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Authors: D. H. Lawrence

Tags: #Erótico

El amante de Lady Chatterley (8 page)

BOOK: El amante de Lady Chatterley
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Connie se sentía un poco apabullada por sus palabras. Sabía que tenía razón teóricamente. Pero cuando pensaba en la vida que ya había vivido con él… tenía sus dudas. ¿Era realmente su destino integrarse en la vida de él durante el resto de sus días? ¿Nada más?

¿Es que no era más que eso? Tenía que contentarse con una vida permanente a su lado, un único tejido, pero bordado quizás con la flor ocasional de una aventura. ¿Cómo podía saber lo que iba a sentir al año siguiente? ¿Cómo puede saberlo nadie? ¿Cómo puede decirse un sí para años y años? ¡El sí insignificante que se dice en un momento! ¿Atrapada como con un alfiler por aquella mínima palabra revoloteante? ¡Desde luego tenía que levantar el vuelo y huir para que pudieran seguirla otros síes y otros noes! Como el revoloteo de las mariposas.

—Creo que tienes razón, Clifford. Hasta donde soy capaz de entender estoy de acuerdo contigo. Sólo que la vida puede acabar dando a todo perspectivas diferentes.

—Pero hasta que la vida adquiera esa nueva perspectiva, ¿estás de acuerdo?

—¡Oh, sí! Creo que lo estoy realmente.

Estaba observando a un
spaniel
marrón que había salido de un sendero lateral y les miraba con el hocico en alto, ladrando suavemente. Un hombre con una escopeta apareció rápido y silencioso tras la perra, enfrentándose a ellos como si fuera a atacar; en lugar de ello, se detuvo, saludó e iba a descender de nuevo por la pendiente. No era más que el nuevo guardabosque, pero había asustado a Connie al aparecer de forma tan repentina y amenazadora. Así es como le había visto, como una amenaza vertiginosa surgiendo de la nada.

Era un hombre vestido de pana verde, con polainas…, al viejo estilo; de cara colorada, bigote pelirrojo y ojos distantes. Bajaba ya la colina a paso rápido.

—¡Mellors! —gritó Clifford.

El hombre se volvió con presteza y saludó militarmente con un gesto rápido y breve, ¡un soldado!

—¿Quiere darle la vuelta a la silla y ponerla en marcha? Así será más fácil —dijo Clifford.

El hombre se echó rápidamente la escopeta al hombro y se acercó con el mismo movimiento rápido y suave a la vez, como un ser invisible. Era relativamente alto y delgado y no hablaba. No miró a Connie en absoluto, sólo a la silla de ruedas.

—Connie, éste es el nuevo guardabosque, Mellors. ¿Todavía no conocía usted a su excelencia, Mellors?

—¡No, señor! —fue la respuesta automática y neutra. El hombre se quitó el sombrero, mostrando su cabello espeso y casi rubio. Miró directamente a Connie a los ojos, con una mirada impersonal y sin temor, como si quisiera estudiar cómo era ella. Ella se sintió intimidada. Inclinó hacia él la cabeza con una cierta vergüenza, y él pasó el sombrero a la mano izquierda e hizo una ligera inclinación, como un caballero; pero no dijo nada. Permaneció un momento callado, con el sombrero en la mano.

—Pero ya lleva usted algún tiempo aquí, ¿no? —le dijo Connie.

—Ocho meses, señora… ¡excelencia! —se corrigió con calma.

—¿Y le gusta?

Le miró a los ojos, que se contrajeron ligeramente, con ironía, con desvergüenza quizás.

—¡Sí, claro, gracias, excelencia! Me he criado aquí… Hizo otra ligera inclinación, se volvió, se colocó el sombrero y avanzó para coger la silla. Su voz, en las últimas palabras, había caído en el pesado arrastrar del dialecto local…, quizás también burlándose, porque no había habido en ella rastro alguno del dialecto hasta entonces. Casi podría ser un caballero. En todo caso era un individuo curioso, rápido, diferente, solitario, pero seguro de sí mismo.

