinar sin duda. ¡Cuando brote el azafrán, también yo me alzaré y veré el sol! Al viento de marzo, un desfile infinito de versos recorrió su mente.

Pequeñas ráfagas de sol iban y venían, con una extraña brillantez, iluminando los ranúnculos de los confines del bosque, bajo los avellanos, con una luminosidad amarilla. Y el bosque estaba silencioso, muy silencioso, pero agitado por el sol en sus apariciones y desapariciones. Habían brotado las primeras anémonas y todo el bosque parecía blanqueado por la infinidad de flores que salpicaban el agitado suelo. El mundo blanqueado por tu aliento. Pero esta vez era el aliento de Perséfona; había salido del infierno en una mañana fría. Llegaban ráfagas de aire frío y arriba se oía la furia del viento enredado en las ramas. También el viento se sentía atrapado y trataba de liberarse como Absalón. Qué frío parecían tener las anémonas alzando sus hombros blancos y desnudos sobre el miriñaque de una falda de verdor. Pero lo aguantaban. Junto al sendero también las primeras prímulas desvaídas y capullos amarillos que se abrían.

Arriba el furor del viento y el temblor de las ramas, abajo sólo las frías corrientes. Connie se sentía extrañamente excitada en el bosque, le vino el color a las mejillas y ardía el azul de sus ojos. Avanzaba con dificultad, recogiendo algunas prímulas y las primeras violetas de un olor dulce y frío; dulce y frío. Y vagabundeó sin saber dónde estaba.

Hasta llegar al claro, al final del bosque, y ver la casa de piedra con verdín, de un aspecto casi rosado como la carne bajo la copa de una seta, con la cantería templada por un rayo de sol. Y había un brillo de jazmín amarillo junto a la puerta; la puerta cerrada. Pero ni un ruido; la chimenea sin humo; ningún ladrido de perro.

Fue en silencio hacia la parte trasera, donde se alzaba el terraplén; tenía una excusa, ver los narcisos.

Y allí estaban aquellas flores de tallo corto, doblándose, balanceándose y temblando, tan brillantes y vivas, sin poder ocultar sus caras al volverlas de espaldas al viento.

Sacudían sus brillantes y soleados harapos en ataques de malestar. Pero quizás les gustaba realmente; quizás disfrutaban con el castigo.

Constance se sentó con la espalda contra un pino de pocos años que se apretaba contra ella con una extraña vida, elástico, fuerte y erecto. ¡Aquella cosa rígida y viva con la copa al sol! Y veía los narcisos teñirse de amarillo en un rayo de sol que calentaba su regazo y sus manos. Olía incluso el ligero y alquitranado aroma de las flores. Y luego, tan tranquila y solitaria, le pareció que ella misma se zambullía en la corriente de su propio destino. Había estado sujeta por una cuerda, dando tumbos y bandazos como una barca fija a las amarras; ahora estaba libre y a flote.

La luz del sol cedió al frío; en la sombra los narcisos se doblaban silenciosamente. Así permanecerían todo el día y a lo largo de la fría noche, tan fuertes en su fragilidad.

Se levantó algo rígida, cortó algunos narcisos y comenzó a bajar. No le gustaba cortar las flores, pero quería una o dos que le hicieran compañía. Tendría que volver a Wragby y sus muros y ahora no podía soportarlo, especialmente los gruesos muros. ¡Muros! ¡Siempre muros! Y sin embargo eran necesarios con aquel viento.

Cuando llegó a casa, Clifford le preguntó:

—¿A dónde has ido?

—¡Atravesando el bosque! Mira los pequeños narcisos. ¿No son adorables? ¡Y pensar que salen de la tierra!

—Y del aire y del sol —dijo él.

—Pero están modelados en la tierra —replicó ella, llevándole la contraria con tanta rapidez que se sorprendió un poco.

A la tarde siguiente volvió al bosque. Siguió el amplio sendero que culebreaba entre los alerces hasta llegar a una fuente llamada John's Well. Hacía frío en aquella ladera de la colina y no crecía ni una flor a la sombra de los alerces. Pero el helado manantial brotaba de su lecho de guijarros limpios, de un blanco rojizo. ¡Tan frío y tan claro! ¡Brillante! El guarda nuevo había colocado allí sin duda guijarros limpios. Escuchó el leve tintineo del agua que rebosaba lentamente y resbalaba por la pendiente. Incluso por encima del rumor silbante del bosque de alerces que extendía su oscuridad erizada, sin hojas, lobuna, sobre la pendiente, se oía el susurro de pequeñas campanitas de agua.

Aquel lugar era un poco siniestro, frío, húmedo. Y sin embargo el manantial debía haber sido un sitio de aguada durante cientos de años. Ahora ya no lo era. El pequeño claro que lo rodeaba era verde, frío y triste.

Se levantó y se dirigió lentamente hacia casa. Al andar oyó un débil golpeteo a la derecha y se detuvo a escuchar. ¿Era un martillo o un pájaro carpintero? Era seguramente un martillo.