Clifford puso en marcha el motorcito, el hombre hizo girar cuidadosamente la silla y la puso de cara hacia la pendiente, que ondulaba suave hacia la oscura espesura de los avellanos.

—¿Alguna cosa más, Sir Clifford? —preguntó el hombre.

—No; será mejor que venga conmigo, no vaya a pararse. El motor no tiene realmente fuerza para ir cuesta arriba.

El hombre miró en torno buscando a la perra… Una mirada pensativa. El
spaniel
le miró y movió ligeramente el rabo. Una sonrisita burlándose de ella o tomándole el pelo, y sin embargo amable, le vino a los ojos un instante, luego desapareció para dejar paso a una cara sin expresión. Fueron con bastante rapidez cuesta abajo; el hombre llevaba la mano sobre la barra de la silla, sujetándola. Parecía más un soldado voluntario que un criado. Y algo en él le recordaba a Connie a Tommy Dukes.

Cuando llegaron a los avellanos, Connie se adelantó corriendo y abrió la cancela del parque. Mientras ella la sujetaba, los dos hombres la miraron al pasar. Clifford de forma crítica, y el otro hombre con una admiración curiosa y fría, queriendo observar de forma impersonal cómo era ella. Y ella vio en sus ojos azules e impersonales una mirada de sufrimiento y lejanía, de un cierto calor, sin embargo. ¿Pero por qué era tan altivo, tan alejado?

Clifford detuvo la silla una vez pasada la portalada y el hombre se acercó rápido y cortés a cerrarla.

—¿Por qué corriste a abrir? —preguntó Clifford en voz baja y calmada, mostrando su descontento—. Mellors lo habría hecho.

—Creí que íbais a seguir sin parar —dijo Connie.

—¿Y dejar que corrieras detrás de nosotros? —dijo Clifford.

—Bueno, a veces me gusta correr.

Mellors volvió a agarrar la silla con un aire de perfecta ausencia, aunque, sin embargo, Connie se daba cuenta de que estaba fijándose en todo. Mientras empujaba la silla por la empinada pendiente del parque, comenzó a respirar jadeante, con los labios entreabiertos. En realidad era frágil. Curiosamente lleno de vitalidad, pero algo frágil y sofocado. Su instinto de mujer se había dado cuenta de ello.

Connie se retrasó y dejó que siguiera adelante la silla de ruedas. El día se había puesto gris; el pequeño fragmento de cielo azul entrevisto antes en el círculo de la neblina se había cerrado de nuevo, como si hubieran vuelto a poner la tapadera; hacía un frío desagradable. Iba a nevar. ¡Todo gris, todo gris! El mundo parecía gastado.

La silla se había detenido en la cima del camino color rosa. Clifford buscaba a Connie con la mirada.

—¿No estarás cansada, no? —preguntó.

—¡Oh, no! —dijo ella.

Pero sí lo estaba. Un anhelo extraño y fatigante, una insatisfacción se habían apoderado de ella. Clifford no se había dado cuenta: aquéllas no eran cosas que él notara. Pero el extraño lo advirtió. Para Connie todo en el mundo y en la vida parecía gastado, y su insatisfacción era más antigua que las colinas.

Llegaron a la casa y dieron la vuelta hacia la parte trasera, donde no había escalones. Clifford consiguió pasar por sus propios medios a la silla de ruedas de casa, más baja; era fuerte y ágil con los brazos. Luego Connie levantó el peso de sus piernas muertas.

El guardabosque, esperando a que le permitieran irse, lo observaba todo atentamente, sin perder detalle. Se puso pálido, como con una especie de temor, cuando vio a Connie levantar las piernas inertes del hombre en sus brazos y pasarlas a la otra silla, mientras Clifford giraba el cuerpo al mismo tiempo. Estaba asustado.

—Gracias por su ayuda, Mellors —dijo Clifford en tono intrascendente, mientras comenzaba a hacer rodar su silla por el pasillo hacia la zona donde habitaba el servicio.

—¿Nada más, señor? —respondió la voz, neutra, como una voz oída en sueños.

—¡Nada, buenos días!

—Buenos días, señor.

—¡Buenos días! Ha sido muy amable por su parte empujar la silla cuesta arriba… Espero que no se haya fatigado —dijo Connie mirando al guardabosque, que había quedado al otro lado de la puerta.

Sus ojos se dirigieron a ella un instante, como despertando. Era consciente de su presencia.

—¡Oh, no, fatigado no! —dijo rápidamente.

Luego su voz volvió al tono pesado del dialecto local:

—¡Buenos días, excelencia!

—¿Quién es el guardabosque? —preguntó Connie durante la comida.

—¡Mellors! Ya lo has visto —dijo Clifford.

—Sí, pero ¿de dónde sale?

—¡De ningún lado! Era un muchacho de Tevershall. Hijo de un minero, creo.

—¿Y él ha sido minero?

—Herrero en la mina, creo: jefe de la herrería. Pero ya estuvo aquí de guarda durante dos años, antes de la guerra…, antes de alistarse. Mi padre siempre tuvo buena opinión de él, así que cuando volvió y fue a la mina a pedir trabajo de herrero volví a contratarle como guarda. Me alegró mucho que aceptara… Es casi imposible encontrar aquí alguien que valga para guardabosque…, y hace falta alguien que conozca a la gente.

—¿No está casado?

—Lo estuvo. Pero su mujer se fue con…, con varios hombres…, y al final con un minero de Stacks Gate; creo que vive allí todavía.

—¿Así que está solo?

—¡Más o menos! Tiene a su madre en el pueblo… y una niña, creo.

Clifford miró a Connie con sus ojos pálidos, azules y ligeramente saltones, en los que se dibujó una indefinida expresión. Parecía despierto en la superficie, pero en el fondo era como el aire de los Midlands, neblinoso, cargado de humo. Y la neblina parecía ir avanzando. De modo que cuando miraba a Connie de aquella extraña manera, transmitiendo su información peculiar y precisa, ella presentía que el fondo de su mente se llenaba de humo y vacío. Y aquello la asustaba. Clifford parecía impersonal, cercano a la idiotez.

Y oscuramente se dio cuenta de una de las grandes leyes del alma humana: y es que cuando un espíritu sentimental recibe una herida que no mata al cuerpo, el alma parece irse recuperando a medida que se recupera el cuerpo. Pero es sólo una apariencia. Se trata sólo del mecanismo de la costumbre que vuelve a ponerse en marcha. Lenta, lentamente, la herida del alma comienza a hacerse notar otra vez, como una contusión que va profundizando lentamente su terrible dolor hasta llenar la mente por completo. Y cuando creemos que nos hemos recuperado y olvidado es justamente cuando nos enfrentamos al peor aspecto de los efectos secundarios.

Así había sucedido con Clifford. Una vez que estuvo «bien» y de vuelta en Wragby, escribiendo sus cuentos y sintiéndose seguro en la vida a pesar de todo, pareció olvidar y haber recuperado su ecuanimidad. Pero ahora, con el lento avance de los años, Connie se daba cuenta de que la herida producida por el miedo y el horror salía a flote y se expandía en él. Durante algún tiempo había estado tan en lo profundo que parecía borrada e inexistente. Ahora, lentamente, comenzaba a manifestarse en una aparición externa del miedo, una parálisis casi. Mentalmente seguía estando en guardia. Pero la parálisis, la herida del golpe inconmensurable, se extendía gradualmente en su conciencia afectiva.