Siguió andando mientras escuchaba. Y entonces advirtió un caminillo entre abetos jóvenes, un paso que no parecía llevar a ningún lado. Pero se dio cuenta de que alguien había pasado por allí. Se metió por él a la aventura, entre los densos abetos que pronto dejaron lugar al viejo bosque de robles. Siguió el sendero, y el martilleo se fue acercando en el silencio que el viento dejaba en el bosque; los árboles producen silencio incluso en medio del ruido del viento.

Vio un claro reducido y oculto y una pequeña cabaña escondida hecha de troncos rústicos. ¡Nunca había estado allí antes! Se dio cuenta de que era el lugar tranquilo donde se cuidaban las crías de faisán; el guardabosque, en camisa, estaba arrodillado martilleando. La perra avanzó corriendo con un ladrido corto y agudo y el guarda levantó los ojos repentinamente y la vio. Tenía una expresión de sobresalto.

Se puso derecho y saludó, observándola en silencio mientras ella avanzaba con menos y menos aplomo. No le gustaba la intrusión; apreciaba su propia soledad y su única y última libertad en la vida.

—Me preguntaba qué era ese martilleo —dijo ella sintiéndose débil y sin aliento y al tiempo algo cohibida por lo directo de su mirada.

—Estoy arreglando el gallinero para los pajaritos —dijo él en dialecto vulgar.

—Ella no sabía qué decir y se encontraba muy débil.

—Me gustaría sentarme un momento —dijo.

—Venga y siéntese en la choza —dijo él, adelantándose hacia la cabaña, empujando a un lado algunos maderos y herramientas y sacando una silla rústica hecha de astillas de avellano.

—¿Quiere que encienda una hoguera? —preguntó con la curiosa ingenuidad del dialecto.

—Oh, no se moleste —contestó ella.

Pero él le miró a las manos; estaban azuladas. Llevó rápidamente algunas ramas de alerce a la pequeña chimenea de ladrillo del rincón y un momento más tarde la llama amarilla ascendía por el tiro. Hizo sitio junto al hogar de ladrillo.

—Siéntese aquí un momento y caliéntese —dijo él. Ella le obedeció. Tenía esa extraña clase de autoridad protectora que le hizo obedecer inmediatamente. Se sentó y se calentó las manos a la lumbre, luego echó unos troncos al fuego mientras él seguía martilleando fuera. En realidad no quería quedarse acurrucada en una esquina junto al fuego; le hubiera gustado más mirar desde la puerta; pero aquello se había hecho con intención de cuidarla y tuvo que someterse.

La cabaña era bastante acogedora, con paredes de tabla de pino sin barnizar, una pequeña mesa rústica y una banqueta además de la silla, un banco de carpintero, un cajón grande, herramientas, tablones nuevos, clavos, y muchos objetos colgados de ganchos: hacha, azuela, trampas, cosas en talegos, su chaqueta. No había ventana, la luz entraba a través de la puerta abierta. Era un revoltijo, pero al mismo tiempo una especie de pequeño santuario.

Volvió a escuchar el martilleo; no había felicidad en el ruido. Se sentía oprimido. ¡Una intromisión en su vida privada, y una intromisión peligrosa! ¡Una mujer! Había llegado a un punto en que todo lo que quería en la vida era estar solo. Y sin embargo no estaba en sus manos defender su intimidad; era un asalariado y aquella gente eran sus amos.

En especial se negaba a volver a relacionarse con una mujer. Lo temía; los antiguos contactos habían dejado una gran herida en él. Presentía que si no podía estar solo, si no le dejaban solo, habría de morir. Su rechazo del mundo exterior era completo; su último refugio era aquel bosque; ¡vivir allí escondido!

Connie empezó a entrar en calor con el fuego, que se había convertido en una gran hoguera: luego empezó a asarse. Fue a sentarse en la banqueta junto a la puerta, observando al hombre en su trabajo. Él parecía no darse cuenta, pero lo sabía. A pesar de todo siguió trabajando como absorto y su perra marrón estaba sentada junto a él, vigilando un mundo digno de poca confianza.

Enjuto, silencioso y ágil, el hombre terminó la jaula que estaba haciendo, le dio la vuelta, probó la puertecilla corredera y luego la dejó a un lado. Después se levantó, fue a por una jaula vieja y la llevó al tajo de madera donde estaba trabajando. En cuclillas, probó los barrotes; algunos se rompieron en sus manos; empezó a sacar los clavos. Luego le dio la vuelta y se quedó pensando sin consciencia aparente de la presencia de la mujer.

Así Connie podía mirarle atentamente. Y el mismo aislamiento solitario que había podido ver en él cuando estaba desnudo era evidente ahora que estaba vestido: solitario y concentrado, como un animal que trabaja solo, pero también ensimismado como un ser que se aísla por completo de todo contacto humano. Silenciosamente, con paciencia, huía de ella incluso en aquel momento. Era esa especie de paciencia silenciosa e intemporal de un hombre impaciente y apasionado lo que afectaba de tal modo al vientre de Connie. Lo veía en su cabeza inclinada, en sus manos rápidas y tranquilas, en el pliegue de sus lomos esbeltos y sensibles con algo de paciente y recoleto. Ella notaba que la experiencia del hombre había sido más profunda y más amplia que la suya; más profunda, más amplia y quizás más aniquilante. Y aquello la liberaba de sí misma; se sentía casi irresponsable.

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