Y al tiempo que crecía en él, Connie la sentía crecer en sí misma. Un temor interno, un vacío, una indiferencia a todo, se abrían paso poco a poco en su alma. Cuando Clifford se excitaba era capaz todavía de hablar con brillantez y en apariencia controlar el futuro, como cuando en el bosque había hablado de que ella tuviera un hijo y diera un heredero a Wragby. Pero al día siguiente todas aquellas palabras brillantes parecían hojas muertas quebrándose y convirtiéndose en polvo, sin significado real alguno, arrastradas por cualquier ráfaga de viento. No eran las palabras clorofiladas de una vida efectiva, joven, con energía y formando parte del árbol. Eran los montones de hojas caídas de una vida sin sentido.

Y así le parecía que sucedía en todas partes. Los mineros de Tevershall hablaban otra vez de huelga, y le parecía a Connie que aquélla no era tampoco una manifestación de energía; era la olvidada herida de la guerra subiendo lentamente a la superficie y creando el gran dolor de la inquietud y el estupor del descontento. La herida era profunda, profunda, profunda…; la herida de la falsa guerra inhumana. Costaría muchos años a la sangre viva de las generaciones disolver el gran coágulo de sangre tan metido dentro de sus cuerpos y almas. Y haría falta una nueva esperanza.

¡Pobre Connie! A medida que pasaban los años era el miedo al vacío en su vida lo que la aprisionaba. Gradualmente la vida intelectual de Clifford y la suya propia se iban pareciendo más a la nada. Su matrimonio, su vida toda, estaban basados en el hábito de intimidad del que él hablaba: había días en que todo parecía borrado y vacío. Eran palabras, nada más que palabras. La única realidad era la nada, y por encima de ella una palabrería hipócrita.

Existía el éxito de Clifford: ¡la diosa bastarda! Era cierto que era casi famoso y que sus libros le producían casi mil libras. Su fotografía aparecía por todas partes. Había un busto suyo en una galería de arte y retratos suyos en dos galerías. Parecía la más moderna de las voces modernas. Con su oculto instinto de enfermo para la publicidad, se había convertido en cuatro o cinco años en uno de los más conocidos de los jóvenes «intelectuales». Connie no veía muy claramente dónde estaba ese intelecto. Clifford era realmente hábil en ese análisis ligeramente humorístico de personas y motivos que al final lo descompone todo en fragmentos. Pero era un poco como los perritos que destrozan los cojines del sofá; sólo que no era joven y juguetón, sino curiosamente viejo y obstinadamente presuntuoso. Era siniestro y no era nada. Era aquél el sentimiento que producía ecos profundos en el fondo del alma de Connie: todo era nada, una maravillosa exhibición de nada. Y al mismo tiempo una exhibición. ¡Una exhibición! ¡Una exhibición! ¡Una exhibición!

Michaelis había tomado a Clifford como figura central de una obra de teatro; ya había desarrollado el argumento y escrito el primer acto. Porque Michaelis era incluso mejor que Clifford en la exhibición de la nada. Era el último rastro de pasión que quedaba en aquellos hombres: la pasión de exhibir. Sexualmente estaban faltos de pasión, muertos incluso. Y ahora ya no era dinero lo que buscaba Michaelis. Clifford nunca se había lanzado primariamente a la búsqueda de dinero, aunque lo ganaba siempre que podía porque el dinero es el sello y la imagen del éxito. Y el éxito era lo que ellos buscaban. Querían, los dos, llevar a cabo una verdadera exhibición… Un hombre exhibiéndose a sí mismo para cautivar al populacho durante algún tiempo.

Era extraña… la prostitución a la diosa del éxito. Para Connie, puesto que ella permanecía realmente al margen, y puesto que se había hecho insensible a la emoción que de allí pudiera surgir, aquello era también la nada. Incluso la prostitución a la diosa del éxito era nada, a pesar de que los hombres se prostituían innumerables veces. Incluso aquello era sólo nada.

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